Diálogo
entre un sacerdote y un moribundo
Marqués de Sade
El Sacerdote: Llegado el instante fatal en
que el velo de la ilusión sólo se desgarra para dejar al hombre reducido al
cuadro cruel de sus errores y sus vicios, ¿no te arrepientes, hijo mío, de los
múltiples desórdenes a los que te condujo la humana debilidad y fragilidad?
El Moribundo: Sí, amigo mío, me arrepiento.
El Sacerdote: Pues bien, aprovecha estos
remordimientos felices para obtener del cielo, en este corto intervalo, la
absolución general de tus faltas, y piensa que es por la mediación del santísimo
sacramento de la penitencia que te será posible obtenerla del Eterno.
El Moribundo: No nos comprendemos.
El Sacerdote: ¡Cómo!
El Moribundo: Te he dicho que me arrepentía.
El Sacerdote: Así lo oí.
El Moribundo: Sí, pero sin comprenderlo.
El Sacerdote: ¿Qué interpretación?...
El Moribundo: Ésta... Creado por la
naturaleza con inclinaciones ardorosas, con pasiones fortísimas, únicamente
colocado en este mundo para entregarme a ellas y para satisfacerlas, y estos
efectos de mi creación no siendo más que necesidades relativas a las primeras
vistas de la naturaleza, o, si lo prefieres, sólo derivaciones esenciales de
sus proyectos sobre mí, todos en razón de sus leyes, sólo me arrepiento de no
haber reconocido bastante su omnipotencia, y mis únicos remordimientos sólo se
refieren al mediocre uso que hice de las facultades (criminales según tú, según
yo muy simples) que ella me había dado para servirla. La he resistido algunas
veces, de eso me arrepiento. Cegado por tus sistemas absurdos, con ellos combatí
toda la violencia de los deseos que había recibido de una inspiración más que
divina, de eso me arrepiento. Coseché sólo flores cuando pude hacer una amplia
cosecha de frutos... Estos son los justos motivos de mi pesar. Estímame en algo
para no atribuirme otros.
El Sacerdote: ¡A dónde te arrastran tus
errores, a dónde te conducen tus sofismas! Prestas a la cosa creada todo el
poder del creador. ¿No ves que esas desdichadas tendencias que te extravían no
son más que efectos de la naturaleza corrompida, a la cual atribuyes toda la
potencia?
El Moribundo: Amigo, me parece que tu
dialéctica es tan falsa como tu espíritu. Quisiera que razonaras más
exactamente o que me dejaras morir en paz. ¿Qué entiendes por creador, y qué
entiendes por naturaleza corrompida?
El Sacerdote: El Creador es el dueño del
universo, es él quien lo ha hecho todo, lo ha creado todo, y quien conserva
todo por un simple efecto de su omnipotencia.
El Moribundo: Es un gran hombre, sin duda.
Pues bien, dime por qué este hombre, que es tan poderoso, ha hecho, sin
embargo, según tú, una naturaleza corrompida.
El Sacerdote: ¿Cuál hubiera sido el mérito de
los hombres si Dios no les hubiere dejado su libre arbitrio, y qué mérito
hubiesen tenido para disfrutarlo si no hubiera habido en la tierra la
posibilidad de hacer el bien y la de evitar el mal?
El Moribundo: Así, pues, tu dios ha querido
hacerlo todo oblicuamente sólo para tentar o probar a su criatura. ¿No la
conocía, pues no sospechaba el resultado?
El Sacerdote: Sin duda que la conocía, pero
una vez más quería dejarle el mérito de la elección.
El Moribundo: ¿Para qué, desde el momento que
sabía el partido que tomaría y sólo dependía de él, ya que le proclamas tan
omnipotente, y sólo dependía de él, repito, el hacerla tomar el bueno?
El Sacerdote: ¿Quién puede comprender los
designios inmensos e infinitos de Dios con respecto al hombre, y quién puede
comprender todo lo que vemos?
El Moribundo: Aquel que simplifica las cosas,
amigo mío, sobre todo aquel que no multiplica las causas para mejor enredar los
efectos. ¿Para qué necesitas una segunda dificultad cuando no puedes explicar
la primera, y desde el momento en que es posible que la naturaleza haya hecho
por sí sola lo que le atribuyes a tu dios, por qué quieres buscarle un amo? La
causa de que no comprendas es quizá lo más simple del mundo. Perfecciona tu
física y comprenderás mejor la naturaleza, depura tu razón y entonces no
tendrás necesidad de tu dios.
