Nos
conocimos bajo los efectos de un huracán. Aunque los dos íbamos en
la misma goleta, no me fijé en él hasta que la embarcación se
había hecho pedazos bajo nuestros pies. Sin duda, lo había visto
anteriormente con los demás marineros canacos, pero sin prestarle
ninguna atención, cosa muy explicable, pues la Petite Jeanne
rebosaba de gente.
Había zarpado de Rangiroa con una dotación de
once individuos -ocho marineros canacos y tres hombres de raza
blanca: el capitán, el segundo y el sobrecargo-, seis pasajeros
distinguidos, cada cual con su camarote, y unos ochenta y cinco que
viajaban en cubierta y eran indígenas de las islas Tuomotú y
Tahití. Esta muchedumbre de hombres, mujeres y niños llevaba
consigo un número proporcionado de colchonetas, mantas y fardos de
ropa.
La
temporada perlera de Tuamotú había terminado y todos los que habían
trabajado en ella regresaban a Tahití. Los seis pasajeros que
disponíamos de camarote éramos compradores de perlas. Había entre
nosotros dos americanos, un chino (el más blanco que he visto en mi
vida) que se llamaba Ah Choon, un alemán y un judío polaco. Yo
completaba la media docena.
La
temporada fue tan próspera, que ni nosotros ni los ochenta y cinco
pasajeros de cubierta teníamos motivos para quejarnos. Las cosas nos
habían ido bien y todos estábamos deseando llegar a Papeete para
descansar y divertirnos.
No
cabía duda de que la Petite Jeanne iba excesivamente cargada. Sólo
desplazaba setenta toneladas, y la cantidad de gente que llevaba a
bordo era diez veces la que debía llevar. Las bodegas reventaban de
copra y madreperla, y el cargamento había invadido incluso la cámara
donde se efectuaban las transacciones comerciales.
Los
marineros tenían que vencer grandes dificultades para realizar las
maniobras: como en la cubierta no se podía dar un paso, tenían que
subirse a las bordas y pasar por ellas. Por las noches pisaban los
cuerpos, materialmente amontonados, de los que dormían, y a esto
había que añadir los cerdos y las gallinas que correteaban por la
cubierta, y además los sacos de ñame, las guirnaldas de cocos y los
racimos de plátanos que se veían por todas partes. A una banda y a
otra, entre los obenques de proa y los de la mayor, se habían
tendido chicotes lo bastante bajos para que la botavara de mesana no
los tocase al moverse, y de cada una de aquellas cuerdas pendían no
menos de cincuenta racimos de plátanos.
La
travesía se presentaba desagradable, aunque pudiéramos hacerla en
sólo dos o tres días, que no necesitaríamos más si soplasen con
fuerza los alisios del Sudeste. Pero estos alisios no soplaban con
fuerza. A las cinco horas de viaje, el viento cesó por completo,
después de lanzar una docena de soplos agónicos. La calma continuó
durante toda aquella noche y al día siguiente. Era una de esas
calmas resplandecientes y oleosas que hieren la vista hasta el
extremo de producir dolor de cabeza.
Al
otro día murió un hombre, un indígena de la isla de Pascua que se
había distinguido entre los pescadores de perlas que aquella
temporada habían buceado en la laguna. La enfermedad que lo mató
fue la viruela, mal que no entiendo cómo entró en la goleta cuando
en tierra, antes de zarpar de Rangiroa, no tuvimos un solo caso. Pero
es lo cierto que la viruela ya estaba entre nosotros y había
producido una muerte, contaminando, además, a otros tres pasajeros.
No
se podía hacer absolutamente nada. No podíamos aislar a los
enfermos ni cuidarlos. Íbamos como sardinas en lata. No teníamos
más remedio que morirnos. Ésta fue nuestra única perspectiva desde
la noche que siguió a la primera muerte. Aquella noche el segundo de
a bordo, el sobrecargo, el judío polaco y cuatro pescadores de
perlas indígenas huyeron en la ballenera grande. Nunca se volvió a
saber de ellos. A la mañana siguiente, el capitán se apresuró a
desfondar los botes que quedaban, y así estábamos.
Aquel
día se produjeron dos defunciones más; al siguiente, tres; luego
tuvimos ocho de golpe. Era curiosa la diversidad de nuestras
reacciones. Los indígenas se hundieron en un temor apático y
estoico. El capitán -se llamaba Oudouse y era francés- perdió el
control de sus nervios y charlaba por los codos. Incluso tenía un
tic. Era un hombre corpulento y mofletudo, que pesaba lo menos
noventa kilos y no tardó en convertirse en una especie de montaña
de grasa que temblaba como la jalea.
El
alemán, los dos americanos y yo compramos todo el whisky escocés
que había a bordo y permanecíamos en un continuo estado de
embriaguez. En teoría, esta medida era perfecta. Estando empapados
de alcohol como una esponja, todos los gérmenes de la viruela que
establecieran contacto con nosotros quedarían inmediatamente hechos
ceniza. Y el sistema dio resultado en la práctica, si bien debo
confesar que el capitán Oudouse y Ah Choon tampoco fueron atacados
por la epidemia, aunque el francés no probaba el alcohol y Ah Choon
se limitaba a ingerir una copita diaria.
¡Bonita
situación! El sol, que declinaba hacia el Norte, se proyectaba sobre
nuestras cabezas. No se percibía ni un soplo de viento, pero de vez
en cuando se alzaban rachas fortísimas que duraban de cinco minutos
a media hora y terminaban con un verdadero diluvio. Después de cada
chubasco, aquel sol abrasador salía de nuevo y hacía brotar nubes
de vapor de la empapada cubierta.
Este
vaho no me hacía ni pizca de gracia. Era el vapor de la muerte:
transportaba millones y millones de microbios. Cuando lo veíamos
desprenderse de los muertos y los moribundos, nos echábamos un
trago, seguido, por regla general, de dos o tres copas de whisky casi
puro. También nos acostumbramos a tomar una copa cada vez que
lanzaban un muerto a los tiburones que rebullían alrededor de la
goleta.
Al
cabo de una semana de vivir bajo esta continua pesadilla, el whisky
se terminó. Afortunadamente, porque, de lo contrario, yo ya no
estaría vivo. Sólo teniendo la cabeza despejada se podía afrontar
lo que vino después. El lector estará de acuerdo conmigo cuando
conozca el pequeño detalle de que sólo dos hombres salieron con
vida del trance. Uno fui yo, naturalmente, y el otro el Pagano, como
oí que lo llamaba el capitán Oudouse en el momento en que por
primera vez fijé la atención en aquel hombre. Pero no nos
adelantemos a los acontecimientos.
