A la cabecera del moribundo estaban Preciosa y Conrado, asistiéndole en
sus últimos instantes, temblorosos como el criminal que sube las escaleras del
cadalso.
Y criminales eran -aunque criminales triunfantes y coronados por el
ciego Destino- Conrado y Preciosa. El que, después de largos sufrimientos,
sucumbía en el cuarto, impregnado de olores a medicinales drogas, entristecido
por la luz amarillenta de la lamparilla, que iba extinguiéndose al par que la
vida del agonizante era el esposo de Preciosa, el protector y bienhechor de
Conrado; y para los que, de común acuerdo, le engañaron y ofendieron sus canas,
no tuvo nunca aquel honradísimo viejo, generoso y confiado como un niño, más
que palabras de dulzura y hechos de bondad y amor. Abierta siempre a Conrado su
bolsa y su casa; abiertos siempre los brazos y el corazón para Preciosa, cuya
juventud no quiso entristecer nunca con severidades de anciano y melancolías de
enfermo, el infeliz tenía derecho a la gratitud y al respeto más tierno y
grave…, ya que otros sentimientos vehementes no pueda inspirarlos la senectud.
Y ahora se moría, se moría lentamente…, después de advertir a Preciosa
que quedaba instituida su única heredera, y que, si no sentía repugnancia por
Conrado, a quien él miraba como hijo, deseaba que ambos le prometiesen casarse
a la terminación del luto.
Cuando manifestó así su voluntad, en voz desmayada y flaca, y apoyando
sus manos ya frías, en las manos febriles de Conrado y Preciosa, los dos se
estremecieron, y sus ojos, como delincuentes que tratan de ocultarse y no saben
dónde, vagaron por el suelo, cargados con el peso de la vergüenza. Preciosa,
sin embargo, mujer y extremada en la pasión, fue la primera que recobró ánimos
y, reaccionando violentamente, trató de atraer la mirada de Conrado y de
pagarla con una débil sonrisa. Pero Conrado, como si sintiese picaduras de
víbora, se retiró al fondo de la alcoba y, dejándose caer en la meridiana,
escondió entre las palmas el rostro. Un silabeo apenas perceptible del
moribundo le llamó otra vez a la cabecera del lecho.
-Conrado, mira: soy yo quien te lo ruega en este momento solemne… No
dejes desamparada a Preciosa… Que sea tu mujer, y quiérela y trátala…, como la
quise yo… Siquiera por el día en que estamos…, dame palabra.
Y Conrado, balbuciendo, solo pudo barbotar:
-La doy, la doy…
Lució una chispa de contento en las apagadas pupilas del moribundo; pero
como si aquel esfuerzo hubiese agotado el poco vigor que le quedaba, cayó en un
sopor, nuncio del fin. Tal fue la opinión del médico, que aconsejó se trajese
la Extremaunción sin tardanza; pero al llegar el sacerdote con los santos óleos
no había calor vital en el cuerpo; Preciosa lloraba de rodillas, y Conrado,
agitadísimo, paseaba desesperadamente arriba y abajo por el gabinete que
precedía a la estancia mortuoria… El sacerdote, que salía, le tocó suavemente
en el hombro.
-No se aflija usted -dijo en tono afectuoso, confundiendo con un gran
dolor aquel acceso de remordimiento agudo-. Las virtudes de este señor le
habrán ganado un puesto en el cielo. Y después, la misericordia de Dios,
¡especialmente en el día en que estamos!…
Era la segunda vez que esta frase resonaba en los oídos de Conrado; pero
ahora resonó, más que en los oídos, en el alma. ¡La misma del moribundo!: «El
día en que estamos…» ¿Y qué día era? Conrado necesitó hacer memoria,
reflexionar… Recordó de pronto; un relámpago hirió su imaginación fuertemente.
El día era el Viernes Santo.
Pocos instantes después de haberse retirado discretamente el sacerdote,
que prometió volver a velar el cuerpo, acercóse Preciosa a Conrado de puntillas
y quedó espantada de su actitud, del movimiento que hizo al verla tan próxima.
