El último rostro es el rostro con el que te recibe la muerte.
-De un manuscrito anónimo de la Biblioteca
del Monasterio del Monte Athos, siglo XI.
Las páginas que van a leerse pertenecen a un legajo de manuscritos
vendidos en la subasta de un librero de Londres pocos años después de terminada
la segunda guerra mundial.
Formaron parte estos escritos de los bienes de la familia Nimbourg-Napierski, el último de cuyos miembros murió en Mers-el Kebir combatiendo como oficial de la Francia libre. Los Nimbourg-Napierski llegaron a Inglaterra meses antes de la caída de Francia y llevaron consigo algunos de los más preciados recuerdos de la familia: un sable con mango adornado de rubíes y zafiros, obsequio del mariscal José Poniatowski al coronel de lanceros Miecislaw Napierski, en recuerdo de su heroica conducta en la batalla de Friedland; una serie de bocetos y dibujos de Delacroix comprados al artista por el príncipe de Nimbourg-Boulac, la colección de monedas antiguas del abuelo Nimbourg-Napierski, muerto en Londres pocos días después de emigrar y los manuscritos del diario del coronel Napierski, ya mencionados.
Formaron parte estos escritos de los bienes de la familia Nimbourg-Napierski, el último de cuyos miembros murió en Mers-el Kebir combatiendo como oficial de la Francia libre. Los Nimbourg-Napierski llegaron a Inglaterra meses antes de la caída de Francia y llevaron consigo algunos de los más preciados recuerdos de la familia: un sable con mango adornado de rubíes y zafiros, obsequio del mariscal José Poniatowski al coronel de lanceros Miecislaw Napierski, en recuerdo de su heroica conducta en la batalla de Friedland; una serie de bocetos y dibujos de Delacroix comprados al artista por el príncipe de Nimbourg-Boulac, la colección de monedas antiguas del abuelo Nimbourg-Napierski, muerto en Londres pocos días después de emigrar y los manuscritos del diario del coronel Napierski, ya mencionados.
Por un azar llegaron a nuestras manos los papeles del coronel Napierski
y al hojearlos en busca de ciertos detalles sobre la batalla de Bailén, que
allí se narra, nuestra vista cayó sobre una palabra y una fecha: Santa Marta,
diciembre de 1830. Iniciada su lectura, el interés sobre la derrota de Bailén
se esfumó bien pronto a medida que nos internábamos en los apretados renglones
de letra amplia y clara del coronel de coraceros. Los folios no estaban
ordenados y hubo que buscar entre los ocho tomos de legajos aquellos que, por
el color de la tinta y ciertos nombres y fechas, indicaban pertenecer a una
misma época.
Miecislaw Napierski había viajado a Colombia para ofrecer sus servicios
en los ejércitos libertadores. Su esposa, la condesa Adéhaume de
Nimbourg-Boulac, había muerto al nacer su segundo hijo y el coronel, como buen
polonés, buscó en América tierras en donde la libertad y el sacrificio
alentaran sus sueños de aventura truncados con la caída del Imperio. Dejó sus
dos hijos al cuidado de la familia de su esposa y embarcó para Cartagena de Indias.
En Cuba, en donde tocó la fragata en que viajaba, fue detenido por una oscura
delación y encerrado en el fuerte de Santiago. Allí padeció varios años de
prisión hasta cuando logró evadirse y escapar a Jamaica. En Kingston embarcó en
la fragata inglesa "Shanon" que se dirigía a Cartagena.
Por razones que se verán más adelante, se transcriben únicamente las
páginas del Diario que hacen referencia a ciertos hechos relacionados con un
hombre y las circunstancias de su muerte, y se omiten todos los comentarios y
relatos de Napierski ajenos a este episodio de la historia de Colombia que
diluyen y, a menudo, confunden el desarrollo del dramático fin de una vida.
Napierski escribió esta parte de su Diario en español, idioma que
dominaba por haberlo aprendido en su estada en España durante la ocupación de
los ejércitos napoleónicos. En el tono de ciertos párrafos se nota empero la
influencia de los poetas poloneses exiliados en París y de quienes fuera íntimo
amigo, en especial de Adam Nickiewiez a quien alojó en su casa.
29 de junio. Hoy conocí al general Bolívar. Era tal mi interés por
captar cada una de sus palabras y hasta el menor de sus gestos y tal su poder
de comunicación y la intensidad de su pensamiento que, ahora que me siento a
fijar en el papel los detalles de la entrevista, me parece haber conocido al
Libertador desde hace ya muchos años y servido desde siempre bajo sus órdenes.
