El nadador
John Cheever
Era uno de esos domingos de mitad de verano en que todo el mundo repite:
«Anoche bebí demasiado.» Lo susurraban los feligreses al salir de la iglesia,
se oía de labios del mismo párroco mientras se despojaba de la sotana en la
sacristía, así como en los campos de golf y en las pistas de tenis, y también
en la reserva natural donde el jefe del grupo Audubon sufría los efectos de una
terrible resaca.
—Bebí demasiado —decía Donald Westerhazy.
—Todos bebimos demasiado —decía Lucinda Merrill.
—Debió de ser el vino —explicaba Helen Westerhazy—. Bebí ¡demasiado
clarete.
El escenario de este último diálogo era el borde de la piscina de los
Westerhazy, cuya agua, procedente de un pozo artesiano con un alto porcentaje
de hierro, tenía una suave tonalidad verde. El tiempo era espléndido. Hacia el
oeste se amontonaban las nubes, tan parecidas a una ciudad vista desde lejos
—desde el puente de un barco que se aproximara— que podían haber tenido un
nombre. Lisboa. Hackensack. El sol calentaba. Neddy Merrill, sentado en el borde
de la piscina, tenía una mano dentro del agua, y sostenía con la otra una copa:
ginebra. Neddy era un hombre enjuto que parecía conservar aún la peculiar
esbeltez de la juventud, y, aunque los días de su adolescencia quedaban ya muy
lejos, aquella mañana se había deslizado por el pasamanos de la escalera, y en
su camino hacia el olor a café que salía del comedor, había dado un sonoro beso
en la broncínea espalda a la Afrodita del vestíbulo. Podría habérselo comparado
con un día de verano, en especial con las últimas horas de uno de ellos, y
aunque le faltase una raqueta de tenis o una vela hinchada por el viento, la
impresión era, decididamente, de juventud, de vida deportiva y de buen tiempo.
Había estado nadando y ahora respiraba hondo, como si fuera capaz de almacenar
en sus pulmones los ingredientes de aquel momento, el calor del sol, y la
intensidad de su propio placer. Era como si todo le cupiera dentro del pecho.
Doce kilómetros hacia el sur, en Bullet Park, estaba su casa, donde sus cuatro
hermosas hijas habrían terminado de almorzar y quizá jugasen al tenis en aquel
momento. Fue entonces cuando se le ocurrió que si atajaba por el suroeste
podría llegar nadando hasta allí.
No había nada de opresivo en la vida de Neddy, y el placer que le
produjo aquella idea no puede explicarse reduciéndola a una simple posibilidad
de evasión. Le pareció ver, con mentalidad de cartógrafo, la línea de piscinas,
la corriente casi subterránea que iba describiendo una curva por todo el
condado. Se trataba de un descubrimiento, de una contribución a la geografía
moderna, y le pondría el nombre de Lucinda, en honor a su esposa. Neddy no era
ni estúpido ni partidario de las bromas pesadas, pero tenía una clara tendencia
a la originalidad, y se consideraba a sí mismo —de manera vaga y sin darle
apenas importancia— una figura legendaria. El día era realmente maravilloso, y
le pareció que un baño prolongado serviría para acrecentar y celebrar su
belleza.
Se desprendió del suéter que le colgaba de los hombros y se tiró de cabeza
a la piscina. Neddy sentía un inexplicable desprecio por los hombres que no se
tiran de cabeza. Nadó a crol pero de forma poco organizada, respirando unas
veces con cada brazada y otras sólo en la cuarta, y sin dejar de contar, de
manera casi subconsciente, el un-dos, un-dos, del movimiento de los pies. No
era un estilo muy apropiado para largas distancias, pero la utilización
doméstica de la natación ha gravado ese deporte con ciertas costumbres, y en la
par-te del mundo donde habitaba Neddy, el crol era lo habitual. Sentirse
abrazado y sostenido por el agua verde y cristalina, más que un placer, suponía
la vuelta a un estado normal de cosas, y a Neddy le hubiese gustado nadar sin
bañador, pero eso no resultaba posible, debido a la naturaleza de su proyecto.
Salió a pulso de la piscina por el otro extremo —nunca usaba la escalerilla—, y
comenzó a cruzar el césped. Cuando Lucinda le preguntó que adonde iba,
respondió que iría nadando hasta casa.
