Así pues, me quedé solo. Me rodeaban las tinieblas del mes de noviembre
mezcladas con torbellinos de nieve que había cubierto la casa; la chimenea
aullaba. Yo había pasado los veinticuatro años de mi vida en una gran ciudad y
pensaba que la tormenta aúlla solamente en las novelas. Pero resultó que
también en la realidad aúlla la tormenta. Aquí las veladas son
extraordinariamente largas; la lámpara, bajo su pantalla verde, se reflejaba en
la ventana negra y yo soñaba despierto, mientras miraba la mancha que brillaba
a mi izquierda. Soñaba con la ciudad del distrito, que se encontraba a cuarenta
verstas de distancia. Tenía grandes deseos de escaparme de mi hospital para ir
allí. Allí había electricidad, cuatro médicos a quienes podía consultar, y en
todo caso no era tan terrible. Pero no había posibilidad alguna de escapar y,
por momentos, yo mismo comprendía que aquello no era más que cobardía. Después
de todo, justamente para eso había estudiado en la facultad de medicina...
"...¿Y si trajeran a una mujer con complicaciones de parto? ¿O,
supongamos, a un enfermo con la hernia estrangulada? ¿Qué haría yo en ese caso?
Aconséjenme, por favor. Hace cuarenta y ocho días que terminé la facultad con
sobresaliente, pero el sobresaliente es una cosa y la hernia otra. En una
ocasión vi cómo un profesor realizaba una operación de hernia estrangulada. Él
operaba y yo estaba sentado en el anfiteatro. Eso fue todo..."
Cada vez que pensaba en la hernia, un escalofrío me recorría la columna
vertebral. Cada noche, después de tomar el té, me sentaba en una misma postura:
bajo mi brazo izquierdo, estaban todos los manuales de cirugía obstétrica, y
encima de ellos, el pequeño Doderlein. A la derecha, unos diez tomos diversos
de cirugía práctica, ilustrados. Yo me lamentaba, fumaba, tomaba un té negro y
frío...
Me quedé dormido; recuerdo perfectamente esa noche, la del 29 de
noviembre. Me despertó un estruendo en la puerta. Cinco minutos más tarde,
mientras me ponía los pantalones, no lograba apartar mis ojos implorantes de
los divinos libros de cirugía práctica. Oí el crujir de los patines de un
trineo en el patio: mis oídos se habían vuelto extremadamente sensibles.
Resultó, quizá, algo peor aún que una hernia o que la posición transversal de
un bebé: al hospital de Nikólskoie, a las once de la noche, trajeron a una
niña. La enfermera dijo con voz sorda:
-Es una niña débil, se está muriendo... Doctor, venga al hospital...
Recuerdo que atravesé el patio y me dirigí hacia la lámpara de petróleo
que estaba junto a la entrada del hospital y, como hechizado, no conseguía
apartar la vista de la luz parpadeante. La recepción ya estaba iluminada y toda
la plantilla de ayudantes me esperaba con las batas puestas. Eran: el enfermero
Demián Lukich, un hombre todavía joven pero muy eficiente, y dos experimentadas
comadronas, Ana Nikoláievna y Pelagueia Ivánovna. Yo no era más que un médico
de veinticuatro años que se había graduado dos meses atrás y que había sido
designado para dirigir el hospital de Nikólskoie.
El enfermero abrió solemnemente la puerta y apareció la madre. Entró
apresuradamente, patinando sobre sus botas de fieltro; la nieve aún no se había
derretido en su pañuelo. Llevaba en sus brazos un envoltorio que
acompasadamente emitía silbidos y respiraba produciendo un sonido sordo. El
rostro de la madre, que lloraba en silencio, estaba demudado. Cuando la mujer
se quitó la pelliza y el pañuelo y abrió el envoltorio, vi a una niña de unos
tres años. La observé y por un momento me olvidé de la cirugía, la soledad, el
inútil bagaje universitario; me olvidé definitivamente de todo a causa de la
belleza de la niña. ¿Con qué se podía comparar? Sólo en las cajas de bombones
dibujan niños así, con rizos naturales en el cabello, formando grandes bucles
del color del trigo maduro. Los ojos azules, enormes; las mejillas como las de
una muñeca. Así dibujaban a los ángeles. Pero una extraña turbación anidaba en
el fondo de sus ojos y comprendí que era miedo: la niña se asfixiaba.