Al
finalizar aquella semana, cuando ya no nos quedaba ni una gota de
whisky y todos los compradores de perlas estábamos serenos, eché
una mirada casual al barómetro colgado en la escalera que conducía
a mi camarote. En las Tuamotú señalaba normalmente 29’90, y
también se consideraba normal que oscilase entre 29’85 y 30, e
incluso 30’05. Pero verlo tan bajo como yo lo vi -marcaba 29’62-
era algo que podía serenar en un instante al más embriagado
traficante de perlas que haya podido ahogar microbios de viruela en
whisky escocés.
Me
apresuré a comunicárselo al capitán Oudouse y éste me respondió
que hacía ya varias horas que estaba observando el descenso.
Poca
cosa podíamos hacer, pero la hicimos a conciencia, en vista de las
circunstancias. Oudouse mandó arriar las velas ligeras, dejando a la
goleta con el trapo suficiente para capear el temporal; dispuso se
tendieran cuerdas salvavidas y esperó a que el viento se levantase.
Pero cuando éste empezó a soplar, Oudouse cometió la equivocación
de ponerse a la capa con el aparejo de babor. Esta maniobra es
ciertamente la adecuada para un barco que navega al sur del ecuador,
pero no cuando la nave se encuentra, como ocurría a la nuestra, en
plena ruta del ciclón.
Sí,
el ciclón venía derecho hacia nosotros. Lo advertí al notar el
aumento incesante de la fuerza del viento y el descenso igualmente
continuo del barómetro. Yo habría corrido el temporal con el viento
en la cuarta de babor, y sólo cuando el descenso del barómetro
hubiera cesado, me habría puesto a la capa. Así se lo dije al
capitán. Discutimos. Él se acaloró y no dio su brazo a torcer. Lo
peor era que yo no podía conseguir que los demás compradores de
perlas me respaldasen. ¿Cómo podía yo saber más sobre la mar y
sus caprichos que un capitán de carrera? Así pensaban ellos, sin
duda.
El
mar se encrespó amenazadoramente al azote de aquel ventarrón, como
era lógico. En mi vida olvidaré las tres primeras olas que saltaron
sobre la Petite Jeanne. El barco desobedecía, como suele suceder
cuando se va a la capa, y la primera ola produjo efectos
devastadores. Los cabos salvavidas sólo tenían utilidad para los
fuertes y los sanos, e incluso para éstos resultaron inútiles
cuando las mujeres y los niños, los plátanos y los cocos, los
cerdos y los hatillos, mezclados con enfermos y moribundos, fueron
barridos como una masa compacta que chillaba y gemía.
La
segunda ola llenó la cubierta de la Petite Jeanne hasta las bordas;
y al hundirse su popa y alzarse su proa hacia el cielo, todo el
mísero abarrote de seres humanos y bagajes se vertió por la popa,
como un torrente humano. Aquellos infelices caían de cabeza, de pie,
de costado, rodando, retorciéndose, serpenteando, debatiéndose…
De vez en cuando, uno de ellos podía aferrarse a un candelero o a un
cabo; pero el peso de los cuerpos que venían detrás lo obligaba a
soltar su asidero.
Vi
a un hombre con la cabeza atrapada entre las bitas de estribor, y
esta cabeza se cascó como un huevo. Al darme cuenta de lo que se
avecinaba, salté al techo del camarote, y de allí a la mayor. Ah
Choon y uno de los americanos intentaron hacer lo mismo, pero ya no
pudieron: el americano fue barrido por la ola y saltó por la amura
de popa como una brizna de paja; Ah Choon se aferró a una cabilla
del timón y se mantuvo asido a ella. Pero una rolliza vahine de
Rarotonga, que debía de pesar más de cien kilos, fue arrastrada
junto a él y le pasó un brazo por el cuello. Con la otra mano se
cogió al timonel canaco, y, en aquel preciso instante, la goleta dio
un bandazo a estribor.
La
riada de cuerpos y de agua de mar que bajaba por el pasillo de babor,
entre el camarote y la amura, se desvió súbitamente hacia estribor.
Y allá fueron todos, arrastrando a la vahine, a Ah Choon y al
timonel. Juraría que el chino me sonrió con filosófica resignación
mientras su cuerpo saltaba por la borda y se hundía bajo las aguas
espumantes.
La
tercera ola, aunque fue la mayor de las tres, no causó tantos daños,
pues cuando llegó casi todos estaban en el guarnimiento, aferrados
al aparejo, a las jarcias o al cordaje. En cubierta quedaban quizás
una docena de infelices medio ahogados y dando boqueadas, o
arrastrándose, aturdidos, con el deseo de ponerse a salvo. Todos
ellos saltaron por la borda con los restos de los dos botes que nos
quedaban. Los traficantes de perlas que quedaban y yo, entre ola y
ola, conseguimos meter a unas quince mujeres y niños en los
camarotes y fijar los listones de los encerados de las escotillas.
Pero esto sirvió de poco a aquellas pobres criaturas.
El
vendaval era espantoso. Nunca hubiera creído que el viento pudiese
soplar con tanta fuerza. No hay palabras para describirlo. No es
fácil describir una pesadilla. Y en el mismo caso estaba aquel
huracán. Nos arrancaba las ropas del cuerpo. Sí, nos las arrancaba.
No pido al lector que me crea: me limito a referir algo que vi y
experimenté. A veces incluso a mí me cuesta creerlo. En fin, el
caso es que conseguí salir con vida. Parecía imposible que alguien
saliera vivo de aquel huracán. Era algo monstruoso, y más
monstruoso aún que fuera en aumento.
Imagínese
el lector millones y millones de toneladas de arena. Imagínese
después esta arena cruzando el espacio a ciento cincuenta, a ciento
sesenta, a doscientos kilómetros por hora, e incluso más. Imagínese
luego que esta arena es invisible, impalpable, pero que conserva todo
el peso y toda la densidad de la arena. Imagínese todo esto, y
tendrá una idea aproximada de lo que era aquel viento.
Tal
vez la comparación resulte más exacta sustituyendo la arena por
barro, un barro invisible, impalpable, pero con todo su peso. No,
tampoco esto es exacto. Consideremos cada molécula de aire como un
banco de lodo. Luego tratemos de imaginarnos los múltiples impactos
de estas masas cenagosas. No, no soy capaz de describirlo. Las
palabras tal vez sirvan para expresar los hechos normales de la vida,
pero no es posible aplicarlas a aquel huracán apocalíptico. Debí
atenerme a mi intención original de no intentar describirlo.