La fragata ancló esta mañana frente al fuerte de Pastelillo. Un edecán
llegó por nosotros a eso de las diez de la mañana. Desembarcamos el capitán, un
agente consular británico de nombre Page y yo. Al llegar a tierra fuimos a un
lugar llamado Pie de la Popa por hallarse en las estribaciones del cerro del
mismo nombre, en cuya cima se halla una fortaleza que antaño fuera convento de
monjas. Bolívar se trasladó allí desde el pueblecito cercano de Turbaco, movido
por la ilusión de poder partir en breves días.
Entramos en una amplia casona con patios empedrados llenos de geranios
un tanto mustios y gruesos muros que le dan un aspecto de cuartel. Esperamos en
una pequeña sala de muebles desiguales y destartalados con las paredes desnudas
y manchadas de humedad. Al poco rato entró el señor Ibarra, edecán del
Libertador, para decirnos que Su Excelencia estaba terminando de vestirse y nos
recibiría en unos momentos. Poco después se entreabrió una puerta que yo había
creído clausurada y asomó la cabeza un negro que llevaba en la mano unas
prendas de vestir y una manta e hizo a Ibarra señas de que podíamos entrar.
Mi primera impresión fue de sorpresa al encontrarme en una amplia
habitación vacía, con alto techo artesonado, un catre de campaña al fondo,
contra un rincón, y una mesa de noche llena de libros y papeles. De nuevo las
paredes vacías llenas de churretones causados por la humedad. Una ausencia
total de muebles y adornos. Únicamente una silla de alto respaldo, desfondada y
descolorida, miraba hacia un patio interior sembrado de naranjos en flor, cuyo
suave aroma se mezclaba con el de agua de colonia que predominaba en el ambiente.
Pensé, por un instante, que seguiríamos hacia otro cuarto y que esta sería la
habitación provisional de algún ayudante cuando una voz hueca pero bien
timbrada, que denotaba una extrema debilidad física, se oyó tras de la silla
hablando en un francés impecable traicionado apenas por un leve «accent du
midi».
-Adelante, señores, ya traen algunas sillas. Perdonen lo escaso del
mobiliario, pero estamos todos aquí un poco de paso. No puedo levantarme,
excúsenme ustedes.
Nos acercamos a saludar al héroe mientras unos soldados, todos con
acentuado tipo mulato, colocaban unas sillas frente a la que ocupaba el
enfermo. Mientras éste hablaba con el capitán del velero, tuve oportunidad de
observar a Bolívar. Sorprende la desproporción entre su breve talla y la enérgica
vivacidad de las facciones. En especial los grandes ojos oscuros y húmedos que
se destacan bajo el arco pronunciado de las cejas. La tez es de un intenso
color moreno, pero a través de la fina camisa de batista, se advierte un suave
tono oliváceo que no ha sufrido las inclemencias del sol y el viento de los
trópicos. La frente, pronunciada y magnífica, está surcada por multitud de
finas arrugas que aparecen y desaparecen a cada instante y dan al rostro una
expresión de atónita amargura, confirmada por el diseño delgado y fino de la
boca cercada por hondas arrugas. Me recordó el rostro de César en el busto del
museo Vaticano. El mentón pronunciado y la nariz fina y aguda, borran un tanto
la impresión de melancólica amargura, poniendo un sello de densa energía
orientada siempre en toda su intensidad hacia el interlocutor del momento.
Sorprenden las manos delgadas, ahusadas, largas, con uñas almendradas y
pulcramente pulidas, ajenas por completo a una vida de batallas y esfuerzos
sobrehumanos cumplidos en la inclemencia de un clima implacable.
Un gesto del Libertador -olvidaba decir que tal es el título con que
honró a Bolívar el Congreso de Colombia y con el cual se le conoce siempre más
que por su nombre o sus títulos oficiales- me impresionó sobremanera, como si
lo hubiera acompañado toda su vida. Se golpea levemente la frente con la palma
de la mano y luego desliza ésta lentamente hasta sostenerse con ella el mentón
entre el pulgar y el índice; así permanece largo rato, mirando fijamente a
quien le habla. Estaba yo absorto observando todos sus ademanes cuando me hizo
una pregunta, interrumpiendo bruscamente una larga explicación del capitán
sobre su itinerario hacia Europa.
