31 jul 2014


El difunto y yo
Julio Garmendia

Examiné apresuradamente la extraña situación en que me hallaba. Debía, sin perder un segundo, ponerme en persecución de mi alter ego. Ya que circunstancias desconocidas lo había separado de mi personalidad, convenía darle alcance antes de que pudiera alejarse mucho. Era necesario, mejor dicho, urgente, muy urgente, tomar medidas que le impidieran, si lo intentaba, dirigirse en secreto hacia algún país extranjero, llevado por el ansia de lo desconocido y la sed de aventuras. Bien sabía yo, su íntimo -iba a decir "inseparable"-, su íntimo amigo y compañero, que tales sentimientos venían aguijoneándole desde tiempo atrás, hasta el extremo de perturbarle el sentido crítico y la sana razón que debe exhibir un alter ego en todos sus actos, así públicos como privados. Tenía, pues, bastante motivo para preocuparme de su repentina desaparición. Sin duda acababa él de dar pruebas de una reserva sin límites, de inconmensurable discreción y de consumada pericia en el arte de la astucia y el disimulo. Nada dejó traslucir de los planes que maestramente preparaba en el fondo de su silencio. Mi alter ego, en efecto, hacía varios días que permanecía silencioso; pero en vista de que entre nosotros no mediaban desavenencias profundas, atribuí su conducta al fastidio, al cual fue siempre muy propenso, aún en sus mejores tiempos, y me limité a suponer que me consideraba desprovisto de la amenidad que tanto le agradaba. Ahora me sorprendía con un hecho incuestionable: había escapado, sin que yo supiera cómo ni cuándo.

Lo busqué en seguida en el aposento donde se me había revelado su brusca ausencia. Lo busqué detrás de las puertas, debajo de las mesas, dentro del armario. Tampoco apareció en las demás habitaciones de la casa. Notando, sorprendida, mis idas y venidas, me preguntó mi mujer qué cosa había perdido.

-Puedes estar segura de que no es el cerebro -le dije. Y añadí hipócritamente:

-He perdido el sombrero.

-Hace poco saliste, y lo llevabas. ¿No me dijiste que ibas a no sé qué periódico a poner un anuncio que querías publicar? No sé cómo has vuelto tan pronto.

Lo que decía mi mujer era muy singular. ¿Adónde, pues, se había dirigido mi alter ego? Dominado por la inquietud, me eché a la calle en su busca o seguimiento. A poco noté -o creí notar- que algunos transeúntes me miraban con fijeza, cuchicheaban, sonreían o guiñaban el ojo. Esto me hizo apresurar el paso y casi correr; pero a poco andar me salió al encuentro un policía, que, echándome mano con precaución, como si fuera yo algún sujeto peligroso o difícil de prender, me anunció que estaba arrestado. Viéndome fuertemente asido, no me cupo de ello la menor duda. De nada sirvieron mis protestas ni las de muchos circunstantes. Fui conducido al cuartel de policía, donde se me acusó de pendenciero, escandaloso y borracho, y, además, de valerme de miserables y cobardes subterfugios, habilidades, mañas y mixtificaciones para no pagar ciertas deudas de café, de vehículos de carrera, de menudas compras ¡Lo juro por mi honor! Nada sabía yo de aquellas deudas, ni nunca había oído hablar de ellas, ni siquiera conocía las personas o los sitios -¡Y qué sitios!- en donde se me acusaba de haber escandalizado. No pude menos, sin embargo, de resignarme a balbucir excusas, explicaciones: me faltó valor para confesar la vergonzosa fuga de mi alter ego, que era sin duda el verdadero culpable y autor de tales supercherías, y pedir su detención. Humillado, prometí enmendarme. Fui puesto en libertad, y alarmado, no ya tanto por la desaparición de mi alter ego como por las deshonrosas complicaciones que su conducta comenzaba a hacer recaer sobre mí, me dirigí rápidamente a la oficina del periódico de mayor circulación que había en la localidad con la intención de insertar en seguida un anuncio advirtiendo que, en adelante, no reconocería más deudas que las que yo mismo hubiera contraído. El empleado del periódico, que pareció reconocerme en el acto, sonrió de una manera que juzgué equívoca y sin esperar que yo pronunciara una palabra, me entregó una pequeña prueba de imprenta, aun olorosa a tinta fresca, y el original de ella, el cual estaba escrito como de mi puño y letra. Lo que peor es, el texto del anuncio, autorizado por una firma que era la mía misma, decía justamente aquello que yo tenía en mientes decir. Pero tampoco quise descubrir la nueva superchería de mi alter ego -¿de quién otro podía ser?- y como aquel era, palabra por palabra, el anuncio que yo quería, pagué su inserción durante un mes consecutivo. Decía así el anuncio en cuestión:
"Participo a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que no reconozco deudas que haya contraído "otro" que no sea "yo". Hago esta advertencia para evitar inconvenientes y mixtificaciones desagradables.
Andrés Erre."

Volví a casa después de sufrir durante el resto del día que las personas conocidas me dijeran a cada paso, dándome palmaditas en el hombro:

-Te vi por allá arriba...

O bien:

-Te vi por allá abajo...

Mi mujer, que cosía tranquilamente, al verme llegar detuvo la rueda de la máquina de coser y exclamó:

-¡Qué pálido estás!

-Me siento enfermo -le dije.

-Trastorno digestivo -diagnosticó-. Te prepararé un purgante y esta noche no comerás nada.

No pude reprimir un gesto de protesta. ¡Cómo! La escandalosa conducta de mi alter ego me exponía a crueles privaciones alimenticias, pues yo debería purgar sus culpas, de acuerdo con la lógica de mi mujer. Esto desprendíase de las palabras que ella acababa de pronunciar.

Sin embargo, no quería alarmarla con el relato del extraordinario fenómeno de mi desdoblamiento. Era un alma sencilla, un alma simple. Hubiera sido presa de indescriptibles terrores y yo hubiera cobrado a sus ojos las apariencias de un ser peligrosamente diabólico. ¡Desdoblarse! ¡Dios mío! Mi pobre mujer hubiera derramado amargas lágrimas al saber que me acontecía un accidente tan extraño. Nunca más hubiera consentido en quedarse sola en las habitaciones donde apenas penetraba una luz débil. Y de noche, era casi seguro que sus aprensiones me hubieran obligado a recogerme mucho antes de la hora acostumbrada, pues ya no se acostaría despreocupadamente antes de mi vuelta, ni la sorprendería dormida en las altas horas, cuando me retardaba en la calle más de lo ordinario.

No obstante los incidentes del día, todavía conservaba yo suficiente lucidez para prever las consecuencias de una confidencia que no podía ser más que perjudicial, porque si bien las correrías de mi alter ego pudiera suceder que, al fin y al cabo, fuesen pasajeras, en cambio sería difícil, si no imposible, componer en mucho tiempo una alteración tan grave de la tranquilidad doméstica como la que produciría la noticia de mi desdoblamiento. Pero los acontecimientos tomaron un giro muy distinto e imprevisto. La defección de mi alter ego, que empezó por ser un hecho antes risible que otra cosa, acabó en una traición que no tiene igual en los anales de las peores traiciones... Este inicuo individuo...

Pero observo que la indignación -una indignación muy justificada, por lo demás- me arrastra lejos de la brevedad con que me propuse referir los hechos. Helos aquí, enteramente desnudos de todo artificio y redundancia:

Salí aquella noche después de comer frugalmente porque mi mujer lo quiso así y me dijo, no obstante mis reiteradas protestas, que me dejaría preparado un purgante activísimo para que lo tomara al volver. Calculaba que mi regreso sería, como de ordinario, a eso de las doce de la noche.

