Dejar
a Matilde
Alberto Moravia
Un amigo mío camionero ha escrito en el
cristal del parabrisas: “Mujeres y motores, alegrías y dolores”. No digo yo que
no tenga sus buenas razones para decir que los dolores y las alegrías que le
procuran las mujeres tengan más o menos el mismo peso en la balanza de su vida.
Digo que, al menos por lo que se refiere a Matilde y a mí, esa balanza andaba
muy desequilibrada: por un lado, muy alto, el platillo de las alegrías; por el
otro, muy bajo, el platazo de los dolores. De modo que, al final, tras un año de
noviazgo de puras peleas, incumplimientos de palabra, bribonadas y traiciones,
decidí dejarla a la primera oportunidad.
La oportunidad llegó pronto, una noche que la
había citado en la plaza Campitelli, cerca de su casa: Esa noche Matilde,
simplemente, no vino. Advertí entonces, tras una horita de espera, que sentía
más alivio que disgusto, y comprendí que había llegado el momento de la
separación. Incierto entre un dolor amargo y una satisfacción agraz, medio
contento y medio desesperado, me fui a casa y me acosté en seguida. Pero antes
de apagar la luz me santigüé, solemne, y dije en voz alta:
-Esta vez se acabó, vaya si se acabó.
Este juramento hay que decir que me calmó,
porque dormí de corrido nueve horas y sólo me desperté por la mañana cuando mamá
vino a avisarme que preguntaban por mí al teléfono.
Fui al teléfono, al apartamento de enfrente,
de una modista amiga. De inmediato, la vocecita dulce de Matilde:
-¿Cómo estás?
-Estoy bien -contesté, duro.
-Perdóname por anoche..., pero no pude, de
verdad.
-No importa -le dije-, así que adiós... Nos
veremos mañana... Te diré una cosa...
-¿Qué cosa?
-Una importante.
-¿Una cosa buena?
-Según... Para mí sí.
-¿Y para mí?
Dije tras un momento de reflexión:
-Claro, también para ti.
-¿Y qué cosa es?
-Te la diré mañana.
-No, dímela hoy.
-No me mates...
-Está bien... ¿Sabes por qué te he
telefoneado hoy? Porque hace un día precioso, es fiesta, y podríamos ir en moto
al mar. ¿Qué te parece?
Me quedé incómodo porque no me esperaba esa
propuesta tan cariñosa, hecha con una voz tan dulce. Después pensé que, en el
fondo, tanto daba hoy como mañana: iríamos a la playa y yo, en lo mejor, le
diría que la dejaba y así me vengaría también un poco. Dije:
-Está bien, dentro de media hora paso a
buscarte.
Fui a recoger el ciclomotor y luego, a la
hora fijada, me presenté en casa de Matilde y le silbé para llamarla, como de
costumbre. Se precipitó en seguida abajo, lo noté; normalmente me hacía esperar
Dios sabe cuánto. Mientras corría hacia mí atravesando la plaza, la miré y me
di cuenta una vez más de que me gustaba: bajita, dura, morenísima, con la cara
ancha por abajo como un gato, la boca sombreada de pelusilla, los ojos negros,
astutos y vivos, el pelo muy cortito, tan espeso y tan bajo sobre la frente que
evocaba el pelamen de un animal salvaje. Pero pensé: “Desde luego que me gusta,
me gusta mucho, pero la dejo”, y advertí con alivio que la idea no me turbaba
en absoluto. Cuando la tuve delante, todavía jadeando por la carrera, me
preguntó en seguida con voz tierna:
-¿Qué? ¿Aún estás enfadado por lo de ayer?
Contesté huraño:
-Vamos, monta.
Y ella, sin más, subió al sillín de la moto
agarrándose a mí con las dos manos. Salimos.
Una vez en la vía Cristoforo Colombo, entre
los muchos automóviles y motos del día festivo, con el sol que ya quemaba,
empecé a pensar sañudamente en lo que debía hacer. ¿Cuándo tenía que decirle
que la dejaba? Al principio pensé que se lo diría en cuanto llegásemos a la playa,
para estropearle la excursión y a lo mejor traerla inmediatamente después a
Roma: una idea vengativa. Pero después, pensándolo mejor, me dije que, a fin de
cuentas, también me estropearía la excursión a mí mismo. Mejor, pensé,
disfrutar de la vida y -¿por qué no?- de Matilde hasta cierto momento, digamos
que hasta las dos, después de comer. O bien, incluso, esperar al final de la
excursión y decírselo mientras regresábamos, por esta misma vía Cristoforo
Colombo, sin volverme, así, como por azar. O incluso también esperar a llegar a
Roma y decírselo en la puerta de su casa: “Adiós, Matilde. Te digo adiós porque
hoy ha sido la última vez que hemos estado juntos”. Entre tantas ideas no sabía
cuál escoger; al final me dije que no debía hacer planes; en el momento
oportuno, no sabía cuál, se lo diría. Entre tanto Matilde, como si hubiera
adivinado mis reflexiones, se apretaba fuerte a mí, e incluso me había cogido
con la mano la piel del brazo, como pellizcándome, con ese pellizco que se
llama mordisco del asno, y que en ella era una demostración de afecto. La oí,
después, decirme al oído con una voz alegre y tierna:
-¡Eh! ¿Sabes que tienes que ir al peluquero?
