El acomodador
Felisberto Hernández
Apenas había dejado la adolescencia me fui a
vivir a una ciudad grande. Su centro -donde todo el mundo se movía apurado
entre casas muy altas- quedaba cerca de un río.
Yo era acomodador de un teatro; pero fuera de
allí lo mismo corría de un lado para otro; parecía un ratón debajo de muebles
viejos. Iba a mis lugares preferidos como si entrara en agujeros próximos y
encontrara conexiones inesperadas. Además, me daba placer imaginar todo lo que
no conocía de aquella ciudad.
Mi turno en el teatro era el último de la
tarde. Yo corría a mi camarín, lustraba mis botones dorados y calzaba mi frac
verde sobre chaleco y pantalones grises, en seguida me colocaba en el pasillo
izquierdo de la platea y alcanzaba a los caballeros tomándoles el número; pero
eran las damas las que primero seguían mis pasos cuando yo los apagaba en la
alfombra roja. Al detenerme extendía la mano y hacía un saludo en paso de
minué. Siempre esperaba una propina sorprendente, y sabía inclinar la cabeza
con respeto y desprecio: No importaba que ellos no sospecharan todo lo superior
que era yo. Ahora yo me sentía como un solterón de flor en el ojal que
estuviera de vuelta de muchas cosas; y era feliz viendo damas en trajes
diversos; y confusiones en el instante de encenderse el escenario y quedar en
la penumbra la platea. Después yo corría a contar las propinas, y por último
salía a registrar la ciudad.
Cuando volvía cansado a mi pieza y mientras
subía las escaleras y cruzaba los corredores, esperaba ver algo más a través de
puertas entreabiertas. Apenas encendía la luz, se coloreaban de golpe las
flores del empapelado: eran rojas y azules sobre fondo negro. Habían ajado la
lámpara con un cordón que salía del centro del techo y llegaba casi hasta los
pies de mi cama. Yo hacía una pantalla de diario y me acostaba con la cabeza
hacia los pies; de esa manera podía leer disminuyendo la luz y apagando un poco
las flores. Junto a la cabecera de la cama había una mesa con botellas y
objetos que yo miraba horas enteras. Después apagaba la luz y seguía despierto
hasta que oía entrar por la ventana ruidos de huesos serruchados, partidos con
el hacha, y la tos del carnicero.
Dos veces por semana un amigo me llevaba a un
comedor gratuito. Primero se entraba a un hall casi tan grande como el de un
teatro, y después se pasaba al lujoso silencio del comedor. Pertenecía a un
hombre que ofrecería aquellas cenas hasta el fin de sus días. Era una promesa
hecha por haberse salvado su hija de las aguas del río. Los comensales eran
extranjeros abrumados de recuerdos. Cada uno tenía derecho a llevar a un amigo
dos veces por semana; y el dueño de casa comía en esa mesa una vez por mes.
Llegaba como un director de orquesta después que los músicos estaban prontos.
Pero lo único que él dirigía era el silencio. A las ocho, la gran portada
blanca del fondo abría una hoja y aparecía el vacío en penumbra de una
habitación contigua; y de esa oscuridad salía el frac negro de una figura alta
con la cabeza inclinada hacia la derecha. Venía levantando una mano para
indicarnos que no debíamos pararnos; todas las caras se dirigían hacia él; pero
no los ojos; ellos pertenecían a los pensamientos que en aquel instante
habitaban las cabezas. El director hacía un saludo al sentarse, todos dirigían
la cabeza hacia los platos y pulsaban sus instrumentos. Entonces cada profesor
de silencio tocaba para sí. Al principio se oían picotear los cubiertos; pero a
los pocos instantes aquel ruido volaba y quedaba olvidado. Yo empezaba,
simplemente, a comer. Mi amigo era como ellos y aprovechaba aquellos momentos
para recordar su país. De pronto yo me sentía reducido al círculo del plato y
me parecía que no tenía pensamientos propios. Los demás eran como dormidos que
comieran al mismo tiempo y fueran vigilados por los servidores. Sabíamos que
terminábamos un plato porque en ese instante lo escamoteaban; y pronto nos
alegraba el siguiente. A veces teníamos que dividir la sorpresa y atender al
cuello de una botella que venía arropada en una servilleta blanca. Otras veces
nos sorprendía la mancha oscura del vino que parecía agrandarse en el aire
mientras la sostenía el cristal de la copa.