Con el fin de olvidar los sobresaltos del día, busqué en el café la compañía de varios amigos que, casi todos, me habían visto en diferentes sitios a horas desacostumbradas y hablaban maliciosamente de ciertos incidentes en los cuales hallábase mezclado mi nombre, según pude colegir, pues no quise inquirir nada directamente ni tratar de esclarecer los puntos. Guardé bien mi secreto. Disimulé los hechos lo mejor que pude, procurando despojarlos de toda importancia. Una discusión de política nos retuvo luego hasta horas avanzadas. Eran las dos de la madrugada cuando abrí la puerta de casa, empujándola rápidamente para que chirriara lo menos posible. Todo estaba en calma, pero mi mujer, a pesar de que dormía con sueño denso y pesado, despertó a causa del ruido. Los ojos apenas entreabiertos, me preguntó entre dientes cómo me había sentado el purgante.

-¡El purgante! -exclamé-. Llego de la calle en este momento y no he visto ningún purgante! ¡Explícate, habla, despierta! ¡Eso que dices no es posible!

Se desperezó largamente.

-Sí -me dijo- es posible, puesto que lo tomaste en mi presencia... y estabas conmigo... Y...

- ... ¡Y!...

Comprendí el terrible engaño de mi alter ego. La traición de aquel íntimo amigo y compañero de toda la vida me sobrecogió de espanto, de horror, de ira. Mi mujer me vio palidecer.

-Efecto del purgante -dijo.

Aunque nadie, ni aun ella misma, habían notado el delito de mi alter ego, la deshonra era irreparable y siempre vergonzosa a pesar del secreto. Las manos crispadas, erizados los cabellos, lleno de profundo estupor, salí de la alcoba en tanto que mi mujer, volviéndose de espaldas a la luz encendida, se dormía otra vez con la facilidad que da la extenuación; y fui a ahorcarme de una de las vigas del techo con una cuerda que hallé a mano. Al lado colgaba la jaula de Jesusito, el loro. Seguramente hice ruido en el momento de abandonarme como un péndulo en el aire, pues Jesusito, despertándose, esponjó las plumas de la cabeza y me gritó, como solía hacerlo:

-¡Adiós, Doctor!

Tengo razones para creer que mi alter ego, que sin duda espiaba mis movimientos desde algún escondrijo improvisado, a favor de las sombras de la noche, se apoderó en seguida de mi cadáver, lo descolgó y se introdujo dentro de él. De este modo volvió a la alcoba conyugal, donde pasó el resto de la noche ocupado en prodigar a mi viuda las más ardientes caricias. Fundo esta creencia en el hecho insólito de que mi suicidio no produjo impresión ni tuvo la menor resonancia. En mi hogar nadie pareció darse cuenta de que yo había desaparecido para siempre. No hubo duelo, ni entierro. El periódico no hizo alusión a la tragedia, ni en grandes ni en pequeños títulos. Los amigos continuaron chanceándose y dándole palmaditas en el hombro a mi alter ego, como si fuera yo mismo. Y Jesusito no ha dejado nunca de gritar:

-¡Adiós, Doctor!

Sin duda, mi alter ego desarrolló desde el principio un plan hábilmente calculado en el sentido de producir los resultados que en efecto se produjeron. Previó con precisión el modo como reaccionaría yo delante de los hechos que él se encargaría de presentarme en rápida y desconcertante sucesión. Determinó de antemano mi inquietud, mi angustia, mi desesperación; calculó exactamente la hora en que un cúmulo de extrañas circunstancias había de conducirme al suicidio. Esta hora señalaba el feliz coronamiento de su obra; y es claro que sólo un alter ego que gozaba de toda mi confianza pudo llevar a cabo esta empresa. En primer lugar, el completo conocimiento que poseía de los más recónditos resortes de mi alma le facilitó los elementos necesarios para preparar sin error el plan de inducción al suicidio inmediato. En segundo término, si logró hacerse pasar por mí mismo delante de mi mujer y de todas las personas que me conocían, fue porque estaba en el secreto de mis costumbres, ideas, modos de expresión y grados de intimidad con los demás. Sabía imitar mi voz, mis gestos, mi letra y en particular mi firma, y además conocía la combinación de mi pequeña caja fuerte. Todos mis bienes pasaron automáticamente a poder suyo, sin que las leyes, tan celosas en otros casos, intervinieran en manera alguna para evitar la iniquidad de que fui víctima. También se apoderó del crédito que había alcanzado yo después de largos años de conducta intachable y correctos procederes; y en el mismo periódico continúa publicando a diario, autorizado con su firma, que es la mía, el mismo aviso que dice:

"Participo a mis amigos y relacionados de dentro y fuera de esta ciudad que no reconozco deudas que haya contraído "otro" que no sea "yo". Hago esta advertencia para evitar inconvenientes y mixtificaciones desagradables.
Andrés Erre."

El difunto y yo
Julio Garmendia
@uncuentodiario

Cuentosdiario.blogspot.com

30 jul 2014

Un buchito de café
Lino Novás Calvo

¡Así que ustedes quieren saber lo que pasó allí! Bueno, si vienen, como dice, de parte de don
Sergio... Pero primero dejen que les pida un favor: no mencionen mi nombre. Todavía mis hermanos están allá, me figuro. No es que los defienda. Supongo que habrán cometido muchas fechorías detrás de sus barbas. Pero, de todos modos, son mis hermanos. Por otra parte, bien estará que se sepan las cosas, y si ustedes son periodistas... ¿creen ustedes que de verdad vamos a regresar? ¡Ojalá! Entonces habrá mucho más que contar... Vamos por parte. Yo tenía entonces (fue en el 58) once años. De eso hace cinco. En tantos años se ven muchas cosas mientras uno crece. De lejos, desde aquí, en Nueva York, se puede mirar mejor en redondo...
No ha sido fácil para mí comprender. Cuando don Sergio me sacó de allí a fines de aquel año, estaba groggy. Sólo luego, atando cabos... Fue a don Sergio a quienes nosotros habíamos comprado, y pagado poco a poco, la tierra que teníamos. Buena gente. Fue el primero en acudir al hospital, y cuando me dieron de alta y hube declarado, me puso en el ferry y me mandó para acá. Por eso no soy un exiliado, como ustedes dicen que son. Aunque en cierto modo sí lo soy.

Por entonces, ni pensar podía. Era como una bocanada de sangre. No tenía entendimiento.

Vayamos a lo de allá. Yo iba entonces a una escuela de El Cruce, cerca del puesto Rural. Buen alumno, decía la maestra. El mejor que había visto nunca. La escuela era nueva, y venían niños de todos los sitios a la redonda. Unos, a caballo; otros, a pie; unos pocos, en jeep. Yo iba a caballo. ¡Qué habrá sido de mi penquito, me pregunto! Nuestra finquita quedaba lejos, arriba, en la falda de la loma.

De todos los de la casa, yo era el más canijo. Quizá por eso era tan buen alumno, oí decir una vez a la maestra. Eso pasa. Los mayores, Juan y Demetrio, no habían ido nunca a la escuela, porque al principio no la había y ahora tenían que trabajar. De todos modos, no tenían ninguna afición al estudio. Más bien les atraía la escopeta y montar a caballo, y aun reventar al animal. Así eran ellos: fuertes y duros y sin muchos amigos. Dicen que eran como mi padre, que había muerto cuando yo tenía cinco años. En cuanto a Fela (así llamábamos todos a mi madre), mal les podía enseñar lo que tampoco ella sabía. Además, tenía bastante con cuidar a los menores, Cira y Felipe, entonces de seis y cinco años, y ayudar en la finca.

