El
pavo de Navidad
Mario de Andrade
Nuestra primera Navidad en familia, después
de la muerte de papá ocurrida cinco meses antes, fue de consecuencias decisivas
para la felicidad familiar. Nosotros siempre fuimos una familia feliz, en ese
sentido bien amplio de felicidad: gente honesta, sin crímenes, hogar sin peleas
internas ni graves dificultades económicas. Pero, debido en parte a la
naturaleza gris de mi padre, ser desprovisto de todo tipo de lirismo, instalado
en la mediocridad, siempre nos había faltado ese disfrute de la vida, ese gusto
por las felicidades materiales: un buen vino, un balneario, el refrigerador,
cosas así. Mi padre había sido un gran equivocado, casi dramático, el
pura-sangre de los esfuma-placeres.
Mi padre murió, lo sentimos mucho, etc.
Cuando ya nos acercábamos a la Navidad, yo no sabía qué hacer para poner
distancia con esa memoria del muerto que obstruía, que parecía haber
sistematizado para siempre la obligación de un recuerdo doloroso en cada
comida, en cada mínimo gesto de la familia. Una vez sugerí a mamá que fuera al
cine a ver una película. ¡Se puso a llorar! ¡Dónde se vio ir al cine estando de
luto riguroso! El dolor ya se cultivaba por las apariencias, y yo, que siempre
había querido bien a papá, más por instinto filial que por espontaneidad del
amor, me veía a punto de detestar al bueno del muerto.
Fue sin lugar a dudas por eso que me nació,
en este caso sí, espontáneamente, la idea de hacer una de mis llamadas
"locuras". Esa había sido, en realidad, y desde muy niño, mi
excelente conquista contra el clima familiar. Desde muy temprano, desde los
tiempos de la secundaria, en que me las arreglaba para sacar regularmente un
reprobado todos los años, desde el beso a escondidas a una prima, cuando tenía
diez años, descubierto por la tía Velha, una tía detestable; y principalmente
desde las lecciones que di o recibí, no sé, de una criada, conseguí, en el
reformatorio del hogar y con la vasta parentela, la fama conciliadora de
"loco". "¡Está loco, el pobre!" decían. Mis padres hablaban
con cierta tristeza condescendiente, el resto de la parentela me buscaba como
ejemplo para sus hijos y probablemente con aquel placer de los que se convencen
de alguna superioridad. No tenían locos entre sus hijos. Pues esa fama es la
que me salvó. Hice todo lo que la vida me presentó y que mi ser exigía que se
realizara con integridad. Y me dejaron hacer de todo, porque era loco,
pobrecito. El resultado de todo esto fue una existencia sin complejos, de la
cual no tengo nada de qué quejarme.
Siempre teníamos la costumbre, en la familia,
de realizar la cena de Navidad. Cena insignificante, ya puede usted imaginarse;
cena tipo mi padre: castañas, higos, pasas después de la Misa de Gallo.
Empachados de almendras y nueces (si habremos discutimos los tres hermanos por
el cascanueces...), empachados de castañas, nos abrazábamos e íbamos a la cama.
Fue al recordar esto que arremetí con una de mis "locuras".
-Bueno, para Navidad, quiero comer pavo.
Hubo una de esas sorpresas que nadie se
imagina. Luego, mi tía solterona y santa, que vivía con nosotros, advirtió que
no podíamos invitar a nadie debido al luto.
-¿Pero quién habló de invitar a alguien? Esa
manía... ¿Cuándo comimos pavo en nuestra vida? Pavo aquí en casa es plato de
fiesta, viene toda esa parentela del demonio...
-Hijo mío, no hables así...
-Pues hablo y ya.
Y descargué mi helada indiferencia sobre
nuestra parentela infinita, dizque descendiente de bandeirantes, que poco me
importa. Era el momento para desarrollar mi teoría de loco, pobrecito, y no
perdí la ocasión. De sopetón me dio una ternura inmensa por mamá y tiita, mis
dos madres, tres con mi hermana, las tres madres que divinizaron mi vida.
Siempre era lo mismo: venía el cumpleaños de alguien y sólo así se hacía pavo
en la casa. Pavo era plato de fiesta: una inmundicie de parientes ya preparados
por la tradición, invadían la casa por el pavo, las empanaditas y los dulces.