-Coronel Napierski, me cuentan que usted sirvió bajo las órdenes del
mariscal Poniatowski y que combatió con él en el desastre de Leipzig.
-Sí, Excelencia -respondí conturbado al haberme dejado tomar de
sorpresa-, tuve el honor de combatir a sus órdenes en el cuerpo de lanceros de
la guardia y tuve también el terrible dolor de presenciar su heroica muerte en
las aguas del Elster. Yo fui de los pocos que logramos llegar a la otra orilla.
-Tengo una admiración muy grande por Polonia y por su pueblo -me
contestó Bolívar-, son los únicos verdaderos patriotas que quedan en Europa.
Qué lástima que haya llegado usted tarde. Me hubiera gustado tanto tenerlo en
mi Estado Mayor -permaneció un instante en silencio, con la mirada perdida en
el quieto follaje de los naranjos-. Conocí al príncipe Poniatowski en el salón
de la condesa Potocka, en París. Era un joven arrogante y simpático, pero con
ideas políticas un tanto vagas. Tenía debilidad por las maneras y costumbres de
los ingleses y a menudo lo ponía en evidencia, olvidando que eran los más
acerbos enemigos de la libertad de su patria. Lo recuerdo como una mezcla de
hombre valiente hasta la temeridad pero ingenuo hasta el candor. Mezcla
peligrosa en los vericuetos que llevan al poder. Murió como un gran soldado.
Cuántas veces al cruzar un río (he cruzado muchos en mi vida, coronel) he
pensado en él, en su envidiable sangre fría, en su espléndido arrojo. Así se
debe morir y no en este peregrinaje vergonzante y penoso por un país que ni me
quiere ni piensa que le haya yo servido en cosa que valga la pena.
Un joven general con espesas patillas rojizas, se apresuró
respetuosamente a interrumpir al enfermo con voz un tanto quebrada por
encontrados sentimientos:
-Un grupo de viles amargados no son toda Colombia, Excelencia. Usted
sabe cuánto amor y cuánta gratitud le guardamos los colombianos por lo que ha
hecho por nosotros.
-Sí -contestó Bolívar con un aire todavía un tanto absorto-, tal vez
tenga razón, Carreño, pero ninguno de esos que menciona estaban a mi salida de
Bogotá, ni cuando pasamos por Mariquita.
Se me escapó el sentido de sus palabras, pero noté en los presentes una
súbita expresión de vergüenza y molestia casi física. Tornó Bolívar a dirigirse
a mí con renovado interés:
-Y ahora que sabe que por acá todo ha terminado, ¿qué piensa usted
hacer, coronel?
-Regresar a Europa -respondí- lo más pronto posible. Debo poner orden en
los asuntos de mi familia y ver de salvar, así sea en parte, mi escaso
patrimonio.
-Tal vez viajemos juntos -me dijo, mirando también al capitán.
Éste explicó al enfermo que por ahora tendría que navegar hasta La
Guaira y que, de allí, regresaría a Santa Marta para partir hacia Europa.
Indicó que sólo hasta su regreso podría recibir nuevos pasajeros. Esto tomaría
dos o tres meses a lo sumo porque en La Guaira esperaba un cargamento que venía
del interior de Venezuela. El capitán manifestó que, al volver a Santa Marta,
sería para él un honor contarlo como huésped en la "Shanon" y que,
desde ahora, iba a disponer lo necesario para proporcionarle las comodidades
que exigía su estado de salud.
El Libertador acogió la explicación del marino con un amable gesto de
ironía y comentó:
-Ay, capitán, parece que estuviera escrito que yo deba morir entre
quienes me arrojan de su lado. No merezco el consuelo del ciego Edipo que pudo
abandonar el suelo que lo odiaba.
Permaneció en silencio un largo rato; sólo se escuchaba el silbido
trabajoso de su respiración y algún tímido tintineo de un sable o el crujido de
alguna de las sillas desvencijadas que ocupábamos. Nadie se atrevió a
interrumpir su hondo meditar, evidente en la mirada perdida en el quieto aire
del patio. Por fin, el agente consular de Su Majestad británica se puso en pie.
Nosotros le imitamos y nos acercamos al enfermo para despedirnos. Salió apenas
de su amargo cavilar sin fondo y nos miró como a sombras de un mundo del que se
hallaba por completo ausente. Al estrechar mi mano me dijo sin embargo:
-Coronel Napierski, cuando lo desee venga a hacer compañía a este
enfermo. Charlaremos un poco de otros días y otras tierras. Creo que a ambos
nos hará mucho bien.