Con tanto pelo ni hay sitio para un beso.
Digo la verdad, esas palabras y el pellizco
me hicieron cierto efecto. Pero de todas formas pensé: “Sigue, sigue... Ya es
demasiado tarde”.
Una vez en Castelfusano cogí hacia
Torvaianica, donde sabía que no había balnearios, que sólo agradan a quienes
van al mar a ponerse morenos, sino nada más que matorrales y la playa desierta.
Al llegar a un sitio muy solitario, con un monte bajo que pululaba, verde e
intrincado, por el declive hasta la tira blanca de la playa, dejé la moto en el
borde del camino; y después corrimos juntos a más no poder por los senderos, rodeando
los gruesos arbustos batidos por el viento, hasta el mar. La llevaba de la
mano, pero este gesto cariñoso lo había impuesto ella; y yo la dejé hacer; así
me sentí de nuevo enternecido, como en los buenos tiempos en que la quería.
Pero me di cuenta de que seguía decidido a dejarla, y esto me devolvió la
confianza.
-Voy a desnudarme detrás de aquella mata
-dijo ella-. No mires.
Y yo me pregunté si no sería cosa de
decírselo ahora; recibiría la ducha fría justo en el momento en que estaba
desnuda, llena de la felicidad que le daba aquel sitio tan bonito y la
excursión al mar. Pero cuando me volví hacia ella y vi asomar por la mata sus
hombros delicados, con los brazos levantados, y quitarse la falda por la
cabeza, se me fueron las ganas. Tanto más cuanto que ella decía, siempre con su
voz cariñosa:
-Giulio, no te creas que no me doy cuenta; me
estás mirando.
Así fuimos a tumbarnos en la arena, yo boca
abajo y ella hacia arriba, con la cabeza en mi espalda como en un cojín. El sol
quemaba mi espalda, la arena me quemaba el pecho y su cabeza me pesaba en la
espalda, pero era un dulce peso. Ella dijo, tras un largo silencio:
-¿Por qué estás tan callado? ¿En qué piensas?
Y yo contesté espontáneamente:
-Pienso en lo que tengo que decirte.
-Pues dilo.
Estaba a punto de decirlo de veras cuando
ella, voluble como las mariposas que vuelan de una flor a otra y nunca se dejan
coger, dijo de pronto:
-Mira, mientras tanto úntame los hombros, que
no quiero quemarme.
Renuncié una vez más a hablar y, cogiendo el
frasquito de aceite, le unté la espalda desde el cuello a la cintura. Al final
ella anunció:
-Me duermo. ¡No me molestes!
Y me quedé turulato de nuevo, pensando que,
en el fondo, no le importaba nada saber lo que quería decirle.
Matilde durmió quizás una hora; después se
despertó y propuso:
Caminemos a lo largo del mar. Es pronto para
bañarse, pero al menos quiero mojarme los pies en el agua.
Volvió a cogerme de la mano y juntos corrimos
a través de la playa hacia la orilla. Las olas eran grandes y ella, siempre de
mi mano, empezó a dar carreritas hacia adelante y hacia atrás, según las olas
avanzaran o refluyeran, entre un viento que soplaba con fuerza, gritando de
alegría cada vez que una ola, más rápida que ella, la embestía y le subía hasta
media pierna. No sé por qué, al verla tan feliz, me dieron unas ganas crueles
de estropearle la felicidad y grité fuerte, para superar con la voz el
estruendo de mar: “Ahora te digo esa cosa”. Pero ella, de forma imprevista, me
abrazó repentinamente con fuerza, diciéndome: “Cógeme en brazos y llévame al
medio del agua, inténtalo, pero no me dejes caer”. De modo que la cogí en
brazos, que pesaba mucho aunque era pequeña, y avancé un poco entre toda
aquella confusión de olas que se cruzaban, montaban unas sobre otras y
refluían. Mientras tanto me preguntaba por qué ella había hecho este gesto; y
concluí diciéndome que, con su intuición femenina, había adivinado que lo que
quería decirle no le iba a gustar. Ahora, desvanecido el peligro de oírme decir
aquella cosa, me invitaba a volver a la orilla. Volví y la dejé con delicadeza
en la arena; me dio un beso en la mejilla, diciendo:
-Y ahora comemos.