Así que ahí tienen a la familia: mis hermanos mayores, mi madre, los chiquitos. Todos en aquella casa de madera (no de guano) en la falda de la loma, con sus sembríos de maíz, calabaza, malanga, yuca... Y con sus crías de pollos y puerquitos. Antes teníamos cinco vacas, pero ahora sólo nos quedaban dos, una vieja y otra preñada. Añádale mi arrenquín, y tendrán toda la familia de los Sobrados, guajiros pobres con una finquita. Esta finquita quedaba, por desgracia, en un mal sitio para los tiempos que corrían. Por allí se subía, rodeando una lomita, al monte alto. Quiero decir que no sólo era buen lugar de paso para los alzados, sino que de un brinco podían meterse en monte tejido y desaparecer, si acaso la Rural le caía atrás. Aunque debe decirles que la Rural no parecía tener ya muchos bríos para eso. Había otros sitios, finquitas y sitierías por las cercanías, pero nosotros estábamos en el paso mismo, y no a campo descubierto. Por eso, desde mediados del 58 empezaron a pasar por allí algunos cuatreros. Así le llamaban, y también forajidos. Yo supe luego que, además, casi detrás de nosotros, unas dos leguas para arriba, había unas cuevas donde era fácil esconderse, porque tenían salidas y entradas secretas. Antes que se hablaran de alzados, habíamos visto pasar hacia esas cuevas unos hombres que se decían es... espeleólogos, y a quienes la Rural no molestaba. Un tal Jiménez era su jefe. La Rural, al contrario, a veces los acompañaba y les ayudaba a llevar el equipo en su jeep. Ahora yo sé que lo de la espe... o como se llame, era una finta. Hasta se dejaban la barba. Luego volvían a pasar, llevando maletas de piedras y raspaduras de roca y bichitos petrificados. Una noche entraron a tomar café y nos hicieron una explicación que sólo yo podía entender un poco. En esas cuevas, decían, habían garabatos y figuras que nos ayudarían a entender la historia de los siboneyes. Hablando, eran amables, y nosotros siempre les brindábamos algo: comida, café...

El café no se niega a nadie. Y Fela hacía buen ajiaco, y aquellos hombres siempre venían con hambre. El jefe, un tipo flaco, de cara afilada y ojos de jutía, nos dijo una vez:

-A estos niños no los llevaremos un día para La Habana. Un día no lejano...

Y sonrió con una sonrisa fría de dientes largos que entonces yo no podía descifrar. Ahora sé quién era, pero eso no viene mucho al caso. La historia es otra.

Como les digo, eso fue antes de que esto empezaran a pasar –furtivos y de noche– las pequeñas partidas de armados. Y cuando esto ocurrió, Fela tenía también siempre para ellos un bocado y un buchito de café. No porque nosotros estuviéramos todavía con ellos, sino porque eso –un buchito de café– no se le niega a nadie. Además, hablaban bonito e... iban armados. Ustedes, los periodistas, saben lo que es eso. Decían que Cuba sería libre y grande. Nosotros no éramos esclavos de nadie, pero las palabras sonaban bien al oído, y Fela decía, además, que a un alzado no se le niega nunca nada. Su propio padre lo había sido en la guerra grande del 65 contra España, y luego en algunas guerras chiquitas.

Esto empieza a explicar lo que sucedió. En total, creo que habrán pasado por allí unas cuatro o cinco pequeñas partidas, una de ellas al mando de un americano, cuando a mis hermanos mayores, Juan y Demetrio les picó también la mosca. Eran los hombres de la familia, aunque sólo tenían diecisiete y diecinueve años. Eran los que trabajaban, los únicos que podían hacerlo, salvo Fela, que les ayudaba. Pues bien, un día levantaron también el vuelo y nos dejaron solos. Y entonces éramos Fela y yo los únicos que podíamos trabajar, porque los fiñes eran muy chiquitos.

Fela quedó aturdida. Dos hombres vinieron a medianoche y llamaron por detrás con contraseñas. Ya mis hermanos estaban preparados, esperándolos. Los hombres, un viejo y dos muchachos, entraron armados. Fue el viejo quien le habló a mamá:

–Señora, sus hijos se van con nosotros. La Revolución los necesita. Pero no tenga cuidado. Le mandaremos un hombre acá, para el trabajo. ¡Nos vamos!

Fela no tuvo apenas tiempo aliento para contestar. Juan y Demetrio no se atrevieron a mirarle a los ojos. Agacharon la cabeza, cogieron las armas que tenían escondidas y partieron velozmente con sus amigos. Fela, alelada y como loca. En los días siguientes no habló con nadie. ¡Los dos únicos hombres de la casa, y sus hijos, dejarla así, sin más ni más! Nadie había sospechado que tuvieran tal intención. Pero el viejo cumplió su palabra: días después se presentó allí un hombre, también medio viejo, pero aún fuerte, y dijo:

 –Vengo a trabajar con ustedes. No pregunten más. Yo sé que me necesitan.

Y así fue. El hombre –Nardo– vino al pelo, para dar guataca y demás. No dio más explicaciones. Tampoco mamá se atrevió a preguntarle. Estaba claro que todo había sido tramado por mis hermanos y sus amigos. Nardo dijo una noche:

–Usted no se ocupe, señora. Yo también tengo hijos en el Escambray. Todo eso está bien. Ya verá.

Mamá le dio el cuarto que habían tenido Juan y Demetrio, al fondo de la casa. Se levantaba temprano y desde el primer día se hizo cargo de todo el trabajo. Conocía el campo. No hubo que indicarle nada.

–Tú coge el potrillo y vete a la escuela –me dijo a mí–. Aquí no ha pasado nada. Si te preguntan, di que tus hermanos fueron a trabajar a La Habana, y que yo soy amigo de la familia. –Sonrió–. Eso les dará una idea. Ve y estudia: aquí vamos a necesitar muchos niños estudiosos como tú. Ya verás.

Hay que reconocer que el hombre era sincero. Como todos, además. Sólo que... Bueno, baste decir que el hombre –Nardo– creía realmente en eso. Ahora sabemos que era lo mismo en toda la Isla. No crean que yo no me doy cuenta. Esos años me han servido de mucho.

Pero entonces era otra cosa. Aquel hombre –Nardo– se me había atravesado en la garganta. De mi padre no tenía yo una imagen clara. Quizá por eso su recuerdo se había agrandado en mí, más que nunca entonces, cuando mis hermanos se habían ido a las lomas. Yo volvía mi pensamiento al padre muerto, preguntándole, con el pensamiento, qué pensaba de aquél intruso. A mí se me figuraba, más y más, como el que venía a ocupar su lugar. No me da empacho decir que de buena gana le hubiera chapeado la cabeza... a ese Nardo.

Y quién sabe si no lo hubiera hecho de no haberse dado cuenta Fela de mis sentimientos. Ella me dijo una mañana:

–Anda, vete a la escuela y no sean bobo. Tus hermanos lo mandaron para ayudarnos. Es un hombre bueno y... demasiado viejo para mí.

Así volvió a casa una la paz desasosegada. Y yo, a mi escuela, y todos alertas. No éramos tan guajiros. Juan y Demetrio no estaban tan lejos, después de todo. A veces venía un propio, que tomaba café, nos daba noticias y seguía camino hacia arriba o hacia abajo. De aquí y de allá, recibíamos otros informes. Sabíamos que había alzados en varias partes y que nosotros, de algún modo, por medio de Juan y Demetrio, teníamos que ver con ellos. Nardo, de por sí, apenas hablaba. Criaba los pollos, cuidaba los puercos, cultivaba la yuca... A la noche llegaba
demasiado cansado para hablar. Pero tenía unos ojillos claros y vivos que hablaban por él. Una noche nos dijo:

–Esto se arregla. Ya verán.

Fela no estaba tan segura de eso. No veía de qué modo aquellos grupitos de alzados dispersos por el monte podían derrotar al ejército y a la Rural juntos. ¡Todavía creía ella que existían estos! Por eso callaba y no negaba jamás un buchito de café al que por allí pasara, fuera quien fuese.

Ahora pasaba cada vez más gente, y siempre de noche, escapando o persiguiendo. Rurales entre ellos. Pero éstos no iban en busca de alzados para caerles arriba. No podía hacer eso una pareja. A veces venían, hacían preguntas y seguían de largo. Por casualidad... ¿a dónde andaban mis hermanos? Fela les hizo un cuento. Sus hijos mayores, dijo, no se iban a quedar toda la vida en el campo. Habían ido a La Habana a abrirse paso. En cuanto a Nardo –les guiñó un ojo–, era un viejo amigo de la familia.