A las pocas reuniones en el comedor gratuito,
yo ya me había acostumbrado a los objetos de la mesa y podía tocar los
instrumentos para mí solo. Pero no podía dejar de preocuparme por el
alojamiento de los invitados. Cuando el "director" apareció en el
segundo mes, yo no pensaba que aquel hombre nos obsequiaba por haberse salvado
su hija, yo insistía en suponer que la hija se había ahogado. Mi pensamiento cruzaba
con pasos inmensos y vagos las pocas manzanas que nos separaban del río;
entonces yo me imaginaba a la hija, a poco centímetros de la superficie del
agua; allí recibía la luz de una luna amarillenta; pero al mismo tiempo
resplandecía de blanco, su lujoso vestido y la piel de sus brazos y su cara.
Tal vez aquel privilegio se debiera a las riquezas del padre y a sacrificios
ignorados. A los que comían frente a mí y de espaldas al río, también los
imaginaba ahogados: se inclinaban sobre los platos como si quisieran subir
desde el centro del río y salir del agua; los que comíamos frente a ellos, les
hacíamos una cortesía, pero no les alcanzábamos la mano.
Una vez en aquel comedor oí unas palabras. Un
comensal muy gordo había dicho: "Me voy a morir". En seguida cayó con
la cabeza en la sopa, como si la quisiera tomar sin cuchara; los demás habían
dado vuelta sus cabezas para mirar la que estaba servida en el plato, y todos
los cubiertos habían dejado de latir. Después se había oído arrastrar las patas
de las sillas, los sirvientes llevaron al muerto al cuarto de los sombreros e
hicieron sonar el teléfono para llamar al médico. Y antes que el cadáver se
enfriara ya todos habían vuelto a sus platos y se oían picotear los cubiertos.
Al poco tiempo yo empecé a disminuir las
corridas por el teatro y a enfermarme de silencio. Me hundía en mí mismo como
en un pantano. Mis compañeros de trabajo tropezaban conmigo, y yo empecé a ser
un estorbo errante. Lo único que hacía bien era lustrar los botones de mi frac.
Una vez un compañero me dijo: "¡Apúrate, hipopótamo!" Aquella palabra
cayó en mi pantano, se me quedó pegada y empezó a hundirse. Después me dijeron
otras cosas. Y cuando ya me habían llenado la memoria de palabras como
cacharros sucios, evitaban tropezar conmigo y daban vuelta por otro lado para
esquivar mi pantano.
Algún tiempo después me echaron del empleo y
mi amigo extranjero me consiguió otro en un teatro inferior. Allí iban mujeres
mal vestidas y hombres que daban poca propina. Sin embargo, yo traté de conservar
mi puesto.
Pero en uno de aquellos días más desgraciados
apareció ante mis ojos algo que me compensó de mis males. Había estado
insinuándose poco a poco. Una noche me desperté en el silencio oscuro de mi
pieza y vi, en la pared empapelada de flores violetas, una luz. Desde el primer
instante tuve la idea de que me ocurría algo extraordinario, y no me asusté.
Moví los ojos hacia un lado y la mancha de luz siguió el mismo movimiento. Era
una mancha parecida a la que se ve en la oscuridad cuando recién se apaga la
lamparilla; pero esta otra se mantenía bastante tiempo y era posible ver a
través de ella. Bajé los ojos hasta la mesa y vi las botellas y los objetos
míos. No me quedaba la menor duda; aquella luz salía de mis propios ojos, y se
había estado desarrollando desde hacía mucho tiempo. Pasé el dorso de mi mano
por delante de mi cara y vi mis dedos abiertos. Al poco rato sentí cansancio;
la luz disminuía y yo cerré los ojos. Después los volví a abrir para comprobar
si aquello era cierto. Miré la bombita de luz eléctrica y vi que ella brillaba
con luz mía. Me volví a convencer y tuve una sonrisa. ¿Quién, en el mundo, veía
con sus propios ojos en la oscuridad?