Sólo podía utilizar mapas imaginarios o sus recuerdos de los mapas
reales, pero eso era suficiente. Primero estaban los Graham, y a continuación
los Hammer, los Lear, los Howland, y los Crosscup. Cruzaría Ditmar Street para
llegar a casa de los Bunker y después de andar un poco pasaría por casa de los
Levy y de los Welcher, para utilizar así también la piscina pública de
Lancaster. Luego venían los Halloran, los Sachs, los Biswanger, Shirley Adams,
los Gilmartin y los Clyde. El día era estupendo, y vivir en un mundo con tan
generosas reservas de agua parecía poner de manifiesto la misericordia y la
caridad del universo. Neddy se sentía en plena forma, y atravesó el césped
corriendo. Volver a casa utilizando un camino desacostumbrado lo hacía sentirse
peregrino, explorador; lo hacía sentirse un hombre con un destino, y estaba
seguro de encontrar amigos a lo largo de todo el trayecto; no tenía la menor
duda de que sus amigos ocuparían las orillas del río Lucinda.
Atravesó el seto que separaba la propiedad de los Westerhazy de la de
los Graham, anduvo bajo algunos manzanos en flor, pasó junto al cobertizo que
albergaba la bomba y el filtro y salió al lado de la piscina de los Graham.
—¡Hola, Neddy! —dijo la señora Graham—, ¡qué agradable sorpresa! Me he
pasado toda la mañana tratando de hablar contigo por teléfono. Déjame que te
prepare algo de beber.
Neddy comprendió entonces que, como cualquier explorador, necesitaría
hacer uso de toda su diplomacia para conseguir que la hospitalidad y las
costumbres de los nativos no le impidieran llegar a su destino. No deseaba
desconcertar a los Graham ni mostrarse antipático, pero tampoco disponía de
tiempo para quedarse allí. Hizo un largo en la piscina y se reunió con ellos al
sol; unos minutos más tarde, la llegada de dos automóviles cargados de amigos
que venían de Connecticut le facilitó las cosas. Mientras todos se saludaban
efusiva y ruidosamente, Neddy pudo escabullirse. Salió por la puerta principal
de la finca de los Graham, pasó por encima de un seto espinoso y cruzó un solar
vacío para llegar a casa de los Hammer. La dueña de la casa, al levantar la
vista de las rosas, vio a alguien que pasaba nadando, pero no llegó a saber de
quién se trataba. Los Lear lo oyeron cruzar la piscina a nado a través de las
ventanas abiertas de la sala de estar. Los Howland y los Crosscup habían salido.
Al dejar la casa de los Howland, Neddy cruzó Ditmar Street y se dirigió hacia
la finca de los Bunker, desde donde, ya a aquella distancia, le llegaba el
alboroto de una fiesta.
El agua devolvía el sonido de las voces y de las risas, y daba la impresión
de dejarlas suspendidas en el aire. La piscina de los Bunker estaba en alto, y
Neddy tuvo que subir unos cuantos escalones hasta llegar a la terraza, donde
unas veinticinco o treinta personas charlaban y bebían. Rusty Towers era el
único que se hallaba dentro del agua, flotando sobre una balsa de goma. ¡Qué
hermosas eran las orillas del río Lucinda y qué maravillosa vegetación crecía
en ellas! Acaudalados hombres y mujeres se reunían junto a sus aguas color
zafiro, mientras serviciales criaturas de blancas chaquetas les servían ginebra
fría. Sobre sus cabezas, una avioneta roja de las que se utilizaban para dar
clases de vuelo daba vueltas y más vueltas, y sus evoluciones hacían pensar en
el regocijo de un niño subido en un columpio. Ned sintió un momentáneo afecto
por aquella escena, una ternura que era casi como una sensación física,
motivada por algo tangible. Oyó un trueno a lo lejos. Enid Bunker se puso a
gritar nada más verlo.
—¡Mirad quién está aquí! ¡Qué sorpresa tan maravillosa! Cuando Lucinda dijo
que no podías venir, creí que iba a morirme.
