Cuando el capitán Epivent pasaba por la calle, todas las mujeres se
volvían. Era el auténtico prototipo del gallardo oficial de húsares. Por ello
se exhibía pavoneándose
Andaba tensando las corvas y separando pies y brazos, con ese pequeño
balanceo de los jinetes que tanto favorece a las piernas y al torso, y que
parece airoso bajo el uniforme, pero vulgar bajo una levita.
Como muchos oficiales, el capitán Epivent no sabía llevar un traje
civil. Vestido de gris o de negro, tenía aspecto de dependiente. Pero en
uniforme era un ejemplar. Tenía, además, una hermosa cabeza, la nariz delgada y
curva, los ojos azules, la frente estrecha. Es cierto que era calvo, sin que
nunca hubiera logrado saber la causa de la caída del pelo. Se consolaba
pensando que un cráneo un poco pelado no resulta mal si se tienen unos buenos
bigotes.
En general, despreciaba a todo el mundo, aunque establecía muchos grados
en su desprecio.
Ante todo, los burgueses no existían para él. Los miraba como se mira a
los animales, sin concederles mayor atención que la que se concede a los
gorriones o a las gallinas. Sólo los oficiales contaban en el mundo, pero no
tenía la misma estima por todos los oficiales. No respetaba más que a los
gallardos, pues pensaba que la verdadera, la única cualidad del militar, debía
ser la arrogancia. Un auténtico soldado, qué diablos, debía ser un temerario
nacido para la guerra y el amor, un hombre de lucha, de pelo en pecho, fuerte,
y nada más. Clasificaba a los generales del ejército francés según su estatura,
su porte y la rudeza de su rostro. Bourbaki le parecía el mejor militar de los
tiempos modernos.
Se reía de los oficiales de infantería bajos y gordos y que jadean al
andar, pero, sobre todo, sentía un invencible desprecio que rayaba en
repugnancia por los pobres diablos salidos de la Escuela Politécnica, esos
hombrecillos flacos, con gafas, torpes y desmañados, que parecen hechos para el
uniforme como un conejo para decir misa, afirmaba. Se indignaba de que en el
ejército se tolerara a esos abortos de piernas frágiles que andan como
cangrejos, que no beben, que comen poco y que prefieren las ecuaciones a las
mujeres.
El capitán Epivent tenía éxitos constantes, triunfaba con el bello sexo.
Cada vez que cenaba con una mujer se sentía seguro de acabar la noche a
solas con ella, sobre el mismo colchón, y si obstáculos insuperables le
impedían lograr la victoria aquella misma noche, no dudaba de que lo
conseguiría al día siguiente. A sus compañeros no les gustaba presentarle a sus
queridas, y los tenderos cuyas bellas mujeres estaban al mostrador de la tienda
lo conocían, le temían y lo odiaban a muerte.
Cuando pasaba la tendera cambiaba con él, a su pesar, una mirada a
través de los cristales del escaparate, una de esas miradas que valen más que
las palabras tiernas, que contienen una incitación y una respuesta, un deseo y
una confesión. Y el marido, a quien una especie de instinto advertía, se volvía
bruscamente y lanzaba una mirada furiosa a la silueta altiva e hinchada del
oficial. Cuando el capitán había pasado, sonriente y contento de la impresión
causada, el tendero, revolviendo nerviosamente los objetos que tenía delante,
declaraba:
-Ahí va un pavo presumido. ¿Cuándo acabaremos de mantener a todos esos
inútiles que arrastran su sable de lata por las calles? Yo prefiero a un
carnicero antes que un soldado. Si tiene sangre en su delantal, al menos es
sangre de animal; y sirve para algo. El cuchillo que lleva no está destinado a
matar hombres. No comprendo por qué se tolera que esos asesinos públicos se
paseen con sus instrumentos de muerte. Ya sé que hacen falta, pero que se los
oculte, por lo menos, y que no se les vista como en una mascarada con
pantalones rojos y chaquetas azules. Normalmente, los verdugos no llevan
uniforme, ¿no?
La mujer, sin contestar, se encogía imperceptiblemente de hombros,
mientras el marido, adivinando el gesto sin verlo, exclamaba:
-Hace falta ser imbécil para ir a ver pavonearse a esos fantasmones.
La fama de conquistador del capitán Epivent era conocida en todo el
ejército francés.
***
En 1868 su regimiento, el 102 de húsares, fue de guarnición a Rouen.