El Sacerdote: ¡Desdichado! Sólo te creía
sociniano, tenía armas para combatirte, pero veo claramente que eres ateo, y
desde el momento en que tu corazón se niega a la inmensidad de las pruebas
auténticas que recibimos cada día de la existencia del creador, no tengo nada
más que decirte. No se le da luz a un ciego.
El Moribundo: Amigo mío, admite un hecho: de
los dos, el más ciego es seguramente aquel que se pone una venda que el que se
la arranca. Tú edificas, inventas, multiplicas; yo destruyo, simplifico. Tú
agregas error sobre error; yo los combato. ¿Cuál de los dos es el ciego?
El Sacerdote: ¿No crees, pues, en Dios?
El Moribundo: No. Y esto por una simple
razón. Es perfectamente imposible creer en lo que no se comprende. Entre la
comprensión y la fe deben existir conexiones inmediatas; la comprensión es el
primer alimento de la fe; cuando la comprensión no actúa muere la fe, y ésos
que en tal caso pretendieran tenerla, mienten. Te desafío a que creas en el
dios que me predicas -ya que no sabrías demostrármelo, ya que no está en ti el
definírmelo, y, por lo tanto, no lo comprendes- y desde el momento en que no lo
comprendes no puedes suministrarme de él ningún argumento razonable, pues, en
una palabra, todo lo que está por encima de los límites del espíritu humano es
quimera o inutilidad. Si tu dios no puede ser más que una u otra cosa, en el
primer caso sería un loco si creyera en él; un imbécil, en el segundo. Amigo
mío, pruébame la inercia de la materia y te concederé el creador. Pruébame que
la naturaleza no se basta a sí misma y te prometo suponerle un dueño. Hasta
entonces, nada esperes de mí, sólo me rindo a la evidencia y sólo la recibo de
mis sentidos; dónde ellos se detienen allí mi fe queda sin fuerzas. Creo en el
sol porque lo veo, lo concibo como el centro de reunión de toda la materia
inflamable de la naturaleza, su marcha periódica me complace sin asombrarme. Es
una operación de física, acaso tan simple como la de la electricidad, pero que
no nos está permitido comprender. ¿Qué necesidad tengo de ir más lejos? ¿Cuando
me hayas levantado los andamios de tu dios por encima de esto, qué habré
avanzado? ¿No necesitaré hacer tanto esfuerzo para comprender al obrero como el
gastado en definir la obra? Por consiguiente, no me has prestado ningún
servicio con la edificación de tu quimera, has turbado mi espíritu sin
iluminarlo, y debo odiarte en vez de agradecerte. Tu dios es una máquina que
fabricaste para que sirva a tus pasiones, y la has hecho mover a tu capricho,
pero desde el momento en que incomoda los míos permíteme que la haya derribado.
En el instante en que mi alma débil tiene necesidad de calma y de filosofía no
vengas a espantarla con tus sofismas, que la asustarían sin convencerla, que la
irritarían sin hacerla mejor. Amigo mío, esta alma es lo que la naturaleza
quiso que fuera, es decir, el resultado de los órganos que ha querido formarme
en razón de sus designios y de sus necesidades; y como ella tiene una necesidad
igual de vicio y de virtud, cuando quiso llevarme hacia el primero así lo ha
hecho, cuando ha querido la segunda, me ha inspirado deseos por ella, y me ha
entregado a ambos de igual modo. Busca sus leyes como única causa de nuestra
inconsecuencia humana, y no busques a sus leyes más principios que su voluntad y
su necesidad.
El Sacerdote: Así pues, todo es necesario en
el mundo.
El Moribundo: Seguramente.
El Sacerdote: Pues, si todo es necesario,
todo está, pues, regulado.
El Moribundo: ¿Quién dice lo contrario?
El Sacerdote: ¿Y quién pudo arreglarlo todo
como está si no es una mano omnipotente y sabia?
El Moribundo: ¿No es necesario que la pólvora
se inflame cuando se le aplica el fuego?
El Sacerdote: Sí.
El Moribundo: ¿Y qué sabiduría encuentras en
eso?