Neddy se abrió camino entre la multitud en su dirección, y cuando
terminaron de besarse, Enid lo llevó hacia el bar; avanzaron lentamente porque
Ned tuvo que pararse para besar a otras ocho o diez mujeres y estrechar la mano
de otros tantos hombres. Un barman sonriente que había visto ya antes en un
centenar de fiestas le dio una ginebra con tónica, y Ned se quedó allí un
instante, temeroso de tener que participar en alguna conversación que pudiera
retrasar su viaje. Cuando parecía que iba a verse rodeado, se tiró a la piscina
y nadó pegado al borde para evitar la balsa de Rusty. Al salir por el otro lado
se cruzó con los Tomlinson; los obsequió con una cordial sonrisa, y echó a
andar rápidamente por el sendero del jardín. La grava le hacía daño en los
pies, pero ésa era la única sensación desagradable. La fiesta sé celebraba
únicamente en los alrededores de la piscina y, al llegar junto a la casa, Ned
notó que se había debilitado el sonido de las voces. En la cocina de los Bunker
alguien oía por la radio un partido de béisbol. Domingo por la tarde. Tuvo que
avanzar en zigzag entre los coches aparcados y llegó hasta Alewives Lane
siguiendo el césped que bordeaba el camino de grava de los Bunker. Ned no
quería que lo vieran en la carretera en traje de baño, pero no había tráfico y
cruzó en seguida los pocos metros que lo separaban del sendero de grava de los
Levy, con un cartel de Propiedad Privada y un recipiente cilíndrico de color
verde para el New York Times. Todas las puertas y las ventanas de la amplia
casa estaban abiertas, pero no había signos de vida; ni siquiera un perro que
ladrara. Ned rodeó el edificio y al llegar a la piscina vio que los Levy
acababan de marcharse. Sobre una mesa al otro extremo de la piscina, cerca de
un cenador adornado con linternas japonesas, había una mesa con vasos, botellas
y platos con cacahuetes, almendras y avellanas. Después de atravesar la piscina
a nado, Ned se sirvió ginebra en un vaso. Era la cuarta o la quinta copa, y había
nadado aproximadamente la mitad del curso del río Lucinda. Se sentía cansado,
limpio, y, en ese momento, satisfecho de encontrarse solo; satisfecho con el
mundo en general.
Iba a haber una tormenta. La masa de nubes —aquella ciudad— se había
elevado y oscurecido, y mientras descansaba allí un momento, oyó otra vez el
retumbar de un trueno. La avioneta roja seguía dando vueltas, y a Ned casi le
parecía oír la risa placentera del piloto flotando en el aire de la tarde; pero
al oír el fragor de otro trueno se puso de nuevo en movimiento. El pitido de un
tren lo hizo preguntarse qué hora sería. ¿Las cuatro, las cinco? Se imaginó la
estación local, donde, en ese momento, un camarero con el esmoquinoculto bajo
un impermeable, un enano con un ramo de flores envuelto en papel de periódico y
una mujer que había llorado esperarían el tren de cercanías. Estaba
oscureciendo de pronto; era el instante en que los pájaros más estúpidos
parecían transformar su canto en un anuncio, preciso y bien informado, de la
proximidad de la tormenta. Se produjo entonces un agradable ruido de agua
cayendo desde la copa de un roble, como si alguien hubiera abierto una espita.
Después, el ruido como de fuentes se extendió a las copas de todos los árboles
altos. ¿Por qué le gustaban las tormentas? ¿Por qué se animaba tanto cuando las
puertas se abrían con violencia y el viento que arrastraba gotas de lluvia
trepaba a empellones por las escaleras? ¿Por qué la simple tarea de cerrar las
ventanas de una casa antigua le parecía tan necesaria y urgente? ¿Por qué los
primeros compases húmedos de un viento de tormenta constituían siempre el
anuncio de alguna buena nueva, de algún suceso reconfortante y alegre? En
seguida se oyó una explosión, acompañada de un olor como de pólvora, y la
lluvia azotó las linternas japonesas que la señora Levy había comprado en Kyoto
dos años antes, ¿o hacía sólo un año?