"Morirá dentro de una hora", pensé con absoluta convicción, y mi
corazón se contrajo dolorosamente...
Cada vez que la niña respiraba, en su garganta se formaban pequeños
hoyuelos, las venas se hinchaban y el rostro pasaba de un tono rosado a uno
ligeramente liláceo. De inmediato comprendí y valoré ese cambio de color.
Enseguida me di cuenta de lo que se trataba; mi primer diagnóstico fue exacto
y, lo más importante, coincidió con el de las comadronas, que tenían mucha
experiencia: "La niña tiene garrotillo diftérico, la garganta ya está
cubierta de falsas membranas y pronto se cerrará completamente..."
-¿Cuántos días lleva enferma la niña? -pregunté en medio del atento
silencio de mi personal.
-Es el quinto día, el quinto -dijo la madre, y me miró profundamente con
sus ojos secos.
-Garrotillo diftérico -dije entre dientes al enfermero, y a la madre le
dije-: ¿En qué estabas pensando? ¿Eh? ¿En qué estabas pensando?
En ese momento se oyó detrás de mí una voz llorona:
-¡El quinto, padrecito, el quinto!
Me volví y vi a la abuela de cara redonda, con la cabeza cubierta por un
pañuelo. "Sería magnífico que estas abuelas no existieran en el
mundo", pensé con un lóbrego presentimiento del peligro, y dije:
-Tú, abuela, cállate; estorbas.
A la madre le repetí:
-¿En qué pensabas? ¡El quinto día! ¿Eh?
De pronto la madre, con un movimiento de autómata, entregó la niña a la
abuela y se arrodilló delante de mí.
-Dale unas gotas a la niña -dijo, y golpeó el suelo con su frente-, me
ahorcaré si se muere.
-Levántate inmediatamente -le contesté-, de lo contrario no hablaré
contigo.
La madre se levantó rápidamente, recibió a la niña que le entregaba la
abuela y comenzó a mecerla en sus brazos. La abuela se puso a rezar en
dirección a la puerta, mientras la niña continuaba respirando con un silbido de
serpiente. El enfermero dijo:
-Siempre hacen lo mismo. El pueblo -y al decir esto sus bigotes se
torcieron hacia un costado.
-¿Quiere decir que la niña morirá? -preguntó la madre mirándome con
negra furia, o al menos así lo percibí yo entonces...
-Morirá -dije en voz baja y con firmeza.
La abuela inmediatamente cogió el borde de su falda y comenzó a secarse
con él los ojos. La madre me suplicó con voz abatida:
-¡Dale algo, ayúdala! ¡Dale unas gotas!
Ya veía con claridad lo que me esperaba. Me mantuve firme.
-¿Qué gotas le voy a dar? Aconséjame tú. La niña se está asfixiando, la
garganta se ha cerrado. Durante cinco días seguidos has descuidado a tu hija a
quince verstas de donde yo estoy. Ahora, ¿qué quieres que haga?
-Tú lo sabrás mejor, padrecito -comenzó a lloriquear la abuela en mi
hombro izquierdo, con voz afectada. ¡Cómo la odié en ese momento!
-¡Cállate! -le dije. Me dirigí al enfermero y le ordené que cogiera a la
niña. La madre entregó la niña a la comadrona. La niña comenzó a agitarse y
quería, por lo visto, gritar, pero la voz ya no salía de su garganta. La madre
quiso defenderla, pero la apartamos; entonces pude examinar, a la luz de la
lámpara de petróleo, la garganta de la niña. Nunca hasta entonces me había
enfrentado con la difteria, salvo en algunos casos leves que había aliviado
rápidamente. En la garganta había algo que bullía, algo blanco, desgarrado. La
niña de pronto espiró y me escupió en la cara, pero yo, ocupado como estaba por
mis pensamientos, no me preocupé por mis ojos.
-Mira -dije, sorprendiéndome por mi tranquilidad-, el asunto es el
siguiente. Ya es demasiado tarde. La niña se está muriendo. Sólo hay una cosa
que podría ayudarla: una operación.
Yo mismo me horroricé. ¿Para qué lo habría dicho? Pero no podía dejar de
decirlo. "¿Y si aceptan?", pasó fugazmente por mi cabeza.
-¿Cómo una operación? -preguntó la madre.
-Es necesario hacerle un corte en la parte inferior de la garganta e
introducir un tubito de plata, para dar a la niña la posibilidad de respirar;
así quizá podamos salvarla -le expliqué.