Cada noche yo tenía más luz. De día había
llenado la pared de clavos; y en la noche colgaba objetos de vidrio o
porcelana: eran los que se veían mejor. En un pequeño ropero -donde estaban
grabadas mis iniciales, pero no las había grabado yo-, guardaba copas atadas
del pie con un hilo, botellas con el hilo al cuello; platitos atados en el calado
del borde; tacitas con letras doradas, etc. Una noche me atacó un terror que
casi me lleva a la locura. Me había levantado para ver si me quedaba algo más
en el ropero; no había encendido la luz eléctrica y vi mi cara y mis ojos en el
espejo, con mi propia luz. Me desvanecí. Y cuando me desperté tenía la cabeza
debajo de la cama y veía los fierros como si estuviera debajo de un puente. Me
juré no mirar nunca más aquella cara mía y aquellos ojos de un puente. Eran de
un color amarillo verdoso que brillaba como el triunfo de una enfermedad
desconocida; los ojos eran grandes redondeles, y la cara estaba dividida en
pedazos que nadie podría juntar ni comprender.
Me quedé despierto hasta que subió el ruido
de los huesos serruchados y cortados con el hacha.
Al otro día recordé que hacía pocas noches
iba subiendo el pasillo de la platea en penumbra y una mujer me había mirado
los ojos con las cejas fruncidas. Otra noche mi amigo extranjero me había hecho
burla diciéndome que mis ojos brillaban como los de los gatos. Yo trataba de
mirarme la cara en las vidrieras apagadas, y prefería no ver los objetos que
había tras los vidrios. Después de haber pensado mucho en los modos de utilizar
la luz, siempre había llegado a la conclusión de que debía utilizarla cuando estuviera
solo.
En una de las cenas y antes que apareciera el
dueño de casa en la portada blanca, vi la penumbra de la puerta entreabierta y
sentí deseos de meter los ojos allí. Entonces empecé a planear la manera de
entrar en aquella habitación, pues ya había entrevisto en ella vitrinas
cargadas de objetos y había sentido aumentar la luz de mis ojos.
El hall del gran comedor daba a una calle;
pero la casa cruzaba toda la manzana y tenía la entrada principal por otra
calle; yo ya me había paseado muchas veces por la calle del hall y había visto
varias veces al mayordomo; era el único que andaba por allí a esas horas.
Cuando caminaba de frente con las piernas y los brazos torcidos hacia afuera,
parecía un orangután; pero al verlo de costado, con la cola del frac muy dura,
parecía un bicharraco. Una tarde, antes de cenar, me atreví a hablarle. Él me
miraba escondiendo los ojos detrás de cejas espesas, mientras yo le decía:
-Me gustaría hablarle de un asunto
particular; pero tengo que pedirle reserva.
-Usted dirá, señor.
-Yo... -ahora él miraba el piso y esperaba-
tengo en los ojos una luz que me permite ver en la oscuridad...
-Comprendo, señor.
-¡Comprende, no! -le contesté irritado-.
Usted no puede haber conocido a nadie que viera en la oscuridad.
-Dije que comprendía sus palabras, señor;
pero ya lo creo que ellas me asombran.
-Escuche. Si nosotros entramos a esa
habitación -la de los sombreros- y cerramos la puerta, usted puede poner encima
de la mesa cualquier objeto que tenga en el bolsillo y yo le diré qué es.
-Pero, señor -decía él-, si en ese momento
viniera...
-Si es el dueño de la casa, yo le doy
autorización para que se lo diga. Hágame el favor; es un momentito nada más.
-¿Y para qué?
-Ya se lo explicaré. Ponga cualquier cosa en
la mesa apenas yo cierre la puerta; y en seguida le diré...
-Lo más pronto que pueda, señor...
Pasó ligero, se acercó a la mesa, yo cerré la
puerta y al instante le dije:
-¡Usted ha puesto la mano abierta y nada más!
-Bueno, me basta, señor.
-Pero ponga algo que tenga en el bolsillo...
Puso el pañuelo; y yo, riéndome, le dije:
-¡Qué pañuelo sucio!
Él también se rió; pero de pronto le salió un
graznido ronco y enderezó hacia la puerta. Cuando la abrió tenía la mano en los
ojos y temblaba. Entonces me di cuenta que me había visto la cara; y eso yo no
lo había previsto. Él me decía, suplicante:
-¡Váyase, señor! ¡Váyase, señor!