Ned se quedó en el cenador de los Levy hasta que pasó la tormenta. La
lluvia había enfriado el aire, y un escalofrío le recorrió el cuerpo. La fuerza
del viento había arrancado las hojas secas y amarillas de un arce y las había
esparcido sobre la hierba y el agua. Como estaban aún a mitad de verano, Ned
supuso que el árbol se hallaba enfermo, pero sintió una extraña tristeza ante
ese signo del otoño. Hizo unos movimientos gimnásticos, apuró la ginebra y se
dirigió hacia la piscina de los Welcher. Eso significaba cruzar el picadero de
los Lindley, y le sorprendió encontrar la hierba demasiado crecida y los
obstáculos desmantelados. Se preguntó si los Lindley habrían vendido sus
caballos o si se habrían ausentado durante el verano, dejando sus animales al
cuidado de otras personas. Le pareció recordar que había oído algo acerca de
los Lindley y de sus caballos, pero no sabía exactamente qué. Siguió adelante,
notando la hierba húmeda contra los pies descalzos, en dirección a la casa de
los Welcher, donde se encontró con que la piscina estaba vacía.
Esa ruptura en la continuidad de su río imaginario le produjo una
absurda decepción, y se sintió como un explorador que busca las fuentes de un
torrente y encuentra un cauce seco. Ned notó que lo dominaba el desconcierto y
la decepción. Era bastante normal que los vecinos de aquella zona se marcharan
durante el verano, pero nadie vaciaba la piscina. Los Welcher se habían ido
definitivamente. Las sillas, las mesas y las hamacas de la piscina estaban
dobladas, amontonadas y cubiertas con lonas. Los vestuarios, cerrados, y lo
mismo sucedía con todas las ventanas de la casa, y cuando la rodeó hasta llegar
al camino de grava que llevaba hasta la puerta principal se encontró con un
cartel que decía: «Se Vende», clavado en un árbol. ¿Cuándo había oído hablar de
los Welcher por última vez? ¿Cuándo —habría que decir, más exactamente— Lucinda
y él se habían disculpado por última vez al recibir una invitación suya para
cenar? No daba la impresión de que hubiese transcurrido más de una semana. ¿Le
fallaba la memoria o la tenía tan disciplinada contra los sucesos desagradables
que llegaba a falsear la realidad? A lo lejos oyó que alguien jugaba un partido
de tenis. Aquello lo animó, disipando todas sus aprensiones, y permitiéndole
enfrentarse con indiferencia al cielo oscurecido y al aire frío. Aquél era el
día en que Neddy Merrill iba a atravesar a nado el condado. ¡Aquel día, precisamente!
De inmediato inició la etapa más difícil de su viaje.
Alguien que hubiese salido a pasear en coche aquella tarde de domingo
podría haberlo visto, casi desnudo, en la cuneta de la autopista 424, esperando
una oportunidad para cruzar al otro lado. Podría habérsele creído la víctima de
alguna apuesta insensata, o una persona a quien se le ha estropeado el coche,
o, simplemente, un chiflado. Junto al asfalto, con los pies descalzos —entre
latas de cerveza vacías, trapos sucios y parches para neumáticos desechados—,
expuesto al ridículo, resultaba penoso. Ned sabía desde el principio que
aquello era parte de su recorrido, que figuraba en sus mapas, pero al
enfrentarse con las largas filas de coches que culebreaban bajo la luzdel
verano, descubrió que no estaba preparado psicológicamente. Los ocupantes de
los automóviles se reían de él, lo tomaban a broma, y llegaron incluso a
tirarle una lata de cerveza, y él no tenía ni dignidad ni humor que aportar a
aquella situación. Podría haberse vuelto atrás, regresar a casa de los
Westerhazy, donde Lucinda estaría aún sentada al sol. No había firmado nada, no
había prometido nada, no se había apostado nada, ni siquiera consigo mismo.
¿Por qué, creyendo como creía que toda humana testarudez era susceptible de ceder
ante el sentido común, se sabía incapaz de volver atrás? ¿Por qué estaba
decidido a terminar el recorrido, aun a costa de poner en peligro su vida? ¿En
qué momento aquella travesura, aquella broma, aquella payasada se había
convertido en algo muy serio? No estaba en condiciones de volver atrás, ni
siquiera recordaba con claridad las verdes aguas de la piscina de los
Westerhazy, ni el placer de aspirar los componentes de aquel día, ni las
serenas y amistosas voces que se lamentaban de haber bebido demasiado. En una
hora aproximadamente, Ned había cubierto una distancia que hacía imposible el
regreso.