Me conmovieron sus palabras. Le respondí:
-No dejaré de hacerlo, Excelencia. Para mí es un placer y una
oportunidad muy honrosa y feliz el poder venir a visitarle. El barco demora
aquí algunas semanas. No dejaré de aprovechar su invitación.
De repente me sentí envarado y un tanto ceremonioso en medio de este
aposento más que pobre y después de la llaneza de buen tono que había usado
conmigo el héroe.
Es ya de noche. No corre una brizna de viento. Subo al puente de la
fragata en busca de aire fresco. Cruza la sombra nocturna, allá en lo alto, una
bandada de aves chillonas cuyo grito se pierde sobre el agua estancada y añeja
de la bahía. Allá al fondo, la silueta angulosa y vigilante del fuerte de San
Felipe. Hay algo intemporal en todo esto, una extraña atmósfera que me recuerda
algo ya conocido no sé dónde ni cuándo. Las murallas y fuertes son una
reminiscencia medieval surgiendo entre las ciénagas y lianas del trópico. Muros
de Aleppo y San Juan de Acre, kraks del Líbano. Esta solitaria lucha de un guerrero
admirable con la muerte que lo cerca en una ronda de amargura y desengaño.
¿Dónde y cuándo viví todo esto?
30 de junio. Ayer envié un grumete para que preguntara cómo seguía el
Libertador y si podía visitarle en caso de que se encontrara mejor. Regresó con
la noticia de que el enfermo había pasado pésima noche y le había aumentado la
fiebre. Personalmente, Bolívar me enviaba decir que, si al día siguiente se
sentía mejor, me lo haría saber para que fuera a verlo. En efecto, hoy vinieron
a buscarme, a la hora de mayor calor, las dos de la tarde, el general Montilla
y un oficial cuyo apellido no entendí claramente. «El Libertador se siente hoy
un poco mejor y estaría encantado de gozar un rato de su compañía», explicó
Montilla repitiendo evidentemente palabras textuales del enfermo. Siempre se
advierte en Bolívar el hombre de mundo detrás del militar y el político. Uno de
los encantos de sus maneras es que la banalidad del brillante frecuentador de
los sajones del consulado ha cedido el paso a cierta llaneza castrense, casi
hogareña, que me recuerdan al mariscal McDonald, duque de Tarento o al conde de
Fernán Núñez. A esto habría que agregar un personal acento criollo, mezcla de
capricho y fogosidad, que lo han hecho, según es bien conocido, hombre en extremo
afortunado con las mujeres.
Me llevaron al patio de los naranjos, en donde le habían colgado una
hamaca. Dos noches de fiebre marcaban su paso por un rostro que tenía algo de
máscara frigia. Me acerco a saludarlo y con la mano me hace señas de que tome
asiento en una silla que me han traído en ese momento. No puede hablar. El
edecán Ibarra me explica en voz baja que acaba de sufrir un acceso de tos muy
violento y que de nuevo ha perdido mucha sangre. Intento retirarme para no
importunar al enfermo y éste se incorpora un poco y me pide con una voz ronca,
que me conmueve por todo el sufrimiento que acusa:
-No, no, por favor, coronel, no se vaya usted. En un momento ya estaré
bien y podremos conversar un poco. Me hará mucho bien..., se lo ruego..., quédese.
Cerró los ojos. Por el rostro le cruzan vagas sombras. Una expresión de
alivio borra las arrugas de la frente. Suaviza las comisuras de los labios.
Casi sonríe. Tomé asiento mientras Ibarra se retiraba en silencio. Transcurrido
un cuarto de hora pareció despertar de un largo sueño. Se excusó por haberme
hecho llamar creyendo que iba a estar en condiciones de conversar un rato.
«Hábleme un poco de usted -agregó-, cuál es su impresión de todo esto», y
subrayó estas palabras con un gesto de la mano. Le respondí que me era un poco
difícil todavía formular un juicio cierto sobre mis impresiones. Le comenté de
mi sensación en la noche, frente a la ciudad amurallada, ese intemporal y vago
hundirme en algo vivido no sé dónde, ni cuándo. Empezó entonces a hablarme de
América, de estas repúblicas nacidas de su espada y de las cuales, sin embargo,
allá en su más íntimo ser, se siente a menudo por completo ajeno.