Y empezó a cruzar el comedor. Estaba ya
iluminado pero vacío.
En la próxima vez que el dueño de casa comió
con nosotros, yo le pedí a mi amigo que me permitiera sentarme cerca de la
cabecera -donde se ubicaba el dueño-. El mayordomo tendría que servir allí, y
no podría esquivarme. Cuando traía el primer plato sintió sobre él mis ojos y
le empezaron a temblar las manos. Mientras el ruido de los cubiertos entretenía
el silencio, yo acosaba al mayordomo. Después lo volví a ver en el hall. Él me
decía:
-¡Señor, usted me va a perder!
-Si no me escucha, ya lo creo que lo perderé.
-¿Pero qué quiere el señor de mí?
-Que me permita ver, simplemente ver, puesto
que usted me revisará a la salida, las vitrinas de la habitación contigua al
comedor.
Empezó a hacer señas con las manos y la
cabeza antes de poder articular ninguna palabra. Y cuando pudo, dijo:
-Yo vine a esta casa, señor, hace muchos
años...
A mí me daba pena; y fastidio de tener pena.
Mi lujuria de ver me lo hacía considerar como un obstáculo complicado. Él me
hacía la historia de su vida y me explicaba por qué no podía traicionar al
dueño de casa. Entonces lo interrumpí intimidándolo:
-Todo eso es inútil, puesto que él no se
enterará; además, usted se portaría mucho peor si yo le revolviera la cabeza
por dentro. Esta noche vendré a las dos, y estaré en aquella habitación hasta
la tres.
-Señor, revuélvame la cabeza y máteme.
-No; te ocurrirían cosas mucho más horribles
que la muerte.
Y en el instante de irme le repetía:
-Esta noche, a las dos, estaré en esta
puerta.
Al salir de allí necesité pensar algo que me
justificara. Entonces me dije: "Cuando él vea que no ocurre nada no
sufrirá más". Yo quería ir esa noche porque me tocaba cenar allí; y
aquellas comidas con sus vinos me excitaban mucho y me aumentaban la luz.
Durante esa cena el mayordomo no estuvo tan
nervioso como yo esperaba, y pensé que no me abriría la puerta. Pero fui a las
dos, y me abrió. Entonces, mientras cruzaba el comedor detrás de él y de su
candelabro, se me ocurrió la idea de que él no habría resistido la tortura de
la amenaza, le habría contado todo al dueño y me tendrían preparada una trampa.
Apenas entramos en la habitación de las vitrinas lo miré: tenía los ojos bajos
y la cara inexpresiva; entonces le dije:
-Tráigame un colchón. Veo mejor desde el
piso, y quiero tener el cuerpo cómodo.
Vaciló haciendo movimientos con el candelabro
y se fue. Cuando me quedé solo y empecé a mirar creí estar en el centro de una
constelación. Después pensé que me atraparían. El mayordomo tardaba. Para
prenderme a mí no hubiera necesitado mucho tiempo. Apareció arrastrando un
colchón con una mano porque en la otra traía el candelabro. Y con voz que sonó
demasiado entre aquellas vitrinas, dijo:
-Volveré a las tres.
Al principio yo tenía miedo de verme
reflejado en los grandes espejos o en los cristales de las vitrinas. Pero
tirado en el suelo no me alcanzaría ninguno de ellos. ¿Por qué el mayordomo
estaría tan tranquilo? Mi luz anduvo vagando por aquel universo; pero yo no
podía alegrarme. Después de tanta audacia para llegar hasta allí, me faltaba
coraje para estar tranquilo. Yo podía mirar una cosa y hacerla mía teniéndola
en mi luz un buen rato; pero era necesario estar despreocupado y saber que
tenía derecho a mirarla. Me decidí a observar un pequeño rincón que tenía cerca
de los ojos. Había un libro de misa con tapas de carey veteado como el azúcar
quemada; pero en una de las esquinas tenía un calado sobre el que descansaba
una flor aplastada. Al lado de él, enroscado como un reptil, yacía un rosario
de piedras preciosas. Esos objetos estaban al pie de abanicos que parecían
bailarinas abriendo sus anchas polleras; mi luz perdió un poco de estabilidad
al pasar sobre algunos que tenían lentejuelas; y por fin se detuvo en otro que
tenía un chino con cara de nácar y traje de seda. Sólo aquel chino podía estar
aislado en aquella inmensidad; tenía una manera de estar fijo que hacía pensar
en el misterio de la estupidez. Sin embargo, él fue lo único que yo pude hacer
mío aquella noche. Al salir quise darle una propina al mayordomo. Pero él la
rechazó diciendo:
-Yo no hago esto por interés, señor; lo hago
obligado por usted.