Un anciano que conducía a veinticinco kilómetros por hora le permitió
llegar hasta la mediana de la autopista, donde había una tira de césped. Allí
se vio expuesto a las bromas del tráfico que avanzaba en dirección contraria,
pero al cabo de unos diez minutos o un cuarto de hora consiguió cruzar. Desde
allí sólo tenía que andar un poco para llegar al centro recreativo situado a
las afueras de Lancaster, que disponía de varios frontones y de una piscina
pública.
La peculiar resonancia de las voces cerca del agua, la sensación de
brillantez y de tiempo detenido eran las mismas que anteriormente en casa de
los Bunker, pero aquí los sonidos resultaban más fuertes, más agrios y más
penetrantes, y tan pronto como entró en aquel espacio abarrotado de gente, Ned
tuvo que someterse a las molestias de la reglamentación: «Todos los bañistas
tienen que ducharse antes de usar la piscina. Todos los bañistas deben utilizar
el pediluvio. Todos los bañistas deben llevar la placa de identificación.»
Ned se duchó, se lavó los pies en una oscura y desagradable solución y
llegó hasta el borde de la piscina. Apestaba a cloro y le recordó a
unfregadero. Sendos monitores, desde sus respectivas torres, hacían sonar sus
silbatos a intervalos aparentemente regulares, insultando además a los bañistas
mediante un sistema de megafonía. Ned recordó con nostalgia las aguas color
zafiro de los Bunker y pensó que podía contaminarse —echar a perder su
prosperidad y disminuir su atractivo personal— nadando en aquella ciénaga, pero
recordó que era un explorador, un peregrino, y que aquello no pasaba de ser un
remanso de aguas estancadas en el río Lucinda. Se tiró al cloro con ceñuda
expresión de disgusto y no le quedó más remedio que nadar con la cabeza fuera
para evitar colisiones, pero incluso así lo empujaron, lo salpicaron y le
dieron codazos. Cuando llegó al lado menos profundo de la piscina, los dos
monitores le estaban gritando:
—¡A ver, ése, ese que no lleva placa de identificación, que salga del
agua!
Ned lo hizo así, pero los otros no estaban en condiciones de
perseguirlo, y, dejando atrás el desagradable olor de las cremas bronceaduras y
del cloro, saltó una valla de poca altura y atravesó los frontones. Le bastó
cruzar la carretera para entrar en la parte arbolada de la propiedad de los
Halloran. Nadie se había preocupado de arrancar la maleza que crecía entre los
árboles, y tuvo que avanzar con grandes precauciones hasta llegar al césped y al
seto de hayas recortadas que rodeaba la piscina.
Los Halloran eran amigos suyos; se trataba de unas personas de edad
avanzada y enormemente ricos, que se sentían felices cuando alguien los
consideraba sospechosos de filocomunismo. Eran reformadores llenos de celo,
pero no comunistas; sin embargo, cuando alguien los acusaba de subversivos,
como sucedía a veces, parecían agradecerlo y sentirse rejuvenecidos. Las hojas
del seto de haya también se habían vuelto amarillas, y Ned supuso que
probablemente padecían la misma enfermedad que el arce de los Levy. Gritó
«¡hola!» dos veces para que los Halloran advirtieran su presencia y de esa
forma la invasión de su intimidad no resultara demasiado brusca. Los Halloran,
por razones que nunca le habían sido explicadas, no utilizaban trajes de baño.
En realidad, no hacía falta ninguna explicación.
Su desnudez era un detalle de su celo reformista libre de prejuicios, y
Ned se quitó cortésmente el bañador antes de entrar en el espacio limitado por
el seto de hayas.
La señora Halloran, una mujer corpulenta de cabello blanco y expresión
serena, leía el Times. Su marido sacaba hojas de haya de la piscina con una
red. No parecieron ni sorprendidos ni disgustados al verlo. Su piscina era
quizá la más antigua del condado, un rectángulo construido con piedras cogidas
del campo, alimentado por un arroyo. Carecía de filtro o de bomba, y sus aguas
tenían la dorada opacidad de la corriente.
—Estoy atravesando a nado el condado —dijo Ned.
—Vaya, no sabía que se pudiera hacer eso —exclamó la señora Halloran.
