La
Casa de los Deseos
Rudyard Kipling
La nueva visitadora de la iglesia acababa de
marcharse tras pasar veinte minutos en la casa. Mientras estuvo ella, la señora
Ashcroft había hablado con el acento propio de una cocinera anciana,
experimentada y con una buena jubilación que había vivido mucho en Londres. Por
eso ahora estaba tanto más dispuesta a recuperar su forma de hablar de Sussex,
que le resultaba más fácil, cuando llegó en el autobús la señora Fettley, que
había recorrido cincuenta kilómetros para verla aquel agradable sábado de marzo.
Eran amigas desde la infancia, pero últimamente el destino había hecho que no
se pudieran ver sino de tarde en tarde.
Ambas tenían mucho que decirse, y había
muchos cabos sueltos que atar desde la última vez, antes de que la señora
Fettley, con su bolsa de retazos para hacer una colcha., ocupara el sofá bajo
la ventana que daba al jardín y al campo de fútbol del valle de abajo.
-Casi todos se han apeado en Bush Tye para el
partido de hoy -explicó-, de manera que me quedé sola la última legua y media.
¡Anda que no hay baches!
-Pero a ti no te pasa nada -dijo su
anfitriona-. Por ti no pasan los años, Liz.
La señora Fettley sonrió e intentó combinar
dos retazos a su gusto.
-Sí., y si no ya me habría roto la columna
hace veinte años. Seguro que ni te acuerdas cuando me decían que estaba bien
fuerte. ¿A que no?
La señora Ashcroft negó lentamente con la
cabeza -todo lo hacía lentamente- y siguió cosiendo un forro de arpillera en un
cesto de paja para herramientas adornado con cintas de algodón. La señora Fettley
siguió cosiendo retazos a la luz primaveral que entraba entre los geranios del
alféizar, y ambas se quedaron calladas un rato.
-¿Qué tal es esa nueva visitadora tuya?
-preguntó la señora Fettley con un gesto hacia la puerta. Como era muy miope,
al entrar casi se había tropezado con aquella señora.
La señora Ashcroft suspendió la gran aguja de
coser el forro con un gesto tranquilo antes de pincharla.
-Salvo que no te cuenta nada de lo que pasa
por ahí, no tengo nada especial contra ella.
-La nuestra, la de Keyneslade -dijo la señora
Fettley- habla sin parar y es muy compasiva, pero no se para a escuchar. Dale
que dale, que no la oyes más que a ella.
-Ésta no habla mucho. Yo creo que quiere
hacerse de esas monjas protestantes, o algo así.
-La nuestra está casada, pero dicen que como
si nada... -la señora Fettley levantó la barbilla huesuda-. ¡Dios mío! ¡Esos
malditos altobuses arman un terremoto!
La casita revestida de azulejo tembló al paso
de dos autobuses especiales de cuarenta plazas que se dirigían al partido de
Bush Tye; detrás de ellos humeaba el autobús «del mercado» de todos los
sábados. camino de la capital del condado, y de una de las tabernas abarrotadas
salió un cuarto vehículo a sumarse a la procesión, impidiendo el paso de los
coches que iban de excursión en sentido opuesto.
-Sigues teniendo la lengua tan larga como
siempre, Liz -observó la señora Ashcroft.
-Sólo cuando estoy contigo. El resto del
tiempo soy la típica agüelita: tres nietos ya.
Apuesto que ese cesto es para uno de tus
nietos, ¿a que sí?
-Es para Arthur, el mayor de mi Jane.
-Pero no trabaja en ninguna parte, ¿verdad?
-No. Es para cuando van de gira.
-Tienes suerte. Mi Willie se pasa la vida
pidiéndome dinero para comprar uno de esos arradios que pone la gente en el
jardín para oír la música que dan de Londres y todo eso. Y encima se lo doy...
¡Si es que soy tonta!
-Y, ¿a que no te da un beso de gracias
después? -la sonrisa de la señora Ashcroft parecía dirigirse a ella misma.
-Y tanto. Los chicos de ahora no se pueden
comparar con los de hace cuarenta años. Muchos derechos y nada de obligaciones.
¡Y se lo aguantamos! ¡Si es que somos tontas! ¡Willie me pide tres chelines
cada vez!
-Si es que se creen que el dinero crece en los
árboles... -dijo la señora Ashcroft.
-Y la semana pasada -siguió la otra- mi hija
va y pide un cuarto de libra de tocino al carnicero y va y le dice que se lo
corte, que no va ella a molestarse en cortarlo.
-Apuesto que se lo cobró.
-Apuesto que sí. Me dijo que aquella tarde
había una sesión de tresillos en la asociación de mujeres y que no iba a
molestarse ella en picarlo.
-¡Mira que!
La señora Ashcroft dio los últimos toques al
cesto. Apenas había terminado cuando llegó corriendo su nieto de dieciséis
años, con una de las tantas muchachas que lo seguían a todas partes, recorrió
el sendero del jardín preguntando a voces si ya estaba listo el cesto, lo
agarró y se marchó sin dar las gracias. La señora Fettley lo contempló
atentamente.
-Van de gira no sé dónde -explicó la señora
Ashcroft.
-¡Ah! -dijo la otra entornando los ojos-.
Apuesto a que no las deja en paz si le dan una oportunidad. Ahora que lo
pienso. ¿a quién demonios me recuerda?
-Tienen que apañárselas por su cuenta...
igual que nosotras a su edad -dijo la señora Ashcroft empezando a preparar el
té.
-Tú sí que te las apañabas bien, Gracie -dijo
la señora Fettley.