-Aquí se frustra toda empresa humana -comentó-. El desorden vertiginoso
del paisaje, los ríos inmensos, el caos de los elementos, la vastedad de las
selvas, el clima implacable, trabajan la voluntad y minan las razones
profundas, esenciales, para vivir, que heredamos de ustedes. Esas razones nos
impulsan todavía, pero en el camino nos perdemos en la hueca retórica y en la
sanguinaria violencia que todo lo arrasa. Queda una conciencia de lo que
debimos hacer y no hicimos y que sigue trabajando allá adentro, haciéndonos
inconformes, astutos, frustrados, ruidosos, inconstantes. Los que hemos
enterrado en estos montes lo mejor de nuestras vidas, conocemos demasiado bien
los extremos a que conduce esta inconformidad estéril y retorcida. ¿Sabe usted
que cuando yo pedí la libertad para los esclavos, las voces clandestinas que
conspiraron contra el proyecto e impidieron su cumplimiento fueron las de mis
compañeros de lucha, los mismos que se jugaron la vida cruzando a mi lado los
Andes para vencer en el Pantano de Vargas, en Boyacá y en Ayacucho; los mismos
que habían padecido prisión y miserias sin cuento en las cárceles de Cartagena
el Callao y Cádiz de manos de los españoles? ¿Cómo se puede explicar esto si no
es por una mezquindad, una pobreza de alma propias de aquellos que no saben
quiénes son, ni de dónde son, ni para qué están en la tierra? El que yo haya descubierto
en ellos esta condición, el que la haya conocido desde siempre y tratado de
modificarla y subsanarla, me ha convertido ahora en un profeta incómodo, en un
extranjero molesto. Por esto sobro en Colombia, mi querido coronel, pero un
hado extraño dispone que yo muera con un pie en el estribo, indicándome así que
tampoco mi lugar, la tumba que me corresponde, está allende el Atlántico.
Hablaba con febril excitación. Me atreví a sugerirle descanso y que
tratara de olvidar lo irremediable y propio de toda condición humana. Traje al
caso algunos ejemplos harto patentes y dolorosos de la reciente historia de
Europa. Se quedó pensativo un momento. Su respiración se regularizó, su mirada
perdió la delirante intensidad que me había hecho temer una nueva crisis.
-Da igual, Napierski, da igual, con esto no hay ya nada que hacer
-comentó señalando hacia su pecho-; no vamos a detener la labor de la muerte
callando lo que nos duele. Más vale dejarlo salir, menos daño ha de hacernos
hablándolo con amigos como usted.
Era la primera vez que me trataba con tan amistosa confianza y esto me
conmovió, naturalmente. Seguimos conversando. Volví a comentarle de Europa, la
desorientación de quienes aún añoraban las glorias del Imperio, la necedad de
los gobernantes que intentaban detener con viejas mañas y rutinas de gabinete
un proceso irreversible. Le hablé de la tiranía rusa en mi patria, de nuestra
frustración de los planes de alzamiento preparados en París. Me escuchaba con
interés mientras una vaga sonrisa, un gesto de amable escepticismo, le recorría
el rostro.
-Ustedes saldrán de esas crisis, Napierski, siempre han superado esas
épocas de oscuridad, ya vendrán para Europa tiempos nuevos de prosperidad y
grandeza para todos. Mientras tanto nosotros, aquí en América, nos iremos
hundiendo en un caos de estériles guerras civiles, de conspiraciones sórdidas y
en ellas se perderán toda la energía, toda la fe, toda la razón necesarias para
aprovechar y dar sentido al esfuerzo que nos hizo libres. No tenemos remedio,
coronel, así somos, así nacimos...
Nos interrumpió el edecán Ibarra que traía un sobre y lo entregó al
enfermo. Reconoció al instante la letra y me explicó sonriente: «Me va a
perdonar que lea esta carta ahora, Napierski. La escribe alguien a quien debo
la vida y que me sigue siendo fiel con lo mejor de su alma». Me retiré a un
rincón para dejarlo en libertad y comenté algunos detalles de mis planes con
Ibarra. Cuando Bolívar terminó de leer los dos pliegos, escritos en una letra
menuda con grandes mayúsculas semejantes a arabescos, nos llamó a su lado.
Estaba muy cambiado, casi dijera que rejuvenecido.