—Bueno, he empezado en casa de los Westerhazy —dijo Ned—. Debo de haber
recorrido unos seis kilómetros.
Dejó el bañador junto al extremo más hondo de la piscina, fue andando
hasta el otro lado y nadó aquella distancia. Mientras salía a pulso del agua,
oyó decir a la señora Halloran:
—Sentimos mucho que te hayan ido tan mal las cosas, Neddy.
—¿Lo mal que me han ido las cosas? No sé de qué me está usted hablando.
—¿No? Hemos oído que has vendido la casa y que tus pobres hijas…
—No recuerdo haber vendido la casa —dijo Ned—. En cuanto a las chicas,
no les ha pasado nada, que yo sepa.
—Sí —suspiró la señora Halloran—. Claro…
Su voz llenaba el aire con una melancolía intemporal, y Ned la interrumpió
precipitadamente:
—Gracias por el baño.
—Que tengas una travesía agradable —dijo la señora Halloran.
Al otro lado del seto, Ned se puso el bañador y tuvo que apretárselo. Le
estaba un poco grande, y se preguntó si era posible que hubiera perdido peso en
una tarde. Tenía frío, estaba cansado, y la desnudez de los Halloran y el agua
oscura de su piscina lo habían deprimido. Aquella travesía era demasiado para
sus fuerzas, pero ¿cómo podía haberlo previsto mientras se deslizaba aquella
mañana por el pasamanos de la escalera o cuando estaba sentado al sol en casa
de los Westerhazy? Los brazos no le respondían. Las piernas parecían de goma y
le dolían las articulaciones. Lo peor de todo era el frío en los huesos y la
sensación de que nunca volvería a entrar en calor. Caían hojas de los árboles y
el viento le trajo olor a humo. ¿Quién podía estar quemando hojarasca en
aquella época del año?
Necesitaba un trago. El whisky lo calentaría, le levantaría el ánimo, lo
sostendría hasta el final de su viaje, renovaría su convicción de que atravesar
a nado aquella zona era un proyecto original que exigía valor. Los nadadores
que recorren grandes distancias toman coñac. Necesitaba un estimulante. Cruzó
la zona de césped delante de la casa de los Halloran, y siguió andando hasta el
pabellón que habían construido para Helen, su única hija, y para su marido,
Erich Sachs. Ned encontró a los Sachs en su piscina, que era bastante pequeña.
—¡Neddy! —exclamó Helen—. ¿Has almorzado en casa de mi madre?
—No exactamente —dijo Ned—. He entrado un momento a saludar a tus
padres. —No parecía que hiciese falta dar más explicaciones—. Siento mucho
presentarme así de sorpresa, pero me ha dado un escalofrío de pronto y me
preguntaba si podríais ofrecerme una copa.
—Me encantaría hacerlo —dijo Helen—, pero no tenemos nada para beber
desde la operación de Eric. Y de eso hace ya tres años.
¿Estaba perdiendo la memoria, o era acaso que su capacidad para ignorar
acontecimientos penosos le había permitido olvidarse de la venta de su casa, de
las dificultades de sus hijas, y de la enfermedad de su amigo Eric? La mirada
de Ned se desplazó del rostro de Eric a su vientre, donde vio tres cicatrices
antiguas, más blancas que el resto de la piel, dos de ellas de treinta
centímetros de largo por lo menos. El ombligo había desaparecido, y Ned pensó
en el desconcierto de una mano inquisitiva que, al buscar en la cama a las tres
de la mañana los atributos masculinos, se encontrara con un vientre sin
ombligo, sin unión con el pasado, sin continuidad en la sucesión natural de los
seres.
—Estoy segura de que encontrarás algo de beber en casa de los
Biswanger—dijo Helen—. Dan una fiesta por todo lo alto. Se los oye desde aquí.
¡Escucha!
Helen alzó la cabeza, y desde el otro lado de la carretera, desde el
otro lado de los jardines, de los bosques, de los campos, Ned oyó de nuevo el
ruido, lleno de resonancias, de las voces cerca del agua.
—Bueno, voy a darme un remojón —dijo, notando que carecía aún de
libertad para decidir sobre su manera de viajar. Se tiró de cabeza al agua fría
y faltándole el aliento, casi a punto de ahogarse, cruzó la piscina de un
extremo a otro—. Lucinda y yo tenemos muchas ganas de veros —dijo vuelto de
espaldas, con el cuerpo orientado ya hacia la casa de los Biswanger—. Sentimos
mucho que haya pasado tanto tiempo sin vernos, y os llamaremos cualquier día de
éstos.