El Sacerdote: Ninguna.
El Moribundo: Es posible, pues, que haya
cosas necesarias sin sabiduría, y posible, por consiguiente, que todo derive de
una causa primera, sin que haya razón ni sabiduría en esta primera causa.
El Sacerdote: ¿A dónde quieres llegar?
El Moribundo: A probarte que todo puede ser
lo que es y lo que no es, sin que ninguna causa sabia y razonable lo conduzca,
y que efectos naturales deben tener causas naturales, sin que haya necesidad de
suponerle otras antinaturales, como lo sería tu dios, ya que él mismo tendría
necesidad de explicación sin suministrar ninguna. Y, por consiguiente, desde
que tu dios no es bueno para nada, es perfectamente inútil; y como hay gran
probabilidad de que todo lo inútil es nulo y de que todo lo nulo es la nada, así
pues, para convencerme de que tu dios es una quimera no tengo necesidad de otro
razonamiento fuera del que me suministra la certeza de su inutilidad.
El Sacerdote: Sobre este pie me parece
innecesario hablarte de religión.
El Moribundo: ¿Por qué no? Nada me divierte
tanto como la prueba del exceso de fanatismo y de la imbecilidad humana sobre
este punto. Son extravíos tan prodigiosos que el cuadro, aunque horrible, a mi
juicio es siempre interesante. Responde con franqueza, y, sobre todo, destierra
el egoísmo. Si fuera tan débil que me dejara sorprender por tus ridículos
sistemas de la existencia del ser que hace necesaria la religión, ¿bajo cuál
forma me aconsejarías que le rindiera culto? ¿Quisieras que adoptara los
desvaríos de Confucio mas bien que los absurdos Brahama? ¿Que adorara a la gran
serpiente de los negros, al astro de los peruanos o al dios de los ejércitos de
Moisés? ¿A cuál de las sectas de Mahoma quisieras que me rindiese? ¿Qué herejía
de los cristianos es, a tu juicio, preferible? Cuidado con tu respuesta.
El Sacerdote: ¿Puede ser dudosa?
El Moribundo: Dila, pues, egoísta.
El Sacerdote: No, sería amarte tanto como a
mí si te aconsejara lo que yo creo.
El Moribundo: Y es querernos muy poco el
escuchar semejantes errores.
El Sacerdote: ¿A quién pueden cegar los
milagros de nuestro divino redentor?
El Moribundo: A quien no vea en él sino al
más ordinario de todos los bribones y al más vulgar de todos los impostores.
El Sacerdote: ¡Dios, lo escuchas sin
descargar tu ira!
El Moribundo: No, amigo mío, todo está en paz
porque tu dios, sea por impotencia, sea por razón, o, en fin, por lo que tú
quieras, es un ser al que admito por un momento sólo por condescendencia a ti,
o, si lo prefieres, para prestarme a tus pequeños designios, porque ese dios,
repito, si existiera como tienes la locura de creerlo, no puede, para
convencernos, haber tomado los medios tan ridículos como los que tu Jesús
supone.
El Sacerdote: ¡Cómo, las profecías, los
milagros, los mártires, no son pruebas?
El Moribundo: ¿Cómo quieres, en buena lógica,
que pueda recibir como prueba aquello que necesita probarse? Para que la
profecía sea una prueba sería necesario, primeramente, que yo tuviera la
certidumbre completa de que ha sido hecha; pues, al consignársela en la
historia sólo tiene para mi la fuerza de los otros hechos históricos, dudosos
en sus tres cuartas partes; y si a esto agrego la apariencia más que verdadera
de que me han sido transmitidos por historiadores interesados, estaría, como lo
ves, más que en mi derecho para dudar de ellos. ¿Quién me asegura, por otra
parte, que esa profecía no ha sido hecha con posterioridad, que no ha sido el
efecto de la combinación de la más simple política como la de concebir un reino
feliz bajo un rey justo, o la de la helada en invierno? Y si esto es así, ¿cómo
quieres que la profecía, al tener tanta necesidad de ser probada, pueda
convertirse en prueba? Con respecto a tus milagros, ellos tampoco se me
imponen. Todos los bribones los han hecho, y todos los tontos los han creído.