Diré
únicamente esto: la mar, que al principio se había encrespado,
terminó aplacada por el huracán. Es más, parecía que el vendaval
había absorbido todo el océano para arrojarlo violentamente contra
aquella porción del espacio que antes había estado ocupada por una
porción de la atmósfera.
Por
supuesto, hacía ya rato que nos habíamos quedado sin velas, pero el
capitán Oudouse tenía a bordo de la Petite Jeanne algo que yo no
había visto hasta entonces en ninguna goleta de las que navegaban
por los mares del Sur: un ancla flotante. Era de lona, tenía la
forma de un colador, y un enorme aro de hierro mantenía abierta su
boca. El ancla flotante se lanza poco más o menos como una cometa y
ofrece resistencia al agua del mismo modo que una cometa ofrece
resistencia al viento. La única diferencia es que el ancla flotante
permanece a flor de agua, en posición vertical. Un cabo de gran
longitud la unía a la goleta. Gracias a este artilugio conseguimos
mantener la Petite Jeanne proa al viento y al oleaje.
La
situación hubiera sido francamente favorable de no habernos hallado
en medio del camino de la galerna. Bien es verdad que el viento nos
arrancó las velas de los tomadores, zarandeó terriblemente nuestros
masteleros y nos hizo trizas el aparejo, pero aún hubiéramos salido
airosos del trance si no hubiéramos estado en el centro del ciclón.
Ésta fue nuestra sentencia de muerte. Yo había caído en un estado
de aturdimiento, en una especie de colapso de confusión y
paralización a causa de los embates del viento, y creo que ya estaba
a punto de rendirme a la muerte cuando el centro del huracán cayó
sobre nosotros. El golpe que recibimos consistió en un recalmón
absoluto. No soplaba ni un hálito de aire. El efecto que esto nos
produjo fue aterrador.
Recuerde
el lector que llevábamos varias horas de espantosa tensión
muscular, soportando la terrible presión de aquel viento. Y, de
pronto, esta presión cesó. Me pareció que iba a estallar, que mi
cuerpo iba a saltar a trozos en todas direcciones. Era como si todos
los átomos que componían mi persona se repeliesen mutuamente y
estuvieran a punto de desparramarse por el espacio. Pero esto sólo
duró un momento. La destrucción se avecinaba.
Al
faltar el viento y la presión, la mar se elevó, saltó
materialmente hacia las nubes. Desde todos los puntos de la rosa de
los vientos el huracán soplaba hacia aquel centro en calma, con
furia incontenible, y esto dio lugar a que la mar se alzara por todas
partes en aquella zona donde no había vientos que la contuvieran.
Las olas subían como tapones de corcho desprendidos del fondo de una
bañera, sin orden ni concierto, en una especie de loca danza. La
menor de ellas alcanzaba veinticinco metros de altura. En realidad,
no eran olas. No se parecían a nada conocido. Eran monstruosos
surtidores de veinticinco metros de altura. ¿Veinticinco? Tal vez
más. Aventajaban a nuestros masteleros. Eran trombas, explosiones,
columnas de agua que parecían borrachas. Caían por todas partes, de
cualquier modo. Chocaban y se zarandeaban mutuamente. Se abalanzaban
una contra otra o se separaban como mil cataratas simultáneas. Aquel
centro del huracán no se parecía a ningún océano conocido por el
hombre. Era algo caótico, confuso hasta lo indescriptible…, la
anarquía acuática, un trozo de mar endemoniado que se había vuelto
loco.
¿Y
la Petite Jeanne? No lo sé. El Pagano me dijo después que él
tampoco lo sabía. La goleta fue abierta en canal, desgarrada,
triturada, aniquilada. Cuando me di cuenta de lo que sucedía, me
encontré en el agua, nadando maquinalmente, medio ahogado. No
recuerdo cómo llegué adonde estaba. Recuerdo únicamente que vi
saltar en pedazos a la Petite Jeanne en el instante mismo en que
quedé inconsciente a consecuencia de los golpes y el zarandeo. Pero
allí estaba, tratando de mantenerme a flote, aunque las perspectivas
eran muy poco esperanzadoras. El viento se había levantado de nuevo,
la mar estaba mucho menos encrespada y las olas eran más regulares.
Por todo esto comprendí que habíamos salido del centro del ciclón.
Por fortuna, no había tiburones en los alrededores. El huracán
había diseminado la horda voraz que seguía al barco de la muerte
para devorar los cadáveres que iban cayendo.
La
Petite Jeanne debió de hacerse añicos alrededor del mediodía, y,
aproximadamente dos horas después, tropecé, de improviso, con el
cuartel de una escotilla. Entonces llovía a mares, y fue obra del
azar que encontrase el cuartel de aquella escotilla. Del asidero de
cuerda pendía un chicote. Comprendí que podría durar todo un día,
suponiendo, claro es, que los tiburones no volviesen. Tres horas
después, o tal vez un poco más, cuando me hallaba junto al madero
con los ojos cerrados, poniendo toda mi alma en el empeño de llevar
suficiente aire a mis pulmones, ya que de ello dependía mi vida, y
procurando al mismo tiempo no tragar demasiada agua para no ahogarme,
me pareció oír voces. Había cesado la lluvia, el viento amainaba y
en el mar empezaba a reinar una calma magnífica. A menos de seis
metros, asidos a otro cuartel de escotilla, estaban el capitán
Oudouse y el Pagano. Luchaban por la posesión del madero. Cuando
menos, esto era lo que hacía el francés.
-Pdien
noir! -le oí gritar y, al mismo tiempo, vi que asestaba un furioso
puntapié al canaco.
El
capitán Oudouse había perdido todas sus ropas. Sólo conservaba el
calzado, unas botas bastas y recias. Por lo tanto, el golpe fue
cruel. Alcanzó al Pagano en la boca y el mentón, y lo aturdió
momentáneamente. Yo esperaba que replicaría al ataque, pero se
limitó a alejarse, con gesto desolado, para permanecer a la prudente
distancia de tres metros. Cada vez que un movimiento de la mar ponía
al Pagano a su alcance, el francés, aferrándose con las manos al
madero, lo golpeaba con los dos pies, y lo llamaba «pagano negro».
-¡Por
menos de cinco céntimos te ahogaría, animal blanco! -le grité sin
poder contenerme.
