El
cuarteto de cuerdas
Virginia Woolf
Bueno, aquí estamos, y si lanzas una ojeada a
la estancia, advertirás que el ferrocarril subterráneo y los tranvías y los
autobuses, y no pocos automóviles privados, e, incluso me atrevería a decir,
landos con caballos bayos, han estado trabajando para esta reunión, trazando
líneas de un extremo de Londres al otro. Sin embargo, comienzo a albergar
dudas...
Sobre si es verdad, tal como dicen, que la
Calle Regent está floreciente, y que el Tratado se ha firmado, y que el tiempo
no es frío si tenemos en cuenta la estación, e incluso que a este precio ya no
se consiguen departamentos, y que el peor momento de la gripe ha pasado; si
pienso en que he olvidado escribir con referencia a la gotera de la despensa, y
que me dejé un guante en el tren; si los vínculos de sangre me obligan,
inclinándome al frente, a aceptar cordialmente la mano que quizá me ofrecen
dubitativamente...
-¡Siete años sin vernos!
-La última vez fue en Venecia.
-¿Y dónde vives ahora?
-Bueno, es verdad que prefiero que sea a
última hora de la tarde, si no es pedir demasiado...
-¡Pero yo te he reconocido al instante!
-La guerra representó una interrupción...
Si la mente está siendo atravesada por
semejantes dardos, y debido a que la sociedad humana así lo impone, tan pronto
uno de ellos ha sido lanzado, ya hay otro en camino; si esto engendra calor, y
además han encendido la luz eléctrica; si decir una cosa deja detrás, en tantos
casos, la necesidad de mejorar y revisar, provocando además arrepentimientos,
placeres, vanidades y deseos; si todos los hechos a que me he referido, y los
sombreros, y las pieles sobre los hombros, y los fracs de los caballeros, y las
agujas de corbata con perla, es lo que surge a la superficie, ¿qué
posibilidades tenemos?
¿De qué? Cada minuto se hace más difícil
decir por qué, a pesar de todo, estoy sentada aquí creyendo que no puedo decir
qué, y ni siquiera recordar la última vez que ocurrió.
-¿Viste la procesión?
-El rey me pareció frío.
-No, no, no. Pero, ¿qué decías?
-Que ha comprado una casa en Malmesbury.
-¡Vaya suerte encontrarla!
Contrariamente, tengo la fuerte impresión de
que esa mujer, sea quien fuere, ha tenido muy mala suerte, ya que todo es
cuestión de departamentos y de sombreros y de gaviotas, o así parece ser, para
este centenar de personas aquí sentadas, bien vestidas, encerradas entre
paredes, con pieles, repletas, y conste que de nada puedo alardear por cuanto
también yo estoy pasivamente sentada en una dorada silla, limitándome a dar
vueltas y revueltas a un recuerdo enterrado, tal como todos hacemos, por cuanto
hay indicios, si no me equivoco, de que todos estamos recordando algo, buscando
algo furtivamente. ¿Por qué inquietarse? ¿Por qué tanta ansiedad acerca de la
parte de los mantos correspondiente al asiento; y de los guantes, si abrochar o
desabrochar? Y mira ahora esa anciana cara, sobre el fondo del oscuro lienzo,
hace un momento cortés y sonrosada; ahora taciturna y triste, cual
ensombrecida. ¿Ha sido el sonido del segundo violín, siendo afinado en la
antesala? Ahí vienen. Cuatro negras figuras, con sus instrumentos, y se sientan
de cara a los blancos rectángulos bajo el chorro de luz; sitúan los extremos de
sus arcos sobre el atril; con un simultáneo movimiento los levantan; los
colocan suavemente en posición, y, mirando al intérprete situado ante él, el
primer violín cuenta uno, dos, tres... ¡Floreo, fuente, florecer, estallido! El
peral en lo alto de la montaña. Chorros de fuente; gotas descienden. Pero las
aguas del Ródano se deslizan rápidas y hondas, corren bajo los arcos, y
arrastran las hojas caídas al agua, llevándose las sombras sobre el pez de
plata, el pez moteado es arrastrado hacia abajo por las veloces aguas, y ahora
impulsado en este remanso donde -es difícil esto- se aglomeran los peces, todos
en un remanso; saltando, salpicando, arañando con sus agudas aletas; y tal es
el hervor de la corriente que los amarillos guijarros se revuelven y dan
vueltas, vueltas, vueltas, vueltas -ahora liberados-, y van veloces corriente
abajo e incluso, sin que se sepa cómo, ascienden formando exquisitas espirales
en el aire; se curvan como delgadas cortezas bajo la copa de un plátano; y
suben, suben... ¡Cuán bella es la bondad de aquellos que, con paso leve, pasan
sonriendo por el mundo! ¡Y también en las viejas pescaderas alegres, en
cuclillas bajo arcos, viejas obscenas, que ríen tan profundamente y se
estremecen y balancean, al andar, de un lado para otro, ju, ja!
-Mozart de los primeros tiempos, claro
está...
-Pero la melodía, como todas estas melodías,
produce desesperación, quiero decir esperanza. ¿Qué quiero decir? ¡Esto es lo
peor de la música! Quiero bailar, reír, comer pasteles de color de rosa, beber
vino leve y con mordiente. O, ahora, un cuento indecente... me gustaría. A
medida que una entra en años, le gusta más la indecencia. ¡Ja, ja! Me río. ¿De
qué? No has dicho nada, ni tampoco el anciano caballero de enfrente. Pero
supongamos, supongamos... ¡Silencio!
