El silencio de Dios
Juan José Arreola
Perseguido por días veloces, acosado por ideas tenaces, he venido a
parar en esta noche como a una punta de callejón sombrío. Noche puesta a mis
espaldas como un muro y abierta frente a mí como una pregunta inagotable.
Las circunstancias me piden un acto desesperado y pongo esta carta
delante de los ojos que lo ven todo. He retrocedido desde la infancia,
aplazando siempre esta hora en que caigo por fin. No trato de aparecer ante
nadie como el más atribulado de los hombres. Nada de eso. Cerca o lejos debe
haber otros que también han sido acorralados en noches como esta. Pero yo
pregunto: ¿cómo han hecho para seguir viviendo? ¿Han salido siquiera con vida
de la travesía?
Necesito hablar y confiarme; no tengo destinatario para mi mensaje de
náufrago. Quiero creer que alguien va a recogerlo, que mi carta no flotará en
el vacío, abierta y sola, como sobre un mar inexorable.
¿Es poco un alma que se pierde? Millares caen sin cesar, faltas de
apoyo, desde el día en que se alzan para pedir las claves de la vida. Pero yo
no quiero saberlas, no pretendo que caigan en mis manos las razones del
universo. No voy a buscar en esta hora de sombra lo que no hallaron en espacios
de luz los sabios y los santos. Mi necesidad es breve y personal.
Quiero ser bueno y solicito unos informes. Eso es todo. Estoy balanceado
en un vértigo de incertidumbre, y mi mano, que sale por último a la superficie,
no encuentra una brizna para detenerse. Y es poco lo que me falta, sencillo el
dato que necesito.
Desde hace algún tiempo he venido dando un cierto rumbo a mis acciones,
una orientación que me ha parecido razonable, y estoy alarmado. Temo ser
víctima de una equivocación, porque todo, hasta la fecha, me ha salido muy mal.
Me siento sumamente defraudado al comprobar que mis fórmulas de bondad
producen siempre un resultado explosivo. Mis balanzas funcionan mal. Hay algo
que me impide elegir con claridad los ingredientes del bien. Siempre se adhiere
una partícula maligna y el producto estalla en mis manos.
¿Es que estoy incapacitado para la elaboración del bien? Me dolería
reconocerlo, pero soy capaz de aprendizaje
No sé si a todos les sucede lo mismo. Yo paso la vida cortejado por un
afable demonio que delicadamente me sugiere maldades. No sé si tiene una
autorización divina: lo cierto es que no me deja en paz ni un momento. Sabe dar
a la tentación atractivos insuperables. Es agudo y oportuno. Como un prestidigitador,
saca cosas horribles de los objetos más inocentes y está siempre provisto de
extensas series de malos pensamientos que proyecta en la imaginación como
rollos de película. Lo digo con toda sinceridad: nunca voy al mal con pasos
deliberados; él facilita los trayectos, pone todos los caminos en declive. Es
el saboteador de mi vida.
Por si a alguien le interesa, consigno aquí el primer dato de mi
biografía moral: un día en la escuela, en los primeros años, la vida me puso en
contacto con unos niños que sabían cosas secretas, atrayentes, que participaban
con misterio.
Naturalmente, no me cuento entre los niños felices. Un alma infantil que
guarda pesados secretos es algo que vuela mal, es un ángel lastrado que no
puede tomar altura. Mis días de niño, que decoraron suaves paisajes, ostentan a
menudo manchas deplorables. El maligno, con apariciones puntuales de fantasma,
daba a mis sueños un giro de pesadilla y puso en los recuerdos pueriles un
sabor punzante y criminoso.
Cuando supe que Dios miraba todos mis actos traté de esconderle los
malos por oscuros rincones. Pero al fin, siguiendo la indicación de personas
mayores, mostré abiertos mis secretos para que fueran examinados en tribunal.
Supe que entre Dios y yo había intermediarios, y durante mucho tiempo tramité
por su conducto mis asuntos, hasta que un mal día, pasada la niñez, pretendí
atenderlos personalmente.
Entonces se suscitaron problemas cuyo examen fue siempre aplazado.
Empecé a retroceder ante ellos, a huir de su amenaza, a vivir días y días
cerrando los ojos, dejando al bien y al mal que hicieran conjuntamente su
trabajo. Hasta que una vez, volviendo a mirar, tomé el partido de uno de los
dos trabados contendientes.