La madre me miró como a un loco y protegió a la niña con sus brazos
mientras la abuela se ponía a refunfuñar de nuevo:
-¡No! ¡No dejes que la operen! ¡No! ¡¿Cortarle la garganta?!
-¡Lárgate, abuela! -le dije con odio-. ¡Inyéctele alcanfor! -ordené al
enfermero.
La madre no quiso entregar a la niña cuando vio la jeringuilla, pero le
explicamos que la inyección no era nada terrible.
-¿Quizá eso la ayudará? -preguntó la madre.
-No, no la ayudará en absoluto.
Entonces la madre se echó a llorar.
-Basta -le dije. Saqué mi reloj y añadí-: Les doy cinco minutos para
pensarlo. Si no están de acuerdo dentro de cinco minutos, yo ya no haré nada.
-¡No estoy de acuerdo! -dijo tajantemente la madre.
-¡No damos nuestro consentimiento! -añadió la abuela.
-Bueno, como quieran -añadí con voz sorda, y pensé: "¡Bien, esto es
todo! Mejor para mí. Yo lo he dicho, lo he propuesto; los ojos asombrados de
las comadronas son testigos. Ellas no han aceptado y yo estoy salvado." No
acababa de pensarlo cuando una voz ajena salió de mi interior:
-¿Se han vuelto locas? ¿Cómo que no están de acuerdo? Matarán a la niña.
Acepten. ¿No les da lástima?
-¡No! -gritó nuevamente la madre.
En mi interior pensaba: "¿Qué estoy haciendo? Voy a degollar a la
niña." Pero decía otra cosa.
-¡Pronto, pronto, acepten! ¡Acepten! Ya se le están poniendo azules las
uñas.
-¡No! ¡No!
-Está bien, acompáñenlas a la sala; que se queden allí.
Las llevaron por el corredor casi a oscuras. Yo oía el llanto de las
mujeres y el silbido de la niña. El enfermero regresó enseguida y dijo:
-¡Aceptan!
En mi interior todo se petrificó, pero dije con claridad:
-¡Esterilicen de inmediato el bisturí, las tijeras, las grapas, la
sonda!
Un minuto más tarde, atravesaba a toda velocidad el patio donde la
tormenta de nieve, como un demonio, volaba y chocaba contra las casas. Entré
corriendo en mi gabinete y, contando los minutos, cogí un libro, lo hojeé y
encontré una ilustración que representaba una traqueotomía. En ella todo era
sencillo y claro: la garganta estaba abierta y el bisturí clavado en la
tráquea. Me puse a leer el texto, pero no comprendía nada, las palabras
parecían brincar ante mis ojos. Jamás había visto cómo se hace una traqueotomía.
"¡Eh!, ahora ya es tarde", pensé, y miré con melancolía la luz
azulada y la ilustración del libro; sentí que había caído sobre mí un asunto
terrible y difícil y regresé al hospital sin percatarme de la tormenta.
En la recepción, una sombra con falda redonda se pegó a mí y una voz
comenzó a lloriquear:
-Padrecito, ¿qué es eso de que vas a cortarle la garganta a la niña?
¿Acaso se puede pensar siquiera en algo así? Ella es una tonta, por eso ha
aceptado. Pero yo no te doy mi consentimiento, no. Estoy de acuerdo en que le
recetes unas gotas, pero no permitiré que le cortes la garganta.
-¡Saquen de aquí a esta mujer! -grité, y en mi acaloramiento añadí-: ¡La
tonta eres tú! ¡Tú! ¡Ella no, ella es inteligente! ¡Además, a ti nadie te ha
preguntado nada! ¡Sáquenla de aquí!
La comadrona abrazó firmemente a la abuela y la empujó fuera de la sala.
-¡Listo! -dijo de pronto el enfermero.
Entramos en la pequeña sala de operaciones y yo, como a través de una
cortina, observé los brillantes instrumentos, la cegadora luz de la lámpara, el
hule... Salí por última vez a donde estaba la madre, de cuyos brazos apenas
lograron arrancar a la niña. Oí una voz ronca que decía: "Mi marido no
está. Está en la ciudad. ¡Cuando regrese y se entere de lo que he hecho, me matará!"
-La matará -repitió la abuela, mirándome horrorizada.
-¡No las dejen entrar en la sala de operaciones! -ordené.