Ned tuvo que cruzar algunos campos hasta la casa de los Biswanger y los
sonidos festivos que salían de ella. Sería un honor para los dueños ofrecerle
una copa, se sentirían felices de darle de beber. Los Biswanger los invitaban a
cenar —a Lucinda y a él— cuatro veces al año con seis semanas de anticipación.
Ellos nunca aceptaban, pero los Biswanger continuaban enviando invitaciones
como si fueran incapaces de comprender las rígidas y antidemocráticas normas de
la sociedad en la que vivían. Pertenecían a ese tipo de personas que hablan de
precios durante los cócteles, que se hacen confidencias sobre inversiones
bursátiles durante la cena y que después cuentan chistes verdes cuando están
presentes las señoras. No pertenecían al grupo de amistades de Neddy; ni
siquiera figuraban en la lista de personas a las que Lucinda enviaba
felicitaciones de Navidad. Se dirigió hacia la piscina con sentimientos a mitad
de camino entre la conciencia de su superioridad y el deseo de mostrarse
amable, y también con algún desasosiego porque parecía que estaba oscureciendo
y, sin embargo, aquéllos eran los días más largos del año. La fiesta era
ruidosa y había mucha gente. Grace Biswanger pertenecía al tipo de anfitriona
que invitaba al óptico, al veterinario, al corredor de fincas y al dentista. No
había nadie nadando en la piscina, y el crepúsculo, al reflejarse en el agua,
despedía un brillo invernal. Ned se dirigió hacia el bar. Cuando Grace
Biswanger lo vio, avanzó hacia él, pero no con gesto afectuoso, como él había
esperado, sino de la forma más hostil imaginable.
—Vaya, en esta fiesta hay de todo —comentó alzando mucho la voz—,
incluso personas que se cuelan.
Grace no estaba en condiciones de hacerle un feo social, no tenía ni la
más remota posibilidad, de manera que Ned no se echó atrás.
—En mi calidad de gorrón —preguntó cortésmente—, ¿tengo derecho a tomar
una copa?
—Haga lo que guste —dijo ella—. No parece que las invitaciones
signifiquen mucho para usted.
Le dio la espalda y se reunió con otros invitados. Ned se acercó al bar
y pidió un whisky. El barman se lo sirvió, pero de forma descortés. El mundo de
Ned era un mundo en el que los camareros estaban al tanto de los matices
sociales, y verse desairado por un barman a media jornada significaba haber
perdido puntos en la escala social. O quizá aquel hombre era novato y le
faltaba información. En seguida oyó cómo Grace decía a su espalda:
—Se arruinaron de la noche a la mañana; no les quedó más que su sueldo,
y él apareció borracho un domingo y nos pidió que le prestáramos cinco mil
dólares…
Siempre hablando de dinero. Aquello era peor que llevarse el cuchillo a
la boca. Ned se zambulló en la piscina, hizo un largo y se marchó.
La siguiente piscina de la lista, la antepenúltima, pertenecía a su
antigua amante, Shirley Adams. Si había sufrido alguna herida en casa de los
Biswanger, aquél era el lugar ideal para curarla. El amor —los violentos juegos
sexuales, para ser más exactos— era el supremo elixir, el remedio contra todos
los males, la píldora mágica capaz de rejuvenecerlo y de devolverle la alegría
de vivir. Habían tenido una aventura la semana pasada, o el mes último, o el
año anterior. No seacordaba. Pero había sido él quien había decidido acabar, y
eso lo colocaba en una situación privilegiada, de manera que cruzó la puerta de
la valla que rodeaba la piscina de Shirley repleto de confianza en sí mismo. En
cierta forma, era como si la piscina fuese suya, porque la persona amada,
especialmente si se trata de un amor ilícito, goza de la posesión de la amante
con una plenitud desconocida en el sagrado vínculo del matrimonio. Shirley
estaba allí, con sus cabellos color de bronce, pero su figura, al borde del
agua de color azul intenso, iluminada por la luz eléctrica, no despertó en él
ninguna emoción profunda. No había sido más que una aventurilla, pensó, aunque
Shirley lloraba cuando él decidió romper. Pareció turbada al verlo, y Ned se
preguntó si se sentiría aún herida. ¿Acaso iba, Dios no lo quisiera, a echarse
a llorar de nuevo?