En la segunda sesión miré miniaturas de
jaspe; pero al pasar mi luz por encima de un pequeño puente sobre el que
cruzaban elefantes me di cuenta de que en aquella habitación había otra luz que
no era la mía. Di vuelta los ojos antes que la cabeza y vi avanzar una mujer
blanca con un candelabro. Venía desde el principio de la ancha avenida bordeada
de vitrinas. Me empezaron espasmos en la sien que en seguida corrieron como
ríos dormidos a través de las mejillas; después los espasmos me envolvieron el
pelo con vueltas de turbante. Por último, aquello descendió por las piernas y
se anuló en las rodillas. La mujer venía con la cabeza fija y el paso lento. Yo
esperaba que su envoltura de luz llegara hasta el colchón y ella soltara un
grito. Se detenía unos instantes; y al renovar los pasos yo pensaba que tenía
tiempo de escapar; pero no me podía mover. A pesar de las pequeñas sombras en
la cara se veía que aquella mujer era bellísima: parecía haber sido hecha con
las manos y después de haberla bosquejado en un papel. Se acercaba demasiado,
pero yo pensaba quedarme quieto hasta el fin del mundo. Se paró a un costado
del colchón. Después empezó a caminar pisando con un pie en el piso y otro en
el colchón. Yo estaba como un muñeco extendido en un escaparate mientras ella
pisaba con un pie en el cordón de la vereda y el otro en la calle. Después
permanecí inmóvil, a pesar de que la luz de ella se movía de una manera
extraña. Cuando la vi pasar de vuelta ella hacía un camino en forma de eses por
entre el espacio de una vitrina a la otra, y la cola del peinador se iba
enredando suavemente en las patas de las vitrinas. Tuve la sensación de haber
dormido un poco antes que ella hubiera llegado a la puerta del fondo. La había
dejado abierta al venir y también la dejó al irse. Todavía no había
desaparecido del todo la luz de ella, cuando descubrí que había otras detrás de
mí. Ahora me pude levantar. Tomé el colchón por una punta y salí para
encontrarme con el mayordomo. Le temblaba todo el cuerpo y el candelabro. No
podía entender lo que me decía porque le castañeteaban los dientes postizos.
Ya sabía que en la próxima sesión ella
aparecería de nuevo; no podía concentrarme para mirar nada, y no hacía otra
cosa que esperarla. Apareció y me sentí más tranquilo. Todos los hechos eran
iguales a la primera vez; el hueco de los ojos conservaba la misma fijeza; pero
no sé dónde estaba lo que cada noche tenía de diferente. Al mismo tiempo yo ya
sentía costumbre y ternura. Cuando ella venía cerca del colchón tuve una rápida
inquietud: me di cuenta que no pasaría por la orilla sino que cruzaría por
encima de mí. Volví a sentir terror y a creer que ella gritaría. Se detuvo
cerca de mis pies. Después dio un paso sobre el colchón; otro encima de mis
rodillas -que temblaron, se abrieron e hicieron resbalar el pie de ella-; otro
paso del otro pie en el colchón; otro paso en la boca de mi estómago; otro más
en el colchón y otro de manera que su pie descalzo se apoyó en mi garganta. Y
después perdí el sentido de lo que ocurría de la más delicada manera: pasó por
mi cara toda la cola de su peinador perfumado.