¡Qué desventura! Conrado ya no la quería; a Conrado le infundía horror desde
que la muerte había penetrado allí… Adivinaba el estado de ánimo de su
cómplice, y precaviendo el porvenir, aspiraba a disipar aquella nube de
tristeza, aquella alteración de la conciencia impura. «Si esta noche vela el
cadáver, se preocupará más; se grabará doblemente en su espíritu esta impresión
terrible…» Una idea acudió a la mente de Preciosa, fértil en expedientes,
atrevida, como hembra apasionada, y resuelta a lograr su antojo.
Entró en la estancia mortuoria, y sobre el mueble incrustado, frente a
la cama buscó, entre otros frascos, el que contenía poderoso narcótico. Una
gota calmaba y amodorraba, dos adormecían; tres o cuatro producían ya el sueño
largo, invencible, muy duradero, semiletal… Al poco rato, Preciosa se acercó a
Conrado nuevamente y le sirvió por su mano una taza de tila.
-Bebe, estás nervioso.
Conrado bebió por máquina; apuró la calmante infusión… Cuando empezó a
notar cierta pesadez incontrastable, le guió Preciosa a su propio cuarto, le
reclinó en el amplio diván, revestido de raso y almohadillado de encaje;
cubrióle con rico pañuelo de Manila, le abrigó con edredón ligero los pies, le
puso almohadas finas bajo la nuca. «Duerme, duerme -pensó-, y no despiertes
hasta que esté fuera de casa «el otro».»
Conrado, entretanto, abría los ojos, sacudía el sueño de plomo que le
había postrado y se restregaba los párpados, notando que el sitio en que se
encontraba no era el elegante dormitorio de su tentadora Preciosa, sino una
calzada en cuesta, empedrada de losas rudas y anchas, sobre la cual caía a
plomo un sol ardoroso y esplendente, como de primavera en un país cálido. Miró
en derredor. A sus pies se extendía una ciudad que le parecía conocer mucho.
¿Dónde había visto él aquellas puntiagudas torres, aquellos extensos baluartes,
aquel recinto fortificado, aquellas casas cónicas, aquel monumental templo,
aquellas puertas angostas, sombrías, bajo las cuales cruzaban dromedarios y
bueyes guiados por hombres de atezado cutis?
La vestimenta de estos hombres también se le figuró a Conrado, aunque
extraña, «vista» alguna vez, no en la realidad, sino en esculturas o cuadros
como que era la indumentaria hebraica de la gente humilde en tiempo de Augusto
-la «chituna» o túnica ceñida, el tallith o manto, el «sudaz» que rodea las
sienes, el ceñidor que ajusta el ropaje y los pies descalzos, o metidos en
gastadas sandalias de cuero-. Conrado pensó oír una voz persuasiva, salida
quizá de lo íntimo de su ser que murmuraba misteriosamente:
-«Esa ciudad es Jerusalén.»
¡Jerusalén! Conrado casi no se admiró, Jerusalén no era para él un lugar
exótico. ¡En Jerusalén había pensado tantas veces! Desde niño, por el
Nacimiento que preparaba su madre, se había familiarizado con Jerusalén. En
Jerusalén tenía hogar su espíritu, su fe tenía casa propia. Lo único que sintió
fue inmensa alegría…, imaginó volver de un largo destierro.
Un grupo de gente que se apiñaba en la puerta fijó la atención de
Conrado. Instintivamente siguió al grupo. Por un camino que defendían a ambos
lados setos de chumberas y que orlaban palmas y vides, rosales de Jericó e
higueras ya cubiertas de hoja, dirigíase el grupo hacia áspero cerrillo, que
destacaba sus líneas duras sobre el horizonte color de violeta. Bullía una
muchedumbre en la colina; hormigueaban los de a pie, y se mantenían inmóviles
sobre sus recios corceles los legionarios, cuyas lorigas y rodelas rebrillaban.
Dominando la multitud, coronando la escena, erizando el cerro, se erguían tres
cruces negras, sobre las cuales parecían estatuas de pórfido rosa, desde lejos,
los cuerpos de los tres ajusticiados…
Conrado entonces tampoco se asombró; tampoco se creyó juguete de un
delirio. Al contrario: se penetró de que estaba asistiendo, no a un drama, a la
representación de la verdad misma. Aquella escena, aquella triple crucifixión
y, sobre todo, una de las cruces, la llevaba él entro desde los primeros días
de la niñez. Si había sufrido, era cuando, teniéndola en sí, no podía verla ni
contemplarla; cuando se le desvanecía, como se desvanece el rostro de una
persona querida al querer reconstruirlo cerrando los ojos… ¡Qué felicidad
poseer de nuevo la visión -clara, concreta, firme, indubitable- de «la Cruz»,
no una cruz de oro, plata ni bronce, sino la Cruz viva, el madero al punto en
que lo calienta el calor del Cuerpo divino, y lo empapa la sangre redentora!