Nos quedamos solos en el quirófano. El personal, Lidka (la niña) y yo.
La niña estaba desnuda. La habían sentado sobre la mesa. Lloraba en silencio.
Luego la acostaron, la sujetaron, le limpiaron la garganta y la untaron
con yodo. Yo tomé con decisión el bisturí, pero pensaba: "¿Qué estoy
haciendo?" Había un profundo silencio en la sala de operaciones. Tomé el
bisturí e hice una línea vertical por la regordeta garganta blanca. No salió ni
una gota de sangre. Por segunda vez pasé el bisturí por la franja blanca que
había aparecido en la piel, que se había separado. Ni una gota nuevamente.
Despacio, intentando recordar ciertos dibujos de los atlas, comencé con ayuda
de una sonda roma a separar los delgados tejidos. Entonces, de la parte
inferior del corte brotó una sangre oscura que inundó de inmediato la herida y
comenzó a correr por el cuello. El enfermero la secaba con tampones, pero la sangre
no dejaba de correr. Recordando todo lo que había visto en la universidad,
comencé a apretar con pinzas los bordes de la herida, pero no obtuve ningún
resultado. Sentí frío y mi frente se humedeció. Me arrepentí profundamente de
haber ingresado en la facultad de medicina, de haber aceptado venir a este
remoto lugar. Con furiosa desesperación metí una pinza al azar en alguna parte
próxima a la herida, la cerré y la sangre inmediatamente dejó de correr.
Absorbimos la sangre de la herida con bolas de gasa y sólo entonces la herida
se me presentó limpia, pero completamente incomprensible. La tráquea no estaba
en ninguna parte. Mi herida no tenía nada que ver con ninguna de las
ilustraciones de los libros. Pasaron todavía dos o tres minutos durante los cuales,
de un modo mecánico y totalmente incoherente, estuve hurgando en la herida,
unas veces con el bisturí y otras con la sonda, en busca de la tráquea. Al
final del segundo minuto comencé a desesperarme. "Es el fin -pensé-, ¿para
qué habré hecho esto? Podía no haber propuesto la operación y Lidka habría
muerto tranquilamente en su habitación, mientras que ahora morirá con la
garganta desgarrada y nunca, jamás, podré demostrar que de todas formas habría
muerto, que yo no podía perjudicarla..." La comadrona secó en silencio mi
frente. "Dejar el bisturí y decir: no sé qué hacer ahora", pensé, e
inmediatamente me imaginé los ojos de la madre. De nuevo levanté el bisturí y,
sin sentido alguno, corté profunda y bruscamente a Lidka. Los tejidos se separaron
e inesperadamente apareció ante mis ojos la tráquea.
-¡Los ganchos! -dije con voz ronca.
El enfermero me los dio. Introduje un gancho en un lado de la herida y
el segundo en el otro y le di uno de ellos al enfermero. En ese momento sólo
veía una cosa: los anillos grisáceos de la tráquea. Hundí el afilado bisturí en
la tráquea y me quedé inmóvil. La tráquea comenzó a salirse de la herida: el
enfermero, pensé, se ha vuelto loco, ha comenzado a extraer la tráquea. Las dos
comadronas gritaron detrás de mí. Levanté los ojos y comprendí lo que ocurría:
el enfermero se estaba desmayando por el calor y, sin soltar el gancho, rompía
la tráquea. "Todo está en mi contra, es el destino -pensé-, ahora sí que
hemos degollado a Lidka. -Y me dije-: En cuanto llegue a casa me pegaré un
tiro..." En ese instante, la comadrona principal, que por lo visto tenía
mucha experiencia, se lanzó de un modo rapaz hacia el enfermero y cogió el
gancho que éste sostenía; luego me dijo con los dientes apretados:
-Continúe, doctor...
El enfermero cayó ruidosamente, dándose un golpe, pero nosotros no le
miramos siquiera. Introduje el bisturí en la tráquea y luego metí en ella un
tubito de plata. El tubo entró con facilidad, pero Lidka permaneció inmóvil. El
aire no había entrado en su garganta, como debiera haber ocurrido. Respiré
profundamente y me detuve: no tenía nada más que hacer. Sólo quería pedirle
perdón a alguien, arrepentirme de mi ligereza, de haber ingresado en la
facultad de medicina. Reinaba el silencio. Yo veía cómo Lidka se ponía cada vez
más azulada. Quería abandonarlo todo y echarme a llorar. De pronto Lidka se estremeció
de un modo extraño, arrojó como una fuente los sucios coágulos a través del
tubo y el aire, con un silbido, entró en su garganta. La niña respiró y comenzó
a llorar fuertemente. En ese instante el enfermero se levantó, pálido y
sudoroso, miró alelado y horrorizado la garganta abierta y se puso a ayudarme a
coserla.