El melancólico río nos arrastra. Cuando la
luna sale por entre las lánguidas ramas del sauce, veo tu cara, oigo tu voz, y
el canto del pájaro cuando pasamos junto al mimbral. ¿Qué murmuras? Pena, pena.
Alegría, alegría. Entretejidos, como juncos a la luz de la luna. Entretejidos,
sin que se puedan destejer, entremezclados, atados con el dolor, liados con la
pena, ¡choque!
La barca se hunde. Alzándose, las figuras
ascienden, pero ahora, delgadas como hojas, afilándose hasta convertirse en un
tenebroso espectro que, coronado de fuego, extrae de mi corazón sus mellizas
pasiones. Para mí canta, abre mi pena, ablanda la compasión, inunda de amor el
mundo sin sol, y tampoco, al cesar, cede en ternura, sino que hábil y
sutilmente va tejiendo y destejiendo, hasta que en esta estructura, esta
consumación, las grietas se unen; ascienden, sollozan, se hunden para
descansar, la pena y la alegría.
¿Por qué apenarse? ¿Qué quieres? ¿Sigues
insatisfecha? Diría que todo ha quedado en reposo. Sí, ha sido dejado en
descanso bajo un cobertor de pétalos de rosa que caen. Caen. Pero, ah, se
detienen. Un pétalo de rosa que cae desde una enorme altura, como un diminuto
paracaídas arrojado desde un globo invisible, da la vuelta sobre sí mismo, se
estremece, vacila. No llegará hasta nosotros.
-No, no, no he notado nada. Esto es lo peor
de la música, esos tontos ensueños. ¿Decías que el segundo violín se ha
retrasado?
Ahí va la vieja señora Munro, saliendo a
tientas. Cada día está más ciega, la pobre. Y con este suelo resbaladizo.
Ciega ancianidad, esfinge de gris cabeza...
Ahí está, en la acera, haciendo señas, tan severamente, al autobús rojo.
-¡Delicioso! ¡Pero qué bien tocan! ¡Qué - qué
- qué!
La lengua no es más que un badajo. La
mismísima simplicidad. Las plumas del sombrero contiguo son luminosas y
agradables, como una matraca infantil. La hoja del plátano destella en verde
por la rendija de la cortina. Muy extraño, muy excitante.
-¡Qué - qué - qué! ¡Silencio!
Estos son los enamorados sobre el césped.
-Señora, si me permite que coja su mano...
-Señor, hasta mi corazón le confiaría. Además
hemos dejado los cuerpos en la sala del banquete. Y eso que está sobre el
césped son las sombras de nuestras almas.
-Entonces, esto son abrazos de nuestras
almas.
Los limoneros se mueven dando su
asentimiento. El cisne se aparta de la orilla y flota ensoñado hasta el centro
de la corriente.
-Pero, volviendo a lo que hablábamos. El
hombre me siguió por el pasillo y, al llegar al recodo, me pisó los encajes del
viso. ¿Y qué otra cosa podía hacer sino gritar ¡Ah!, pararme y señalar con el
dedo? Y entonces desenvainó la espada, la esgrimió como si con ella diera
muerte a alguien, y gritó: ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco! Ante lo cual yo grité, y el
príncipe, que estaba escribiendo en el gran libro de pergamino, junto a la
ventana del mirador, salió con su capelo de terciopelo y sus zapatillas de
piel, arrancó un estoque de la pared -regalo del rey de España, ¿sabe?-, ante
lo cual yo escapé, echándome encima esta capa para ocultar los destrozos de mi
falda, para ocultar... ¡Escuche! ¡Las trompas!
El caballero contesta tan aprisa a la dama, y
la dama sube la escalinata con tal ingenioso intercambio de cumplidos que ahora
culminan con un sollozo de pasión, que no cabe comprender las palabras a pesar
de que su significado es muy claro -amor, risa, huida, persecución, celestial
dicha-, todo ello surgido, como flotando, de las más alegres ondulaciones de
tierno cariño, hasta que el sonido de las trompas de plata, al principio muy a
lo lejos, se hace gradualmente más y más claro, como si senescales saludaran al
alba o anunciaran temiblemente la huida de los enamorados... El verde jardín,
el lago iluminado por la luna, los limoneros, los enamorados y los peces se
disuelven en el cielo opalino, a través del cual, mientras a las trompas se
unen las trompetas, y los clarines les dan apoyo, se alzan blancos arcos
firmemente asentados en columnas de mármol... Marcha y trompeteo. Metálico
clamor y clamoreo. Firme asentamiento. Rápidos cimientos. Desfile de miríadas.
La confusión y el caos bajan a la tierra. Pero esta ciudad hacia la que
viajamos carece de piedra y carece de mármol, pende eternamente, se alza
inconmovible, y tampoco hay rostro, y tampoco hay bandera, que reciba o dé la
bienvenida. Deja pues que tu esperanza perezca; abandono en el desierto mi
alegría; avancemos desnudos. Desnudas están las columnatas, a todos ajenas, sin
proyectar sombras, resplandecientes, severas. Y entonces me vuelvo atrás,
perdido el interés, deseando tan sólo irme, encontrar la calle, fijarme en los
edificios, saludar a la vendedora de manzanas, decir a la doncella que me abre
la puerta: Noche estrellada.
-Buenas noches, buenas noches. ¿Va en esta
dirección?
-Lo siento, voy en la otra.
El cuarteto de
cuerdas
Virginia Woolf
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