Pronto fue conocido en toda la ciudad. Todas las tardes, hacia las
cinco, aparecía en el paseo Boieldieu para ir a tomarse su ajenjo en el café de
la Comedie, pero, antes de entrar en el establecimiento, se daba una vuelta por
el paseo para lucir sus piernas, su cintura y su bigote.
Los tenderos ruaneses, que también se paseaban, con las manos a la
espalda, preocupados por los negocios y hablando del alza y de la baja, le
lanzaban, no obstante, una mirada y murmuraban:
-¡Buen ejemplar de hombre!
Luego, cuando ya le conocieron:
-¡ Mira, el capitán Epivent! Desde luego, es un buen mozo.
Las mujeres, al verlo, hacían un pequeño movimiento de cabeza, que era
una especie de estremecimiento de pudor, como si se sintieran débiles o
desnudas ante él. Agachaban un poco la cabeza con una sombra de sonrisa en los
labios y un deseo de que las encontrara encantadoras y les concediera una
mirada. Cuando se paseaba con un compañero, éste no dejaba nunca de murmurar
con envidia, cada vez que se daba cuenta de este manejo:
-¡Tiene suerte, este maldito Epivent!
Entre las mantenidas de la ciudad se había establecido un combate, una
carrera, a ver quién se lo llevaba. Todas acudían a las cinco, la hora de los
oficiales, al paseo Boleldieu, y arrastraban sus faldas, de dos en dos, de una
punta a la otra del paseo, mientras los tenientes, capitanes y comandantes, de
dos en dos también, arrastraban sus sables por la acera, antes de entrar en el
café.
Una tarde la bella Irma, querida, según se decía, del señor
Templier-Papon, el rico fabricante, mandó parar su coche enfrente de la
Comedie. Bajándose, pretextó ir a comprar papel o a encargar tarjetas de visita
al impresor Paulard, tan sólo para poder pasar ante las mesas de los oficiales
y lanzar al capitán Epivent una mirada que quería decir: "Cuando usted
quiera", tan claramente que el coronel Prune, que estaba bebiendo el
líquido verde con su teniente coronel, no pudo evitar gruñir:
-¡Tiene suerte ese maldito!
Se difundió la frase del coronel; y el capitán Epivent, conmovido por
aquella aprobación superior, paseó en uniforme de gala al día siguiente bajo
las ventanas de Irma.
Ella lo vio, se mostró, sonrió.
Aquella misma noche se hizo su amante.
Se mostraron en público, llamaron la atención, se comprometieron
mutuamente, orgullosos ambos de su aventura.
Los amores de la bella Irma con el oficial eran la comidilla de toda la
ciudad. El único que los ignoraba era el señor Templier-Papon.
El capitán Epivent estaba radiante de gloria. Y, a cada instante,
repetía:
-Me acaba de decir Irma...
-Irma me decía anoche...
-Ayer, cenando con Irma...
Durante más de un año paseó, lució y ondeó por Rouen sus amores, como
una bandera cogida al enemigo. Se sentía crecido por aquella conquista,
envidiado, más seguro de alcanzar la cruz que tanto deseaba, pues todo el mundo
tenía puestos los ojos en él y no hay nada mejor que ser muy conocido para que
no olviden a uno.
***
Pero estalló la guerra, y el regimiento del capitán fue uno de los
primeros en ser enviados a la frontera. La despedida fue muy triste. Duró toda
una noche.
El sable, los pantalones rojos, el quepis, el dormán, habían caído del
respaldo de una silla al suelo; los vestidos, las enaguas, las medias de seda,
estaban esparcidas, caídas también, mezcladas con las prendas del uniforme, en
desorden sobre la alfombra, y toda la habitación revuelta como después de una
batalla. Irma, enloquecida, con los cabellos sueltos, arrojaba sus brazos
desesperados al cuello del oficial, lo estrechaba, y luego, soltándolo, se
dejaba caer, arrastrando los muebles, desgarraba los sillones, le mordía los
pies, mientras el capitán, muy emocionado, pero incapaz de consolarla, repetía:
-Irma, mi pequeña Irma, tranquilízate. Tengo que irme.
Y le enjugaba de cuando en cuando, con la punta de un dedo, una lágrima
que le brotaba en el rincón de los ojos.
Se separaron al amanecer. Ella siguió en coche a su amante durante la
primera etapa. Lo besó casi delante del regimiento en el instante de la
separación. A todos les pareció esto muy noble y digno, y los compañeros
estrecharon la mano del capitán diciéndole:
-¡Enhorabuena! Esa pequeña tiene corazón.