Nos quedamos un largo rato en silencio. Miraba al cielo por entre los
naranjos en flor. Suspiró hondamente y me habló con cierto acento de ligereza y
hasta de coquetería:
-Esto de morir con el corazón joven tiene sus ventajas, coronel. Contra
eso sí no pueden ni la mezquindad de los conspiradores ni el olvido de los
próximos ni el capricho de los elementos... ni la ruina del cuerpo. Necesito
estar solo un rato. Venga por aquí más a menudo. Usted ya es de los nuestros,
coronel, y a pesar de su magnífico castellano a los dos nos sirve practicar un
poco el francés que se nos está empolvando.
Me despedí con la satisfacción de ver al enfermo con mejores ánimos.
Antes de tornar a la fragata, Ibarra me acompañó a comprar algunas cosas en el
centro de la ciudad que tiene algo de Cádiz y mucho de Túnez o Algeciras.
Mientras recorríamos las blancas calles en sombra, con casas llenas de balcones
y amplios patios a los que invitaba la húmeda frescura de una vegetación
espléndida, me contó los amores de Bolívar con una dama ecuatoriana que le
había salvado la vida, gracias a su valor y serenidad, cuando se enfrentó,
sola, a los conspiradores que iban a asesinar al héroe en sus habitaciones del
Palacio de San Carlos en Bogotá. Muchos de ellos eran antiguos compañeros de
armas, hechura suya casi todos. Ahora comprendo la amargura de sus palabras
esta tarde.
1º de julio. He decidido quedarme en Colombia, por lo menos hasta el
regreso de la fragata. Ciertas vagas razones, difíciles de precisar en el
papel, me han decidido a permanecer al lado de este hombre que, desde hoy, se
encamina derecho hacia la muerte ante la indiferencia, si no el rencor, de
quienes todo le deben.
Si mi propósito era alistarme en el ejército de la Gran Colombia y
circunstancias adversas me han impedido hacerlo, es natural que preste al menos
el simple servicio de mi compañía y devoción a quien organizó y llevó a la
victoria, a través de cinco naciones, esas mismas armas. Si bien es cierto que
quienes ahora le rodean, cinco o seis personas, le muestran un afecto y lealtad
sin límites, ninguno puede darle el consuelo y el alivio que nuestra afinidad
de educación y de recuerdos le proporciona. A pesar de la respetuosa distancia
de nuestras relaciones, me doy cuenta de que hay ciertos temas que sólo conmigo
trata y cuando lo hace es con el placer de quien renueva viejas relaciones de
juventud. Lo noto hasta en ciertos giros del idioma francés que le brotan en su
charla conmigo y que son los mismos impuestos en los salones del consulado por
Barras, Talleyrand y los amigos de Josefina.
El Libertador ha tenido una recaída de la cual, al decir del médico que
lo atiende -y sobre cuya preparación tengo cada día mayores dudas-, no volverá
a recobrarse. La causa ha sido una noticia que recibió ayer mismo. Estaba en su
cuarto, recostado en el catre de campaña en donde descansaba un poco de la
silla en donde pasa la mayor parte del tiempo, cuando, tras un breve y agitado
murmullo, tocaron a la puerta.
-¿Quién es? -preguntó el enfermo incorporándose.
-Correo de Bogotá, Excelencia -contestó Ibarra. Bolívar trató de ponerse
en pie pero volvió a recostarse sacudido por un fuerte golpe de tos. Le alcancé
un vaso con agua, tomó de ella algunos sorbos e hizo pasar a su edecán. Ibarra
traía el rostro descompuesto a pesar del esfuerzo que hacía por dominarse.
Bolívar se le quedó mirando y le preguntó intrigado:
-¿Quién trae el correo?
-El capitán Arrázola, Excelencia -contestó el otro con voz pastosa y
débil.
-¿Arrázola? ¿El que fue ayudante de Santander?... Ese viene más a espiar
que a traer noticias. En fin... que entre. ¿Pero qué le pasa a usted, Ibarra?
-inquirió preocupado al ver que el edecán no se movía.
-Mi general..., Excelencia..., prepárese a recibir una terrible noticia.
Y las lágrimas, a punto de brotarle de los ojos, le obligaron a dar
media vuelta y salir. Afuera volvió a hablar con alguien. Se oían carreras y
ruidos de gente que se agrupaba alrededor del recién llegado. Bolívar
permaneció rígido, mirando hacia la puerta. Entró de nuevo Ibarra seguido por
un oficial en uniforme de servicio, con el rostro cruzado por una delgada
cicatriz de color oscuro. Su mirada inquieta recorrió la habitación hasta
quedarse detenida en el lecho donde le observaban fijamente. Se presentó
poniéndose en posición de firmes.