-¿De qué hablas ahora?
-No sé... Pero de repente me acuerdo de
aquella mujer de Rye... no me acuerdo cómo se llamaba... Barnsley, ¿no?
-Quieres decir Batten... Polly Batten.
-Eso es... Polly Batten. Aquel día que se te
echó encima con un tenedor de la paja -era cuando íbamos a la trilla en
Smalldene- por quitarle el novio.
-Pero, ¿no me oíste decirle que por mí se lo
podía quedar? -la señora Ashcroft tenía la sonrisa y la voz más suaves que
nunca.
-Claro, y todos creíamos que te iba a clavar
el tenedor en el pecho cuando se lo dijiste.
-No... Polly nunca se pasaba. Era demasiado
fuguillas para llegar hasta el final.
-Pues a mí siempre me pareció -dijo la señora
Fettley tras una pausa- que lo más tonto del mundo es que dos mujeres se peleen
por un hombre. Es como un perro con dos amos.
-A lo mejor. Pero, ¿por qué te acuerdas ahora
de todo eso, Liz?
-La cara del chico y la forma de andar. No lo
había visto desde que era rapaz. A tu Jane no le vi nada así, pero este
chico... este chico. ¡Pero si es como volver a ver a Jim Batten otra vez! ...
¿Eh?
-A lo mejor. Las hay que lo dicen... claro
que ellas son estériles.
-¡Ah! ¡Bueno, bueno! ¡Hay que ver, hay que
ver! ... Y ya hace años que murió Jim Batten...
-Veintisiete años -respondió brevemente la
señora Ashcroft-. ¿Quieres servirlo tú, Liz?
La señora Fettley sirvió las tostadas con
mantequilla., el pan de higos, el té hervido, amargo como el pecado., conserva
casera de peras y una cola de cerdo hervida, fría, para bajar los bollos. Lo
elogió todo cumplidamente.
-Sí., a mí no me gusta maltratar la panza
-dijo pensativa la señora Ashcroft-. Sólo se vive una vez.
-Pero., ¿no te sientes pesada a veces? -le
sugirió su invitada.
-La enfermera dice que es más fácil que me
muera de una indigestión que de la pierna -comentó la señora Ashcroft. que
tenía desde hace mucho tiempo una úlcera en el tobillo para la que necesitaba
la asistencia constante de la enfermera del pueblo, que presumía (o dejaba que
lo hicieran otros por ella) que desde su toma de posesión le había hecho ya
ciento tres curas.
-¡Y con lo dispuesta que has sido siempre! Te
ha venido todo demasiado pronto. Mira que te he visto empeorar -dijo la señora
Fettley en tono verdaderamente afectuoso.
-A todos nos tiene que dar algo alguna vez.
Entodavía me queda el corazón -fue la respuesta de la señora Ashcroft.
-Siempre has tenido un corazón que vale por
tres. Da gusto recordarlo cuando va una apagándose.
-Bueno, tú también tienes cosas que recordar
-contestó la señora Ashcroft.
-Y tanto. Pero no pienso demasiado en esas
cosas salvo cuando estoy contigo, Gra. Para recordar no hay como las amistades.
La señora Fettley, con la boca medio abierta.
se quedó mirando el calendario de colores de la tienda de comestibles. La
casita volvía a retemblar al paso de los automóviles, y el campo de fútbol
repleto, al otro lado del jardín, hacía casi tanto ruido como los coches,
porque la gente del pueblo estaba entregada a sus diversiones del sábado.
La señora Fettley llevaba un rato hablando
con gran precisión y sin interrumpirse, hasta que se secó los ojos.
-Y entonces -concluyó- me leyeron su esquela
en los papeles el mes pasado. Claro que ya no era asunto mío... porque hacía
tanto tiempo que no le había puesto la vista encima. Claro que no podía decir
ni hacer nada. Y tampoco tengo derecho a ir a Eastbourne a ver su tumba. Llevo
tiempo pensando en ir un día en el altobús, pero en casa me iban a freír a
preguntas. De manera que ya no me queda ni eso para consolarme.
-¿Pero has tenido tus satisfacciones?
-¡Y tanto que sí! Los cuatro años que trabajó
en el tren cerca de casa. Y los otros maquinistas le hicieron un funeral muy
güeno.
-Entonces no puedes quejarte. ¿Otra taza de
té?
Al ir bajando el sol, la luz y el aire habían
ido cambiando, y las dos ancianas cerraron la puerta de la cocina para que no
entrase el fresco. Se veía a un par de arrendajos que piaban y revoloteaban en
los dos manzanos del jardín. Ahora le tocaba hablar a la señora Ashcroft, que
tenía los codos puestos en la mesita del té y la pierna enferma apoyada en un
taburete...
-¡Nunca lo hubiera creído! ¿Y qué dijo tu
marido de todo eso? -preguntó la señora Fettley cuando cesó el relato hecho en
voz grave.
-Dijo que por él podía irme donde me diera la
gana. Pero como estaba en cama dije que lo cuidaría. Ya sabía él que no iba a
aprovecharme mientras estuviera así de malo. Duró ocho o nueve semanas.
Entonces le dio corno un ataque y se quedó varios días quieto como una piedra.
Entonces un día se levanta en la cama y va y dice: «Reza para que ningún hombre
te trate como me has tratado tú a mí.» Y yo digo: «¿Y tú?» Porque ya sabes tú,
Liz, cómo era él con las mujeres. «Los dos», dice él, «pero yo me estoy
muriendo y veo lo que te va a pasar». Se murió un domingo y lo enterramos el
jueves... Y mira que lo había querido yo... antes o... no sé.