Abrimos el paquete del almuerzo y comimos los
bocadillos de ternera que mi madre me había preparado. Después, durante dos
horas, siempre la misma canción. Yo tenía en la punta de la lengua lo que
quería decirle, pensaba decírselo porque el momento me parecía favorable,
estaba a punto de decirlo cuando ella, de pronto, me hablaba de forma cariñosa
o hacía un gesto imprevisto, o incluso me quitaba la palabra de la boca. Varias
veces me volvió la idea de una de esas mariposas blancas de la col, que en
primavera son las primeras y las más inasibles, feliz de quien consigue
echarles mano. Después, cuando ya desesperaba de llegar a mi declaración, me
propuso de golpe y porrazo:
-Bueno, dime ahora esa cosa.
Estaba a punto de abrir la boca cuando ella
gritó:
-No, no me la digas, espera, déjamela
adivinar. Veamos: ¿quieres decirme que me quieres mucho?
-No -respondí.
-¿Entonces quieres decirme que soy muy mona y
te gusto?
-No.
-Entonces, ¿que nos casaremos pronto?
-No.
-Estas son las tres únicas cosas que me interesan
-dijo ella sacudiendo la cabeza-. Basta, no quiero saber nada.
-No, tengo que decirte que...
Pero ella, tapándome la boca con la mano:
-Chitón, si quieres que te dé un beso.
¿Qué podía hacer yo? Me quedé callado; y ella
quitó la mano y puso sus labios, en un beso largo que me pareció sincero.
Al final habíamos hecho de todo: tomado el
sol, dormido, un semibaño, habíamos hablado; pero no le había dicho aquella
cosa y ya sólo nos quedaba irnos. De modo que nos vestimos cada uno detrás de
su mata y yo una vez más, mientras me metía los pantalones, pensé que ese era
el momento adecuado. Me levanté y dije con voz natural:
-Lo que quería decirte, Matilde, es esto: he
decidido dejarte.
Pronunciadas estas palabras miré hacia la
mata tras la que ella se ocultaba, pero no vi nada. El viento ahora soplaba más
fuerte que nunca y sólo se oían, en aquel lugar desierto, la voz del viento,
baja y modulada, y el estruendo del mar. Matilde parecía que no estaba, como si
mis palabras la hubieran hecho desvanecerse en el aire, como los torbellinos de
arena que el viento levantaba sin tregua de las dunas blancas y empujaba hacia
arriba, hacia el monte bajo. Dije: “Matilde”, pero no obtuve respuesta. Grité
entonces: ¡Matilde!”, y tampoco contestó. Inquieto, incluso un poco asustado,
pensando que, quién sabe, estuviera llorando de dolor, o quizá se hubiera
desmayado, me puse a toda prisa la camisa y corrí hacia la mata detrás de la
cual debería estar. No estaba: en la arena no vi más que su bolso y sus
zapatitos rojos. Pero justo en el momento en que me volvía llamándola, la sentí
que se me echaba encima, con violencia hasta el punto de que no pude aguantar
en pie y caí boca arriba, con ella. Matilde ahora se sentaba a horcajadas en mi
pecho y me decía:
-Repite lo que has dicho. Vamos, repítelo.
La arena me soplaba en la cara, punzante;
ella reía sin parar y yo por fin contesté flojo:
-Bueno, no lo repito, pero déjame en paz.
Pero ella no se levantó en seguida y dijo:
-¿Y eso era todo? Te digo la verdad, creía
que era algo más importante.
Después me soltó; me levanté yo también y, de
repente, advertí que estaba contento de habérselo dicho y de que no lo hubiera
tomado en serio y se lo tomara como una de las muchas bobadas que se pueden
decir entre enamorados. En resumen, volvimos a subir la pendiente cogidos de la
cintura. Y yo le dije que la quería mucho; y ella me contestó ya un poco
reservada, porque no se temía que la dejara: “También yo”. Poco después
corríamos de nuevo por la vía Cristoforo Colombo.
Pero al llegar a su casa me dijo, cogiéndome
la mano:
-Giulio, ahora es mejor que no nos veamos
unos días.
Me sentí casi desfallecer y consternado,
exclamé:
-Pero, ¿por qué?
Y ella, con una buena carcajada:
-He querido hacer una prueba. Querías
dejarme, ¿eh? Y luego, sólo ante la idea de no verme unos días, pones una cara
así de triste. Está bien, nos vemos mañana.
Corrió hacia arriba y yo me quedé como un
bobo, mirándola alejarse.
Dejar a Matilde
Alberto Moravia
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