Si
no puse en práctica esta amenaza, fue por el tremendo cansancio que
sentía. La simple idea de ir nadando hasta él me producía náuseas.
Así, pues, llamé al canaco y compartí con él mi madero. Entonces
él me dijo que se llamaba Otoo. También me explicó que era natural
de Borabora, la isla más occidental del archipiélago de la
Sociedad. Más tarde supe que él fue el primero en encontrar el
madero flotante. Poco después había visto al capitán Oudouse y le
había llamado para repartirse con él el asidero y el francés se lo
agradeció apartándolo a puntapiés.
Así
fue como Otoo y yo nos conocimos. Él no tenía espíritu combativo.
Por el contrario, era todo dulzura y amabilidad, un hombre lleno de
simpatía, aunque medía casi un metro ochenta y tenía la
musculatura de un gladiador. No era pendenciero, pero esto no quiere
decir que fuese un cobarde. Tenía el arrojo de un león. En los años
siguientes le vi correr riesgos que yo no me habría atrevido a
afrontar. En resumidas cuentas, que si bien no era de carácter
belicoso y rehuía las peleas, nunca se hacía el desentendido cuando
tenía que afrontarlas forzosamente. Sólo se lanzaba a la lucha
cuando era verdaderamente necesario. Nunca olvidaré lo que le hizo a
Bill King. Ocurrió en la Samoa alemana. Bill King era el campeón de
los pesos pesados de la armada norteamericana. Era un verdadero
bruto, un gorila, un tipo duro de los que pegan con intención de
hacer daño, y que, además, manejaba con destreza los puños. Un día
que buscaba camorra hubo de dar dos puntapiés y un puñetazo a Otoo
antes de que éste considerase que no había más remedio que luchar.
La contienda duró cuatro minutos escasos. Al final de ella, Bill
King era el desdichado propietario de cuatro costillas rotas, un
antebrazo fracturado y una paletilla dislocada. Otoo no sabía una
palabra de boxeo científico, pero sí cómo debía atacar a su
adversario. Bill King tardó cosa de tres meses en reponerse de la
lección que recibió aquella tarde en la playa de Apia.
Pero
me estoy adelantando a los acontecimientos. Decía que ofrecí a Otoo
una parte de mi tabla de salvación. Empezamos a hacer guardias por
turnos. Mientras uno descansaba tendido sobre el madero, el otro
permanecía asido a él y hundido en el agua hasta el cuello. Durante
dos días con sus noches, pasando del agua al madero y del madero al
agua, fuimos a la deriva por el océano. Últimamente, yo deliraba
casi de continuo, y, a veces, oía que también Otoo profería
palabras incoherentes en su idioma natal.
Nuestra
continua inmersión nos evitó morir de sed, aunque el agua de mar y
los ardientes rayos del sol constituyeron una infernal combinación
de fuego y salmuera.
Finalmente,
Otoo me salvó la vida. Cuando recobré el conocimiento me vi tendido
en una playa, a seis metros del agua, protegido del sol por dos hojas
de palmera. Solamente Otoo había podido arrastrarme hasta allí y
prepararme aquella sombrilla. Le vi tendido a mi lado. Volví a
desmayarme y cuando recuperé nuevamente el conocimiento, noté
fresco y vi la noche estrellada sobre mi cabeza, mientras Otoo
aplicaba un coco partido a mis labios para que bebiese.
Éramos
los únicos supervivientes de la Petite Jeanne. El capitán Oudouse
debió de perecer agotado, pues unos días después su madero fue
arrojado a la playa por el oleaje. Otoo y yo vivimos con los
indígenas del atolón durante una semana. Luego fuimos rescatados
por un crucero francés, que nos llevó a Tahití. Pero antes
habíamos realizado la ceremonia del cambio de nombres. En los mares
del Sur esta ceremonia establece entre dos hombres vínculos más
estrechos que los de sangre. La iniciativa fue mía, y Otoo mostró
un entusiasmo indescriptible cuando se lo propuse.
-Es
una gran idea -dijo en tahitiano-. Hemos sido compañeros durante dos
días en la misma boca de la muerte.
-Pero
la muerte tartamudeaba -le dije, sonriendo.
-Hiciste
algo magnífico, patrón -me contestó-, y la muerte no cometió la
vileza de hablar.
-¿Por
qué me llamas «patrón»? -le pregunté, contrariado-. Hemos
cambiado nuestros nombres. Para ti, yo soy ahora Otoo; para mí tú
eres Charley. Y entre tú y yo, para siempre jamás, tú serás
Charley y yo seré Otoo. Es una ley de los mares del Sur. Y cuando
muramos, si seguimos viviendo más allá de las estrellas y del
cielo, tú seguirás siendo Charley para mí y yo seguiré siendo
Otoo para ti.
-Sí,
patrón -respondió él, mientras sus ojos luminosos brillaban de
ternura y de alegría.
-¡Ya
lo has vuelto a decir! -exclamé, indignado.
-¿Qué
importa lo que digan mis labios? -repuso él-. No son más que mis
labios los que lo dicen. Yo siempre diré Otoo con el pensamiento.
Cada vez que piense en mí, pensaré en ti. Cada vez que me llamen
por mi nombre, pensaré en ti. Y más allá del cielo y las
estrellas, para siempre jamás, tú serás para mí Otoo. ¿Te parece
bien, patrón?
Tratando
de disimular una sonrisa, le contesté que me parecía bien.
En
Papeete nos separamos. Yo me quedé en tierra para reponer mis
fuerzas y él se fue en un cúter a su isla natal, Borabora. Seis
semanas después estaba de vuelta. Esto me sorprendió, porque me
había hablado de su mujer y comunicado su intención de permanecer a
su lado y dejar de navegar.
-¿Adónde
vas, patrón? -me preguntó cuando nos hubimos saludado.
Yo
me encogí de hombros. La pregunta era peliaguda.
-Por
todo el mundo -respondí-, por todo el mundo; por toda la mar y por
todas las islas que hay en la mar.
-Te
acompañaré -dijo sencillamente-. Mi mujer ha muerto.
Yo
no he tenido hermanos; pero, por lo que he visto de los hermanos que
tienen los demás hombres, dudo que nadie haya tenido jamás un
hermano que fuese para él lo que Otoo fue para mí. Era hermano,
padre y madre, todo en una pieza. Y puedo asegurar que me convertí
en un hombre mejor y más honrado, gracias a Otoo. Me importaba muy
poco la opinión ajena, pero quería portarme bien a los ojos de mi
amigo. Por él, no me atrevería a envilecerme. Otoo había hecho de
mí su ideal, componiéndome y adornándome según le dictaba su
devoción y su amor fraternal. Más de una vez estuve a punto de
hundirme en el cieno y, al pensar en Otoo, me contuve. Él estaba
orgulloso de mí, y este orgullo se me había contagiado hasta el
extremo de que no defraudarle se convirtió en una de mis principales
normas de conducta.