-No me lo habías dicho nunca -aventuró la
señora Fettley.
-Te lo digo por lo que acabas de decirme tú.
Cuando se murió escribí para decir que ya estaba libre a aquella señora
Marshall de Londres... con la que empecé de pincha de cocina hace... ¡tantos
anos, Dios mío! Se alegró mucho, porque ellos se estaban haciendo viejos y yo
ya sabía sus mañas. ¿Te acuerdas, Liz, que de vez en cuando me ponía a servir
hace años... cuando necesitábamos dinero o mi marido... no estaba en casa?
-Es verdad que pasó seis meses en la cárcel
de Chichester, ¿no? -murmuró la señora Fettley-. Nunca supimos bien lo que
había pasado.
-Podía haber sido más, pero el otro no murió.
-No tuvo que ver contigo, ¿verdad, Gra?
-¡No! Aquella vez fue por la mujer del otro.
Y entonces, cuando se murió mi hombre, volví a ponerme a servir con los
Marshall, de cocinera, a comer como los señores y a que todos me llamaran
señora Ashcroft. Fue el año que te marchaste tú a Portsmouth.
-A Cosham -corrigió la señora Fettley-.
Entonces estaban construyendo bastante allí. Primero se fue mi marido y alquiló
un cuarto, y después me fui yo.
-Bueno, pues me pasé un año o así en Londres
y fue como un suspiro, con cuatro comidas al día y una vida de lo más
tranquila. Entonces, hacia el otoño, se fueron los dos de viaje, a Francia o
algo así, y me dijeron que volviera yo después, porque no podían pasarse sin
mí. Puse la casa en orden para la guardesa y después me vine aquí con mi
hermana Bessie, con todos los meses pagados y todo el mundo contento de volver
a verme.
-Eso debió ser cuando yo estaba en Cosham
-dijo la señora Fettley.
-Te acordarás, Liz, que en aquellos tiempos
la gente no andaba con aquellos orgullos tontos, igual que no había cines ni
campeonatos de tresillos. Fueses hombre o mujer, tomabas cualquier trabajo que
te dieran un chelín. ¿No es verdad? Yo estaba agotada después de Londres, y
creí que el aire del campo me sentaría. Así que me quedé en Smalldene y echaba
una mano cuando había que sacar las patatas tempranas o matar gallinas... Todo
eso. ¡Anda. que no se hubieran reído de mí en Londres si me hubieran visto con
botas de hombre y las enaguas remangadas!
-¿Y te pintó bien? -preguntó la señora
Fettley.
-La verdad es que no fui allí por eso. Tú
sabes tan bien corno yo que las cosas nunca pasan hasta que han pasado. El
corazón no te advierte de nada cuando te va a pasar algo hasta que ya te ha
pasado. No nos enteramos de las cosas hasta que ya han pasado.
-¿Quién fue?
-'Arrv Mockler -dijo la señora Ashcroft, al
mismo tiempo que hacía una mueca. Le dolía la pierna enferma.
-¿'Arry? ¡El hijo de Bert Mockler! ;Y yo
nunca me lo malicié!
La señora Ashcroft asintió:
-Y yo me decía, y me lo creía, que lo que
pasaba era que me gustaba trabajar en el campo.
-¿Y cómo fue?
-Lo de siempre. Al principio, estupendo... y
después peor que nada. Debí haberme dado cuenta, porque tuve advertencias de
sobra, pero no les hice caso. Porque una vez estábamos quemando basura, justo
cuando estábamos empezando a conocernos bien. Era un poco demasiado pronto para
quemarla, y se lo dije. «¡No!», va y dice él, «cuanto antes acabemos con esta
porquería, mejor», dice. Tenía un gesto muy duro cuando me dijo eso. Entonces
me di cuenta. de que me había encontrado con un hombre de verdad, que nunca me
había pasado antes. Siempre había mandado yo.
¡Sí, es verdad! O mandas tú o mandan ellos
-suspiró la otra-. A mí me gustan las cosas como deben ser.
-A mí no, pero a 'Arry sí... Por entonces
tenía yo que volverme a Londres. Me resultó imposible. ¡Lo juro! Conque fui y
un lunes por la mañana me eché un chorro de agua hirviendo en el brazo
izquierdo y en la mano. Así me podía quedar allí otros quince días.
-¿Y valió la pena? -preguntó la señora
Fettley, contemplando la cicatriz blanquecina en el antebrazo arrugado de la
señora Ashcroft.
Ésta asintió:
-Y después nos las arreglarnos entre los dos
para que él pudiera venir a Londres a buscar trabajo en unas cocheras cerca de
donde estaba yo. Y se lo dieron. Ya me encargué yo. Su madre nunca se malició
nada. Él se vino a Londres y ahí vivimos los dos, a menos de un kilómetro de
distancia.
-Pero le pagarías el viaje tú... -dijo la
señora Fettley, convencida de ello.
La señora Ashcroft volvió a asentir:
-Para él todo me parecía poco. Era mi hombre.
¡Ay, Dios mío! ¡Lo que nos reíamos cuando salíamos de paseo por aquellas calles
adoquinadas al atardecer, aunque a mí me dolían los callos con aquellas
botitas! Nunca lo había pasado así de bien. ¡Nunca en mi vida! ¡Y él tampoco!
La señora Fettley echó una risita de
solidaridad.
-¿Y cómo fue que acabaron? -preguntó.
-Cuando me lo devolvió todo, hasta el último
penique. Entonces lo comprendí, pero no quería comprenderlo. «Has sido muy
amable conmigo», va y me dice. Y yo le digo: «¡Amable! ¿Me dices eso a mí?»