Cada noche los hechos eran más parecidos;
pero yo tenía sentimientos distintos. Después todos se fundían y las noches
parecían pocas. La cola del peinador borraba memorias sucias y yo volvía a
cruzar espacios de un aire tan delicado como el que hubieran podido mover las
sábanas de la infancia. A veces ella interrumpía un instante el roce de la cola
sobre mi cara; entonces yo sentía la angustia de que me cortaran la
comunicación y la amenaza de un presente desconocido. Pero cuando el roce
continuaba y el abismo quedaba salvado, yo pensaba en una broma de la ternura y
bebía con fruición todo el resto de la cola.
A veces, el mayordomo me decía:
-¡Ah, señor! ¡Cuánto tarda en descubrirse
todo esto!
Pero yo iba a mi pieza, cepillaba lentamente
mi traje negro en el lugar de las rodillas y el estómago, y después me acostaba
para pensar en ella. Había olvidado mi propia luz: la hubiera dado para
recordar con más precisión cómo la envolvía a ella la luz de su candelabro.
Repasaba sus pasos y me imaginaba que una noche ella se detendría cerca de mí y
se hincaría; entonces, en vez del peinador, yo sentiría sus cabellos y sus
labios. Todo esto lo componía de muchas maneras; y a veces le ponía palabras:
"Querido mío, yo te mentía..." Pero esas palabras no me parecían de
ella y tenía que empezar a suponer todo de nuevo. Esos ensayos no me dejaban
dormir; y hasta penetraban un poco en los sueños. Una vez soñé que ella cruzaba
una gran iglesia. Había resplandores de luces de velas sobre colores rojos y
dorados. Lo más iluminado era el vestido blanco de novia con una larga cola que
ella llevaba lentamente. Se iba a casar; pero caminaba sola y con una mano se
tomaba la otra. Yo era un perro lanudo de un color negro muy brillante y estaba
echado encima de la cola de la novia. Ella me arrastraba con orgullo y yo parecía
dormido. Al mismo tiempo yo me sentía ir entre un montón de gente que seguía a
la novia y al perro. En esa otra manera mía, yo tenía sentimientos e ideas
parecidos a los de mi madre y trataba de acercarme todo lo posible al perro. Él
iba tan tranquilo como si se hubiera dormido en una playa y de cuando en cuando
abriera los ojos y se viera rodeado de espuma. Yo le había transmitido al perro
una idea, y él la había recibido con una sonrisa. Era ésta: "Tú te dejas
llevar, pero tú piensas en otra cosa".
Después, en la madrugada, oía serruchar la
carne y golpear con el hacha.
Una noche en que había recibido pocas
propinas, salí del teatro y bajé hasta la calle más próxima al río. Mis piernas
estaban cansadas; pero mis ojos tenían gran necesidad de ver. Al pararme en una
casucha de libros viejos vi pasar una pareja de extranjeros; él iba vestido de
negro y con una gorra de apache; ella llevaba en la cabeza una mantilla
española y hablaba en alemán. Yo caminaba en la dirección de ellos, pero ellos
iban apurados y me habían sacado ventaja. Sin embargo, al llegar a la esquina
tropezaron con un niño que vendía caramelos y le desparramaron los paquetes.
Ella se reía, le ayudaba a juntar la mercancía y al fin le dio unas monedas. Y
fue al volverse a mirar por última vez al vendedor, cuando reconocí a mi
sonámbula y me sentí caer en un pozo de aire. Seguí a la pareja ansiosamente:
yo también tropecé con una gorda que me dijo:
-Mirá por donde vas, imbécil.
Yo casi corría y estaba a punto de sollozar.
Ellos llegaron a un cine barato, y cuando él fue a sacar las entradas ella dio
vuelta la cabeza. Me miró con cierta inasistencia porque vio mi ansiedad, pero
no me conoció. Yo no tenía la menor duda. Al entrar me senté algunas filas
delante de ellos, y en una de las veces que me di vuelta para mirarla, ella
debe haber visto mis ojos en la oscuridad, pues empezó a hablarle a él con
alguna agitación. Al rato yo me di vuelta otra vez; ellos hablaron de nuevo,
pero pocas palabras y en voz alta. E inmediatamente abandonaron la sala. Yo
también. Corría detrás de ella sin saber lo que iba a hacer. Ella no me
reconocía; y además se me escapaba con otro. Yo nunca había tenido tanta
excitación y, aunque sospechaba que no iría a buen fin, no podía detenerme.