-Capitán Vicente Arrázola, Excelencia.
-Siéntese Arrázola -le invitó Bolívar sin quitarle la vista de encima.
Arrázola siguió en pie, rígido-. ¿Qué noticias nos trae de Bogotá? ¿Cómo están
las cosas por allá?
-Muy agitadas, Excelencia, y le traigo nuevas que me temo van a herirle
en forma que me siento culpable de ser quien tenga que dárselas.
Los ojos inmensamente abiertos de Bolívar se fijaron en el vacío.
-Ya hay pocas cosas que puedan herirme, Arrázola. Serénese y dígame de
qué se trata.
El capitán dudó un instante, intentó hablar, se arrepintió y sacando una
carta del portafolio con el escudo de Colombia que traía bajo el brazo, se la
alcanzó al Libertador. Éste rasgó el sobre y comenzó a leer unos breves
renglones que se veían escritos apresuradamente. En este momento entró en punta
de pie el general Mantilla, quien se acercó con los ojos irritados y el rostro
pálido. Un gemido de bestia herida partió del catre de campaña sobrecogiéndonos
a todos. Bolívar saltó del lecho como un felino y tomando por las solapas al
oficial le gritó con voz terrible:
-¡Miserables! ¿Quiénes fueron los miserables que hicieron esto?
¿Quiénes? ¡Dígamelo, se lo ordeno, Arrázola! -y sacudía al oficial con una
fuerza inusitada- ¿¡Quién pudo cometer tan estúpido crimen!?
Ibarra y Montilla acudieron a separarlo de Arrázola, quien lo miraba
espantado y dolorido. De un manotón logró soltarse de los brazos que lo
retenían y se fue tambaleando hacia la silla en donde se derrumbó dándonos la
espalda. Tras un momento en que no supimos qué hacer, Montilla nos invitó con un
gesto a salir del cuarto y dejar solo al Libertador. Al abandonar la habitación
me pareció ver que sus hombros bajaban y subían al impulso de un llanto secreto
y desolado.
Cuando salí al patio todos los presentes mostraban una profunda congoja.
Me acerqué al general Laurencio Silva, con quien he hecho amistad, y le
pregunté lo que pasaba. Me informó que habían asesinado en una emboscada al
Gran Mariscal de Ayacucho, don Antonio José de Sucre.
-Es el amigo más estimado del Libertador, a quien quería como a un
padre. Por su desinterés en los honores y su modestia, tenía algo de santo y de
niño que nos hizo respetarlo siempre y que fuera adorado por la tropa- me
explicó mientras pasaba su mano por el rostro en un gesto desesperado.
Permanecí toda la tarde en el pie de la Popa. Vagué por corredores y patios
hasta cuando, entrada ya la noche, me encontré con el general Montilla, quien
en compañía de Silva y del capitán Arrázola me buscaban para invitarme a cenar
con ellos.
-No nos deje ahora, coronel -me pidió Montilla- ayúdenos a acompañar al
Libertador a quien esta noticia le hará más daño que todos los otros dolores de
su vida juntos.
Accedí gustoso y nos sentamos en la mesa que habían servido en un
comedor que daba al castillo de San Felipe. La sobremesa se alargó sin que
nadie se atreviera a importunar al enfermo. Hacia las once, Ibarra entró en el
cuarto con una palmatoria y una taza de té. Permaneció allí un rato y cuando
salió nos dijo que el Libertador quería que le hiciéramos un rato de compañía.
Lo encontramos tendido en el catre, envuelto completamente en una sábana
empapada en el sudor de la fiebre, que le había aumentado en forma alarmante.
Su rostro tenía de nuevo esa desencajada expresión de máscara funeraria
helénica, los ojos abiertos y hundidos desaparecían en las cuencas, y, a la luz
de la vela, sólo se veían en su lugar dos grandes huecos que daban a un vacío
que se suponía amargo y sin sosiego según era la expresión de la fina boca
entreabierta.
Me acerqué y le manifesté mi pesar por la muerte del Gran Mariscal. Sin
contestarme, retuvo un instante mi mano en la suya. Nos sentamos alrededor del
catre sin saber qué decir ni cómo alejar al enfermo del dolor que le consumía.