Pero él va y me sigue diciendo lo buena que he sido con él y que nunca en la
vida lo va a olvidar. Estuve sin creérmelo dos o tres días, porque no quería
creérmelo. Entonces va y me dice que no estaba contento con su trabajo en la
cochera, y que los otros están abusando de él, y todas esas mentiras que cuentan
los hombres cuando van a dejarla a una. Lo dejé que hablara todo lo que
quisiera, sin ayudarlo ni discutirle. Cuando acabó de hablar me quité un broche
que me había regalado y le digo: «Vale. No te pido nada.» Y me di la güelta y
me marché a sufrir a solas. Y él no insistió. Desde entonces no vino a verme ni
me escribió. Se golvió otra vez a casa con su madre.
-¿Y estuviste mucho tiempo esperando a que
volviera? -preguntó implacable la señora Fettley.
-¡Y tanto!... ¡Y tanto! Cuando pasaba por las
calles por las que habíamos ido juntos, me creía que hasta las piedras decían
su nombre.
-Sí -dijo la señora Fettley-. Yo creo que eso
hace más daño que nada en el mundo. ¿Y no pasó nada más?
-No, nada. Eso es lo más raro de todo, aunque
te parezca mentira, Liz.
-Te creo. Te apuesto que a estas alturas no
vas a decir una mentira.
-Y tanto... Y sufrí como no se lo deseo a mi
peor enemigo. ¡Dios mío! ¡Aquella primavera fue un infierno! Primero fueron los
dolores de cabeza, que nunca había tenido en toda la vida. ¡Imagínate, yo con
dolores de cabeza! Pero al final los prefería. Así no podía pensar...
-Es como el dolor de muelas -comentó la
señora Fettley-. Tiene que doler y doler hasta que ya no se puede soportar
mas... y entonces ya no queda nada.
-A mí me quedó bastante para toda la vida.
Todo pasó por la muchacha de la señora de la limpieza. Se llamaba Sophy Ellis.
Era todo ojos y codos y siempre tenía hambre. Yo le daba de comer. A veces no
le hacía ni caso, y desde luego ni la miraba cuando pasó lo mío con 'Arry. Pero
ya sabes lo que pasa a veces con las rapazas. Me cogió un cariño loco, y todo
el tiempo me hacía arrumacos, y yo no tenía coraje para echarla... Una tarde,
me acuerdo que era al principio de la primavera, su madre la había mandado a
ver si podía sacarnos algo de comer. Yo estaba sentada al hado de la chimenea,
con el mandil puesto por la cabeza, medio loca del dolor de cabeza, cuando va y
entra la Sophy. Creo que le dije que me dejara en paz. «¡Anda!» va y dice «¿No
es más que eso? ¡Eso se lo quito yo en medio minuto!» Le dije que no me pusiera
un dedo encima, porque creí que me iba a acariciar la frente... que a mí no me
gustan esas cosas. «No la voy a tocar», va y dice, y vuelve a salir. No hacía
ni diez minutos que ya se había ido cuando de pronto se me pasa el dolor de
cabeza. Conque me puse a la faena. Pasa un rato y vuelve la Sophy y se sienta
en mi silla, más callada que un muerto. Tenía unas ojeras asina de grandes y la
cara toda consumida. Le pregunté qué le pasaba. Y va y dice: «Nada. Ahora lo
tengo yo.» «Que tienes qué», digo yo. «Su dolor de cabeza», dice ella, toda
ronca y apretando los labios. «Se lo he quitado.» Y yo le digo: «Bobadas; se me
ha ido solo mientras tú andabas por ahí. Quédate ahí mientras te hago una taza de
té.» «Eso no vale», dice ella. «Tiene que durarme lo mismo que a usted. ¿Cuánto
tiempo le duran a usted los dolores de cabeza?» «No digas bobadas», le digo yo,
«o mando a buscar al médico», porque parecía que tenía un ataque de anginas.
«Ay, señora Ashcroft », dice ella, estirando los bracitos, «la quiero tanto».
Entonces no pude decir nada. Me la senté en el halda y le hice cariños. «¿Se le
ha pasado de verdad?», me dice. «Sí, le digo. «y si eres tú la que me lo has
quitado, te lo agradezco de verdad». «Claro que he sido yo», dice y me pone la
cabeza en la mejilla. «Yo soy la única que sabe de esas cosas.» Y entomices va
y me dice que ha cambiado mi dolor de cabeza por el suyo en una Casa de los
Deseos.
-¿Qué? -dijo la señora Fettley, muy
extrañada.
-Una Casa de los Deseos. ¡No! Yo tampoco
había oído hablar de nada por el estilo. Al principio no entendí nada, pero
cuando me lo fue explicando vi que una Casa de los Deseos tenía que ser una
casa deshabitá, sin naide desde hacía mucho tiempo, para que viniera alguien a
habitarla. Dijo que se lo había dicho una rapaza con la que jugaba en los
establos donde trabajaba 'Arry. Dijo que la chica andaba con unos que venían en
una caravana a pasarse los inviernos en Londres. Gitanos, digo yo.
-¡Aaah! Los gitanos saben muchas cosas, pero
yo nunca había oído hablar de una Casa de los Deseos, y eso que he oído
decir... tantas cosas -dijo la señora Fettley.
-Sophy dijo que había una Casa de los Deseos
en Wadloes Road, unas manzanas más allá, camino de la tienda de comestibles
donde comprábamos nosotros. No había más que llamar a la puerta y echar el
deseo por la raja del buzón. Le pregunté si eran las hadas. Y va y me dice:
«¿Pero no sabe usted que en las Casas de los Deseos no hay hadas? No hay más
que un trasgo.»