Verdaderamente, veían en aquel gesto algo de patriótico.
***
El regimiento fue sometido a muchas pruebas durante la campaña. El
capitán se comportó heroicamente y al fin fue condecorado con la cruz. Luego.
terminada la guerra, volvió a Rouen de guarnición.
Nada más regresar pidió noticias de Irma, pero nadie pudo decirle nada
concreto.
Según unos, se había divertido con todo el estado mayor prusiano.
Según otros, se había retirado a vivir con sus padres, que eran
labradores en las cercanías de Yvetot.
Mandó incluso a su ordenanza al ayuntamiento para que mirara en el
registro de defunciones. Pero el nombre de su querida no aparecía en él.
Y se sintió invadido de una gran pesadumbre, de la que también hizo
gala. Acusaba al enemigo de su desgracia y atribuía a los prusianos que habían
ocupado Rouen la desaparición de la joven, declarando:
-¡Me las pagarán en la próxima guerra, esos miserables!
Una mañana, al entrar en el comedor de oficiales a la hora del almuerzo,
un recadero, un viejo con blusón y gorra de plato, le entregó un sobre. Lo
abrió y leyó: “Querido mío: Me encuentro en el hospital, muy enferma. ¿No vas a
venir a verme? ¡Me darías una alegría tan grande!... Irma.”
El capitán se puso pálido y, apiadado, exclamó:
-¡Dios mío, pobrecilla! En cuanto termine de comer voy a verla...
Y a lo largo de toda la comida no paró de contar a los oficiales que
Irma estaba en el hospital; pero que él la sacaría aquella misma mañana. La
culpa era de esos malditos prusianos. Debía de haberse encontrado sola, sin
dinero, en plena miseria, pues seguramente le robaron todos sus bienes.
-¡Ah, los muy canallas!
Todos se emocionaron al oírle.
Apenas hubo metido su servilleta enrollada en el aro de madera, se
levantó. Recogió el sable del perchero, abombó su pecho para poder abrocharse
el cinturón, y partió a toda prisa para ir al hospital civil.
Pero la entrada al edificio, contra lo que él esperaba, le fue negada
terminantemente, y tuvo que ir a ver a su coronel, a quien explicó el caso,
para que le diera una recomendación para el director. El cual, tras haber hecho
esperar cierto tiempo al apuesto capitán en su antesala, le dio al fin una autorización,
con un saludo frío y desaprobador.
Ya en la puerta se sintió molesto en aquel asilo de la miseria, del
sufrimiento y de la muerte. Un mozo de servicio lo guió.
Iba de puntillas para no hacer ruido en los largos corredores en los que
flotaba un repugnante olor a moho, enfermedad y medicamentos. De cuando en
cuando un murmullo de voces turbaba el impresionante silencio del hospital.
A veces, por una puerta abierta, el capitán entreveía un dormitorio, una
hilera de camas cuyas ropas estaban abultadas por la forma de los cuerpos.
Mujeres convalecientes, sentadas en sillas al pie de sus camas, cosían,
vestidas con un traje de uniforme en tela gris, y tocadas con un gorro blanco.
De pronto, su guía se detuvo ante una de aquellas galerías llenas de enfermos.
Sobre la puerta se leía en grandes letras: “Sifilíticas”. El capitán se
sobresaltó; luego se puso colorado. Una enfermera estaba preparando un
medicamento en una mesita de madera, a la entrada.
-Yo lo llevaré -dijo la enfermera-. Es en la cama veintinueve -y empezó
a caminar delante del oficial-. Es aquélla -dijo, señalando una cama.
Sólo se veía un bulto bajo las mantas. Hasta la cabeza estaba oculta por
las ropas.
De todas las camas se incorporaban caras pálidas, extrañadas, que
miraban el uniforme; rostros de mujeres, jóvenes y viejas, pero que parecían
todas feas y vulgares con el humilde uniforme reglamentario.
El capitán, muy turbado, con el sable en una mano y el quepis en la
otra, murmuró:
-Irma.
Un gran movimiento se produjo en la cama, y el rostro de su querida
surgió, pero tan cambiado, tan fatigado, tan flaco, que no lo reconoció.
Ella jadeaba, sofocada de emoción, y exclamó:
-¡Albert!... ¡Albert!... ¡Eres tú!... ¡Oh!... Gracias...