Estaba seguro de que en todo aquello había confusión de destinos; pero el
hombre que iba apretado al brazo de ella se había hundido la gorra hasta las
orejas y caminaba cada vez más ligero. Los tres nos precipitábamos como en un
peligro de incendio; yo ya iba cerca de ellos, y esperaba quién sabe qué
desenlace. Ellos bajaron la vereda y empezaron a cruzar la calle corriendo; yo
iba a hacer lo mismo, y en ese instante me detuvo otro hombre de gorra; estaba
sentado en un auto, había descargado un cornetazo y me estaba insultando. Apenas
desapareció el auto yo vi a la pareja acercarse a un policía. Con el mismo
ritmo con que caminaba tras ellos me decidí a ir para otro lado. A los pocos
metros me di vuelta, pero no vi a nadie que me siguiera. Entonces empecé a
disminuir la velocidad y a reconocer el mundo de todos los días. Había que
andar despacio y pensar mucho. Me di cuenta que iba a tener una gran angustia y
entré en una taberna que tenía poca luz y poca gente; pedí vino y empecé a
gastar de las propinas que reservaba para pagar la pieza. La luz salía hacia la
calle por entre las rejas de una ventana abierta; y se le veían brillar las
hojas a un árbol que estaba parado en el cordón de la vereda. A mí me costaba
decidirme a pensar en lo que me pasaba. El piso era de tablas viejas con
agujeros. Yo pensaba que el mundo en que ella y yo nos habíamos encontrado era
inviolable; ella no lo podría abandonar después de haberme pasado tantas veces
la cola del peinador por la cara; aquello era un ritual en que se anunciaba el
cumplimiento de un mandato. Yo tendría que hacer algo. O esperar tal vez algún
aviso que ella me diera en una de aquellas noches. Sin embargo, ella no parecía
saber el peligro que corría en sus noches despiertas, cuando violaba lo que le
indicaban los pasos del sueño. Yo me sentía orgulloso de ser un acomodador, de
estar en la más pobre taberna y de saber, yo solo -ni siquiera ella lo sabía-,
que con mi luz había penetrado en un mundo cerrado para todos los demás. Cuando
salí de la taberna vi un hombre que llevaba gorra. Después vi otros. Entonces
tuve una idea de los hombres de gorra: eran seres que andaban por todas partes,
pero que no tenían nada que ver conmigo. Subí a un tranvía pensando que cuando
fuera a la sala de las vitrinas llevaría escondida una gorra y de pronto se la
mostraría. Un hombre gordo descargó su cuerpo, al sentarse a mi lado, y yo ya
no pude pensar más nada.
A la próxima reunión yo llevé la gorra, pero
no sabía si la utilizaría. Sin embargo, apenas ella apareció en el fondo de la
sala yo saqué la gorra y empecé a hacer señales como un farol negro. De pronto
la mujer se detuvo y yo, instintivamente, guardé la gorra; pero cuando ella
empezó a caminar volví a sacarla y a hacer señales. Cuando ella se paró cerca
del colchón tuve miedo y le tiré con la gorra: primero le pegó en el pecho y
después cayó a sus pies. Todavía pasaron unos instantes antes de que ella
soltara un grito. Se le cayó el candelabro haciendo ruido y apagándose. En
seguida oí caer el bulto blando de su cuerpo seguido de un golpe más duro que
sería la cabeza. Yo me paré y abrí los brazos como para tantear una vitrina;
pero en ese instante me encontré con mi propia luz que empezaba a crecer sobre
el cuerpo de ella. Había caído como si en seguida fuera a tener un sueño
dichoso; los brazos le habían quedado entreabiertos, la cabeza echada hacia un
lado y la cara pudorosamente escondida bajo las ondas del pelo. Yo recorría su
cuerpo con mi luz como un bandido que la registrara con una linterna; y cerca
de los pies me sorprendí al encontrar un gran sello negro, en el que pronto
reconocí mi gorra. Mi luz no sólo iluminaba a aquella mujer, sino que tomaba
algo de ella. Yo miraba complacido la gorra y pensaba que era mía y no de
ningún otro; pero de pronto mis ojos empezaron a ver en los pies de ella un
color amarillo verdoso parecido al de mi cara aquella noche que la vi en el
espejo de mi ropero. Aquel color se hacía brillante en algunos lados del pie y
se oscurecía en otros. Al instante aparecieron pedacitos blancos que me
hicieron pensar en los huesos de los dedos. Ya el horror giraba en mi cabeza
como un humo sin salida. Empecé de nuevo a hacer el recorrido de aquel cuerpo;
ya no era el mismo, y yo no reconocía su forma; a la altura del vientre
encontré, perdida, una de sus manos, y no veía de ella nada más que los huesos.