-¡Díos mío de mi vida! ¿Dónde aprendió esa
palabra? -exclamó la señora Fettley, porque en Sussex los trasgos son espíritus
de los muertos o, lo que es todavía peor, de los vivos.
-Me dijo que se lo había dicho la chica de la
caravana. Y, la verdad, Liz, aquello me dio miedo, y como la tenía en brazos,
debe haberlo sentido, y la apreté fuerte y le digo:
«Eres muy amable de haberme quitado el dolor
de cabeza, pero ¿por qué no te deseaste algo muy bonito para ti?» Y va y me
dice: «No dejan. En la Casa de los Deseos lo único que te dejan es desear que
si a alguien le pasa algo malo se te pase a ti. Cuando madre me trata bien, le
quito los dolores de cabeza, pero es la primera vez que puedo hacer algo por
usted. La quiero tanto, señora Ashcroft.» Y va y sigue diciendo cosas por el
estilo. Te aseguro, Liz, que de oírla hablar se me pusieron los pelos de punta.
Le pregunté lo que era un trasgo y va y me dice: «No sé, pero cuando tocas el
timbre oyes que viene corriendo del sótano y sube la escalera hasta la puerta.
Entonces dices lo que deseas y te largas». Y yo digo: «¿El trasgo no te abre la
puerta?» «¡Ni hablar!», dice ella. «No oyes más que unas risitas detrás de la
puerta. Entonces dices lo que le quieres quitar a alguien al que quieres mucho
y te lo pasa a ti», dice. No le pregunté nada más; la rapaza estaba demasiado
cansada y tenía mucha calentura. La estuve haciendo arrumacos hasta que llegó
la hora de encender el gas, y poco después se le pasó el dolor de cabeza, que
debía de ser el mío, y se puso a jugar con el gato.
-¡Qué cosas! -dijo la señora Fettley-. Y, ¿le
volviste a preguntar algo?
-Ella quería seguir hablando de aquello, pero
yo no estaba dispuesta a hablar de esas cosas con una niña.
-Y entonces, ¿qué hicistes?
-Cuando me venían los dolores de cabeza me
quedaba sentada en mi habitación, detrás de la cocina. Pero no me se olvidó.
-Claro. Y, ¿te volvió a hablar de eso?
-No. Además, no sabía nada más que lo que le
había contado la gitanilla, sólo que aquel encantamiento valía. Y después
-aquello fue en mayo- me pasé el verano en Londres. Fueron semanas y semana’s
de mucho calor y con viento, y con las calles que apestaban a boñigas secas de
caballo que el viento se llevaba de un lado para otro y se amontonaban en las
aceras. Ahora ya no pasa eso. Tenía vacaciones justo antes de la recogida del
lúpulo, y vine aquí a pasarlas con Bessie otra vez. Se dio cuenta que había adelgazado
y que tenía ojeras.
-Y, ¿viste a 'Arry?
La señora Ashcroft asintió:
-Al cuarto... no, al quinto día. Un
miércoles, fue. Yo sabía que había vuelto a trabajar a Smalldene. Le pregunté a
su madre en la calle, con todo descaro. No pudo decirme mucho, porque estaba la
Bessie y ya sabes lo que habla, y aquel día no paraba. Pero aquel miércoles
había yo sacado a uno de los chicos de la Bessie que se me colgaba de las
sayas, y cuando íbamos por la trasera de Chanter’s Tot sentí que venía él por
el sendero detrás de mí y por la manera de andar sentí que había cambiado en
algo. Empecé a andar más despacio y sentí que él también. Entonces me paré un
rato con el crío, para hacer que se me adelantara él. Y entonces tuvo que
pasarme. Y va y no me dice más que: «Buenas», y sigue su camino, tratando de
hacer corno si no le pasara nada.
-¿Estaba bebido? -preguntó la señora Fettley.
-¡Ni hablar! Estaba como encogido y pálido, y
le colgaba la ropa como si fuera un espantapájaros, y tenía la nuca blanca como
el papel. Tuve que agarrarme para no abrir los brazos y llamarle. Pero tuve que
tragar saliva hasta volver a casa y dejar a todos los críos en la cama. Y
entonces, después de la cena voy y le digo a la Bessie: «¿Qué demonios le ha
pasado a 'Arry Mockler?» Y la Bessie va y me dice que se ha pasado dos meses en
el hospital porque se ha cortado el pie con una pala cuando estaba vaciando el
estanque de Smalldene. El barro estaba infestado y se le subió la infección por
toda la pierna y luego por todo el cuerpo. No llevaba más que quince días de
vuelta a su trabajo de carretero en Smalldene. La Bessie me dijo que el doctor
había dicho que probablemente no aguantaría las primeras heladas de noviembre,
y que su madre le había dicho que no comía ni dormía bien y que dejaba la cama
empapada, aunque durmiera sin mantas. Y que escupía que daba miedo por las
mañanas. «Hay que ver», digo yo, «qué pena. Pero a lo mejor con la recogida del
lúpulo se pone güeno», y me traigo la costura y voy y enhebro la aguja a la luz
de la lámpara, sin hacer ni un gesto. Aquella noche (me había puesto a dormir
en el cuarto de la colada) me la pasé llorando. Y ya sabes tú, que me has
acompañado en los partos, que para que llore yo tengo que estar muy a las
malas.
-Sí, pero un parto no es más que dolor -dijo
la señora Fettley.