Y se le llenaron los ojos de lágrimas.
La enfermera trajo una silla.
-Siéntese, caballero.
Se sentó, y miró la cara pálida, tan miserable, de aquella muchacha a la
que había dejado tan bella y tan fresca.
Dijo:
-¡Qué tienes?
Ella, llorando, respondió:
-Ya lo has visto: está escrito en la puerta.
Ocultó sus ojos bajo el embozo de las sábanas.
Y él, fuera de sí, avergonzado, siguió:
-Pero ¿cómo has cogido eso, mi pobre Irma?
-Esos cerdos prusianos -murmuró-. Me violaron y me dejaron envenenada.
No supo qué decir. La miraba y hacía girar su quepis sobre las rodillas.
Las otras enfermas lo examinaban, y él creía sentir un olor a
podredumbre, un olor a carne corrompida y a infamia en aquel dormitorio lleno
de mujeres con aquella innoble y terrible enfermedad.
Irma murmuró:
-No creo que escape de ésta. El médico dice que es muy grave -luego, al
ver la cruz sobre el pecho del oficial, exclamó-: ¡Si te han condecorado!
¡Cuánto me alegro! ¡Cuánto me alegro! ¡Si pudiera besarte!
Un estremecimiento de miedo y repugnancia recorrió la piel del capitán
sólo de pensar en aquel beso.
Sentía ya ganas de marcharse, de estar al aire libre, de perder de vista
a aquella mujer. Pero se quedaba porque no sabía qué hacer para levantarse,
para despedirse. Balbució:
-Entonces, no te cuidaste.
Una llamarada pasó por los ojos de Irma:
-No. Quise vengarme, aun a riesgo de morir. Y los envenené a ellos
también, a todos, todos, a todos los que pude. Mientras estuvieron en Rouen no
me cuidé.
Con un tono turbado, en el que se percibía cierta alegría, el capitán
declaró:
-En ese aspecto, hiciste bien.
Ella, animándose, con los pómulos encendidos, dijo:
-Puedes estar seguro de que más de uno morirá por mi causa. Te garantizo
que me he vengado.
Él dijo aún:
-Muy bien.
Luego, levantándose:
-Bueno, tengo que dejarte, porque debo estar a las cuatro con el
coronel.
Ella se emocionó mucho:
-¡Tan pronto! ¿Ya me dejas? ¡Si acabas de llegar...!
El capitán quería marcharse a toda costa. Dijo:
-Ya has visto que vine en seguida, pero es que tengo que estar sin falta
con el coronel a las cuatro.
-¿Sigue siendo el coronel Prune? -le preguntó.
-El mismo. Fue herido dos veces.
-¿Y entre tus compañeros? -siguió ella-. ¿Hubo muertos?
-Sí. Saint-Timon, Savagnat, Poli, Sapreval, Robert, De Courson, Pasafil,
Santal, Caravan y Poivrin, murieron. Sahel perdió un brazo y a Courvoisin le
tuvieron que amputar una pierna; Paquet perdió el ojo derecho.
Ella escuchaba llena de interés. Luego, de pronto, balbució:
-Me besarás antes de marcharte, ¿verdad? Ahora no está la señorita
Langlois.
Y, a pesar de la repugnancia que sentía, puso sus labios sobre aquella
frente pálida, mientras ella, rodeándolo con sus brazos, llenaba de besos
enloquecidos el paño azul de su dormán.
-¿Volverás? ¿Volverás? Prométeme que volverás.
-Sí, te lo prometo.
-¿Cuándo? ¿El jueves?
-Sí, el jueves.
-¿A las dos?
-El jueves a las dos.
-¿Me lo prometes?
-Te lo prometo.
-Adiós, querido mío.
-Adiós.
Y se marchó, confundido, entre las miradas de todo el dormitorio,
encogiéndose un poco para pasar inadvertido. Al sentirse en la calle, respiró.
***
Por la noche, sus compañeros le preguntaron:
-Bueno, ¿qué tal está Irma?
Él, con un tono embarazado, respondió:
-Ha tenido una pulmonía. Está muy mal.
Pero un teniente joven, oliéndose algo, pidió informes y, al día
siguiente, cuando el capitán entró en el comedor de oficiales, fue acogido por
una descarga de risas y bromas. Al fin se vengaban.
Supieron, además, que Irma había participado en las juergas del estado
mayor prusiano, que había recorrido la región a caballo con un coronel de
húsares azules y con muchos otros, y que, en Rouen, no la conocían más que por
la “mujer de los prusianos”.