A pesar del cansancio y del velo del sudor que me cubría los ojos, vi
los rostros felices de las comadronas. Una de ellas me dijo:
-Ha realizado brillantemente la operación, doctor.
Pensé que se estaba burlando de mí y la miré con aire sombrío de reojo.
Luego se abrieron las puertas y penetró el aire fresco. Sacaron a Lidka
envuelta en una sábana. De inmediato, en la puerta, se presentó la madre. Sus
ojos parecían los de una fiera salvaje. Me preguntó:
-¿Y bien?
Cuando oí el tono de su voz el sudor me recorrió la espalda, y sólo
entonces me di cuenta de lo que habría ocurrido si Lidka hubiera muerto en la
mesa de operaciones. Pero le contesté con una voz muy serena:
-Tranquila. Vive y seguirá viva. Eso espero. Sólo que mientras no le
saquemos el tubito no podrá pronunciar ni una palabra, así que no se asusten.
Entonces la abuela salió de debajo de la tierra y se santiguó en
dirección al pomo de la puerta, hacia mí, hacia el techo. Pero yo ya no me
enfadaba con ella. Me volví y ordené que le inyectaran alcanfor a Lidka y que
por turnos hicieran guardia junto a ella. Luego me fui a mi apartamento.
Recuerdo que la luz azulada ardía en mi gabinete. Allí estaba el Doderlein,
había libros esparcidos. Me acerqué al diván, me acosté vestido e
inmediatamente dejé de ver cualquier cosa. Me quedé dormido y ni siquiera soñé.
Pasó un mes, otro. Yo había visto ya muchas cosas y algunas más
terribles que la garganta de Lidka. Incluso la había olvidado. Estábamos
rodeados de nieve y la consulta crecía de día en día. En una ocasión, ya al año
siguiente, entró en mi consultorio una mujer llevando de la mano a una niña
exageradamente abrigada. Los ojos de la mujer brillaban. La miré con atención y
la reconocí.
-¡Ah, Lidka! ¿Cómo está la niña?
-Bien.
Dejamos al descubierto la garganta de Lidka. La niña se resistía, tenía
miedo. Por fin logré levantarle el mentón y examinarla. En su cuello rosado
había una cicatriz vertical de color marrón y dos cicatrices transversales
delgadas, las de las costuras.
-Todo está en orden -dije-, pueden dejar de venir.
-Se lo agradezco doctor, muchas gracias -dijo la madre, y ordenó a
Lidka-: ¡Dale las gracias al señor!
Pero Lidka no tenía deseos de decirme nada.
No volví a verla nunca más. Comencé a olvidarla. Mi consulta seguía
creciendo. Y llegó el día en que recibí a ciento diez personas. Habíamos
comenzado a las nueve de la mañana y terminamos a las ocho de la noche. Yo,
tambaleándome, me quité la bata. La comadrona principal me dijo:
-Tal cantidad de pacientes debe agradecérsela a la traqueotomía. ¿Sabe
lo que dicen en las aldeas? Que a Lidka, en lugar de su garganta, usted le puso
una de acero y se la cosió. Viajan especialmente a la aldea donde vive la niña
para verla. Ya tiene usted fama, doctor, le felicito.
-¿De modo que creen que vive con la garganta de acero? -pregunté.
-Sí, eso creen. Usted, doctor, es excelente. ¡Es un encanto ver la
sangre fría con que opera!
-Sí... Yo, sabe usted, jamás me pongo nervioso -dije sin saber por qué,
pero era tanto mi cansancio que ni siquiera pude avergonzarme, simplemente
volví la vista hacia otro lado. Me despedí y me dirigí a mi apartamento. Caía
una nieve gruesa que lo cubría todo; el farol ardía y mi casa estaba solitaria,
tranquila y grave. Y yo, en el camino, sólo deseaba una cosa: dormir.
La garganta de acero
Mijaíl Bulgákov
@uncuentodiario
Cuentosdiario.blogspot.com
Excelente. Gracias.
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