Si nevaba en la ciudad, se originaba, en cada esquina, un próximo riesgo
de romperse la crisma.
La nieve caída y pisoteada se endurecía con la helada
nocturna y las calles se transformaban en unas pistas relucientes y vítreas,
más apropiadas para patinar que para transitar por ellas. Para los chicos, el
acontecimiento era tan tentador que bastaba, incluso, para justificar sus
ausencias de la escuela.
Y en estas cosas menores, en que caiga la nieve y la helada la
endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, están escondidos muchas veces
el destino de los hombres y los grandes cambios de los hombres; a veces su
felicidad, a veces su infortunio. Tal le aconteció a Juan Gómez, de veintisiete
años, recién casado, usuario de una vivienda protegida de fuera del puente.
Hasta aquel día ella no se había dado cuenta de nada. De que le amaba, no le
cabía la menor duda. Y, sin embargo, si era así, nada justificaba aquel extraño
retorcimiento, algo blando como un asco, que aquella mañana constataba en el
fondo de sus entrañas. Que a Juan le faltasen las gafas no justificaba en
apariencia nada trascendental, ni había tampoco nada de trascendental en la
forma de producirse la rotura, al caer en la nieve la tarde anterior de regreso
de la oficina. Y no obstante, al verle desayunar ahora ante ella, indefenso,
con el largo pescuezo emergiendo de un cuello desproporcionado y con el borde
sucio, mirándola fijamente con aquellas pupilas mates y como cocidas, sintió
una sacudida horrible.
-¿Te ocurre algo? ¿Tienes frío? -dijo él.
La interrogaba solícito, suavemente afectuoso, como tantas otras veces,
mas hoy a ella le lastimaba el tonillo melifluo que empleaba, su conato de
blanda protección.
-¡Qué tontería! ¿Por qué habría de ocurrirme nada? -dijo ella, y pensó
para sí: "¿Será un hijo? ¿Será un hijo este asco insufrible que noto hoy
dentro de mí?".
Se removía inquieta en la silla como si algo urgente la apremiase y unas
manos invisibles la aplastasen implacables contra el asiento. Detrás de los
cristales volvía a nevar. Y a ella debería servirle ver caer la nieve tras la
ventana, como tantas veces, para apreciar la confortabilidad del hogar, su vida
íntima bien asentada, caliente y apetecible. Pero no. Hoy estaba él allí. Juan
migaba el pan en el café y mascaba las sopas resultantes con ruidosa voracidad.
De repente alzó la cabeza. Dijo:
-Dejaré las gafas en el óptico antes de ir a la oficina. No en Pérez
Fernández. Ya estoy escarmentado. Ese lo hace todo caro y mal. Se las dejaré a
este de la esquina. Me ha dicho Marcelino que trabaja bien y rápido. Me corren
prisa.
Ella no respondió. No tenía nada que decir; por primera vez en diez años
le faltaban palabras para dirigirse a Juan Gómez. Sí, no tenía ninguna palabra
a punto disponible. Estaba vacía como un tambor. Acumuló sus últimas fuerzas
para mirar los ojos romos de él, desguarnecidos, y, por primera vez en la vida,
los vio tal cual eran, directamente, sin ser velados por el brillante artificio
del cristal. Experimentó un escalofrío. Aquellos ojos evidentemente no eran los
de Juan. A ella siempre le gustaron los hombres con lentes; las gafas prestaban
al hombre un aire adorable de intelectualidad, de ser superior, cerebral y
diligente. Y los de Juan, amparados por los cristales, eran, además, unos ojos
fulgurantes, descarados, audaces. Por eso se enamoró de él, por aquellos ojos
tan despiadados que para contenerles era necesario preservarles con una valla
de cristal. "Estoy pensando tonterías", se dijo. "Lo más seguro
es que esto sea un niño. Todas dicen que cuando va una a tener un niño se notan
cosas raras y ascos y aversiones sin fundamento." La voz de él frente a
ella la asustó.
-¿Qué piensas, querida, si puede saberse?
El tono de voz de Juan era ahora irritado, suspicaz.
Ella sacudió la cabeza con violencia, y sintió una extraña rigidez en
los miembros, algo así como una contenida rebelión. Dijo:
-No sé, no sé lo que pienso. Tengo muchas cosas en la cabeza.
No podía decirle que pensaba en sus ojos, que pensaba algo así como que
él no era él: que su personalidad era tan menguada e inestable que desaparecía
con las gafas rotas para transmudarle en un pelele. De repente ella se
avergonzó de estar conviviendo tranquilamente con aquel hombre. ¿Qué diría
Juan, su Juan, cuando regresase del óptico con las gafas arregladas y su mirada
fulgurante, descarada y audaz? Volvía él a escrutarla maritalmente, con sus
ojos insípidos, mientras sus dientes trituraban ferozmente el panecillo
empapado en café con leche. Ella sintió que las pupilas de un extraño buceaban
descaradamente bajo sus ropas, tratando de adivinar su escueta desnudez.
"Este hombre no tiene ningún derecho a interpretarme así", pensó.
"Esto es un atrevimiento desvergonzado. Lo denunciaré, lo denunciaré por
allanamiento de persona", se dijo en un vuelo fantástico de la
imaginación. Pensó en todo el horror y vergüenza de un adulterio y se puso de
pie con violencia. Sin decir palabra dio media vuelta y se dirigió hacia la
puerta, pero él se incorporó de un salto y la tomó por la cintura:
-Ven, criatura, dame un beso; me marcho ya.
Ella veía los dos ojos inexpresivos a un palmo de los suyos, dos ojos
fofos, como empañados de un vaho indefinible. Y un surco pronunciado, seco como
un hachazo, en la parte más alta de la nariz. Cerró los ojos al notar el cuerpo
de él junto al suyo, tratando de serenarse. Luego los volvió a abrir. No,
decididamente, aquél no era Juan, su Juan, Juan Gómez, de veintisiete años, con
sus gafas siempre limpias, impolutas, y un destello vivaz en las pupilas. Era
otro hombre; un hombre extraño, que se aprovechaba de la nieve endurecida sobre
el pavimento, y de la caída, y de la rotura del cristal. Sintió un vértigo y
gritó fuerte. Pero su resistencia avivaba en Juan Gómez una glotona
sensualidad. Y Juan Gómez, al besar los labios de su mujer, se dio cuenta de
que ella pendía inerte de sus brazos, de que se había desvanecido. Pero no se
le ocurrió pensar en estas cosas menores: en que caiga la nieve y la helada la
endurezca, en un resbalón y una caída aparatosa, se esconden muchas veces el
destino y los grandes cambios de los hombres.
El otro hombre
Miguel Delibes
@uncuentodiario
Cuentosdiario.blogspot.com
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