Mis tres madres, tres días antes, lo único que sabían de la vida era trabajar
preparando carnes frías y dulces finísimos, pues estaban muy bien hechos. La parentela
devoraba todo y todavía se llevaba paquetitos para los que no habían podido
venir. Mis tres madres quedaban exhaustas. Del pavo, sólo en el entierro de los
huesos, al día siguiente, mamá y tiita probaban un pedacito de pierna, oscuro,
perdido en el arroz blanco. Y eso que era mamá quien servía, elegía para el
viejo y para los hijos. En realidad, nadie sabía concretamente qué era un pavo
en nuestra casa, pavo restos de fiesta.
No, no se invitaba a nadie, era un pavo para
nosotros cinco, cinco personas. Y tenía que ser con dos farofas, la gorda con
los menudos y la seca, doradita, con bastante mantequilla. Quería el buche
rellenado sólo con farofa gorda, a la que teníamos que agregar fruta negra,
nueces y una copa de Jerez, como había aprendido en casa de la Rosa, mi querida
compañera. Está claro que omití decir dónde había aprendido la receta y todos
desconfiaron. Y todos se quedaron en ese aire de incienso soplado...¿no sería
tentación del Diablo aprovechar una receta tan sabrosa? Y cerveza bien helada,
garantizaba yo casi a los gritos. Lo cierto es que con mis "gustos"
ya bastante refinados fuera del hogar, primero pensé en un buen vino bien
francés. Pero la ternura por mamá venció al loco, a mamá le encantaba la
cerveza.
Cuando acabé mis proyectos, me di cuenta,
todos estaban felicísimos, con un inmenso deseo de hacer aquella locura con la
que había irrumpido. Sabían muy bien que era locura, sí, pero todos se
imaginaban que yo era el único que deseaba mucho aquello y era fácil echar
encima mío la culpa de sus deseos enormes. Se sonreían, mirándose unos a otros,
tímidos como palomas desgarradas, hasta que mi hermana asumió el consentimiento
general:
-¡Aunque esté loco!...
Se compró el pavo, se hizo el pavo, etc. Y
después de una Misa de Gallo muy mal rezada, tuvimos nuestra Navidad más
maravillosa. ¡Qué chistoso! Cuando me acordaba que finalmente iba a lograr que
mamá comiera pavo, en esos días no hacía otra cosa que pensar en ella, sentir
ternura por ella, amar a mi viejita adorada. Y mis hermanos también, estaban en
el mismo ritmo violento de amor, todos dominados por la nueva felicidad que el
pavo iba imprimiendo en la familia. De modo que, aún disfrazando las cosas, dejé
con tranquilidad que mamá cortara toda la pechuga del pavo. En un momento mamá
se detuvo, luego de haber cortado en rebanadas uno de los lados del ave, sin
resistirse a aquellas leyes de economía que siempre la habían sumido en una
casi pobreza sin razón.
-No señora, siga cortando... y pedazos
grandes ¡Yo solo me como eso!
Era mentira, el amor familiar, estaba
incandescente en mí de tal forma, que hasta era capaz de comer poco, sólo para
que los otros cuatro comieran mucho. Y el diapasón de los otros era el mismo.
Aquel pavo comido entre nosotros solos redescubría en cada uno lo que la
cotidianeidad había borrado por completo: amor, pasión de madre, pasión de
hijos. Dios me perdone pero estoy pensando en Jesús. En esa casa de burgueses
muy modestos, se estaba realizando un milagro digno de la Navidad de un Dios.
La pechuga del pavo quedó enteramente reducida a rebanadas grandes.
-¡Yo sirvo!
-¡Qué loco! ¡Pero por qué tenía que servir si
siempre mamá había servido en esa casa! Entre risas, los grandes platos llenos
fueron pasando hasta mí y empecé una distribución heroica, mientras mandaba a
mi hermano a que sirviera la cerveza. Advertí un pedazo admirable de pavo lleno
de carnecita y lo puse en el plato. Y luego varias rebanadas blancas. La voz
severa de mamá cortó el espacio angustiado en el cual todos aspiraban a su
parte del pavo:
-¡Acuérdate de tus hermanos, Juca!
¿Cuándo iba a imaginarse ella?, ¡la pobre!,
que ese era el plato suyo, de la Madre, de mi amiga maltratada que sabía de la
existencia de Rosa, que sabía de mis crímenes, a quien sólo le contaba lo que
hacía sufrir!... El plato quedó sublime.
-Mamá, este es su plato. ¡No!... ¡No lo pase!