Era lo mejor que podía decirles. Los guardias ya no iban creyendo en casi nada, salvo en eso: que una mujer todavía joven se echara un hombre, aunque fuera medio viejo, para trabajar, cuando se había quedado sin sus hijos mayores.

Para mí, que los Rurales no creyeron siquiera en eso. Pero parecía lógico. Hacían, como siempre, el recorrido, pero sólo para cubrir las formas. La furia y el deber se les habían escapado. Quizá porque ya no sabían a qué atenerse. También a ellos llegaban los periódicos, y la radio, y las revistas... Esa misma revista, Bohemia, que ustedes dicen están tirando aquí, en Nueva York, ya revisada... Y ya no eran la famosa pareja de antes. Pasaban y tomaban café, y más nada. Eran otra pareja de nada.

Otra cosa, bien diferente, eran las partidas de soldados nuevos, los Casquitos, que a veces pasaban rastreando a los alzados. Estos soldados parecían ir en serio, con casquitos y todo. Pero tampoco llegaban muy lejos. Hacían el paripé. Subían en fila, marcando el paso; se adentraban en el monte, pero poco más. No subían realmente a las lomas. Días después regresaban barbudos, sucios, hambrientos y cansados. En casa no se les negaba nada, pero no pedían apenas nada, salvo café. Supongo que también los Casquitos escuchaban la radio.

Ocurría, incluso, que se cruzaban con las partidas de alzados. Podía ocurrir que un grupo de éstos estuviera esperando, agazapado en el matorral, a que se fueran los Casquitos para entrar en casa a pedir algo. Y por el mismo jarro, y en las mismas tazas, mamá les servía café. Pero éstos pedían más que café. Hasta vacas estaban pidiendo. Nardo decía que se las daba con gusto, como si todo aquello fuera suyo, y mamá no protestaba. A callar, también uno va
aprendiendo. De paso les mandaba recados de palabras a mis hermanos, por si acaso se encontraban con ellos.

Otras veces eran los correos los que subían y bajaban, y nos traían noticias de Juan y Demetrio, que ya tenían grados entre los alzados. Pero tampoco los correos nos decían mucho, ni nosotros les preguntábamos. Nunca sabía uno realmente con quién hablaba. Podían ser o no ser alzados. Podían ser o no ser espías. Nuestro vecino más cercano, Bernardo García, se había explicado demasiado bien, y ése había sido su fin. La pareja vino una noche por él. No lo volvimos a ver. Así estaban las cosas. Mamá decía:

–Ustedes, callados. ¿Saben? Ni palabra. Ustedes no saben nada de nada.

Yo no sé lo que sentiría mi madre realmente. Ni unos ni otros nos habían hecho mucho daño, salvo por lo que se llevaban los alzados. Por otro lado, mis hermanos estaban con éstos, que cada vez eran más numerosos. Nadie sabía cuántos eran. Pero sabíamos que eran cada vez más bravos. Todavía pedían, no robaban, pero ya ustedes saben lo que es pedir con escopeta. ¿Quién iba a negarles nada? Y menos que nada, un buche de café, que a nadie se le niega. Así llegamos a la aparición de aquellos cinco. Cada uno traía un arma: rifles, unos más cortos, otros más largos, salvo uno, el jefe, que traía una ametralladora de mano y una barba más tupida que la de los otros. No subían del pueblo ni bajaban de las lomas. Venían de otra parte y, al parecer, huyendo. Sabíamos que la candela se iba animando por allí. La gente –alzados o amarillos– pasaban ahora de prisa, como escapando o persiguiendo, y con miedo.

¡Miedo!. Eso lo explica todo. No hay otra manera de entenderlo. Y el miedo les daba furia y los cegaba. En nuestra finquita ya quedaba poco. Pollos, puercos, conejos... todo se lo llevaban. Sólo dos vacas con una ternera y un poco de malanga y calabaza y mi arrenquín para ir a la escuela. Mamá dijo una noche:

–Quiera Dios que acaben pronto. Quien quiera que gane, que se acabe esto. Ya es imposible.

¡Y fue como si la oyeran1 Los cinco alzados se aparecieron días después arrastrándose por detrás de la casa, y uno llamó con voz sorda:

–¡Ey! ¿Quién hay ahí?

Era flaco, cetrino con ojos de sapo. Estaba medio doblado por las rodillas y la cintura, y el dedo en el gatillo de la ametralladora de mano. Mamá encendió la mariposa –la luz eléctrica estaba cerca, pero aún no había llegado a nosotros– y todos nos pusimos detrás de ella. Detrás del hombre asomaban los otros cuatro, perdiéndose en la sombra.

–¡Registren la casa! –ordenó el de la ametralladora.

Lo hicieron. Pronto estaban de nuevo reunidos en la sala, y mamá, colando café.

Los cinco se sentaron en taburetes, las armas sobre las rodillas. Los dos niños se sentaron en el suelo, y Nardo brindó tabaco a los alzados. Un chirrido de grillos los sobresaltaba, pero mamá los tranquilizó:

–Aquí están ustedes en su casa. No tengan temor. Yo también tengo dos hijos en las lomas. Se llaman...

Pero no dijo sus nombres. Los alzados se miraron entre sí. Yo también me acurruqué en el suelo, del lado de una puerta pequeña que daba al campo, y el tinglado donde estaba el perro negro. Era, sin saberlo, como una precaución. Mamá trajo una bandeja con las tazas y las puso en la mesa, entre ellos.

–¿Así que usted dice que tiene dos hijos alzados? –preguntó el jefe, con una mueca.

Yo temblé. Mamá tartamudeó un poco.

–Sí, señor. Dos hijos tengo...

Nunca habíamos caído en ninguna trampa. Pero bien pudiera ser que éstos fueran soldados disfrazado. A otros guajiros les había ocurrido eso. Nardo trató de desviar la conversación.

–Empieza a hacer frío allá arriba. No es como en el llano. Yo les voy a dar unas frazadas.

Los cinco se cruzaron miradas, sin contestar, y el jefe apretó la ametralladora contra el vientre.

Mamá vino entonces con el jarro y empezó a llenar las tazas. Uno de los cinco, que había permanecido detrás, se adelantó bruscamente a coger su café. Era más bien gordo, de ojos saltones, y respiraba con la boca entreabierta. Me acuerdo bien de eso. Sentía su respiración rampante y agitada, cuando estiró la mano y vi cómo se llevaba rápidamente la taza a los labios y tragaba el café casi de golpe.

Los otros no se apuraron. Estaban con la oreja parada, a caza de algún sonido sospechoso. Antes de que el siguiente cogiera su taza, el gordito se incorporó, dio un salto, como herido desde abajo, pero no llegó a pararse del todo. Soltó la taza y se desplomó, de bruces, como un tronco, en medio del cerco. Su cabeza tropezó con una esquina de la mesa, y las tazas de café salieron volando. Aquello no duró medio minuto. El jefe se levantó de un brinco y bramó:

–Así que dos hijos en las lomas, ¿eh? ¡Ahora van a ver!... ¡Chivatos es lo que son ustedes!

Miró un instante al caído y exclamó roncamente:

–¡Te han envenenado, Lalo! ¡Te han envenenado! Y ahora van a ver... –Volvió la
mirada en derredor– ¡No va a quedar uno!

¡Imagínense ustedes, mi pobre madre, envenenando a los alzados! Pero no había tiempo para explicaciones. Ni para averiguar de qué había muerto el gordito. Un segundo después la ametralladora del jefe estaba vomitando. Él se echó para atrás, y antes que nadie pudiera moverse estaba disparando. De la primera pasada se llevó a mamá y a Nardo. De la segunda acribilló a los niños. La tercera fue contra mí, pero ya yo estaba reculando por la puerta pequeña; la ráfaga no me alcanzó más que en este brazo que ustedes ven ahora medio tullido.