-Me desperté con el canto del gallo y me puse
té frío en los ojos para que no me se notara. Y aquella tarde, cuando salía a
poner unas flores en la tumba de mi hombre, para que no comentaran, me encontré
con 'Arry donde está ahora el Monumento a los Caídos. Volvía de donde sus
caballos, así que no podía verme. Le miro de arriba abajo y le digo: «'Arry,
vente a descansar a Londres.» «No pienso», dice, «porque yo no puedo darte
nada». Y yo le digo: «No te pido nada. ¡Por Dios que no te pido nada! Sólo que
vengas a ver a un médico en Londres.» Y levanta los ojos cargados para mirarme
y me dice: «No hay nada que hacer, Gra. No me quedan más que unos meses.»
«¡Pero si tú eres mi hombre!», le digo. Y no pude decir nada más. Se me atragantaban
las palabras. «Muchas gracias, Gra», dice (pero nunca me dijo que yo era su
mujer), y sigue su camino y su madre, maldita sea, le estaba esperando, y
cuando entró él en casa candó la puerta.
La señora Fettley alargó un brazo por encima
de la mesa, como para tocar en la muñeca a la señora Ashcroft, pero ésta retiró
el brazo.
-Así que seguí hasta el cementerio con mis
flores y me acordé de lo que me había dicho mi marido aquella noche. Era verdad
que se estaba muriendo y había pasado lo que había dicho él. Pero cuando estaba
poniendo las plantas en su tumba me di cuenta que sí había algo que podía hacer
yo por 'Arry. Diga lo que diga el doctor, pensé que podía intentarlo. Y fui y
lo intenté. Aquella mañana llegó una cuenta de nuestra tienda de. Londres. La
señora Marshall me había dejado dinero para esas cosas, claro, pero yo le dije
a la Bessie que era que tenía que ir a abrir la casa. Y me fui en el tren de la
tarde.
-¡Ah! Pero, ¿no te daba... no te daba miedo?
-¿Por qué? No me quedaba ya nada más que mi
vergüenza y la crueldad de Dios. Ya me había quedado sin 'Arry para siempre.
¿no? Sabía que iba a seguir ardiendo hasta quedarme consumida.
-¡Pobrecita! -dijo la señora Fettley,
volviendo a alargar el brazo, y esta vez la señora Ashcroft permitió que le
tocara la muñeca.
-Pero me alegraba saber que por lo menos
podría tratar de hacer algo por él. Y entonces fui y pagué la cuenta de la
tienda y me metí el recibo en el bolso y fui a la casa de la señora Ellis, que
era la que venía a hacer la limpieza, y le pedí las llaves y fui a abrir la
casa. Primero me hice la cama (¡Dios mío! ¡Dormir en mi propia cama!). Después
me hice una taza de té y me quedé sentada en la cocina, pensando todo el rato
hasta el atardecer. Casi era de noche cuando me vestí y salí con el recibo y el
bolso, haciendo como que estaba buscando unas señas. La casa era el número 14
de Waldoes Road, y era una de esas casitas con la cocina en el sótano, de esas
casitas todas pegadas unas a otras con un jardincito delante y una valla, y había
veinte o treinta iguales. Tenía la pintura de la puerta agrietada y hacía años
que no la habían pintado. En la calle no había casi gente; sólo gatos. ¡Y qué
calor! Voy a la puerta de lo más natural, subo las escaleras y voy y toco al
timbre. Sonó muy fuerte, como pasa siempre en las casas vacías... Cuando dejó
de sonar oí como si retirasen una silla en la cocina. Después oí unas pisadas
en la escalera de la cocina, como si fuera una mujer bien fuerte en zapatillas.
Iban subiendo por la escalera hasta llegar al vestíbulo... oí cómo chirriaban
los escalones... y se pararon delante de la puerta. Me inclino hacia la raja
del buzón y digo: «Que me caiga a mí encima todo lo que le está pasando a mi
hombre, 'Arry Mockler, porque le quiero.» Y entonces, lo que fuese que estaba
al otro lado de la puerta dejó escapar el aliento, como si hubiera estado un
rato sin respirar para oír mejor.
-Y, ¿no te dijo nada? -preguntó la señora
Fettley.
-Nada. No hizo más soltar el aliento, como si
dijera: A-ah. Después golvieron a sonar las pisadas que golvían a bajar a la
cocina, corno si arrastrase los pies... y sentí que golvían a arrastrar la
silla.
-¿Y todo ese tiempo tú estabas en la puerta,
Gra?
La señora Ashcroft asintió.
-Entonces me fui y me crucé con un hombre que
va y me dice: «¿No sabía usted que esa casa estaba vacía?» «No», le digo yo.
«Deben de haberme dado mal el número.» Y me golví a nuestra casa y me acosté,
porque ya no podía más. Hacía tanto calor que casi no se podía dormir, y me
estuve dando paseos por la habitación, y durmiendo a ratos, hasta el amanecer.
Entonces me fui a la cocina a hacerme el té y me di un golpe justo encima del
tobillo con una de las tenazas de la cocina que la señora Ellis había sacado de
su sitio la última vez que había ido a limpiar. Y después de eso me puse a
esperar hasta que los Marshall golvieran de vacaciones.
-¿Tú sola? ¿Y no te daban ya miedo las casas
vacías? -preguntó horrorizada la señora Fettley.
-Güeno, la señora Ellis y Sophy empezaron a
venir en cuanto que se enteraron que había vuelto yo, y entre las tres golvimos
a limpiar la casa de arriba abajo. En todas las casas siempre queda algo que
hacer. Y así me pasé todo el otoño y el invierno, allá en Londres.