No quería mirar más y hacía un gran esfuerzo para bajar los párpados. Pero mis
ojos, como dos gusanos que se movieran por su cuenta dentro de mis órbitas,
siguieron revolviéndose hasta que la luz que proyectaban llegó hasta la cabeza
de ella. Carecía por completo de pelo, y los huesos de la cara tenían un brillo
espectral como el de un astro visto con un telescopio. Y de pronto oí al
mayordomo: caminaba fuerte, encendía todas las luces y hablaba enloquecido.
Ella volvió a recobrar sus formas; pero yo no la quería mirar. Por una puerta
que yo no había visto entró el dueño de casa y fue corriendo a levantar a la
hija. Salía con ella en brazos cuando apareció otra mujer; todos se iban, y el
mayordomo no dejaba de gritar:
-Él tuvo la culpa; tiene una luz del infierno
en los ojos. Yo no quería y él me obligó...
Apenas me quedé sólo pensé que me ocurría
algo muy grave. Podría haberme ido; pero me quedé hasta que entró de nuevo el
dueño. Detrás venía el mayordomo y dijo:
-¡Todavía está aquí!
Yo iba a contestarle. Tardé en encontrar la
respuesta; sería más o menos ésta: "No soy persona de irme así de una
casa. Además tengo que dar una explicación". Pero también me vino la idea
de que sería más digno no contestar al mayordomo. El dueño ya había llegado
hasta mí. Se arreglaba el pelo con los dedos y parecía muy preocupado. Levantó
la cabeza con orgullo y, con el ceño fruncido y los ojos empequeñecidos, me
preguntó:
-¿Mi hija lo invitó a venir a este lugar?
Su voz parecía venir de un doble fondo que él
tuviera en su persona. Yo me quedé tan desconcertado que no pude decir más que:
-No, señor. Yo venía a ver estos objetos... y
ella me caminaba por encima...
El dueño iba a hablar, pero se quedó con la
boca entreabierta. Volvió a pasarse los dedos por el pelo y parecía pensar:
"No esperaba esta complicación".
El mayordomo empezó a explicarle otra vez la
luz del infierno y todo lo demás. Yo sentía que toda mi vida era una cosa que
los demás no comprenderían. Quise reconquistar el orgullo y dije:
-Señor, usted no podrá entender nunca. Si le
es más cómodo, envíeme a la comisaría.
Él también recobró su orgullo:
-No llamaré a la policía porque usted ha sido
mi invitado; pero ha abusado de mi confianza, y espero que su dignidad le
aconsejará lo que debe hacer.
Entonces yo empecé a pensar un insulto. Lo
primero que me vino a la cabeza fue decirle "mugriento". Pero en
seguida quise pensar en otro. Y fue en esos instantes cuando se abrió, sola,
una vitrina, y cayó al suelo una mandolina. Todos escuchamos atentamente el
sonido de la caja armónica y las cuerdas. Después el dueño se dio vuelta y se
iba para adentro en el momento que el mayordomo fue a recoger la mandolina; le
costó decidirse a tomarla, como si desconfiara de algún embrujo; pero la pobre
mandolina parecía, más bien, un ave disecada. Yo también me di vuelta y empecé
a cruzar el comedor haciendo sonar mis pasos; era como si anduviera dentro de
un instrumento.
En los días que siguieron tuve mucha
depresión y me volvieron a echar del empleo. Una noche intenté colgar mis
objetos de vidrio en la pared; pero me parecieron ridículos. Además fui
perdiendo la luz: apenas veía el dorso de mi mano cuando la pasaba por delante
de los ojos.
El acomodador
Felisberto Hernández
@uncuentodiario
Cuentosdiario.blogspot.com
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