Naturalmente,
yo no conocí en seguida los sentimientos que lo inspiraba, pero al
advertir que nunca me censuraba, ni me contradecía, poco a poco fui
comprendiendo el alto concepto en que me tenía y el daño que le
haría si no me esforzaba por no defraudarlo.
Estuvimos
juntos diecisiete años. Sí, durante diecisiete años lo tuve a mi
lado, velando mi sueño, cuidando de mí cuando la fiebre me dominaba
o me habían herido, e incluso recibiendo heridas para defenderme. Se
enroló en los mismos barcos que yo, y ambos recorrimos el Pacífico
desde Hawai hasta Punta Sidney y desde el estrecho de Torres a las
Galápagos. Fuimos en barcos de negreros desde las Nuevas Hébridas y
las islas de la Sonda hacia el Oeste, atravesando las Lusíadas,
Nueva Bretaña, Nueva Irlanda y Nuevo Hanover. Naufragamos tres
veces: en las Gilbert, en el archipiélago de Santa Cruz y en las
Fiji. Y comerciamos y ahorramos allí donde se podía hacer un dólar
traficando con perlas, nácar, copra, trepang, carey y pecios
embarrancados.
La
cosa empezó en Papeete, inmediatamente después de manifestarme Otoo
su deseo de acompañarme por los siete mares y sus islas. En aquellos
días había en Papeete un casino donde se reunían los traficantes
de perlas, los mercaderes, los capitanes de barco y toda la escoria
de aventureros de los mares del Sur. En aquel mismo casino se jugaba
fuerte y el alcohol corría a raudales; y yo me acostumbré a
permanecer en el local hasta una hora avanzada de la noche, hasta
mucho más tarde de lo conveniente. Pero, fuera cual fuere la hora en
que salía, siempre encontraba a Otoo esperándome a la puerta para
acompañarme a casa y dejarme en ella sano y salvo.
Al
principio me limitaba a sonreír, pero después lo reprendí, y
terminé por decirle lisa y llanamente que no necesitaba niñera.
Después de esto ya no volví a tropezarme con él en la puerta del
casino. Por pura casualidad, cosa de una semana después, descubrí
que me seguía hasta la casa, deslizándose entre las sombras de los
mangós para que no lo viese. ¿Qué podía hacer? He aquí lo que
hice:
Sin
darme cuenta, empecé a llevar una vida más regular, a volver a casa
a una hora más prudente. Las noches en que llovía o había
tormenta, por muchos esfuerzos que hiciera para divertirme, la idea
de que Otoo estaba esperándome, empapado y rendido, bajo los mangós
chorreantes, no se apartaba de mí. Indudablemente, hizo de mí un
hombre mejor. Me regeneré. Sin embargo, ni tenía nada de mojigato
ni -esto menos aún- conocía la moralidad cristiana al uso. En
Borabora todos eran cristianos; pero él era pagano, el único ateo
de la isla, un grosero materialista que consideraba que cuando
muriese quedaría muerto y nada más. Únicamente creía en el juego
limpio y en la honradez. El hurto y el engaño, por insignificantes
que fuesen, eran para él algo casi tan grave como el homicidio
deliberado, e incluso me atrevería a decir que sentía más respeto
por un asesino que por un rufián.
No
le gustaba que hiciese cosas que pudieran perjudicarme. El juego le
parecía bien -él era un jugador empedernido-, pero no acostarse
tarde, pues, según me explicó, era malo para la salud. Había visto
morir abrasados por la fiebre a hombres que llevaban mala vida. No
era un abstemio y se bebía una copa de buen grado cuando había que
hacer maniobras a bordo con tiempo borrascoso, pero preconizaba la
moderación en la bebida, pues había visto a demasiados hombres que
morían o enfermaban por abusar del vino o del whisky.
Todo
lo relacionado con mi bienestar le preocupaba. Preveía todas mis
acciones, consideraba mis planes y ponía más interés en ellos que
yo mismo. Al principio, cuando yo no me había dado cuenta aún del
interés que sentía por mis cosas, llegaba incluso a adivinar mis
intenciones. Así ocurrió cuando acaricié la idea de formar
sociedad con un bribón, paisano mío, al que conocí en Papeete,
para cierto negocio de guano. Entonces yo no sabía que aquel hombre
era un bribón. Ni yo, ni ningún blanco de Papeete. Tampoco lo sabía
Otoo. Pero cuando vio que me iba a asociar con él, lo averiguó, sin
que yo se lo pidiese. A Tahití van a parar marineros procedentes de
todos los confines del mundo. Otoo, que al principio sólo abrigaba
ciertas sospechas, se mezcló con ellos y así pudo reunir una serie
de datos que confirmaban sus sospechas. ¡Menudo pájaro estaba hecho
el tal Randolph Waters! Apenas podía creer lo que Otoo me contó,
pero cuando se lo referí al propio Waters, él se calló como un
muerto y se fue en el primer vapor que zarpó hacia Auckland.
Al
principio, lo confieso, me molestaba que Otoo se entrometiese en mis
asuntos. Pero sabía que obraba con absoluto desinterés, y no pasó
mucho tiempo sin que tuviese que agradecerle su prudencia y su
discreción. Siempre estaba alerta, al acecho de lo más conveniente
para mí, y era un hombre de visión penetrante y espíritu previsor.
Andando el tiempo, se convirtió en mi consejero, y llegó a estar
más enterado que yo de mis asuntos. A decir verdad, velaba por mis
intereses con más celo que yo mismo. Yo vivía con la magnífica
despreocupación de la juventud, pues prefería la vida novelesca a
los dólares, y la aventura a un buen empleo y a pasar las noches en
casa. Fue una suerte, pues, tener a alguien que velase por mí. Estoy
convencido de que si no hubiese existido Otoo yo no estaría donde
estoy.
He
aquí un ejemplo: Antes de dedicarme al comercio de perlas en las
Tuamotú, yo había navegado en algunos barcos negreros. Otoo y yo
estábamos en la playa de Samoa, con los bolsillos vacíos, cuando se
me presentó la ocasión de embarcar como reclutador en un negrero.