Fue entonces cuando ella no pudo más con
tanta conmoción y se puso a llorar. Mi tía también, después de ver que el
siguiente plato sublime era el suyo, entró en el asunto de las lágrimas. Y mi
hermana también, que jamás había visto lágrimas sin abrir una llave, se
desparramó en llanto. Entonces empecé a decir muchas tonterías para no llorar
también, tenía diecinueve años... Diablo de familia tonta que veía un pavo y
lloraba... Esas cosas... Todos se esforzaban por sonreír, pero ahora la alegría
se tornaba imposible. El llanto había evocado, por asociación, la imagen
indeseable de mi padre muerto. Mi padre, con su figura gris, vino a estropear
para siempre nuestra Navidad. ¡Me dio coraje!
Bueno, empezamos a comer en silencio,
consternados, y el pavo estaba perfecto. La carne tierna, de un tejido muy
tenue, se mezclaba entre los sabores de las farofas y del jamón, de vez en
cuando herida, molestada y vuelta a desear ante la intervención más violenta de
la pasa negra y el estorbo petulante de los pedacitos de nuez. Pero papá estaba
sentado allí, gigantesco, incompleto, una censura, una llaga, una incapacidad.
Y el pavo estaba tan rico, y mamá que por fin sabía que el pavo era un manjar
digno de Jesucito nacido.
Empezó una lucha baja entre el pavo y el
bulto de papá. Supuse que alentar al pavo era fortalecerlo en la lucha y, está
claro, había tomado decididamente el partido del pavo. Pero los difuntos tienen
medios escurridizos, muy hipócritas, como para vencerlos. En cuanto alabé al
pavo, la imagen de papá creció victoriosa, insoportablemente obstruyente.
-Sólo falta su papá.
Yo ni comía, ya no podía probar más ese pavo
perfecto, tanto me interesaba esa lucha entre los dos muertos. Llegué a odiar a
papá. Y ni sé qué inspiración genial de repente me volvió hipócrita y político.
En aquel instante que hoy me parece decisivo en nuestra familia, tomé
aparentemente el partido de mi padre. Fingí, triste.
-Y sí. Papá nos quería mucho y murió de tanto
trabajar para nosotros, papá allí en el cielo debe estar contento -dudé, pero
resolví no mencionar más al pavo-, contento de vernos a todos reunidos en
familia.
Y todos, mucho más tranquilos, empezaron a
hablar de papá. Su imagen fue disminuyendo y se transformó en una estrellita
brillante en el cielo. Ahora todos comían el pavo con sensualidad, porque papá
había sido muy bueno, siempre se había sacrificado tanto por nosotros, había
sido un santo que "ustedes, mis hijos, nunca podrán pagar lo que deben a
su padre", un santo. Papá se transformó en santo, una contemplación
agradable, una estrellita en el cielo, imposible de deshacer. No perjudicaba
más a nadie, puro objeto de contemplación suave. El único muerto aquí era el
pavo, dominador, completamente victorioso.
Mamá, tía, nosotros, todos inundados de
felicidad. Iba a escribir "felicidad gustativa", pero no era sólo
eso. Era un felicidad mayúscula, un amor de todos, un olvido de otros parientes
que distraen del gran amor familiar. Y fue, sé que ese primer pavo comido en el
seno de la familia fue el comienzo de un amor nuevo, reacomodado, más completo,
más rico e inventivo, más complaciente y cuidadoso. Nació entonces una
felicidad familiar para nosotros que, no soy exclusivista, algunos tendrán
igual de grande, sin embargo más intensa que la nuestra, me es imposible
concebir.
Mamá comió tanto pavo que en un momento
imaginé que podría hacerle mal. Pero enseguida pensé: ¡Ah!, ¡no importa! aunque
se muera, pero por lo menos que una vez en la vida coma pavo de verdad.
Tamaña falta de egoísmo me había transportado
a nuestro infinito amor... Después vinieron una uvas ligeras y unos dulces, que
allí en mi tierra llevan el nombre de "bien-casados". Pero ni
siquiera ese nombre peligroso se asoció al recuerdo de mi padre, que el pavo ya
había convertido en dignidad, en cosa cierta, en culto puro de contemplación.
Nos levantamos. Eran casi las dos de la
mañana, todos alegres con dos botellas de cerveza encima. Todos se iban a
acostar, a dormir o a dar vueltas en la cama, poco importa, porque es bueno un
insomnio feliz. La cuestión es que Rosa, católica antes de ser Rosa, me había
prometido que me esperaría con una champaña. Para poder salir mentí, dije que
iba a la fiesta de un amigo, besé a mamá y le guiñé el ojo; era una manera de
contar a dónde iba y qué iba a hacer. Besé a las otras dos mujeres sin
guiñarles el ojo. Y ahora, ¡Rosa!...
El pavo de Navidad
Mario de Andrade
@uncuentodiario
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