-¿Y no pasó nada con lo que habías hecho?
La señora Ashcroft sonrió:
-No. Entonces no. En noviembre le mandé diez
chelines a la Bessie.
-Siempre has sido muy generosa -interrumpió
la señora Fettley.
-Y recibí lo que esperaba, con todas las
demás noticias. Me decía que con la recogida del lúpulo él se había puesto
estupendo. Había estado en la recogida seis semanas y ahora estaba otra vez en
Smalldene, con los caballos. A mí no me importaba cómo había sido eso, con tal
que estuviera bien. Pero no creas que mis diez chelines sirvieron para
tranquilizarme mucho. Si 'Arry se hubiera muerto, entonces sería mío hasta el
Día del Juicio. Pero 'Arry vivo, seguro que iba a liarse con alguna en cuanto
pudiera. Aquello me tenía cabreada. Y cuando llegó la primavera me empezó a
fastidiar otra cosa. Me había salido una especie de divieso con mucha pus en la
pierna, justo encima de la bota y no se me cerraba nunca. Me daba asco mirarlo.
porque yo he sido siempre de piel muy fuerte. Ya me pueden dar un hachazo, que
en seguida se cierra la herida, como quien cava la tierra. Entonces la señora
Marshall hizo que me viniera a ver su propio doctor. El doctor me dijo que
tendría que haberle consultado mucho antes, en lugar de llevar meses
vendándomelo con una media de color. Me dijo que en el trabajo me pasaba
demasiado tiempo de pie, porque el divieso estaba al lado de una vena hinchada,
por detrás del tobillo. Y va y me dice: «Va a tardar en quitársele tanto como
tardó en ponérsele así. Ponga la pierna en alto y descánsela», dice, «y pronto
se le pasará. Más vale que no cierre en seguida. Tiene usted la pierna muy
fuerte, señora Ashcroft». Y va y me pone unas hilas húmedas.
-Hizo bien -dijo convencida la señora
Fettley-. A las heridas que supuran se les ponen hilas húmedas. Se tragan la
pus, igual que la mecha de la lámpara se traga el aceite.
-Es verdad. Y ha señora Marshall se pasaba el
rato haciéndome pasar más tiempo sentada y casi se me cerró. Y después me
hicieron venir con la Bessie para acabar de curarme, porque no soy de las que
les gusta estar sentada cuando hay algo que hacer. Entonces era cuando golviste
tú al pueblo, Liz.
-Sí. pero la verdad es que no me sospechaba
nada.
-Yo no quería que sospecharas nada -sonrió la
señora Ashcroft-. Vi a 'Arry dos o tres veces por la calle y estaba estupendo;
había engordado y estaba curado del todo. Entonces, un día ya no le vi y su
madre me dijo que uno de los caballos le había dado una coz en la cadera.
Estaba en cama, con muchos dolores. Y la Bessie va y le dice a su madre que era
una pena que 'Arry no estuviera casado para que su mujer se encargara de
cuidarle. ¡Cómo se puso la vieja! Nos dijo que 'Arry no había mirado a una
mujer en toda su vida, y que mientras ella viviera le cuidaría sin parar. Y por
eso me di cuenta de que le vigilaría como un perro, y encima sin pedir ni un
hueso.
La señora Fettley reía en silencio.
-Aquel día -continuó la señora Ashcroft-
estuve todo el tiempo sin dormir, y vi cómo iba y venía el doctor porque creían
que también le había dado en las costillas. Eso hizo que me se volviera a
reventar el grano y me saliera toda la pus. Pero resultó que 'Arry no tenía
nada en has costillas, y pasó bien la noche. Cuando me enteré, a la mañana
siguiente, me digo: «Todavía no voy a pensar nada. No voy a descansar la pierna
en toda la semana, a ver qué pasa.» Aquel día no me dolió, era más bien como si
me fuera quedando sin fuerzas, y 'Arry volvió a pasar bien la noche. Entonces
seguí igual, pero no me atreví a pensar nada hasta el fin de semana, que 'Arry
volvió a levantarse, casi corno si nada, sin heridas por dentro ni por fuera.
Casi me puse de rodillas en el lavadero cuando salió la Bessie a la calle, y
digo: «Ahí te tengo, muchacho. Todo lo güeno que te pase hasta que yo me muera
te vendrá de mí, aunque tú no lo sepas. ¡Dios mío, haz que viva mucho tiempo,
por el bien de 'Arry!», digo. Y creo que aquello me alivió los dolores.
-¿Para siempre? -preguntó ha señora Fettley.
-Han vuelto muchas veces, pero por fuertes
que fueran, yo sabía que era por él. Lo sabía. Fui y me puse a controlar los
dolores, igual que se controla una cocina, hasta que aprendí a tenerlos cuando
quería yo. Y aquello también era muy raro, Liz. Había .veces que el grano se
encogía y se secaba. Al principio yo hacía todo lo posible para que me
golviera, porque me daba miedo dejar a 'Arry demasiado tiempo solo por si le
pasaba algo. Y después comprendí que aquello era porque estaba bien y así fue cómo
me salvé.
-¿Cuánto tiempo? -preguntó la señora Fettley,
interesadísima.
-A veces me he pasado casi un año sin que se
viera más que la punta del granito. Estaba seco y chiquitísimo. Luego se volvía
a inflamar, como un aviso, y me dolía. Cuando ya no podía más, porque tenía que
seguir haciendo mi trabajo de Londres, ponía la pierna en una silla hasta que
se aliviaba. Pero tardaba su tiempo. Entonces sabía, por aquella sensación, que
a 'Arry le pasaba algo. Y le mandaba cinco chelines a la Bessie, o les mandaba
algo a los niños, para enterarme de si a lo mejor es que le pasaba algo porque
yo me había descuidado. ¡Y eso era! Año tras año conseguí cuidar de él, Liz, y
todo lo güeno que le pasó fue gracias a mí... años y años.