Otoo se enroló conmigo en el bergantín, y durante los seis años
siguientes, en los que cambiamos otras tantas veces de barco,
recorrimos las regiones más salvajes de la Melanesia. Otoo consiguió
siempre ir como primer remero en el bote que me transportaba a
tierra. Nuestro sistema para reclutar mano de obra consistía en
desembarcar al reclutador en la playa. El bote de cobertura siempre
se quedaba a unos centenares de metros de la orilla, mientras el bote
del reclutador, parado también, se mantenía muy cerca de ella.
Cuando yo desembarqué con mis baratijas, fondeando el remo largo y
pesado que me servía para gobernar el bote, Otoo abandonó su
posición de bogavante y pasó a las escotas de popa, donde teníamos
un Winchester oculto por una lona. La tripulación del bote iba
también armada, con los Snider ocultos bajo una lona que corría por
toda la regala. Mientras yo discutía con los caníbales de cabeza
lanuda, tratando de convencerlos de que fuesen a trabajar a las
plantaciones de Queensland, Otoo se mantenía alerta. Y, de vez en
cuando, me anunciaba en voz baja movimientos sospechosos y traiciones
inminentes. Su primera advertencia solía ser el rápido disparo de
su rifle. Y cuando yo corría hacia el bote, siempre encontraba su
mano amiga para izarme a bordo de un tirón. Recuerdo que una vez,
cuando navegábamos en el Santa Ana, apenas llegó el bote a la
orilla empezó el jaleo. El bote de protección acudió presuroso en
nuestra ayuda, pero los salvajes, que eran varias docenas, nos
hubieran liquidado antes de que llegaran nuestros amigos. Otoo saltó
como una flecha a la playa, introdujo sus dos manos en el montón de
baratijas y lanzó en todas direcciones el tabaco, las cuentas de
vidrio, las hachas, los cuchillos, las telas de percal…
Los
indígenas no pudieron menos de arrojarse sobre aquellos tesoros, y
nosotros tuvimos tiempo para empujar el bote mar adentro, saltar a él
y alejarnos más de diez metros de la playa. Además, en las cuatro
horas siguientes, conseguí reclutar treinta negros en aquella misma
playa.
El
caso que menos puedo olvidar sucedió en Malaita, la isla más
salvaje del grupo oriental de las Salomón. Los indígenas nos habían
dado grandes muestras de amistad. ¿Cómo podíamos saber que todo el
poblado llevaba más de dos años haciendo una colecta para comprar
la cabeza de un hombre blanco? Aquellos salvajes son cazadores de
cabezas, y las de los blancos tienen para ellos gran valor. El que
consiguiese capturar una cabeza blanca recibiría el producto íntegro
de la colecta. Como digo, se mostraban muy cordiales cuando yo estaba
traficando en la playa, a más de cien metros del bote.
Otoo
ya me había advertido y, como siempre que no le hacía caso, después
tuve que arrepentirme.
Cuando
menos lo esperaba, una nube de lanzas salió de la ciénaga de
mangles en dirección a mí. Lo menos una docena de ellas se clavaron
en mi cuerpo. Eché a correr, pero me enredé con una que se me había
hincado profundamente en la pantorrilla y caí. Los salvajes
corrieron en tropel hacia mí, armados con hachas de largo mango y
hoja en forma de abanico, con las que se proponían cortarme la
cabeza. Estaban tan ansiosos de ganar el premio, que se empujaban y
se cerraban el paso unos a otros. En la confusión reinante evité
varios hachazos hurtando el cuerpo a derecha e izquierda sobre la
arena.
Entonces
llegó Otoo, el que tan bien sabía entendérselas con los enemigos.
Se había procurado no sé cómo una pesada maza de hierro, que para
la lucha cuerpo a cuerpo resultaba un arma mucho más eficaz que el
rifle. Se introdujo en el grupo de salvajes. Así, éstos no podían
utilizar contra él sus lanzas y, menos todavía, sus hachas. Otoo
luchaba por mí, y un frenesí espantoso lo poseía. ¡Había que
verle manejar la maza de guerra! Con sus molinetes partía los
cráneos como si fuesen naranjas maduras. Al fin los obligó a
retroceder. Entonces me cogió en brazos y echó a correr hacia el
bote. En este momento recibió sus primeras heridas. Llegó al bote
con cuatro lanzas clavadas en el cuerpo. Pero echó mano de su
Winchester y abatió tantos hombres como disparos hizo. Entonces
regresamos a la goleta, donde nos asistieron.
Diecisiete
años estuvimos juntos. Yo soy obra suya. De no haber existido él,
hoy sería yo un sobrecargo, un reclutador de negros o un simple
recuerdo.
-Ahora
gastas el dinero y después puedes ganar más -me dijo un día-. Es
fácil para ti ganar dinero ahora. Pero cuando te hagas viejo, ni
tendrás dinero ni podrás ganarlo. Estoy seguro, patrón. He
observado las costumbres de los hombres blancos. En las playas hay
muchos viejos que antes fueron jóvenes y que ganaban el dinero como
lo ganas tú. Pero ahora son viejos, no tienen nada y esperan que los
jóvenes como tú bajen a tierra para que los inviten a una copa. El
negro trabaja como esclavo en las plantaciones. Le dan veinte dólares
al año y trabaja mucho. El capataz no trabaja tanto. Va montado a
caballo y vigila a los negros mientras trabajan. Gana mil doscientos
dólares al año. Yo soy marinero en la goleta. Gano quince dólares
al mes. Los gano porque soy un buen marinero y trabajo mucho. El
capitán tiene un buen camarote y bebe cerveza en largas botellas. Yo
nunca lo he visto tirar de un cabo ni manejar un remo. Gana ciento
cincuenta dólares mensuales. Yo soy un marinero. Él es un marino.
Patrón, creo que te convendría estudiar el arte de navegar.
Otoo
no cejó hasta que lo hice. Navegó conmigo como segundo de a bordo
en la primera goleta que mandé y se enorgullecía de mi mando mucho
más que yo. Más adelante me dijo:
-El
capitán tiene una buena paga, patrón, pero el barco está a su
cargo y él nunca está libre de cuidados. El dueño del barco gana
más…, el dueño, que se queda en tierra entre sus criados, y se
limita a invertir su dinero.
-De
acuerdo, pero una goleta vale cinco mil dólares -objeté-. Es más,
por ese precio sólo se puede comprar un barco viejo y desvencijado.
Cuando consiga tener ahorrados cinco mil dólares, ya seré viejo.