¡Más rápido de lo que se puede contar! Un minuto después, los cuatro restantes estaban saliendo agachados por entre las matas. Yo había podido ganar la hierba alta próxima a la cerca y aguardaba, aplanado, la cuarta ráfaga. Por suerte, o por desgracia –vaya usted a saber– ésta no vino. Huyeron los cuatro, veloces, monte arriba, dejando a su Lalo entre los muertos ¿Qué habrá sido de ellos? Quisiera saberlo. Pero tengo la impresión de que me los voy a encontrar algún día, en alguna parte, de algún modo, y entonces...

Yo esperé todavía un rato, porque no sabía qué hacer. Me arrastré luego hacia la casa, y a la luz que quedaba –al quinqué no le había tocado ninguna bala– examiné la escena, mientras me apretaba el brazo herido con la otra mano. La sangre manaba aún de todos los cuerpos, menos del de Lalo, pero éste estaba tan muerto como los otros. De rodilla me incliné sobre mamá y, soltando mi brazo herido, le toqué la frente, le toqué el corazón. No era necesario averiguar más. Cualquiera podía darse cuenta de que todos estaban acribillados. Mis hermanitos yacían encogidos, en el suelo, cogidos de las manos. En cuanto a Nardo, el buen viejo Nardo, había caído de espalda contra el tabique y aún echaba sangre por la boca y por el pecho.

Y ahí tienen lo sucedido. Pero aún han oído poco. Apretando mi brazo herido, pude llegar hasta el penco y a pelo hasta el puesto de la Rural, en el momento en que se me acercaba también al timón de un jeep un oficial. El teniente me llevó al interior, me hizo la primera cura, escuchó un resumen de lo sucedido. Luego me mandó con un cabo a la clínica del pueblo. De ahí me enviaron a la ciudad. Cuando salí del hospital, ya todos los míos estaban enterrados, salvo mis dos hermanos de las lomas.

De lo que vino después, me enteré de oídas. Estaba aún en el hospital cuando me enviaron algunos detenidos a ver si los reconocía. ¡Ojalá hubieran sido aquellos! Pero, no. Aunque habían estado medio en la sobra, los hubiera reconocido, pues los tenía frescos en la memoria. Los tengo todavía. Por eso sé que, si viven y vuelvo a encontrármelos, vamos a tener un buen contrapunteo.

Pero volvamos a lo que sucedió al día siguiente. Como dije, a mí me mandaron al pueblo y luego a la capital. En tanto, el teniente subía allá con un sargento y dos números. Viendo que todos estaban muertos, les echó unas frazadas por encima y bajó a informar a sus superiores. Los cadáveres permanecieron dos días como estaban, por no sé qué demoras en los trámites. Por fin el teniente recibió órdenes de ir a buscar los muertos y llevárselos a la morgue.

La noticia había corrido, desde luego, de boca en boca, al parecer, deformada, y llegó a las lomas. No sé cómo, pero fue rápida, pues había llegado a oídos de mis hermanos antes de que los rurales volvieran a recoger los cuerpos. Dicen que fue una mujer, y nadie sabe de qué es capaz una mujer enredadora y alzada. Yo creo conocerla. No la he visto más nunca, pero aún espero también encontrarme con ella. Y entonces...

Era, según creo, una sitiera que vivía por en vuelta de la costa. Alguna vez había pasado por allí, diciendo que iba al pueblo a llevar o buscar recados, aunque había un camino más directo. Ahora sé que sus recados eran para los alzados. Pues bien, parece que esa mujer –Claudia se llamaba– acertó a enterarse de que a mi familia la habían matado en la casa, y sin más averiguación, corrió a las lomas a decir que había sido muerta por la Rural. No se averiguó más. Mis hermanos estaban allí, y no necesitaron más información. Al instante cogieron sus rifles y se descolgaron sierra abajo, como los endemoniados.

Su idea, al parecer, era ir contra el puesto de la Rural, pero de paso se detuvieron en la casa, donde estaban aún los cadáveres. Con ellos venían otros alzados, con granadas de mano. También uno traía una ametralladora. Caminando toda la noche, llegaron a la casa a media mañana. Era justamente cuando el teniente y y sus guardias sacaban los cadáveres para llevarlos al jeep. Acababan de echarle una manta encima cuando desde el matorral mis hermanos y sus compañeros abrieron fuego.

¡Y ya van siete cadáveres! Sin contar al gordito...

Juan, Demetrio y los suyos huyeron de nuevo a las lomas. ¿Qué habrá sido de ellos? No tengo la menor idea. Nadie ha podido informarme. Yo no he querido volver a la casa, y meses después don Sergio me sacaba de allí. Todavía estaba aturdido.

De la muerte del teniente y sus dos guardias hubo testigos: la propia Claudia que, atrapada más tarde, cantó en el cuartel. Negó haber sido ella quien llevó la falsa noticia a las lomas, pero se contradijo y la enviaron a Artemisa. De eso, no sé más.

Ahí termina, hasta ahora, mi historia. Hasta ahora, porque aún falta mi parte, que fatalmente tendrá que venir, si es que, como dicen, vamos a regresar. Este brazo que me queda sano, aún tiene algo que hacer. Para eso lo estoy entrenando. Creo que Dios me lo ha dejado para algo. Un día u otro, una noche u otra, me voy a encontrar con aquellos cuatro, si es que están vivos. Y entonces...

Lo siento por don Sergio que no cesa de aconsejarme: "Hijo, olvida eso. Ya no tiene remedio..."

¡Olvidar! Se dice fácil. Y ustedes que, según me dicen, son exiliados, ¿qué me dicen? ¿Qué harían en mi caso? Pero... ¿por qué callan? ¿Por qué me miran de ese modo? ¿No saben qué decir? Así me pasa a mí a veces. Pero otras hablo hasta por los codos, hasta con desconocidos... Ustedes mismos. No los conozco. ¿Dicen que los ha enviado don Sergio?

¡Extraño! Haciendo memoria... Don Sergio está ahora en el hospital y no le dejan recibir visitas. Oigan... ¿Por qué se marchan así, sin decir nada? ¿Quiénes son ustedes? Cuatro... ¡Un momento! Oigan...

(tac-tac-tac-tac.)

Un buchito de café
Lino Novás Calvo
@uncuentodiario
Cuentosdiario.blogspot.com


29 jul 2014

Rompecabezas
Benito Pérez Galdós

 I

Ayer, como quien dice, el año Tal de la Era Cristiana, correspondiente al Cuál, o si se quiere, al tres mil y pico de la cronología egipcia, sucedió lo que voy a referir, historia familiar que nos transmite un papirus redactado en lindísimos monigotes. Es la tal historia o sucedido de notoria insignificancia, si el lector no sabe pasar de las exterioridades del texto gráfico; pero restregándose en éste los ojos por espacio de un par de siglos, no es difícil descubrir el meollo que contiene.

Pues señor... digo que aquel día o aquella tarde, o pongamos noche, iban por los llanos de Egipto, en la región que llaman Djebel Ezzrit (seamos eruditos), tres personas y un borriquillo. Servía éste de cabalgadura a una hermosa joven que llevaba un niño en brazos; a pie, junto a ella, caminaba un anciano grave, empuñando un palo, que así le servía para fustigar al rucio como para sostener su paso fatigoso. Pronto se les conocía que eran fugitivos, que buscaban en aquellas tierras refugio contra perseguidores de otro país, pues sin detenerse más que lo preciso para reparar las fuerzas, escogían para sus descansos lugares escondidos, huecos de peñas solitarias, o bien matorros espesos, más frecuentados de fieras que de hombres.

Imposible reproducir aquí la intensidad poética con que la escritura muñequil describe o más bien pinta la hermosura de la madre. No podréis apreciarla y comprenderla imaginando substancia de azucenas, que tostada y dorada por el sol conserva su ideal pureza. Del precioso nene, sólo puede decirse que era divino humanamente, y que sus ojos compendiaban todo el universo, como si ellos fueran la convergencia misteriosa de cielo y tierra.