Con ánimo caballeresco, me puse al lado del más débil. Aquí está el
resultado de nuestra alianza:
Hemos perdido todas las batallas. De todos los encuentros con el enemigo
salimos invariablemente apaleados y aquí estamos, batiéndonos otra vez en
retirada durante esta noche memorable.
¿Por qué es el bien tan indefenso? ¿Por qué tan pronto se derrumba?
Apenas se elaboran cuidadosamente unas horas de fortaleza, cuando el golpe de
un minuto viene a echar abajo toda la estructura. Cada noche me encuentro
aplastado por los escombros de un día destruido, de un día que fue bello y
amorosamente edificado.
Siento que una vez no me levantaré más, que decidiré vivir entre ruinas,
como una lagartija. Ahora, por ejemplo, mis manos están cansadas para el
trabajo de mañana. Y si no viene el sueño, siquiera el sueño como una pequeña
muerte para saldar la cuenta pesarosa de este día, en vano esperaré mi
resurrección. Dejaré que fuerzas oscuras vivan en mi alma y la empujen, en
barrena, hacia una caída acelerada.
Pero también pregunto: ¿se puede vivir para el mal? ¿Cómo se consuelan
los malos de no sentir en su corazón el ansia tumultuosa del bien? Y si detrás
de cada acto malévolo se esconde un ejército de castigo, ¿cómo hacen para
defenderse? Por mi parte, he perdido siempre esa lucha, y bandas de
remordimiento me persiguen como espadachines hasta el callejón de esta noche.
Muchas veces he revistado con satisfacción un cierto grupo de actos bien
disciplinados y casi victoriosos, y ha bastado el menor recuerdo enemigo para
ponerlos en fuga. Me veo precisado a reconocer que muchas veces soy bueno solo
porque me faltan oportunidades aceptables de ser malo, y recuerdo con amargura hasta
dónde pude llegar en las ocasiones en que el mal puso todos sus atractivos a mi
alcance.
Entonces, para conducir el alma que me ha sido otorgada, pido, con la
voz más urgente, un dato, un signo, una brújula.
El espectáculo del mundo me ha desorientado. Sobre él desemboca al azar
y lo confunde todo. No hay lugar para recoger una serie de hechos y
confrontarlos. La experiencia va brotando siempre detrás de nuestros actos,
inútil como una moraleja.
Veo a los hombres en torno de mí, llevando vidas ocultas, inexplicables.
Veo a los niños que beben voces contaminadas, y a la vida como nodriza criminal
que los alimenta de venenos. Veo pueblos que disputan las palabras eternas, que
se dicen predilectos y elegidos. A través de los siglos, se ven hordas de sanguinarios
y de imbéciles; y de pronto, aquí y allá, un alma que parece señalada con un
sello divino.
Miro a los animales que soportan dulcemente su destino y que viven bajo
normas distintas; a los vegetales que se consumen después de una vida
misteriosa y pujante, y a los minerales duros y silenciosos.
Enigmas sin cesar caen en mi corazón, cerrados como semillas que una
savia interior hace crecer.
De cada una de las huellas que la mano de Dios ha dejado sobre la
tierra, distingo y sigo el rastro. Pongo agudamente el oído en el rumor informe
de la noche, me inclino al silencio que se abre de pronto y que un sonido
interrumpe. Espío y trato de ir hasta el fondo, de embarcarme al conjunto, de
sumarme en el todo. Pero quedo siempre aislado; ignorante, individual, siempre
a la orilla.
Desde la orilla entonces, desde el embarcadero, dirijo esta carta que va
a perderse en el silencio...
Efectivamente, tu carta ha ido a dar al silencio. Pero sucede que yo me
encontraba allí en tales momentos. Las galerías del silencio son muy extensas y
hacía mucho que no las visitaba.
Desde el principio del mundo vienen a parar aquí todas esas cosas. Hay
una legión de ángeles especializados que se ocupan en trasmitir los mensajes de
la tierra. Después de que son cuidadosamente clasificados, se guardan en unos
ficheros dispuestos a lo largo del silencio.
No te sorprendas porque contesto una carta que según la costumbre debería
quedar archivada para siempre. Como tú mismo has pedido, no voy a poner en tus
manos los secretos del universo, sino a darte unas cuantas indicaciones de
provecho. Creo que serás lo suficientemente sensato para no juzgar que me
tienes de tu parte, ni hay razón alguna para que vayas a conducirte desde
mañana como un iluminado.
