La
insignia
Julio Ramón Ribeyro
Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al
pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una
curiosidad muy explicable en mi temperamento de coleccionista, me agaché y
después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que
se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en
ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle
mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo
estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una
oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me
lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: "Esto debe ser
suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo".
Era, naturalmente, la insignia y este rescate
inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla.
Aquí empieza realmente el encadenamiento de
sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidente que tuve en
una librería de viejo. Me hallaba repasando añejas encuadernaciones cuando el
patrón, que desde hacía rato me observaba desde el ángulo más oscuro de su
librería, se me acercó y, con un tono de complicidad, entre guiños y muecas
convencionales, me dijo: "Aquí tenemos libros de Feifer". Yo lo quedé
mirando intrigado porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo
demás, aunque mis conocimientos de literatura no son muy amplios, me era
enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: "Feifer estuvo en
Pilsen". Como yo no saliera de mi estupor, el librero terminó con un tono
de revelación, de confidencia definitiva: "Debe usted saber que lo
mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga". Y dicho
esto se retiró hacia el ángulo de donde había surgido y permaneció en el más
profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmente pero mi
pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero.
Después de comprar un libro de mecánica salí, desconcertado, del negocio.
Durante algún tiempo estuve razonando sobre
el significado de dicho incidente, pero como no pude solucionarlo acabé por
olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarmó sobremanera.
Caminaba por una plaza de los suburbios cuando un hombre menudo, de faz
hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y antes de que yo pudiera
reaccionar, me dejó una tarjeta entre las manos, desapareciendo sin pronunciar
palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, sólo tenía una dirección y una cita
que rezaba: SEGUNDA SESIÓN: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirigí
a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetos
extraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían
una insignia igual a la mía. Me introduje en el círculo y noté que todos me
estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa
señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave
emergió tras un cortinaje y, desde un estrado, después de saludarnos, empezó a
hablar interminablemente. No sé precisamente sobre qué versó la conferencia ni
si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron
hilvanados con las más agudas especulaciones filosóficas, y a unas digresiones
sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado el mismo método expositivo que a
la organización del Estado. Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en
una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo.
Cuando hubo terminado, todos se levantaron y
comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen éxito de la charla.
Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a los suyos, mas, en el momento en
que me disponía a cruzar el umbral, el disertante me pasó la voz con una
interjección, y al volverme me hizo una seña para que me acercara.
-Es usted nuevo, ¿verdad? -me interrogó, un
poco desconfiado.
-Sí -respondí, después de vacilar un rato,
pues me sorprendió que hubiera podido identificarme entre tanta concurrencia-.
Tengo poco tiempo.
-¿Y quién lo introdujo?
Me acordé de la librería, con gran suerte de
mi parte.
-Estaba en la librería de la calle Amargura,
cuando el...
-¿Quién? ¿Martín?
-Sí, Martín.
-¡Ah, es un colaborador nuestro!
-Yo soy un viejo cliente suyo.
-¿Y de qué hablaron?
-Bueno... de Feifer.
-¿Qué le dijo?
-Que había estado en Pilsen. En verdad... yo
no lo sabía.
-¿No lo sabía?
- No -repliqué con la mayor tranquilidad.
-¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un
bastonazo en la estación de Praga?
-Eso también me lo dijo.
-¡Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!
-En efecto -confirmé- Fue una pérdida
irreparable.
Mantuvimos una charla ambigua y ocasional,
llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como la que
sostienen dos personas extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento
de un ómnibus. Recuerdo que mientras yo me afanaba en describirle mi operación
de las amígdalas, él, con grandes gestos, proclamaba la belleza de los paisajes
nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de
llamarme la atención.
-Tráigame en la próxima semana -dijo- una
lista de todos los teléfonos que empiecen con 38.
Prometí cumplir lo ordenado y, antes del
plazo concedido, concurrí con la lista.
-¡Admirable! -exclamó- Trabaja usted con
rapidez ejemplar.
Desde aquel día cumplí una serie de encargos
semejantes, de lo más extraños. Así, por ejemplo, tuve que conseguir una docena
de papagayos a los que ni más volví a ver. Más tarde fui enviado a una ciudad de
provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me
ocupé de arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias
escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes,
que nunca vi publicado, de adiestrar a un menor en gestos parlamentarios, y aun
de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o
espiar a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastros.
De este modo, poco a poco, fui ganando cierta
consideración. Al cabo de un año, en una ceremonia emocionante, fui elevado de
rango. "Ha ascendido usted un grado", me dijo el superior de nuestro
círculo, abrazándome efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve
alocución, en la que me referí en términos vagos a nuestra tarea común, no
obstante lo cual, fui aclamado con estrépito.
En mi casa, sin embargo, la situación era
confusa. No comprendían mis desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de
misterio, y las veces que me interrogaron evadí las respuestas porque, en
realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron,
incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta no era
precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado
mucho un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos
pues había recibido dicho encargo de mi jefe.
Esta beligerancia doméstica no impidió que yo
siguiera dedicándome, con una energía que ni yo mismo podría explicarme, a las
labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de
conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de
la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una
secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños.
A los tres años me enviaron al extranjero.
Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía yo un céntimo; sin embargo, los
barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había siempre alguien que me
recibía y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus
comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades, aprendí
lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra
agrupación y vi cómo extendía la insignia de plata por todos los confines del
continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana,
estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.
Han pasado diez años. Por mis propios méritos
he sido designado presidente. Uso una toga orlada de púrpura con la que
aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia.
Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios, sirvientes con
librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora que viene a mí
por las noches sin que yo la llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el
primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me
preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué
responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra,
esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda
explicación que se funda inexorablemente en la cábala.
1952
La insignia
Julio Ramón Ribeyro
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