El
amor que no podía ocultarse
Enrique Jardiel
Poncela
Durante tres horas largas hice todas aquellas
operaciones que denotan la impaciencia en que se sumerge un alma: consulté el
reloj, le di cuerda, volví a consultarlo, le di cuerda nuevamente, y, por fin,
le salté la cuerda; sacudí unas motitas que aparecían en mi traje; sacudí otras
del fieltro de mi sombrero; revisé dieciocho veces todos los papeles de mi
cartera; tarareé quince cuplés y dos romanzas; leí tres periódicos sin
enterarme de nada de lo que decían; medité; alejé las meditaciones; volví a
meditar; rectifiqué las arrugas de mi pantalón; hice caricias a un perro,
propiedad del parroquiano que estaba a la derecha; di vueltas al botoncito de
la cuerda de mi reloj hasta darme cuenta de que se había roto antes y que no
tendría inconveniente en dejarse dar vueltas un año entero.
¡Oh! Había una razón que justificaba todo
aquello. Mi amada desconocida iba a llegar de un momento a otro. Nos adorábamos
por carta desde la primavera anterior.
¡Excepcional Gelda! Su amor había colmado la
copa de mis ensueños, como dicen los autores de libretos para zarzuelas. Sí.
Estaba muy enamorado de Gelda. Sus cartas, llenas de una gracia tierna y
elegante, habían sido el lugar geométrico de mis besos.
A fuerza de entenderme con ella sólo por
correo había llegado a temer que nunca podría hablarla. Sabía por varios
retratos que era hermosa y distinguida como la protagonista de un cuento. Pero
en el Libro de Caja del Destino estaba escrito con letra redondilla que Gelda y
yo nos veríamos al fin frente a frente; y su última carta, anunciando su
llegada y dándome cita en aquel café moderno -donde era imprescindible aguantar
a los cinco pelmazos de la orquesta- me había colocado en el Empíreo, primer
sillón de la izquierda.
Un taxi se detuvo a la puerta del café.
Ágilmente bajó de él Gelda. Entró, llegó junto a mí, me tendió sus dos manos a
un tiempo con una sonrisa celestial y se dejó caer en el diván con un “chic”
indiscutible.
Pidió no recuerdo qué cosa y me habló de
nuestros amores epistolares, de lo feliz que pensaba ser ahora, de lo que me
amaba...
-También yo te quiero con toda mi alma.
-¿Qué dices? -me preguntó.
-Que yo te quiero también con toda mi alma.
-¿Qué?
Vi la horrible verdad. Gelda era sorda.
-¿Qué? -me apremiaba.
-¡Que también yo te quiero con toda mi alma!
-repetí gritando.
Y me arrepentí en seguida, porque diez
parroquianos se volvieron para mirarme, evidentemente molestos.
-¿De verdad que me quieres? -preguntó ella
con esa pesadez propia de los enamorados y de los agentes de seguros de vida-.
¡Júramelo!
-¡Lo juro!
-¿Qué?
-¡¡Lo juro!!
-Pero dime que juras que me quieres -insistió
mimosamente.
-¡¡Juro que te quiero!! -vociferé.
Veinte parroquianos me miraron con odio.
-¡Qué idiota! -susurró uno de ellos-. Eso se
llama amar de viva voz.
-Entonces -siguió mi amada, ajena a aquella
tormenta-, ¿no te arrepientes de que haya venido a verte?
-¡De ninguna manera! -grité decidido a
arrostrarlo todo, porque me pareció estúpido sacrificar mi amor a la opinión de
unos señores que hablaban del Gobierno.
-¿Y... te gusto?
-¡¡Mucho!!
-En tus cartas decías que mis ojos parecían
muy melancólicos. ¿Sigues creyéndolo así?
-¡¡Sí!! -grité valerosamente-. ¡¡Tus ojos son
muy melancólicos!!
-¿Y mis pestañas?
-¡¡Tus pestañas, largas, rizadísimas!!
Todo el café nos miraba. Habían callado las
conversaciones y la orquesta y sólo se me oía a mí. En las cristaleras
empezaron a pararse los transeúntes.
-¿Mi amor te hace dichoso?
-¡¡Dichosísimo!!
-Y cuando puedas abrazarme...
-¡¡Cuando pueda abrazarte -chillé, como si
estuviera pronunciando un discurso en una plaza de Toros- creeré que estrecho
contra mi corazón todas las rosas de todos los rosales del mundo!!
No sé el tiempo que seguí afrontando los
rigores de la opinión ajena. Sé que, al fin, se me acercó un guardia.
-Haga el favor de no escandalizar -dijo-. Le
ruego a usted y a la señorita que se vayan del local.
-¿Qué ocurre? -indagó Gelda.
-¡¡Nos echan por escándalo!!
-¡Por escándalo! -habló estupefacta-. Pero si
estábamos en un rinconcito del café, ocultando nuestro amor a todo el mundo y
contándonos en voz baja nuestros secretos...
Le dije que sí para no meterme en
explicaciones y nos fuimos.
Ahora vivimos en una “villa” perdida en el
campo, pero cuando nos amamos, acuden siempre los campesinos de las cercanías
preguntando si ocurre algo grave.
El amor que no podía
ocultarse
Enrique Jardiel
Poncela
Cuentosdiario.blogspot.com
@uncuentodiario
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