—¿Qué quieres? —le preguntó ella.
—Estoy nadando a través del condado.
—¡Santo cielo! ¿Te comportarás alguna vez como una persona adulta?
—¿Se puede saber qué te pasa?
—Si has venido buscando dinero —dijo ella—, no voy a darte ni un
centavo.
—Puedes darme algo de beber.
—Puedo, pero no quiero. No estoy sola.
—Bueno, me marcho en seguida.
Ned se tiró al agua e hizo un largo, pero cuando intentó alzarse hasta
el borde para salir de la piscina, descubrió que sus brazos y sus hombros no
tenían fuerza; llegó como pudo a la escalerilla y salió del agua. Al mirar por
encima del hombro, vio a un hombre joven en los vestuarios iluminados. Al
cruzar el césped —ya se había hecho completamente de noche— le llegó un aroma
de crisantemos o de caléndulas, decididamente otoñal, y tan intenso como el
olor a gasolina. Levantó la vista y comprobó que habían salido las estrellas,
pero ¿por qué tenía la impresión de ver Andrómeda, Cefeo y Casiopea? ¿Qué se
había hecho de las constelaciones de pleno verano? Ned se echó a llorar.
Era probablemente la primera vez que lloraba en toda su vida de adulto,
y desde luego la primera vez en su vida que se sentía tan desdichado, con tanto
frío, tan cansado y tan desconcertado. No entendía los malos modos del barman
ni el mal humor de una amante que se había acercado a él de rodillas y le había
mojado el pantalón con sus lágrimas. Había nadado demasiado, había pasado
demasiado tiempo bajo el agua, y tenía irritadas la nariz y la garganta.
Necesitaba una copa, necesitaba compañía y ponerse ropa limpia y seca, y aunque
podría haberse encaminado directamente hacia su casa por la carretera, se fue a
la piscina de los Gilmartin. Allí, por primera vez en su vida, no se tiró, sino
que descendió los escalones hasta el agua helada y nadó dando unas renqueantes
brazadas de costado que quizá había aprendido en su adolescencia. Camino de
casa de los Clyde, se tambaleó a causa del cansancio y, una vez en la piscina,
tuvo que detenerse una y otra vez mientras nadaba para sujetarse con la mano en
el borde y descansar. Trepó por la escalerilla y se preguntó si le quedaban
fuerzas para llegar a casa. Había cumplido su deseo, había nadado a través del
condado, pero estaba tan embotado por la fatiga que su triunfo carecía de
sentido. Encorvado, agarrándose a los pilares de la entrada en busca de apoyo,
Ned torció por el sendero de grava de su propia casa.
Todo estaba a oscuras. ¿Era tan tarde que ya se habían ido a la cama?
¿Se habría quedado su mujer a cenar en casa de los Westerhazy? ¿Habrían ido las
chicas a reunirse con ella o se habrían marchado a cualquier otro sitio? ¿No se
habían puesto previamente de acuerdo, como solían hacer los domingos, para
rechazar las invitaciones y quedarse en casa? Ned intentó abrir las puertas del
garaje para ver qué coches había dentro, pero la puerta estaba cerrada con
llave y se le mancharon las manos de orín. Al acercarse más a la casa vio que
la violencia de la tormenta había separado de la pared una de las tuberías de
desagüe para la lluvia. Ahora colgaba por encima de la entrada principal como
una varilla de paraguas, pero no costaría arreglarla por la mañana. La puerta
de la casa también estaba cerrada con llave, y Ned pensó que habría sido una
ocurrencia de la estúpida de la cocinera ode la estúpida de la doncella, pero
en seguida recordó que desde hacía ya algún tiempo no habían vuelto a tener ni
cocinera ni doncella. Gritó, golpeó la puerta, intentó forzarla golpeándola con
el hombro; después, al mirar a través de las ventanas, se dio cuenta de que la
casa estaba vacía.
El nadador
John Cheever
@uncuentodiario
Cuentosdiario.blogspot.com
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