Andaban, como he dicho, presurosos, esquivando los poblados y deteniéndose tan sólo en caseríos o aldehuelas de gente pobre, para implorar limosna. Como no escaseaban en aquella parte del mundo las buenas almas, pudieron avanzar, no sin trabajos, en su cautelosa marcha, y al fin llegaron a la vera de una ciudad grandísima, de gigantescos muros y colosales monumentos, cuya vista lejana recreaba y suspendía el ánimo de los pobres viandantes. El varón grave no cesaba de ponderar tanta maravilla; la joven y el niño las admiraban en silencio. Deparoles la suerte, o por mejor decir, el Eterno Señor, un buen amigo, mercader opulento, que volvía de Tebas con sinfín de servidores y una cáfila de camellos cargados de riquezas. No dice el papirus que el tal fuese compatriota de los fugitivos; pero por el habla (y esto no quiere decir que lo oyéramos), se conocía que era de las tierras que caen a la otra parte de la mar Bermeja. Contaron sus penas y trabajos los viajeros al generoso traficante, y éste les albergó en una de sus mejores tiendas, les regaló con excelentes manjares, y alentó sus abatidos ánimos con pláticas amenas y relatos de viajes y aventuras, que el precioso niño escuchaba con gravedad sonriente, como oyen los grandes a los pequeños, cuando los pequeños se saben la lección. Al despedirse asegurándoles que en aquella provincia interna del Egipto debían considerarse libres de persecución, entregó al anciano un puñado de monedas, y en la mano del niño puso una de oro, que debía de ser media pelucona o doblón de a ocho, reluciente, con endiabladas leyendas por una y otra cara. No hay que decir que esto motivó una familiar disputa entre el varón grave y la madre hermosa, pues aquél, obrando con prudencia y económica previsión, creía que la moneda estaba más segura en su bolsa que en la mano del nene, y su señora, apretando el puño de su hijito y besándolo una y otra vez, declaraba que aquellos deditos eran arca segura para guardar todos los tesoros del mundo.

 II

Tranquilos y gozosos, después de dejar al rucio bien instalado en un parador de los arrabales, se internaron en la ciudad, que a la sazón ardía en fiestas aparatosas por la coronación o jura de un rey, cuyo nombre ha olvidado o debiera olvidar la Historia. En una plaza, que el papirus describe hiperbólicamente como del tamaño de una de nuestras provincias, se extendía de punta a punta un inmenso bazar o mercado. Componíanlo tiendas o barracas muy vistosas, y de la animación y bullicio que en ellas reinaba, no pueden dar idea las menguadas muchedumbres que en nuestra civilización conocemos. Allí telas riquísimas, preciadas joyas, metales y marfiles, drogas mil balsámicas, objetos sin fin, construidos para la utilidad o el capricho; allí manjares, bebidas, inciensos, narcóticos, estimulantes y venenos para todos los gustos; la vida y la muerte, el dolor placentero y el gozo febril.

Recorrieron los fugitivos parte de la inmensa feria, incansables, y mientras el anciano miraba uno a uno todos los puestos, con ojos de investigación utilitaria, buscando algo en que emplear la moneda del niño, la madre, menos práctica tal vez, soñadora, y afectada de inmensa ternura, buscaba algún objeto que sirviera para recreo de la criatura, una frivolidad, un juguete en fin, que juguetes han existido en todo tiempo, y en el antiguo Egipto enredaban los niños con pirámides de piezas constructivas, con esfinges y obeliscos monísimos, y caimanes, áspides de mentirijillas, serpientes, ánades y demonios coronados.

No tardaron en encontrar lo que la bendita madre deseaba. ¡Vaya una colección de juguetes! Ni qué vale lo que hoy conocemos en este interesante artículo, comparado con aquellas maravillas de la industria muñequil. Baste decir que ni en seis horas largas se podía ver lo que contenían las tiendas: figurillas de dioses muy brutos, y de hombres como pájaros, esfinges que no decían papá y mamá, momias baratas que se armaban y desarmaban; en fin... no se puede contar. Para que nada faltase, había teatros con decoraciones de palacios y jardines, y cómicos en actitud de soltar el latiguillo; había sacerdotes con sábana blanca y sombreros deformes, bueyes de la ganadería de Apis, pitos adornados con flores del Loto, sacerdotisas en paños menores, y militares guapísimos con armaduras, capacetes, cruces y calvarios, y cuantos chirimbolos ofensivos y defensivos ha inventado para recreo de grandes, medianos y pequeños, el arte militar de todos los siglos.


 III

En medio de la señora y del sujeto grave iba el chiquitín, dando sus manecitas, a uno y otro, y acomodando su paso inquieto y juguetón al mesurado andar de las personas mayores.

Y en verdad que bien podía ser tenido por sobrenatural aquel prodigioso infante, pues si en brazos de su madre era tiernecillo y muy poquita cosa, como un ángel de meses, al contacto del suelo crecía misteriosamente, sin dejar de ser niño; andaba con paso ligero y hablaba con expedita y clara lengua. Su mirar profundo a veces triste, gravemente risueño a veces, producía en los que le contemplaban confusión y desvanecimiento.

Puestos al fin de acuerdo los padres sobre el empleo que se había de dar a la moneda, dijéronle que escogiese de aquellos bonitos objetos lo que fuese más de su agrado. Miraba y observaba el niño con atención reflexiva, y cuando parecía decidirse por algo, mudaba de parecer, y tras un muñeco señalaba otro, sin llegar a mostrar una preferencia terminante. Su vacilación era en cierto modo angustiosa, como si cuando aquel niño dudaba ocurriese en toda la Naturaleza una suspensión del curso inalterable de las cosas. Por fin, después de largas vacilaciones, pareció decidirse. Su madre le ayudaba diciéndole: «¿Quieres guerra, soldados?» Y el anciano le ayudaba también, diciéndole: «¿Quieres ángeles, sacerdotes, pastorcitos?» Y él contestó con gracia infinita, balbuciendo un concepto que traducido a nuestras lenguas, quiere decir: «De todo mucho.»

Como las figurillas eran baratas, escogieron bien pronto cantidad de ellas para llevárselas. En la preciosa colección había de todo mucho, según la feliz expresión del nene; guerreros arrogantísimos, que por las trazas representaban célebres caudillos, Gengis Kan, Cambises, Napoleón, Aníbal; santos y eremitas barbudos, pastores con pellizos y otros tipos de indudable realidad.

Partieron gozosos hacia su albergue, seguidos de un enjambre de chiquillos, ávidos de poner sus manos en aquel tesoro, que por ser tan grande se repartía en las manos de los tres forasteros. El niño llevaba las más bonitas figuras, apretándolas contra su pecho. Al llegar, la muchedumbre infantil, que había ido creciendo por el camino, rodeó al dueño de todas aquellas representaciones graciosas de la humanidad.

El hijo de la fugitiva les invitó a jugar en un extenso llano frontero a la casa... Y jugaron y alborotaron durante largo tiempo, que no puede precisarse, pues era día, y noche, y tras la noche, vinieron más y más días, que no pueden ser contados. Lo maravilloso de aquel extraño juego en que intervenían miles de niños (un historiador habla de millones), fue que el pequeñuelo, hijo de la bella señora, usando del poder sobrenatural que sin duda poseía, hizo una transformación total de los juguetes, cambiando las cabezas de todos ellos, sin que nadie lo notase; de modo que los caudillos resultaron con cabeza de pastores, y los religiosos con cabeza militar.

Vierais allí también héroes con báculo, sacerdotes con espada, monjas con cítara, y en fin, cuanto de incongruente pudierais imaginar. Hecho esto, repartió su tesoro entre la caterva infantil, la cual había llegado a ser tan numerosa como la población entera de dilatados reinos.

A un chico de Occidente, morenito, y muy picotero, le tocaron algunos curitas cabezudos, y no pocos guerreros sin cabeza.


Rompecabezas
Benito Pérez Galdós
@uncuentodiario

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28 jul 2014

Juan José Arreola - De balística

De balística
Juan José Arreola



Ne saxa ex catapultis latericium discuterent.
-César, De bello civili lib. 2.