Durante ocho días el capitán fue la víctima del regimiento. Recibía por
correo frases alusivas de las ordenanzas, recetas de médicos especialistas,
incluso paquetes de medicamentos cuyas indicaciones estaban escritas en el
exterior.
Y el coronel, puesto al corriente, declaró con un tono severo:
-Bien, bien, el capitán tenía buenas amistades. Tengo que felicitarlo.
Doce días después fue llamado por una nueva carta de Irma. La rompió,
con rabia, y no la contestó.
Ocho días más tarde le escribió de nuevo que se encontraba muy mal, y
que quería despedirse de él.
No contestó.
Pasaron unos días aún, y recibió la visita del capellán del hospital.
La señorita Irma Pavolin, en su lecho de muerte, le suplicaba que fuera
a verla.
No se atrevió a negarse a seguir al capellán, pero entró en el hospital
con el corazón lleno de perverso rencor, de vanidad herida, de orgullo
humillado.
Apenas la encontró cambiada y pensó que se había burlado de él.
-¿Qué quieres? -dijo.
-He querido despedirme de ti. Parece que me muero.
-Escucha: me has convertido en el hazmerreír de todo el regimiento, y
esto no puede continuar.
-¿Yo? -preguntó ella-. Pero ¿qué te he hecho yo?
Él se sintió irritado de no saber qué contestarle.
-¡No pienses que voy a volver aquí para que se ría de mí todo el mundo!
Ella le miró con sus ojos apagados, en los que empezaba a encenderse la
cólera, y repitió:
-¿Qué te he hecho yo? ¿Es que no me he portado bien contigo? ¿Te he
pedido alguna vez algo? De no haber sido por ti, yo habría seguido con el señor
Templier-Papon y hoy no me encontraría aquí. Si alguno de los dos tiene
reproches que hacer, no eres tú.
Él continuó, con tono vibrante:
-No te hago reproches, pero no puedo seguir viniendo a verte, porque tu
comportamiento con los prusianos ha sido la vergüenza de toda la ciudad.
En un arranque, Irma se sentó en la cama:
-¿Mi comportamiento con los prusianos? Pero si te he dicho que me
violaron y que no me cuidé porque quise envenenarlos. De haber querido curarme
no habría sido difícil, pero yo quería matarlos, y los he matado.
Él se mantenía de pie:
-De todas formas, es vergonzoso -dijo.
Ella tuvo una especie de ahogo, y luego continuó:
-¿Qué es lo que es vergonzoso? ¿Dejarme morir para exterminarlos? ¿Eh?
¡Di! ¡No hablabas así cuando venías a mi casa de la calle Jeanne d’Arc!
¡Vergonzoso! ¡Tú no habrías sido capaz de hacerlo, con toda tu cruz de honor!
¡Me la he merecido yo más que tú, sí, más que tú, y he matado a más prusianos
que tú!
Estaba estupefacto ante ella, temblando de indignación:
-¡Cállate!... ¡Cállate!..., porque... no te consiento... que hables...
de ciertas cosas...
Pero ella no lo escuchaba:
-¡Mucho daño le hicieron ustedes a los prusianos! Esto no habría
ocurrido si ustedes les hubieran impedido llegar hasta Rouen. Eran ustedes
quienes tenían que detenerlos, ¿me oyes? Y yo les he hecho más daño que tú, yo,
sí, más daño, porque voy a morir, mientras tú sigues presumiendo y luciéndote
para embaucar a las mujeres...
De cada cama se había alzado una cabeza y todas las miradas coincidían
en aquel hombre de uniforme que tartamudeaba:
-¡Cállate!... ¡Cállate!...
Pero ella no se callaba. Gritaba:
-¡Sí! ¡No eres más que un guapo presumido! Te conozco, claro que te
conozco. Te digo que yo les he hecho más daño que tú, sí, yo, y que he matado
más que todo tu regimiento junto... ¡Anda, vete!... ¡Gallina!
Y, en efecto, se marchó, huyó, a grandes pasos, por entre las dos filas
de camas donde se agitaban las sifilíticas. Y oía la voz jadeante, sibilante,
de Irma, que continuaba:
-¡Más que tú, sí, he matado más prusianos que tú, más que tú...!
Bajó la escalera de cuatro en cuatro y corrió a encerrarse en su casa.
Al día siguiente se enteró de que había muerto.
La cama 29
Guy de Maupassant
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