Por lo demás, mi carta va escrita con palabras. Material evidentemente
humano, mi intervención no deja en ellas rastro; acostumbrado al manejo de
cosas más espaciosas, estos pequeños signos, resbaladizos como guijarros,
resultan poco adecuados para mí. Para expresarme adecuadamente, debería emplear
un lenguaje condicionado a mi sustancia. Pero volveríamos a nuestras eternas
posiciones y tú quedarías sin entenderme. Así pues, no busques en mis frases
atributos excelsos: son tus propias palabras, incoloras y naturalmente humildes
que yo ejercito sin experiencia.
Hay en tu carta un acento que me gusta. Acostumbrado a oír solamente
recriminaciones o plegarias, tu voz tiene un timbre de novedad. El contenido es
viejo, pero hay en ella sinceridad, una lamentación de hijo doliente y una
falta de altanería.
Comprende que los hombres se dirigen a mí de dos modos: bien el éxtasis
del santo, bien las blasfemias del ateo. La mayoría utiliza también para llegar
hasta aquí un lenguaje sistematizado en oraciones mecánicas que generalmente
dan en el vacío, excepto cuando el alma conmovida las reviste de nueva emoción.
Tú hablas tranquilamente y solo te podría reprochar el que hayas dicho
con tanta formalidad que tu carta iba a dar al silencio, como si lo supieras de
antemano. Fue una casualidad que yo me encontrara allí cuando acababas de
escribir. Si retardo un poco mi visita, cuando leyera tus apasionadas palabras
tal vez ya no existiría sobre la tierra ni el polvo de tus huesos.
Quiero que veas al mundo tal cual yo lo contemplo: como un grandioso
experimento. Hasta ahora los resultados no son muy claros, y confieso que los
hombres han destruido mucho más de lo que yo había presupuesto. Pienso que no
sería difícil que acabaran con todo. Y esto, gracias a un poco de libertad mal
empleada.
Tú apenas rozas problemas que yo examino a fondo con amargura. Hay el
dolor de todos los hombres, el de los niños, el de los animales que se les
parecen tanto en su pureza. Veo sufrir a los niños y me gustaría salvarlos para
siempre: evitar que lleguen a ser hombres. Pero debo esperar todavía un poco
más, y espero confiadamente.
Si tú tampoco puedes soportar la brizna de libertad que llevas contigo,
cambia la posición de tu alma y sé solamente pasivo, humilde. Acepta con
emoción lo que la vida ponga en tus manos y no intentes los frutos celestes; no
vengas tan lejos.
Respecto a la brújula que pides, debo aclararte que te he puesto una
quién sabe dónde, y que no puedo darte otra. Recuerda que lo que yo podía darte
ya te lo he concedido.
Quizás te convendría reposar en alguna religión. Esto también lo dejo a
tu criterio. Yo no puedo recomendarte alguna de ellas porque soy el menos
indicado para hacerlo. De todos modos, piénsalo y decídete si hay dentro de ti
una voz profunda que lo solicita.
Lo que sí te recomiendo, y lo hago muy ampliamente, es que en lugar de
ocuparte en investigaciones amargas, te dediques a observar más bien el pequeño
cosmos que te rodea. Registra con cuidado los milagros cotidianos y acoge en tu
corazón a la belleza. Recibe sus mensajes inefables y tradúcelos en tu lengua.
Creo que te falta actividad y que todavía no has penetrado en el
profundo sentido del trabajo. Deberías buscar alguna ocupación que satisfaga a
tus necesidades y que te deje solamente algunas horas libres. Toma esto con la
mayor atención, es un consejo que te conviene mucho. Al final de un día
laborioso no suele encontrarse uno con noches como esta, que por fortuna estás
acabando de pasar profundamente dormido.
En tu lugar, yo me buscaría una colocación de jardinero o cultivaría por
mi cuenta un prado de hortalizas. Con las flores que habría en él, y con las
mariposas que irán a visitarlas, tendría suficiente para alegrar mi vida.
Si te sientes muy solo, busca la compañía de otras almas, y frecuéntala,
pero no olvides que cada alma está especialmente construida para la soledad.
Me gustaría ver otras cartas sobre tu mesa. Escríbeme, si es que
renuncias a tratar cosas desagradables. Hay tantos temas de qué hablar, que
seguramente tu vida alcanzará para muy pocos. Escojamos los más hermosos.
En vez de firma, y para acreditar esta carta (no pienses que la estás
soñando), te voy a ofrecer una cosa: me manifestaré a ti durante el día, de un
modo en que puedas fácilmente reconocerme, por ejemplo... Pero no, tú solo,
solo tú habrás de descubrirlo.
@uncuentodiario
cuentosdiario.blogspot.com
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