Catapultae turribus impositae et quoe
 spicula mitterent, et quoe saxa.
-Appianus, Ibericoe

Esas que allí se ven, vagas cicatrices entre los campos de labor, son las ruinas del campamento de Nobílior. Más allá se alzan los emplazamientos militares de Castillejo, de Renieblas y de Peña Redonda. De la remota ciudad sólo ha quedado una colina cargada de silencio...

-¡Por favor! No olvide usted que yo he venido desde Minnesota. Déjese ya de frases y dígame qué, cómo y a cuál distancia disparaban las balistas.

-Pide usted un imposible.

-Pero usted es reconocido como una autoridad universal en antiguas máquinas de guerra. Mi profesor Burns, de Minnesota, no vaciló en darme su nombre y su dirección como un norte seguro.

-Dé usted al profesor, a quien estimo mucho por carta, las gracias de mi parte y un sincero pésame por su optimismo. A propósito, ¿qué ha pasado con sus experimentos en materia de balística romana?

-Un completo fracaso. Ante un público numeroso, el profesor Burns prometió volarse la barda del estadio de Minnesota y le falló el jonrón. Es la quinta vez que le hacen quedar mal sus catapultas, y se halla bastante decaído. Espera que yo le lleve algunos datos que lo pongan en el buen camino, pero usted...

-Dígale que no se desanime. El malogrado Ottokar von Soden consumió los mejores años de su vida frente al rompecabezas de una ctesibia machina que funcionaba a base de aire comprimido. Y Gatteloni, que sabía más que el profesor Burns, y probablemente que yo, fracasó en 1915 con una máquina estupenda, basada en las descripciones de Ammiano Marcelino. Unos cuatro siglos antes, otro mecánico florentino, llamado Leonardo de Vinci, perdió el tiempo construyendo unas ballestas enormes, según las extraviadas indicaciones del célebre amateur Marco Vitruvio Polión.

-Me extraña y ofende, en cuanto devoto de la mecánica, el lenguaje que usted emplea para referirse a Vitruvio, uno de los genios primordiales de nuestra ciencia.

-Ignoro la opinión que usted y su profesor Burns tengan de este hombre nocivo. Para mí, Vitruvio es un simple aficionado. Lea usted por favor sus libri decem con algún detenimiento: a cada paso se dará cuenta de que Vitruvio está hablando de cosas que no entiende. Lo que hace es transmitirnos valiosísimos textos griegos que van de Eneas el Táctico a Herén de Alejandría, sin orden ni concierto.

-Es la primera vez que oigo tal desacato. ¿En quién puede uno entonces depositar sus esperanzas? ¿Acaso en Sexto Julio Frontino?

-Lea usted su Stratagematon con la mayor cautela. A primera vista se tiene la impresión de haber dado en el clavo. Pero el desencanto no tarda en abrirse paso a través de sus intransitables descripciones y errores. Frontino sabía mucho de acueductos, atarjeas y cloacas, pero en materia de balística es incapaz de calcular una parábola sencilla.

-No olvide usted, por favor, que a mi regreso debo preparar una tesis doctoral de doscientas cuartillas sobre balística romana, y redactar algunas conferencias. Yo no quiero sufrir una vergüenza como la de mi maestro en el estadio de Minnesota. Cíteme usted, por favor, algunas autoridades antiguas sobre el tema. El profesor Burns ha llenado mi mente de confusión con sus relatos, llenos de repeticiones y de salidas por la tangente.

-Permítame felicitar desde aquí al profesor Burns por su gran fidelidad. Veo que no ha hecho otra cosa sino transmitir a usted la visión caótica que de la balística antigua nos dan hombres como Marcelino, Arriano, Diodoro, Josefo, Polibio, Vegecio y Procopio. Le voy a hablar claro. No poseemos ni un dibujo contemporáneo, ni un solo dato concreto. Las pseudobalistas de Justo Lipsio y de Andrea Palladio son puras invenciones sobre papel, carentes en absoluto de realidad.

-Entonces, ¿qué hacer? Piense usted, se lo ruego, en las doscientas cuartillas de mi tesis. En las dos mil palabras de cada conferencia en Minnesota.

-Le voy a contar una anécdota que lo pondrá en vías de comprensión.

-Empiece usted.

-Se refiere a la toma de Segida. Usted recuerda naturalmente que esta ciudad fue ocupada por el cónsul Nobílior en 153.

-¿Antes de Cristo?

-Me parece innecesario, más bien dicho, me parecía innecesario hacer a usted semejantes precisiones.

-Usted perdone.

-Bueno. Nobílior tomó Segida en 153. Lo que usted ignora con toda seguridad es que la pérdida de la ciudad, punto clave en la marcha sobre Numancia, se debió a una balista.

-¡Qué respiro! Una balista eficaz.

-Permítame. Sólo en sentido figurado.

-Concluya usted su anécdota. Estoy seguro de que volveré a Minnesota sin poder decir nada positivo.

-El cónsul Nobílior, que era un hombre espectacular, quiso abrir el ataque con un gran disparo de catapulta...

-Dispénseme, pero estamos hablando de balistas...

-Y usted, y su famoso profesor de Minnesota, ¿pueden decirme acaso cuál es la diferencia que hay entre una balista y una catapulta? ¿Y entre una fundíbula, una doríbola y una palintona? En materia de máquinas antiguas, ya lo ha dicho don José Almirante, ni la ortografía es fija ni la explicación satisfactoria. Aquí tiene usted estos títulos para un mismo aparato: petróbola, litóbola, pedrera o petraria. Y también puede llamar usted onagro, monancona, políbola, acrobalista, quirobalista, toxobalista y neurobalista a cualquier máquina que funcione por tensión, torsión o contrapesación. Y como todos estos aparatos eran desde el siglo IV a C. generalmente locomóviles, les corresponde con justicia el título general de carrobalistas.

-...

-Lo cierto es que el secreto que animaba a estos iguanodontes de la guerra se ha perdido. Nadie sabe cómo se templaba la madera, cómo se adobaban las cuerdas de esparto, de crin o de tripa, cómo funcionaba el sistema de contrapesos.

-Siga usted con su anécdota, antes de que yo decida cambiar el asunto de mi tesis doctoral, y expulse a mis imaginarios oyentes de la sala de conferencias.

-Nobílior, que era un hombre espectacular, quiso abrir el ataque con un gran disparo de balista...

-Veo que tiene usted sus anécdotas perfectamente memorizadas. La repetición ha sido literal.

-A usted, en cambio, le falla la memoria. Acabo de hacer una variante significativa.

-¿De veras?

-He dicho balista en vez de catapulta, para evitar una nueva interrupción por parte de usted. Veo que el tiro me ha salido por la culata.

-Lo que yo quiero que salga, por donde sea, es el disparo de Nobílior.

-No saldrá.

-Qué, ¿no acabará usted de contarme su anécdota?

-Sí, pero no hay disparo. Los habitantes de Segida se rindieron en el preciso instante en que la balista, plegadas todas sus palancas, retorcidas las cuerdas elásticas y colmadas las plataformas de contrapeso, se aprestaba a lanzarles un bloque de granito. Hicieron señales desde las murallas, enviaron mensajeros y pactaron. Se les perdonó la vida, paro a condición de que evacuaran la ciudad para que Nobílior se diera el imperial capricho de incendiarla.

-¿Y la balista?

-Se estropeó por completo. Todos se olvidaron de ella, incluso los artilleros, ante el regocijo de tan módica victoria. Mientras los habitantes de Segida firmaban su derrota, las cuerdas se rompieron, estallaron los arcos de madera, y el brazo poderoso que debía lanzar la descomunal pedrada, quedó en tierra exánime, desgajado, soltando el canto de su puño...

-¿Cómo así?

-¿Pero no sabe usted acaso que una catapulta que no dispara inmediatamente se echa a perder? Si no le enseñó esto el profesor Burns, permítame que dude mucho de su competencia. Pero volvamos a Segida. Nobílior recibió además mil ochocientas libras de plata como rescate de la gente principal, que inmediatamente hizo moneda para conjurar el inminente motín de los soldados sin paga. Se conservan algunas de esas monedas. Mañana podrá usted verlas en el Museo de Numancia.