Para persuadirme de la verdad de un milagro tendría necesidad de estar muy
seguro de que el acontecimiento que tú llamas de esa manera fuera absolutamente
contrario a las leyes de la naturaleza, pues sólo lo que está fuera de ella
puede pasar por milagro. ¿Y quién la conoce bastante para atreverse a afirmar
cuál es precisamente el punto en que se detiene y cuál es el que infringe?
Bastan dos cosas para acreditar un pretendido milagro, un titiritero y unas
mujerzuelas. Vamos, no busques jamás un origen distinto para los tuyos. Todos
los nuevos sectarios los han hecho, y, lo que es más singular, todos
encontraron imbéciles para creerles. Tu Jesús no ha hecho algo más singular que
Apolonio de Tiana, y, sin embargo, nadie ha pensado en tomar a éste por un
dios. En cuanto a tus mártires, éste es el más débil de tus argumentos, sólo
falta el entusiasmo y la resistencia para hacer mártires, y mientras la causa
opuesta me ofrezca tantos como la tuya, jamás estaré lo suficientemente
autorizado para creer a la una mejor que la otra, sino muy inducido, en cambio,
a suponer despreciables a ambas. ¡Amigo mío! Si fuera verdad que existe el dios
que predicas, ¿tendría necesidad de milagro, mártir o profecía para establecer
su imperio? Y si, como dices, el corazón humano fuera su obra, ¿no sería ése el
santuario que hubiera elegido para su ley? Esta ley igual, pues emanaría de un
dios justo, se encontraría de manera irresistible grabada igualmente en el
corazón de todos, y, de un extremo al otro del universo, todos los hombres, al
ser semejantes por ese órgano delicado, igualmente serían semejantes por el
homenaje que rendirían al dios que le hubiera dado este corazón, no tendrían
más que una manera de amarlo, más que una manera de adorarlo y servirlo y tan
imposible les sería desconocer ese dios como resistir a la inclinación secreta
de su culto. ¿En vez de eso, no veo en el universo tantos dioses como países;
tantas maneras de servir a esos dioses como diferentes cabezas o diferentes
imaginaciones hay? Esta multiplicidad de opiniones, en la cual físicamente me
es imposible elegir, ¿sería, a tu juicio, la obra de un dios justo?. Vamos,
predicante, ultrajas a tu dios al presentármelo de esta manera. Déjame negarlo
completamente, pues si existiera, entonces le ultrajaría menos mi incredulidad
que tus blasfemias. Vuelve a la razón, predicante, tu Jesús no vale más que
Mahoma, Mahoma, menos que Moisés, y estos tres, menos que Confucio, quien, sin
embargo, dictó algunos buenos principios mientras que los otros tres disparataban.
Pero, en general, todos éstos no son más que impostores, de los cuales el
filósofo se ha burlado, y a los cuáles la canalla ha creído, y a los cuales la
justicia hubiera debido ahorcar.
El Sacerdote: ¡Ay de mí, sólo lo hizo con
uno!
El Moribundo: Era el que más lo merecía.
Sedicioso, turbulento, calumniador, bribón, libertino, grosero, farsante y
malvado peligroso, poseía el arte de engañar al pueblo y mereció, por lo tanto,
el castigo de un reino en el estado en que se encontraba entonces el de Jerusalén.
Fueron muy prudentes al deshacerse de él, y es quizás el solo caso en que mis
máximas, extremadamente dulces y tolerantes por lo demás, admiten la severidad
de Temis. Excuso todos los errores, salvo aquellos que pueden ser peligrosos
para el gobierno en que se vive. Los reyes y sus majestades son las únicas
cosas que se me imponen, las únicas que respeto, pues quien no ama a su país y
a su rey, no es digno de vivir.
El Sacerdote: Pero, en fin, admitirás algo
después de esta vida, es imposible que tu espíritu no se haya complacido,
algunas veces, en atravesar la espesura tenebrosa de la suerte que nos espera.
¿Qué sistema puede ser más satisfactorio que el de una multitud de penas para
quien vivió mal y el de una eternidad de recompensas para quien vivió bien?
El Moribundo: ¿Cuál, amigo mío? El sistema de
la nada nunca me ha espantado: es consolador y simple. Todos los otros son obra
del orgullo, sólo éste lo es de la razón. Por lo demás, no es ni espantosa ni
absoluta esa nada. ¿No tengo ante mi vista el ejemplo de las generaciones y
regeneraciones de la naturaleza? Nada perece, amigo mío, nada se destruye en el
mundo. Hombre hoy, gusano mañana, pasado mañana mosca, ¿no es siempre existir?