-Los
hombres blancos pueden reunir dinero rápidamente -dijo Otoo,
señalando la playa bordeada de cocoteros.
En
aquel entonces nos hallábamos en las Salomón, embarcando un
cargamento de marfil vegetal en la costa este de Guadalcanal.
-Entre
la desembocadura de este río y la del siguiente hay más de tres
kilómetros -prosiguió Otoo-. El terreno es llano hasta muy al
interior. Ahora no vale nada. El año que viene, o el otro, ¿quién
sabe?, estos terrenos subirán mucho. El fondeadero es bueno. Los
grandes vapores pueden acercarse bastante a tierra. Podrías comprar
el terreno, una faja de más de seis kilómetros de ancho y que vaya
de río a río. El viejo jefe te lo vendería por diez mil pastillas
de tabaco, diez botellas de ron y un Snider, que te costará cien
dólares a lo sumo. Luego registras la escritura ante el comisario, y
el año que viene o el otro, lo vendes y ganarás dinero suficiente
para comprar un barco.
Seguí
estas indicaciones y sus predicciones se cumplieron, aunque no en dos
años, sino en tres. Después realicé la ventajosa transacción de
los pastos de Guadalcanal, extensión de veinte mil acres, que me
arrendó el gobierno por novecientos noventa y nueve años mediante
el pago de una suma nominal. Tuve en arriendo estas tierras
exactamente noventa días. Después las cedí a una compañía por
una suma más que respetable. Siempre era Otoo quien preveía las
cosas y veía las ocasiones. Gracias a él realicé el desguace del
Doncaster, que compré en una subasta por cien libras y me
proporcionó una ganancia neta de tres mil. También fue idea de Otoo
el negocio de la plantación de Savaí y la transacción de cacao de
Upolu.
No
navegábamos tanto como en los primeros tiempos. Mi situación
económica era ya floreciente. Me casé y viví como un señor. Pero
Otoo seguía siendo el de siempre. Iba por la casa y por la oficina
con la pipa de madera, el torso cubierto por una camiseta que le
había costado un chelín, y un lava-lava de cuatro chelines
alrededor de su cintura. Yo le ofrecía dinero, pero él no lo
aceptaba. La única compensación que admitía por lo mucho que había
hecho por mí era que le devolviera con creces su afecto. Y bien sabe
Dios que en esto le complacíamos holgadamente. Todos nosotros lo
queríamos de veras. Los niños lo idolatraban y, si se hubiera
dejado malcriar, no cabe duda de que mi esposa lo habría echado a
perder.
¡Cómo
adoraba a los niños! Él les enseñó a dar los primeros pasos en la
vida, después de enseñarles a andar. Los cuidaba cuando estaban
enfermos y, aún hacían pinitos, como suele decirse, cuando se los
llevaba a la laguna para convertirlos en verdaderos anfibios.
Llegaron a saber mucho más que yo acerca de las costumbres de los
peces y del modo de pescarlos. Y en lo concerniente a la selva
ocurrió lo mismo. A los siete años, Tom sabía sobre la caza y los
bosques cosas que yo ni siquiera sospechaba que existiesen. A los
seis años, Mary pasaba sobre la Roca Resbaladiza sin inmutarse,
siendo así que yo había conocido a hombres hechos y derechos que no
se atrevían a poner los pies en ella. Y en cuanto a Frank, al
cumplir los seis años ya se sumergía a tres brazas de profundidad
para recoger monedas.
-A
mis paisanos de Borabora, todos cristianos, no les gusta la gente
pagana. Y a mí no me gustan los cristianos de Borabora -me dijo un
día en que yo, con el propósito de obligarlo a gastar parte del
dinero que le pertenecía por derecho propio, trataba de convencerlo
de que hiciera una visita a su isla natal en una de nuestras goletas,
un viaje organizado exclusivamente para él y en el que yo estaba
decidido a gastar el dinero a manos llenas.
Aunque
he dicho una de «nuestras» goletas, a la sazón todos los barcos
eran exclusivamente míos, por lo menos legalmente, a pesar de que
había hecho denodados esfuerzos para que aceptase ser mi socio.
Al
fin, un día me dijo:
-Hemos
sido socios desde el día en que la Petite Jeanne se fue a pique,
pero nos asociaremos ante la ley si así lo desea tu corazón. Yo no
tengo nada que hacer, pero gasto mucho. Bebo, como, fumo sin parar…,
en fin, que soy un manirroto. Al billar juego de balde porque utilizo
tu mesa, pero esto no impide que tenga mis gastos. La pesca en el
arrecife es un pasatiempo para ricos. Los anzuelos y el sedal de
algodón están por las nubes. Sí, es preciso que nos asociemos ante
la ley. Necesito dinero. Se lo pediré al jefe de las oficinas.
Entonces
firmamos los documentos del caso en la notaría. Al año siguiente,
no pude por menos de quejarme de su proceder.
-Charley
-le dije-, eres un viejo trapacero, un miserable avaro, un roñoso
cangrejo de tierra. Los beneficios que te corresponden este año como
socio de nuestra empresa ascienden a miles de dólares, y, según una
nota que me acaba de entregar el jefe de nuestras oficinas, tú sólo
has retirado ochenta y siete dólares con veinte centavos.
-¿De
modo que aún me deben dinero? -preguntó ansiosamente.
-Miles
y miles de dólares, ya te lo he dicho.
Su
semblante se iluminó como si sintiese un inmenso alivio.
-¡Magnífico!
-exclamó-. Cuídate de que el jefe de la oficina lleve bien las
cuentas. Cuando retire mi dinero, no quiero que falte ni un centavo.
Si falta -añadió con expresión feroz, tras una pausa-, tendrá que
ponerlo el jefe de su sueldo.
Yo
no sabía entonces -me enteré más tarde- que su testamento, hecho
ante Carruthers, y en el que me nombraba su único heredero, estaba
depositado ya en la caja de caudales del consulado americano.
Pero
como todo se acaba en este mundo, nuestra íntima amistad terminó un
día. El final ocurrió en las islas Salomón, escenario de nuestras
más locas aventuras en los turbulentos años de nuestra juventud.
Ahora fuimos en viaje de recreo, pero también para visitar nuestras
propiedades de la isla Florida y ver las posibilidades que había de
pescar perlas en el Paso de Mboli. Estábamos fondeados en Savu,
donde habíamos desembarcado para comprar algunas curiosidades y
recuerdos.