-Pero, ¿de qué te valió todo eso a ti, Gra?
-casi sollozó la señora Fettley-. ¿Le veías mucho?
-A veces, cuando me venía a pasar aquí las
fiestas. Y cuando me vine aquí para siempre, más. Pero nunca me ha hecho caso,
ni a mí ni a ninguna otra mujer, más que a su madre. ¡Cómo le vigilaba yo! Y
ella también.
-¡Tantos años! -dijo la señora Fettley-. Y,
¿dónde trabaja ahora?
-Hace mucho que dejó lo de los caballos.
Ahora trabaja en una de esas casas grandes de tractores, de esas que también
hacen arados y algunos camiones. Me han dicho que hay veces que los lleva hasta
Gales. Para las fiestas viene a ver a su madre, pero ahora hay veces que me
paso semanas sin verle. ¡Me da igual! Con su trabajo, nunca se puede quedar
mucho tiempo en el mismo sitio.
-Pero, es un decir, suponte que 'Arry fuera y
se casara -dijo la señora Fettley. La señora Ashcroft dio un respingo entre los
dientes, iguales y sin puentes.
-Nunca se me ha ocurrido eso -respondió-.
Supongo que se me tendrían en cuenta todos mis dolores. ¿No, Liz?
-Es lo que debería pasar, hija. Es lo que
debería pasar.
-La verdad es que a veces duele mucho. Ya
verás cuando venga la enfermera. Se cree que no me he enterado de lo que es.
La señora Fettley comprendió. La naturaleza
humana raras veces se permite pronunciar la palabra «cáncer».
-¿Estás totalmente segura, Gra? -pregunto.
-Ya estaba segura cuando el señor Marshall me
mandó a subir a su estudio y me estuvo hablando un rato largo de que había sido
una sirvienta muy fiel y les había servido mucho tiempo, pero no el suficiente
para que me dieran una pensión. Pero me pasarían una cantidad semanal. Ya sabía
yo lo que significaba eso... y ya hace tres anos.
-Eso no demuestra nada, Gra.
-¿Pasarle 15 chelines a la semana a una mujer
que lógicamente tenía veinte años de vida por delante? ¡Claro que sí!
-¡Te equivocas, te equivocas! -insistió la
señora Fettley.
-Liz, no me puedo equivocar cuando los bordes
están todos dados la vuelta, como... como un cuello de camisa arrugado. Ya lo
verás. Y además, yo amortajé a Dora Wickwood. A ella le había dado debajo del
sobaco.
La señora Fettley se quedó pensativa un rato
e inclinó la cabeza como rindiéndose.
-¿Cuánto tiempo crees que te queda a partir
de ahora, hija?
-Igual que tardó en venir, tardará en irse.
Pero si no te veo antes de la próxima recogida del lúpulo, ésta será nuestra
despedida, Liz.
-No sé si podré venir antes, si no tengo un
perrito que me guíe. Los niños no quieren molestarse. ¡Ay, Gra! Me estoy
quedando ciega... ¡Me estoy quedando ciega!
-¡Ah!, ¿por eso no has hecho más que tocar y
retocar la colcha todo este rato? Ya me decía yo... Pero sí que va a contar el
dolor, ¿no crees, Liz? Sí que contará el dolor para que 'Arry siga... donde
quiero yo. Dime que no ha sido todo para nada.
-Estoy segura... segura, hija. Tendrás tu recompensa.
-Eso es lo único que quiero... Si es que me
tienen en cuenta el dolor.
-Seguro, seguro, Gra.
Llamaron a la puerta.
-Es la enfermera. Se ha adelantado -dijo la
señora Ashcroft-. Ábrela.
Entró la joven a paso animado, con un bolso
lleno de frasquitos tintineantes.
-Buenas tardes, señora Ashcroft saludó-. He
venido un poquito más temprano que de costumbre por lo del baile de esta noche
en la Institución. ¿Verdad que no le importa?
-No, no. A mí ya se me pasó la edad de bailar
-dijo la señora Ashcroft, recuperando su tono de sirvienta discreta-. Aquí mi
vieja amiga, la señora Fettley, me ha estado haciendo compañía.
-Espero que no la haya fatigado a usted -dijo
la enfermera en tono un tanto frío.
-Todo lo contrario. Ha sido un placer. Sólo
que... sólo que al final me he sentido un poco cansada.
-Claro, claro -la enfermera ya se había
puesto de rodillas y tenía unas gasas en la mano-. Cuando se reúnen las señoras
mayores, hablan demasiado. Ya me he dado yo cuenta.
-A lo mejor tiene usted razón -dijo la señora
Fettley, poniéndose en pie-. Así que me voy.
-Pero antes, míralo -dijo la señora Ashcroft
con voz apagada-. Me gustaría que lo vieras.
La señora Fettley lo miró y sintió un
escalofrío. Después, se inclinó, dio un beso suave a la señora Ashcroft en la
frente macilenta y otro en los ojos grises desvaídos.
-Sí que cuenta, ¿verdad? ¿El dolor? -aquellas
palabras apenas si traspasaron los labios, que todavía mostraban huellas de su
antigua línea.
La señora Fettley se los besó y se fue hacia
la puerta.
La Casa de los Deseos
Rudyard Kipling
@uncuentodiario
Cuentosdiario.blogspot.com
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