Con voz honda y cavernosa, que llenó toda la estancia en sombras, preguntó de
pronto dirigiéndose a Silva:
-¿Cuántos años tenía Sucre? ¿Usted recuerda?
-Treinta y cinco, Excelencia. Los cumplió en febrero.
-Y su esposa, ¿está en Colombia?
-No, Excelencia. Le esperaba en Quito. Iba a reunirse con ella.
De nuevo quedaron en silencio un buen rato. Ibarra trajo más té y le
hizo tomar al enfermo unas cucharadas que le habían recetado para bajar la
temperatura. Bolívar se incorporó en el lecho y le pusimos unos cojines para
sostenerlo y que estuviera más cómodo. Iniciábamos una de esas vagas
conversaciones de quienes buscan alejarse de un determinado asunto, cuando de
repente empezó a hablar un poco para sí mismo y a veces dirigiéndose a mí
concretamente:
-Es como si la muerte viniera a anunciarme con este golpe su propósito.
Un primer golpe de guadaña para probar el filo de la hoja. Le hubiera usted
conocido, Napierski. El calor de su mirada un tanto despistada, su avanzar con
los hombros un poco caídos y el cuerpo desgonzado, dando siempre la impresión
de cruzar un salón tratando de no ser notado. Y ese gesto suyo de frotar con el
dedo cordial el mango de su sable. Su voz chillona y las eses silbadas y
huidizas que imitaba tan bien Manuelita haciéndole ruborizar. Sus silencios de
tímido. Sus respuestas a veces bruscas, cortantes pero siempre claras y
francas... Cómo debió tomarlo por sorpresa la muerte. Cómo se preguntaría con
el último aliento de vida, la razón, el porqué del crimen... «Usted y yo
moriremos viejos, me dijo una vez en Lima, ya no hay quién nos mate después de
lo que hemos pasado»... Siempre iluso, siempre generoso, siempre crédulo,
siempre dispuesto a reconocer en las gentes las mejores virtudes, las mismas
que él sin notarlo ni proponérselo, cultivaba en sí mismo tan hermosamente...
Berruecos... Berruecos... Un paso oscuro en la cordillera. Un monte sombrío con
los chillidos de los monos siguiéndonos todo el día. Mala gente esa... Siempre
dieron qué hacer. Nunca se nos sumaron abiertamente. Los más humillados quizá,
los menos beneficiados por la Corona y por ello los más sumisos, los menos
fuertes. ¡Qué poco han valido todos los años de batallar, ordenar, sufrir,
gobernar, construir, para terminar acosados por los mismos imbéciles de
siempre, los astutos políticos con alma de peluquero y trucos de notario que
saben matar y seguir sonriendo y adulando. Nadie ha entendido aquí nada. La
muerte se llevó a los mejores, todo queda en manos de los más listos, los más
sinuosos que ahora derrochan la herencia ganada con tanto dolor y tanta
muerte...
Recostó la cabeza en la almohada. La fiebre le hacía temblar levemente.
Volvió a mirar a Ibarra.
-No habrá tal viaje a Francia. Aquí nos quedamos aunque no nos quieran.
Una arcada de náuseas lo dobló sobre el catre. Vomitó entre punzadas que
casi le hacían perder el sentido. Una mancha de sangre comenzó a extenderse por
las sábanas y a gotear pausadamente en el piso. Con la mirada perdida murmuraba
delirante: «Berruecos... Berruecos... ¿Por qué a él?... ¿Por qué así?».
Y se desplomó sin sentido. Alguien fue por el médico quien, después de
un examen detenido, se limitó a explicarnos que el enfermo se hallaba al final
de sus fuerzas y era aventurado predecir la marcha del mal, cuya identidad no
podía diagnosticar.
Me quedé hasta las primeras horas de la madrugada cuando regresé a la
fragata. He meditado largamente en mi camarote y acabo de comunicar al capitán
mi decisión de quedarme en Cartagena y esperar aquí su regresó de Venezuela,
que calcula será dentro de dos meses. Mañana hablaré con mi amigo el general
Silva para que me ayude a buscar alojamiento en la ciudad. El calor aumenta y
de las murallas viene un olor de frutas en descomposición y de húmeda carroña
salobre.
El último rostro
Álvaro Mutis
@uncuentodiario
Cuentosdiario.blogspot.com
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