-¿No podría usted conseguirme una de ellas como recuerdo?

-No me haga reír. El único particular que posee monedas de la época es el profesor Adolfo Schulten, que se pasó la vida escarbando en los escombros de Numancia, levantando planos, adivinando bajo los surcos del sembrado la huella de los emplazamientos militares. Lo que sí puedo conseguirle es una tarjeta postal con el anverso y reverso de la susodicha moneda.

-Sigamos adelante.

.-Nobílior supo sacarle mucho partido a la toma de Segida, y las monedas que acuñó llevan por un lado su perfil, y por el otro la silueta de una balista y esta palabra: Segisa.

-¿Y por qué Segisa y no Segida?

-Averígüelo usted. Una errata del que hizo los cuños. Esas monedas sonaron muchísimo en Roma. Y todavía más, la fama de la balista. Los talleres del imperio no se daban abasto para satisfacer las demandas de los jefes militares, que pedían catapultas por docenas, y cada vez más grandes. Y mientras más complicadas, mejor.

-Pero dígame algo positivo. Según usted, ¿a qué se debe la diferencia de los nombres si se alude siempre al mismo aparato?

-Tal vez se trata de diferencias de tamaño, tal vez se debe al tipo de proyectiles que los artilleros tenían a la mano. Vea usted, las litóbolas o petrarias, como su nombre lo indica, bueno, pues arrojan piedras. Piedras de todos tamaños. Los comentaristas van desde las veinte o treinta libras hasta los ocho o doce quintales. Las políbolas, parece que también arrojaban piedras, pero en forma de metralla, esto es, nubes de guijarros. Las doríbolas enviaban, etimológicamente, dardos enormes, pero también haces de flechas. Y las neurobalistas, pues vaya usted a saberlo... barriles con mixtos incendiarios, haces de leña ardiendo, cadáveres y grandes sacos de inmundicias para hacer más grueso el aire inficionado que respiraban los felices sitiados. En fin, yo sé de una balista que arrojaba grajos.

-¿Grajos?

-Déjeme contarle otra anécdota.

-Veo que me he equivocado de arqueólogo y de guía.

-Por favor, es muy bonita. Casi poética. Seré breve. Se lo prometo.

-Cuente usted y vámonos. El sol cae ya sobre Numancia.

-Un cuerpo de artillería abandonó una noche la balista más grande de su legión sobre una eminencia del terreno que resguardaba la aldehuela de Bures, en la ruta de Centóbriga. Como usted comprende, me remonto otra vez al siglo II a. C., pero sin salirme de la región. A la mañana siguiente, los habitantes de Bures, un centenar de pastores inocentes, se encontraron frente a aquella amenaza que había brotado del suelo. No sabían nada de catapultas, pero husmearon el peligro. Se encerraron a piedra y cal en sus cabañas, durante tres días. Como no podían seguir así indefinidamente, echaron suertes para saber quién iría en la mañana siguiente a inspeccionar el misterioso armatoste. Tocó la suerte a un jovenzuelo tímido y apocado, que se dio por condenado a muerte. La población pasó la noche despidiéndolo y dándole fortaleza, pero el muchacho temblaba de miedo. Antes de salir el sol en la mañana invernal, la balista debió de tener un tenebroso aspecto de patíbulo.

-¿Volvió con vida el jovenzuelo?

-No. Cayó muerto al pie de la balista, bajo una descarga de grajos que habían pernoctado sobre la máquina de guerra y que se fueron volando asustados...

-¡ Santo Dios! Una balista que rinde la ciudad de Segida sin arrojar un solo disparo. Otra que mata un pastorcillo con un puñado de volátiles. ¿Esto es lo que yo voy a contar en Minnesota?

-Diga usted que las catapultas se empleaban para la guerra de nervios. Añada que todo el Imperio Romano no era más que eso, una enorme máquina de guerra complicada y estorbosa, llena de palancas antagónicas, que se quitaban fuerza unas a otras. Discúlpese usted diciendo que fue un arma de la decadencia.

-¿Tendré éxito con eso?

-Describa usted con amplitud el fatal apogeo de las balistas. Sea pintoresco. Cuente que el oficio de magíster llegó a ser en las ciudades romanas sumamente peligroso. Los chicos de la escuela infligían a sus maestros verdaderas lapidaciones, atacándolos con aparatos de bolsillo que eran una derivación infantil de las manubalistas guerreras.

-¿Tendré éxito con eso?

-Sea imponente. Hable con detalle acerca de la formación de un tren legionario. Deténgase a considerar sus dos mil carruajes y bestias de carga, las municiones, utensilios de fortificación y de asedio. Hable de los innumerables mozos y esclavos; critique el auge de comerciantes y cantineros, haga hincapié en las prostitutas. La corrupción moral, el peculado y el venéreo ofrecerán a usted sus generosos temas. Describa también el gran horno portátil de piedra hasta las ruedas, debido al talento del ingeniero Cayo Licinio Lícito, que iba cociendo el pan por el camino, a razón de mil piezas por kilómetro.

-¡Qué portento!

-Tome usted en cuenta que el horno pesaba dieciocho toneladas, y que no hacía más de tres kilómetros diarios...

-¡Qué atrocidad!

-Sea pertinaz. Hable sin cesar de las grandes concentraciones de balistas. Sea generoso en las cifras, yo le proporciono las fuentes. Diga que en tiempos de Demetrio Poliorcetes llegaron a acumularse ochocientas máquinas contra una sola ciudad. El ejército romano, incapaz de evolucionar, sufría retardos desastrosos, topado entre el denso maderamen de sus agobiantes máquinas guerreras.

-¿Tendré éxito con eso?

-Concluya usted diciendo que la balista era un arma psicológica, una idea de fuerza, una metáfora aplastante.

-¿Tendré éxito con eso?

(En este momento el arqueólogo vio en el suelo una piedra que le pareció muy apropiada para poner punto final a su enseñanza. Era un guijarro basáltico, grueso y redondeado, de unos veinte kilos de peso. Desenterrándolo con grandes muestras de entusiasmo, lo puso en brazos del alumno.)

-¡Tiene usted suerte! Quería llevarse una moneda de recuerdo, y he aquí lo que el destino le ofrece.

-¿Pero qué es esto?

-Un valioso proyectil de la época romana, disparado sin duda alguna por una de esas máquinas que tanto le preocupan.

(El estudiante recibió el regalo, un tanto confuso.)

-¿Pero... está usted seguro?

-Llévese esta piedra a Minnesota, y póngala sobre su mesa de conferenciante. Causará una fuerte impresión en el auditorio.

-¿Usted cree?

-Yo mismo le obsequiaré una documentación en regla, para que las autoridades le permitan sacarla de España.

-¿Pero está usted seguro de que esta piedra es un proyectil romano?

(La voz del arqueólogo tuvo un exasperado acento sombrío.)

-Tan seguro estoy de que lo es, que si usted, en vez de venir ahora, anticipa unos dos mil años su viaje a Numancia, esta piedra, disparada por uno de los artilleros de Escipión, le habría aplastado la cabeza.

(Ante aquella respuesta contundente, el estudiante de Minnesota se quedó pensativo, y estrechó afectuosamente la piedra contra su pecho. Soltando por un momento uno de sus brazos, se pasó la mano por la frente, como queriendo borrar, de una vez por todas, el fantasma de la balística romana.)

El sol se había puesto ya sobre el árido paisaje numantino. En el cauce seco del Merdancho brillaba una nostalgia de río. Los serafines del Ángelus volaban a lo lejos, sobre invisibles aldeas. Y maestro y discípulo se quedaron inmóviles, eternizados por un instantáneo recogimiento, como dos bloques erráticos bajo el crepúsculo grisáceo.

De balística
Juan José Arreola
@uncuentodiario
Cuentosdiario.blogspot.com