Conrado, sin aliento, de tan aprisa como iba, seguía al grupo, subiendo la
agria cuesta, hollando el seco polvo y los abrojos espinosos del siniestro
Gólgota, salpicado de blancos huesos humanos que calcinaba el sol… Su afán era
colocarse cerca de la Cruz, ver la cara del Salvador en la suprema hora.
Era difícil la empresa. Bullía cada vez más compacta la muchedumbre.
Como sucede en sueños, a cada obstáculo que Conrado lograba vencer, surgían
otros mayores, insuperables. Nadie le quería abrir paso. Pastores de la sierra,
tratantes y tenderillos de la ciudad, mujeres harapientas con niños famélicos
en brazos, fariseos altaneros, esenios pálidos y compadecidos, hijas de Jerusalén,
modestas burguesas, que bajaban los ojos llenos de lágrimas al ver las torturas
del Maestro, y, por último, los soldados a caballo, enhiesta la lanza, se
atravesaban para impedir que nadie salvase el círculo de cuerda y estacas que
rodeaba los patíbulos. Conrado suplicaba, cerraba los puños, quería
infiltrarse, llegar hasta la Cruz central, más alta que las otras, donde
colgaba Jesús; quería verle vivo, antes del momento en que, doblando la cabeza,
exclamase: «Todo se acabó.» Una angustia profunda se apoderada de Conrado. ¿Lo
conseguiría cuando ya el Salvador hubiese muerto? Y bañado en sudor, anhelante,
afanoso, corría, corría en dirección a la cima del cerro, que siempre se le
figuraba más distante.
Sus ojos divisaron entonces a una Mujer abrazada al árbol mismo de la
Cruz; y sin reparar que la Mujer estaba casi desvanecida de congoja, fijándose
sólo en que a aquella Mujer «también la conocía», gritó con esfuerzo:
-¡María, María de Nazaret!, alárgame la mano, que quiero llegar hasta tu
Hijo.
Y María de Nazaret, temblorosa, con los ojos inflamados, trágica la
actitud, se adelantó, alargó la mano, cubierta por un pliegue del manto, y
Conrado, inmediatamente, se halló al pie del madero, tan cerca, que el ruido
del afanoso resuello del moribundo se le figuraba un huracán. Sin embargo,
pensó con gozo: «¡Vive! ¡Vive! ¡Puede escucharme todavía!»
Y alzando la frente, doblando las rodillas, poniendo la boca sobre el
palo ensangrentado, cerca de los sagrados pies, Conrado suspiró:
-¡Jesús, Jesús, no me abandones!
Y, ¡oh, asombro!, una voz dulce empapada en lágrimas, respondió, desde
arriba:
-Tú eres el que me abandonaste hace años, Conrado. ¿No te acuerdas?
Profundo sacudimiento experimentó Conrado. Un agudo cuchillo de pena, de
contrición, se clavó en su pecho: Miró hacia lo alto con ansia: Jesús ya había
inclinado la cabeza; el sol se velaba tras negrísima nube; la tierra se
estremecía, convulsa; a las plantas de Conrado se abrió una grieta horrible,
casi un abismo…, y el pecador, atónito, cayó con la faz contra el polvo y las
rocas descarnadas…
Al despertarse Conrado de su largo sueño artificial, Preciosa estaba
allí, vestida de negro, pero linda, fresca, reposada, espiando el instante de
estrechar entre sus brazos al durmiente.
Éste se incorporó, aturdido aún, sin darse exacta cuenta de lo que le
sucedía…
Preciosa, sonriendo, quiso halagarle, ser para él la vida que renace al
borde de una sepultura. Conrado, sin aspereza, la rechazó; y a paso mesurado,
firme, sin tambalearse ya, despejada la cabeza, salió a la antecámara, abrió la
puerta, la cerró de golpe y corrió a la calle… Una brisa suave acarició sus sienes.
Era la mañana del Domingo de Resurrección.
En semana santa
Emilia Pardo Bazán
@uncuentodiario
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