¿Y por qué quieres que me recompensen por virtudes cuyo mérito no tengo, o me
castiguen por crímenes cuyo dueño no he sido? ¿Puedes conciliar la bondad de tu
pretendido dios con este sistema, y puede él haber querido crearme para darse
el placer de castigarme, y esto sólo a consecuencia de una elección de la que no
he sido dueño?
El Sacerdote: Lo eres.
El Moribundo: Sí, según tus prejuicios. Pero
la razón los destruye. Y el sistema de la libertad humana sólo fue inventado
para fabricar el de la gracia que llegó a ser tan favorable a tus desvaríos.
¿Qué hombre en el mundo, si viera el patíbulo junto al crimen, lo cometería si
fuera libre de no cometerlo? Una fuerza irresistible nos arrastra, y ni por un
instante somos dueños de determinarnos por nada que no esté del lado hacia el
cual nos inclinamos. No hay una sola virtud que no sea necesaria a la
naturaleza; y, reversiblemente, ni un solo crimen del que no tenga necesidad, y
toda su ciencia consiste en el perfecto equilibrio en que mantiene a ambos.
¿Podemos ser culpables del lado hacia el que nos arroje? Tanto como la avispa
que clava su aguijón en tu piel.
El Sacerdote: Así, pues, ¿los crímenes más
grandes no deben inspirarnos ningún espanto?
El Moribundo: No he dicho eso. Basta que la
ley lo condene y que la cuchilla de la justicia lo castigue para que nos inspire
la aversión o el terror, pero desde que desdichadamente se haya cometido, hay
que saber tomar su partido y no entregarse a estériles remordimientos. Su
efecto es vano, pues no pudo preservarnos de él; nulo, pues no lo repara. Es
absurdo, pues, entregarse a los remordimientos, y más absurdo aun temer el
castigo en el otro mundo si somos bastante dichosos de haber escapado al
castigo de éste. Dios no quiera que vaya con esto a estimular el crimen, hay
que evitarlo tanto como se pueda, pero es por la razón que es necesario huirle,
y no por falsos temores que no consiguen nada, y cuyo efecto se destruye tan
rápido en un alma firme. La razón, amigo mío; sí, sólo la razón debe
advertirnos que perjudicar a nuestros semejantes no puede jamás hacernos
felices, y nuestro corazón, que contribuir a su felicidad es lo más grande que
la naturaleza nos haya acordado en la tierra. Toda moral humana se encierra en
esta sola frase: hacer a los demás tan felices como uno mismo desea serlo, y no
causarles nunca. un mal que no quisiéramos recibir. Estos son, amigo mío, estos
son los únicos principios que debemos seguir y no hay necesidad de religión ni
de dios para apreciarlos y admitirlos: Sólo se necesita un buen corazón. Pero
siento que me debilito, predicante. Abandona tus prejuicios, sé hombre, sé
humano, sin temor y sin esperanza, abandona tus dioses y tus religiones. Todo
esto sólo es bueno para poner cadenas en las manos de los hombres, y el solo
nombre de todos estos horrores ha hecho verter más sangre en la tierra que
todas las otras guerras y plagas juntas. Renuncia a la idea del otro mundo, no
lo hay, pero no renuncies al placer de ser feliz y de hacer la felicidad en
éste. Esta es la única manera que te ofrece la naturaleza rara duplicar o
extender tu existencia. Amigo mío, la voluptuosidad siempre fue el más querido
de mis bienes, le he ofrecido incienso toda mi vida, y quiero terminarla en sus
brazos. Mi fin se aproxima. Seis mujeres más bellas que el día están en el
cuarto vecino, las reservaba para este momento. Toma de ellas tu parte, trata
de olvidar en su seno, a ejemplo mío, todos los vanos sofismas de la
superstición y todo los imbéciles errores de la hipocresía.
Nota: El moribundo llamó, las mujeres
entraron y el predicante se convirtió en sus brazos en un hombre corrompido por
la naturaleza, por no haber sabido explicar lo que era la naturaleza
corrompida.
Diálogo entre un
sacerdote y un moribundo
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