Las
aguas de Savu están infestadas de tiburones. La costumbre indígena
de lanzar los muertos al mar atrae cantidades ingentes de estos
voraces escualos a aquellas aguas. Tuve la mala suerte de regresar a
bordo en una diminuta canoa de las que usan aquellos nativos,
inestable embarcación que volcó, debido al exceso de carga. Íbamos
en ella cuatro indígenas y yo, y nos quedamos en el agua los cinco,
aferrándonos desesperadamente a la canoa volcada. La goleta se
hallaba a un centenar de metros aproximadamente. Yo pedía a gritos
que nos enviasen un bote. De pronto, uno de los indígenas lanzó un
alarido. Se asió con todas sus fuerzas a un extremo de la canoa,
desapareció varias veces bajo la superficie, haciendo cabecear la
embarcación, y, al fin, se hundió definitivamente. Un tiburón se
lo había llevado.
Los
otros tres indígenas trataron de encaramarse a la quilla de la
canoa. Yo los apostrofé y golpeé con el puño al que tenía más
cerca, mientras lo colmaba de maldiciones, pero fue inútil. Estaban
muertos de miedo. La canoa no habría podido sostener ni siquiera a
uno. Bajo el peso de los tres, se hundió y dio la vuelta,
arrojándolos de nuevo al agua.
Entonces
yo dejé la canoa y empecé a nadar hacia la goleta, con la esperanza
de que me recogiese el bote por el camino. Uno de los indígenas
decidió acompañarme, y ambos nadamos juntos y en silencio. De vez
en cuando introducíamos la cabeza en el agua para ver si había
tiburones por los alrededores. Los gritos de los hombres que se
habían quedado en la canoa nos hicieron comprender que habían sido
atacados. Cuando escudriñaba las profundidades, vi pasar un enorme
tiburón exactamente por debajo de mí. Tenía casi cinco metros de
largo. No perdí detalle de lo que entonces sucedió. El escualo
apresó al indígena por la cintura y se lo llevó a flor de agua,
mientras el pobre diablo asomaba la cabeza, los hombros y los brazos,
lanzando gritos desgarradores. El tiburón lo llevó a rastras muchos
metros por la superficie y, finalmente, desapareció con él debajo
del agua.
Yo
seguía nadando frenéticamente, con la esperanza de que no hubiese
más tiburones por las cercanías. Pero había uno. No sé si era el
mismo que había atacado antes a los indígenas, u otro que ya había
conseguido una buena pitanza en otro lugar. Lo cierto era que no
demostraba la acometividad de sus hermanos. Yo ya no nadaba tan de
prisa; me lo impedía la atención que tenía que prestar al
merodeador. Lo estaba mirando cuando realizó su primer ataque. Tuve
la suerte de poder atenazarle el morro con ambas manos, y, aunque su
acometida me hizo bucear momentáneamente, conseguí esquivarlo. Él
dio media vuelta y empezó a describir nuevos círculos a mi
alrededor. Logré eludir su ataque por segunda vez mediante la misma
maniobra, y el tercero fue un fracaso para los dos. El animal se
desvió en el mismo instante en que yo iba a cogerlo por el morro,
pero su piel, áspera como el papel de lija, me desolló un brazo
desde el codo hasta el hombro, ya que de cintura arriba me cubría
únicamente con una camiseta sin mangas.
Pero
me sentía exhausto y perdí toda esperanza. La goleta se hallaba aún
a sesenta metros por lo menos. Con la cabeza sumergida, observaba al
escualo que se disponía a atacar de nuevo, cuando un cuerpo moreno
se interpuso entre ambos. Era Otoo.
-¡Nada
hacia la goleta, patrón! -me dijo. Y lo curioso es que hablaba
alegremente, como si aquello le divirtiera-. Yo conozco a los
tiburones. Son como hermanos míos.
Le
obedecí y seguí nadando lentamente; mientras Otoo daba vueltas a mi
alrededor, interponiéndose constantemente entre el tiburón y mi
cuerpo, desviando sus ataques y dándome ánimos.
-El
aparejo del pescante se ha desprendido y están arreglando las betas
-me explicó poco después, antes de zambullirse para repeler un
nuevo ataque.
Cuando
me encontraba a menos de diez metros de la goleta ya no podía con mi
alma. Apenas tenía fuerzas para moverme. Desde la embarcación nos
arrojaban cabos, pero no nos alcanzaban. El tiburón, al ver que no
le hacíamos ningún daño, se había envalentonado. Varias veces
estuvo a punto de atraparme, pero siempre llegó Otoo a tiempo para
salvarme. Por supuesto, Otoo se habría podido salvar fácilmente,
pero no me quería abandonar.
-¡Adiós,
Charley! -pude decir-. ¡Ya no puedo más!
Sabía
que había llegado mi último momento y que, transcurridos unos
segundos, levantaría los brazos y me hundiría como una piedra.
Pero
Otoo se echó a reír y me dijo:
-Ahora
verás qué jugarreta. Menudo susto le voy a dar a ese tiburón.
Y
se zambulló a mis espaldas, cuando el tiburón se disponía a
lanzarse sobre mí.
-¡Un
poco más a la izquierda! -gritó al emerger-. ¡Ahí tienes una
cuerda! ¡A la izquierda, patrón, a la izquierda!
Cambiando
de rumbo, braceé desesperadamente. Apenas sabía ya lo que hacía.
Cuando mi mano se cerró en torno a la cuerda, oí gritos a bordo. Me
volví para mirar adonde estaba Otoo y ya no vi ni rastro de él. Un
momento después salió a flote. Tenía ambas manos cercenadas por la
muñeca, y de los muñones brotaba la sangre a raudales.
-¡Otoo!
-me dijo con voz queda. Y en su mirada leí el mismo amor que
temblaba en su voz.
Sólo
entonces, al final de nuestros años de hermandad, me llamó por su
nombre.
-¡Adiós,
Otoo! -me dijo.
Luego
desapareció bajo la superficie y yo fui izado a bordo, donde me
desmayé en brazos del capitán.
Así
murió Otoo, mi salvador. Hizo de mí un hombre y, finalmente, me
salvó la vida por segunda vez. Nos conocimos en las fauces de un
huracán y nos separamos ante las fauces de un tiburón. Vivimos
diecisiete años en una camaradería que no creo que haya existido
jamás entre un hombre blanco y uno de piel oscura. Si Yahvé, desde
su altísimo trono, ve morir hasta al más humilde gorrión, no cabe
duda de que habrá acogido en su reino a Otoo, el único pagano de
Borabora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario