Muy bien hubiera podido llamarse libertad condicional. Cada vez que la
portera le entregaba un sobre, a Luis le bastaba reconocer la minúscula cara
familiar de José de San Martín para comprender que otra vez más habría de
franquear el puente. San Martín, Rivadavia,
pero esos nombres eran también
imágenes de calles y de cosas, Rivadavia al seis mil quinientos, el caserón de
Flores, mamá, el café de San Martín y Corrientes donde lo esperaban a veces los
amigos, donde el mazagrán tenía un leve gusto a aceite de ricino. Con el sobre
en la mano, después del Merci bien, madame Durand, salir a la calle no era ya
lo mismo que el día anterior, que todos los días anteriores. Cada carta de mamá
(aun antes de eso que acababa de ocurrir, este absurdo error ridículo) cambiaba
de golpe la vida de Luis, lo devolvía al pasado como un duro rebote de pelota.
Aun antes de eso que acababa de leer —y que ahora releía en el autobús entre
enfurecido y perplejo, sin acabar de convencerse—, las cartas de mamá; eran
siempre una alteración del tiempo, un pequeño escándalo inofensivo dentro del
orden de cosas que Luis había querido y trazado y conseguido, calzándolo en su
vida como había calzado a Laura en su vida y a París en su vida. Cada nueva
carta insinuaba por un rato (porque después el las borraba en el acto mismo de
contestarlas cariñosamente) que su libertad duramente conquistada, esa nueva
vida recortada con feroces golpes de tijera en la madeja de lana que los demás
habían llamado su vida, cesaba de justificarse, perdía pie, se borraba como el
fondo de las calles mientras el autobús corría por la rue de Richelieu. No
quedaba más que una parva libertad condicional, la irrisión de vivir a la
manera de una palabra entre paréntesis, divorciada de la frase principal de la
que sin embargo es casi siempre sostén y explicación. Y desazón, y una
necesidad de contestar en seguida, como quien vuelve a cerrar una puerta.
Esa mañana había sido una de las tantas mañanas en que llegaba carta de
mamá. Con Laura hablaban poco del pasado, casi nunca del caserón de Flores. No
es que a Luis no le gustara acordarse de Buenos Aires. Más bien se trataba de
evadir nombres (las personas, evadidas hacía ya tanto tiempo, los verdaderos
fantasmas que son los nombres, esa duración pertinaz). Un día se había animado
a decirle a Laura: «Si se pudiera romper y tirar el pasado como el borrador de
una carta o de un libro. Pero ahí queda siempre, manchando la copia en limpio,
y yo creo que eso es el verdadero futuro.» En realidad, por qué no habían de
hablar de Buenos Aires donde vivía la familia, donde los amigos de cuando en
cuando adornaban una postal con frases cariñosas. Y el roto-grabado de La Nación
con los sonetos de tantas señoras entusiastas, esa sensación de ya leído, de
para qué. Y de cuando en cuando alguna crisis de gabinete, algún coronel
enojado, algún boxeador magnífico. ¿Por qué no habían de hablar de Buenos Aires
con Laura? Pero tampoco ella volvía al tiempo de antes, sólo al azar de algún
diálogo, y sobre todo cuando llegaban cartas de mamá, dejaba caer un nombre o
una imagen como monedas fuera de circulación, objetos de un mundo caduco en la
lejana orilla del río.
—Eh oui, fait lourd —dijo el obrero sentado frente a él.
«Si supiera lo que es el calor —pensó Luis—. Si pudiera andar una tarde
de febrero por la Avenida de Mayo, por alguna callecita de Liniers.»
Sacó otra vez la carta del sobre, sin ilusiones: el párrafo estaba ahí,
bien claro. Era perfectamente absurdo pero estaba ahí. Su primera reacción,
después de la sorpresa, el golpe en plena nuca, era como siempre de defensa.
Laura no debía leer la carta de mamá. Por más ridículo que fuese el error, la
confusión de nombres (mamá había querido escribir «Víctor» y había puesto
«Nico»), de todos modos Laura se afligiría, sería estúpido. De cuando en cuando
se pierden cartas; ojalá ésta se hubiera ido al fondo del mar. Ahora tendría
que tirarla al water de la oficina, y por supuesto unos días después Laura se
extrañaría: «Qué raro, no ha llegado carta de tu madre.» Nunca decía tu mamá,
tal vez porque había perdido a la suya siendo niña. Entonces él contestaría:
«De veras, es raro. Le voy a mandar unas líneas hoy mismo», y las mandaría, asombrándose
del silencio de mamá. La vida seguiría igual, la oficina, el cine por las
noches, Laura siempre tranquila, bondadosa, atenta a sus deseos. Al bajar del
autobús en la rue de Rennes se preguntó bruscamente (no era una pregunta, pero
cómo decirlo de otro modo) por qué no quería mostrarle a Laura la carta de
mamá. No por ella, por lo que ella pudiera sentir. No le importaba gran cosa lo
que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara. (¿No le importaba gran cosa lo
que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara?) No, no le importaba gran
cosa. (¿No le importaba?) Pero la primera verdad, suponiendo que hubiera otra
detrás, la verdad inmediata por decirlo así, era que le importaba la cara que
pondría Laura, la actitud de Laura. Y le importaba por él, naturalmente, por el
efecto que le haría la forma en que a Laura iba a importarle la carta de mamá.
Sus ojos caerían en un momento dado sobre el nombre de Nico, y él sabéa que el
mentón de Laura empezaría a temblar ligeramente, y después Laura diría: «Pero
qué raro… ¿qué le habrá pasado a tu madre?» Y él habría sabido todo el tiempo
que Laura se contenía para no gritar, para no esconder entre las manos un
rostro desfigurado ya por el llanto, por el dibujo del nombre de Nico
temblándole en la boca.
En la agencia de publicidad donde trabajaba como diseñador, releyó la
carta, una de las tantas cartas de mamá, sin nada de extraordinario fuera del
párrafo donde se habáa equivocado de nombre. Pensó si no podría borrar la
palabra, reemplazar Nico por Víctor, sencillamente reemplazar el error por la
verdad, y volver con la carta a casa para que Laura la leyera. Las cartas de
mamá interesaban siempre a Laura, aunque de una manera indefinible no le
estuvieran destinadas. Mamá le escribía a él; agregaba al final, a veces a
mitad de la carta, saludos muy cariñosos para Laura. No importaba, las leía con
el mismo interés, vacilando ante alguna palabra ya retorcida por el reuma y la
miopía. «Tomo Saridón, y el doctor me ha dado un poco de salicilato…» Las
cartas se posaban dos o tres días sobre la mesa de dibujo; Luis hubiera querido
tirarlas apenas las contestaba, pero Laura las releía, a las mujeres les gusta
releer las cartas, mirarlas de un lado y de otro, parecen extraer un segundo
sentido cada vez que vuelven a sacarlas y a mirarlas. Las cartas de mamá eran
breves, con noticias domésticas, una que otra referencia al orden nacional
(pero esas cosas que ya se sabían por los telegramas de Le Monde, llegaban
siempre tarde por su mano). Hasta podía pensarse que las cartas eran siempre la
misma, escueta y mediocre, sin nada interesante. Lo mejor de mamá era que nunca
se había abandonado a la tristeza que debía causarle la ausencia de su hijo y
de su nuera, ni siquiera al dolor —tan a gritos, tan a lágrimas al principio—
por la muerte de Nico. Nunca, en los dos años que llevaban ya en París, mamá
había mencionado a Nico en sus cartas. Era como Laura, que tampoco lo nombraba.
Ninguna de las dos lo nombraba, y hacía más de dos años que Nico había muerto.
La repentina mención de su nombre a mitad de la carta era casi un escándalo. Ya
el solo hecho de que el nombre de Nico apareciera de golpe en una frase, con la
N larga y temblorosa, la o con una torcida; pero era peor, porque el nombre se
situaba en una frase incomprensible y absurda, en algo que no podía ser otra
cosa que un anuncio de senilidad. De golpe mamá perdía la noción del tiempo, se
imaginaba que… El párrafo venía después de un breve acuse de recibo de una
carta de Laura. Un punto apenas marcado con la débil tinta azul comprada en el
almacén del barrio, y a quemarropa: «Esta mañana Nico preguntó por ustedes.» El
resto seguía como siempre: la salud, la prima Matilde se había caído y tenía
una clavícula sacada, los perros estaban bien. Pero Nico había preguntado por
ellos.
En realidad hubiera sido fácil cambiar Nico por Víctor, que era el que
sin duda había preguntado por ellos. El primo Víctor, tan atento siempre.
Víctor tenía dos letras más que Nico, pero con una goma y habilidad se podían
cambiar los nombres. Esta mañana Víctor preguntó por ustedes. Tan natural que
Víctor pasara a visitar a mamá y le preguntara por los ausentes.
Cuando volvió a almorzar, traía intacta la carta en el bolsillo. Seguía
dispuesto a no decirle nada a Laura, que lo esperaba con su sonrisa amistosa,
el rostro que parecía haberse dibujado un poco desde los tiempos de Buenos
Aires, como si el aire gris de París le quitara el color y el relieve. Llevaban
más de dos años en París, habían salido de Buenos Aires apenas dos meses
después de la muerte de Nico, pero en realidad Luis se había considerado como
ausente desde el día mismo de su casamiento con Laura. Una tarde, después de
hablar con Nico que estaba ya enfermo, se había jurado escapar de la Argentina,
del caserón de Flores, de mamá y los perros y su hermano (que ya estaba
enfermo). En aquellos meses todo había girado en torno a él como las figuras de
una danza. Nico, Laura, mamá, los perros, el jardín. Su juramento había sido el
gesto brutal del que hace trizas una botella en la pista, interrumpe el baile
con un chicotear de vidrios rotos. Todo había sido brutal en eso días: su
casamiento, la partida sin remilgos ni consideraciones para con mamá, el olvido
de todos los deberes sociales, de los amigos entre sorprendidos y
desencantados. No le había importado nada, ni siquiera el asomo de protesta de
Laura. Mamá se quedaba sola en el caserón, con los perros y los frascos de
remedios, con la ropa de Nico colgada todavía en un ropero. Que se quedara, que
todos se fueran al demonio. Mamá había parecido comprender, ya no lloraba a
Nico y andaba como antes por la casa, con la fría y resuelta recuperación de
los viejos frente a la muerte. Pero Luis no quería acordarse de lo que había
sido la tarde de la despedida, las valijas, el taxi en la puerta, la casa ahí con
toda la infancia, el jardín donde Nico y él habían jugado a la guerra, los dos
perros indiferentes y estúpidos. Ahora era casi capaz de olvidarse de todo eso.
Iba a la agencia, dibujaba afiches, volvía a comer, bebía la taza de café que
Laura le alcanzaba sonriendo. Iban mucho al cine, mucho a los bosques, conocían
cada vez mejor París. Habían tenido suerte, la vida era sorprendentemente
fácil, el trabajo pasable, el departamento bonito, las películas excelentes.
Entonces llegaba carta de mamá.
No las detestaba; si le hubieran faltado habría sentido caer sobre él la
libertad como un peso insoportable. Las cartas de mamá le traían un tácito
perdón (pero de nada había que perdonarlo), tendían el puente por donde era
posible seguir pasando. Cada una lo tranquilizaba o lo inquietaba sobre la
salud de mamá, le recordaba la economía familiar, la permanencia de un orden. Y
a la vez odiaba ese orden. Y a la vez odiaba ese orden y lo odiaba por Laura,
porque Laura estaba en París pero cada carta de mamá la definía como ajena,
como cómplice de ese orden que el había repudiado una noche en el jardín,
después de oír una vez más la tos apagada, casi humilde de Nico.
No, no le mostraría la carta. Era innoble sustituir un nombre por otro,
era intolerable que Laura leyera la frase de mamá. Su grotesco error, su tonta
torpeza de un instante —la veía luchando con una pluma vieja, con el papel que
se ladeaba, con su vista insuficiente—, crecería con Laura como una semilla
fácil. Mejor tirar la carta (la tiró esa tarde misma) y por la noche ir al cine
con Laura, olvidarse lo antes posible de que Víctor había preguntado por ellos.
Aunque fuera Víctor, el primo tan bien educado, olvidarse de que Víctor había
preguntado por ellos.
Diabólico, agazapado, relamiéndose, Tom esperaba que Jerry cayera en la
trampa. Jerry no cayó, y llovieron sobre Tom catástrofes incontables. Después
Luis compró helados, los comieron mientras miraban distraídamente los anuncios
en colores. Cuando empezó la película, Laura se hundió un poco más en su butaca
y retiró la mano del brazo de Luis. Él la sentía otra vez lejos, quién sabe si
lo que miraban juntos era ya la misma cosa para los dos, aunque más tarde
comentaran la película en la calle o en la cama. Se preguntó (no era una
pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) si Nico y Laura habían estado así de
distantes en los cines, cuando Nico la festejaba y salían juntos. Probablemente
habían conocido todos los cines de Flores, toda la rambla estúpida de la calle
Lavalle, el león, el atleta que golpea el gongo, los subtítulos en castellano
por Carmen de Pinillos, los personajes de esta película son ficticios, y toda
relación… Entonces, cuando Jerry había escapado de Tom y empezaba la hora de
Bárbara Stanwyck o de Tyron Power, la mano de Nico se acostaría despacio sobre
el muslo de Laura (el pobre Nico, tan tímido, tan novio), y los dos se
sentirían culpables de quién sabe qué. Bien le constaba a Luis que no habían
sido culpables de nada definitivo; aunque no hubiera tenido la más deliciosa de
las pruebas, el veloz desapego de Laura por Nico hubiera bastado para ver en
ese noviazgo un mero simulacro urdido por el barrio, la vecindad, los círculos
culturales y recreativos que son la sal de Flores. Había bastado el capricho de
ir una noche a la misma sala de baile que frecuentaba Nico, el azar de una
presentación fraternal. Tal vez por eso, por la facilidad del comienzo, todo el
resto había sido inesperadamente duro y amargo. Pero no quería acordarse ahora,
la comedia había terminado con la blanda derrota de Nico, su melancólico
refugio en una muerte de tísico. Lo raro era que Laura no lo nombrara nunca, y
que por eso tampoco él lo nombrara, que Nico no fuera ni siquiera el difunto,
ni siquiera el cuñado muerto, el hijo de mamá. Al principio le había traído un
alivio después del turbio intercambio de reproches, del llanto y los gritos de
mamá, de la estúpida intervención del tío Emilio y del primo Víctor (Víctor
preguntó esta mañana por ustedes), el casamiento apresurado y sin más ceremonia
que un taxi llamado por teléfono y tres minutos delante de un funcionario con
caspa en las solapas. Refugiados en un hotel de Adrogué, lejos de mamá y de
toda la parentela desencadenada, Luis había agradecido a Laura que jamás
hiciera referencia al pobre fantoche que tan vagamente había pasado de novio a
cuñado. Pero ahora, con un mar de por medio, con la muerte y dos años de por
medio, Laura seguía sin nombrarlo, y él se plegaba a su silencio por cobardía,
sabiendo que en el fondo ese silencio lo agraviaba por lo que tenía de reproche,
de arrepentimiento, de algo que empezaba a parecerse a la traición. Más de una
vez había mencionado expresamente a Nico, pero comprendía que eso no contaba,
que la respuesta de Laura tendía a desviar la conversación. Un lento territorio
prohibido se había ido formando poco a poco en su lenguaje, aislándolos de
Nico, envolviendo su nombre y su recuerdo en un algodón manchado y pegajoso. Y
del otro lado mamá hacía lo mismo, confabulaba inexplicablemente en el
silencio. Cada carta hablaba de los perros, de Matilde, de Víctor, del
salicilato, del pago de la pensión. Luis había esperado que alguna vez mamá
aludiera a su hijo para aliarse con ella frente a Laura, obligar cariñosamente
a Laura a que aceptara la existencia póstuma de Nico. No porque fuera necesario,
a quién le importaba nada de Nico vivo o muerto, pero la tolerancia de su
recuerdo en el panteón del pasado hubiera sido la oscura, irrefutable prueba de
que Laura lo había olvidado verdaderamente y para siempre. Llamado a la plena
luz de su nombre el íncubo se hubiera desvanecido, tan débil e inane como
cuando pisaba la tierra. Pero Laura seguía callando el nombre de Nico, y cada
vez que lo callaba, en el momento preciso en que hubiera sido natural que lo
dijera y exactamente lo callaba, Luis sentía otra vez la presencia de Nico en
el jardín de Flores, escuchaba su tos discreta preparando el más perfecto
regalo de bodas imaginable, su muerte en plena luna de miel de la que había
sido su novia, del que había sido su hermano.
Una semana más tarde Laura se sorprendió de que no hubiera llegado carta
de mamá. Barajaron las hipótesis usuales, y Luis escribió esa misma tarde. La
respuesta no lo inquietaba demasiado, pero hubiera querido (lo sentía al bajar
las escaleras por la mañana) que la portera le diera a él la carta en vez de
subir al tercer piso. Una quincena más tarde reconoció el sobre familiar, el
rostro del almirante Brown y una vista de las cataratas del Iguazú. Guardó el
sobre antes de salir a la calle y contestar el saludo de Laura asomada a la ventana.
Le pareció ridículo tener que doblar la esquina antes de abrir la carta. El
Boby se había escapado a la calle y unos días después había empezado a
rascarse, contagio de algún perro sarnoso. Mamá iba a consultar a un
veterinario amigo del tío Emilio, porque no era cosa de que el Boby le pegara
la peste al Negro. El tío Emilio era de parecer que los bañara con acaroína,
pero ella ya no estaba para esos trotes y sería mejor que el veterinario
recetara algún polvo insecticida o algo para mezclar con la comida. La señora
de la lado tenía un gato sarnoso, vaya a saber si los gatos no eran capaces de
contagiar a los perros, aunque fuera a través del alambrado. Pero qué les iba a
interesar a ellos esas charlas de vieja, aunque Luis siempre había sido muy cariñoso
con los perros y de chico hasta dormía con uno a los pies de la cama, al revés
de Nico que no le gustaban mucho. La señora de al lado aconsejaba
espolvorearlos con dedeté por si no era sarna, los perros pescan toda clase de
pestes cuando andan por la calle; en la esquina de Bacacay paraba un circo con
animales raros, a lo mejor había microbios en el aire, esas cosas. Mamá no
ganaba para sustos, entre el chico de la modista que se había quemado el brazo
con leche hirviendo y el Boby sarnoso.
Después había como una estrellita azul (la pluma cucharita que se
enganchaba en el papel, la exclamación de fastidio de mamá) y entonces unas
reflexiones melancólicas sobre lo sola que se quedaría si también Nico se iba a
Europa como parecía, pero ese era el destino de los viejos, los hijos son
golondrinas que se van un día, hay que tener resignación mientras el cuerpo
vaya tirando. La señora de al lado…
Alguien empujó a Luis, le soltó una rápida declaración de derechos y
obligaciones con acento marsellés. Vagamente comprendió que estaba estorbando
el paso de la gente que entraba por el angosto corredor al metro. El resto del
día fue igualmente vago, telefoneó a Laura para decirle que no iría a almorzar,
pasó dos horas en un banco de plaza releyendo la carta de mamá, preguntándose
qué debería hacer frente a la insania. Hablar con Laura, antes de nada. Por qué
(no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) seguir ocultándole a
Laura lo que pasaba. Ya no podía fingir que esta carta se había perdido como la
otra, ya no podía creer a medias que mamá se había equivocado y escrito Nico
por Víctor, y que era tan penoso que se estuviera poniendo chocha.
Resueltamente esas cartas eran Laura, eran lo que iba a ocurrir con Laura. Ni
siquiera eso: lo que ya había ocurrido desde el día de su casamiento, la luna
de miel en Adrogué, las noches en que se habían querido desesperadamente en el
barco que los traía a Francia. Todo era Laura, todo iba a ser Laura ahora que
Nico quería venir a Europa en el delirio de mamá. Cómplices como nunca, mamá le
estaba hablando a Laura de Nico, le estaba anunciando que Nico iba a venir a
Europa, y lo decía así, Europa a secas, sabiendo tan bien que Laura
comprendería que Nico iba a desembarcar en Francia, en París, en una casa donde
se fingía exquisitamente haberlo olvidado, pobrecito.
Hizo dos cosas: escribió al tío Emilio señalándole los síntomas que lo
inquietaban y pidiéndole que visitara inmediatamentte a mamá para cerciorarse y
tomar las medidas del caso. Bebió un coñac tras otro y anduvo a pie hacia su
casa para pensar en el camino lo que debía decirle a Laura, porque al fin y al
cabo tenía que hablar con Laura y ponerla al corriente. De calle en calle fue
sintiendo cómo le costaba situarse en el presente, en lo que tendría que
suceder media hora más tarde. La carta de mamá lo metía, lo ahogaba en la
realidad de esos dos años de vida en París, la mentira de una paz traficada, de
una felicidad de puertas para afuera, sostenida por diversiones y espectáculos,
de un pacto involuntario de silencio en que los dos se desunían poco a poco
como en todos los pactos negativos. Sí, mamá, sí, pobre Boby sarnoso, mamá.
Pobre Boby, pobre Luis, cuánta sarna, mamá. Un baile del club de Flores, mamá,
fui porque él insistía, me imagino que quería darse corte con su conquista.
Pobre Nico, mamá, con esa tos seca en que nadie creía todavía, con ese traje
cruzado a rayas, esa peinada a la brillantina, esas corbatas de rayón tan
cajetillas. Uno charla un rato, simpatiza, cómo no vas a bailar esa pieza con
la novia del hermano, oh, novia es mucho decir, Luis, supongo que puedo
llamarlo Luis, verdad. Pero sí, me extraña que Nico no la haya llevado a casa
todavía, usted le va a caer tan bien a mamá. Este Nico es más torpe, a que ni
siquiera habló con su papá. Tímido, sí, siempre fue igual. Como yo. ¿De qué se
ríe, no me cree? Pero si yo no soy lo que parezco… ¿Verdad que hace calor? De
veras, usted tiene que venir a casa, mamá va a estar encantada. Vivimos los
tres solos, con los perros. Che Nico, pero es una vergüenza, te tenías esto
escondido, malandra. Entre nosotros somos así, Laura, nos decimos cada cosa.
Con tu permiso, yo bailaría este tango con la señorita.
Tan poca cosa, tan fácil, tan verdaderamente brillantina y corbata
rayón. Ella había roto con Nico por error, por ceguera, porque el hermano rana
había sido capaz de ganar de arrebato y darle vuelta la cabeza. Nico no juega
al tenis, qué va a jugar, usted no lo saca del ajedrez y la filatelia, hágame
el favor. Callado, tan poca cosa el pobrecito, Nico se había ido quedando
atrás, perdido en un rincón del patio, consolándose con el jarabe pectoral y el
mate amargo. Cuando cayó en cama y le ordenaron reposo coincidió justamente con
un baile en Gimnasia y Esgrima de Villa del Parque. Uno no se va a perder esas
cosas, máxime cuando va a tocar Edgardo Donato y la cosa promete. A mamá le
parecía tan bien que él sacara a pasear a Laura, le había caído como una hija
apenas la llevaron una tarde a la casa. Vos fijate, mamá, el pibe está débil y
capaz que le hace impresión si uno le cuenta. Los enfermos como él se imaginan
cada cosa, de fija que va a creer que estoy afilando con Laura. Mejor que no
sepa que vamos a Gimnasia. Pero yo no le dije eso a mamá, nadie de casa se
enteró nunca que andábamos juntos. Hasta que se mejorara el enfermito, claro. Y
así el tiempo, los bailes, dos o tres bailes, las radiografías de Nico, después
el auto del petiso Ramos, la noche de la farra en casa de la Beba, las copas,
el paseo en auto hasta el puente del arroyo, una luna, esa luna como una
ventana de hotel allá arriba, y Laura en el auto negándose, un poco bebida, las
manos hábiles, los besos, los gritos ahogados, la manta de vicuña, la vuelta en
silencio, la sonrisa de perdón.
La sonrisa era casi la misma cuando Laura le abrió la puerta. Había
carne al horno, ensalada, un flan. A las diez vinieron unos vecinos que eran
sus compañeros de canasta. Muy tarde, mientras se preparaban para acostarse,
Luis sacó la carta y la puso sobre la mesa de luz.
—No te hablé antes porque no quería afligirte. Me parece que mamá…
Acostado, dándole la espalda, esperó. Laura guardó la carta en el sobre,
apagó el velador. La sintió contra él, no exactamente contra pero la oía
respirar cerca de su oreja.
—¿Vos te das cuenta? —dijo Luis, cuidando su voz.
—Sí. ¿No creés que se habrá equivocado de nombre?
Tenía que ser. Peón cuatro rey, peón cuatro rey. Perfecto.
—A lo mejor quizo poner Víctor —dijo, clavándose lentamente las uñas en
la palma de la mano.
—Ah, claro. Podría ser —dijo Laura. Caballo rey tres alfil.
Empezaron a fingir que dormían.
A Laura le había parecido bien que el tío Emilio fuera el único en
enterarse, y los días pasaron sin que volvieran a hablar de eso. Cada vez que
volvía a casa, Luis esperaba una frase o un gesto insólitos en Laura, un claro
en esa guardia perfecta de calma y de silencio. Iban al cine como siempre,
hacían el amor como siempre. Para Luis ya no había en Laura otro misterio que
el de su resignada adhesión a esa vida en la que nada había llegado a ser lo
que pudieron esperar dos años atrás. Ahora la conocía bien, a la hora de las
confrontaciones definitivas tenía que admitir que Laura era como había sido
Nico, de las que se quedan atrás y sólo obran por inercia, aunque empleara a
veces una voluntad casi terrible en no hacer nada, en no vivir de veras para
nada. Se hubiera entendido mejor con Nico que con él, y los dos lo venían
sabiendo desde el día de su casamiento, desde las primerras tomas de posición
que siguen a la blanda aquiescencia de la luna de miel y el deseo. Ahora Laura
volvía a tener la pesadilla. Soñaba mucho, pero la pesadilla era distinta, Luis
la reconocía entre muchos otros movimientos de su cuerpo, palabras confusas o
breves gritos de animal que se ahoga. Había empezado a bordo, cuando todavía
hablaban de Nico porque Nico acababa de morir y ellos se habían embarcado unas
pocas semanas después. Una noche, después de acordarse de Nico y cuando ya se
insinuaba el tácito silencio que se instalaría luego entre ellos, Laura lo
despertaba con un gemido ronco, una sacudida convulsiva de las piernas, y de
golpe un grito que era una negativa total, un rechazo con las dos manos y todo
el cuerpo y toda la voz de algo horrible que le caía desde el sueño como un
enorme pedazo de materia pegajosa. Él la sacudía, la calmaba, le traía agua que
bebía sollozando, acosada aún a medias por el otro lado de su vida. Decía no
recordar nada, era algo horrible pero no se podía explicar, y acababa por
dormirse llevándose su secreto, porque Luis sabía que ella sabía, que acababa
de enfrentarse con aquel que entraba en su sueño, vaya a saber bajo qué
horrenda máscara, y cuyas rodillas abrazaría Laura en un vértigo de espanto,
quizá de amor inútil. Era siempre lo mismo, le alcanzaba un vaso de agua,
esperando en silencio a que ella volviera a apoyar la cabeza en la almohada.
Quizá un día el espanto fuera más fuerte que el orgullo, si eso era orgullo.
Quizá entonces él podría luchar desde su lado. Quizá no todo estaba perdido,
quizá la nueva vida llegara a ser realmente otra cosa que ese simulacro de sonrisas
y de cine francés.
Frente a la mesa de dibujo, rodeado de gentes ajenas, Luis recobraba el
sentido de la simetría y el método que le gustaba aplicar a la vida. Puesto que
Laura no tocaba el tema, esperando con aparente indiferencia la contestación
del tío Emilio, a él le correspondía entenderse con mamá. Contestó su carta
limitándose a las menudas noticias de las últimas semanas, y dejó para la
postdata una frase rectificatoria: «De modo que Víctor habla de venir a Europa.
A todo el mundo le da por viajar, debe ser la propaganda de las agencias de
turismo. Decíle que escriba, le podemos mandar todos los datos que necesite.
Decíle también que desde ahora cuenta con nuestra casa.»
El tío Emilio contestó casi a vuelta de correo, secamente como
correspondía a un pariente tan cercano y tan resentido por lo que en el velorio
de Nico había calificado de incalificable. Sin haberse disgustado de frente con
Luis, había demostrado sus sentimientos con la sutileza habitual en casos
parecidos, absteniéndose de ir a despedirlo al barco, olvidando dos años
seguidos la fecha de su cumpleaños. Ahora se limitaba a cumplir con su deber de
hermano político de mamá, y enviaba escuetamente los resultados. Mamá estaba
muy bien pero casi no hablaba, cosa comprensible teniendo en cuenta los muchos
disgustos de los últimos tiempos. Se notaba que estaba muy sola en la casa de
Flores, lo cual era lógico puesto que ninguna madre que ha vivido toda la vida
con sus dos hijos puede sentirse a gusto en una enorme casa llena de recuerdos.
En cuanto a las frases en cuestión, el tío Emilio había procedido con el tacto
que se requería en vista de lo delicado del asunto, pero lamentaba decirles que
no había sacado gran cosa en limpio, porque mamá no estaba en vena de
conversación y hasta lo había recibido en la sala, cosa que nunca hacía con su
hermano político. A una insinuación de orden terapéutico, había contestado que
aparte del reumatismo se sentía perfectamente bien, aunque en esos días la
fatigaba tener que planchar tantas camisas. El tío Emilio se había interesado
por saber de qué camisas se trataba, pero ella se había limitado a una
inclinación de cabeza y un ofrecimiento de jerez y galletitas Bagley.
Mamá no les dio demasiado tiempo para discutir la carta del tío Emilio y
su ineficacia manifiesta. Cuatro días después llegó un sobre certificado,
aunque mamá sabía de sobra que no hay necesidad de certificar las cartas aéreas
a París. Laura telefoneó a Luis y le pidió que volviera lo antes posible. Media
hora más tarde la encontró respirando pesadamente, perdida en la contemplación
de unas flores amarillas sobre la mesa. La carta estaba en la repisa de la
chimenea, y Luis volvió a dejarla ahí después de la lectura. Fue a sentarse
junto a Laura, esperó. Ella se encogió de hombros.
—Se ha vuelto loca —dijo.
Luis encendió un cigarrillo. El humo le hizo llorar los ojos. Comprendió
que la partida continuaba, que a él le tocaba mover. Pero a esa partida la
estaban jugando tres jugadores, quizá cuatro. Ahora tenía la seguridad de que
también mamá estaba al borde del tablero. Poco a poco resbaló en el sillón, y
dejó que su cara se pusiera la inútil máscara de las manos juntas. Oía llorar a
Laura, abajo corrían a gritos los chicos de la portera.
La noche trae consejo, etcétera. Les trajo un sueño pesado y sordo,
después que los cuerpos se encontraron en una monótona batalla que en el fondo
no habían deseado. Una vez más se cerraba el tácito acuerdo: por la mañana
hablarían del tiempo, del crimen de Saint-Cloud, de James Dean. La carta seguía
sobre la repisa y mientras bebían té no pudieron dejar de verla, pero Luis
sabía que al volver del trabajo ya no la encontraría. Laura borraba las huellas
con su fría, eficaz diligencia. Un día, otro día, otro día más. Una noche se
rieron mucho con los cuentos de los vecinos, con una audición de Fernandel. Se
habló de ir a ver una pieza de teatro, de pasar un fin de semana en
Fontainebleau.
Sobre la mesa de dibujo se acumulaban los datos innecesarios, todo
coincidía con la carta de mamá. El barco llegaba efectivamente al Havre el
vierrnes 17 por la mañana, y el tren especial entraba en Saint-Lazare a las
11:45. El jueves vieron la pieza de teatro y se divirtieron mucho. Dos noches
antes Laura había tenido otra pesadilla, pero él no se molestó en traerle agua
y la dejó que se tranquilizara sola, dándole la espalda. Después Laura durmió
en paz, de día andaba ocupada cortando y cosiendo un vestido de verano.
Hablaron de comprar una máquina de coser eléctrica cuando terminaran de pagar
la heladera. Luis encontró la carta de mamá en el cajón de la mesa de luz y la
llevó a la oficina. Telefoneó a la compañía naviera, aunque estaba seguro de
que mamá daba las fechas exactas. Era su única seguridad, porque todo el resto
no se podía siquiera pensar. Y ese imbécil del tío Emilio. Lo mejor sería
escribir a Matilde, por más que estuviesen distanciados Matilde comprendería la
urgencia de intervenir, de proteger a mamá. ¿Pero realmente (no era una
pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) había que proteger a mamá,
precisamente a mamá? Por un momento pensó en pedir larga distancia y hablar con
ella. Se acordó del jerez y las galletitas Bagley, se encogió de hombros.
Tampoco había tiempo de escribir a Matilde, aunque en realidad había tiempo
pero quizá fuese preferible esperar al viernes diecisiete antes de… El coñac ya
no lo ayudaba ni siquiera a no pensar, o por lo menos a pensar sin tener miedo.
Cada vez recordaba con más claridad la cara de mamá en las últimas semanas de
Buenos Aires, después del entierro de Nico. Lo que él había entendido como
dolor, se lo mostraba ahora como otra cosa, algo en donde había una rencorosa
desconfianza, una expresión de animal que siente que van a abandonarlo en un
terreno baldío lejos de la casa, para deshacerse de él. Ahora empezaba a ver de
veras la cara de mamá. Recién ahora la veía de veras en aquellos días en que
toda la familia se había turnado para visitarla, darle el pésame por Nico,
acompañarla de tarde, y también Laura y él venían de Adrogué para acompañarla,
para estar con mamá. Se quedaban apenas un rato porque después aparecía el tío
Emilio, o Víctor, o Matilde, y todos eran una misma fría repulsa, la familia
indignada por lo sucedido, por Adrogué, porque eran felices mientras Nico,
pobrecito, mientras Nico. Jamás sospecharían hasta qué punto habían colaborado
para embarcarlos en el primer buque a mano; como si se hubieran asociado para
pagarles los pasajes, llevarlos cariñosamente a bordo con regalos y pañuelos.
Claro que su deber de hijo lo obligaba a escribir en seguida a Matilde.
Todavía era capaz de pensar cosas así antes del cuarto coñac. Al quinto las
pensaba de nuevo y se reía (cruzaba París a pie para estar más solo y
despejarse la cabeza), se reía de su deber de hijo, como si los hijos tuvieran
deberes, como si los deberes fueran los de cuarto grado, los sagrados deberes
para la sagrada señorita del inmundo cuarto grado. Porque su deber de hijo no
era escribir a Matilde. ¿Para qué fingir (no era una pregunta, pero cómo
decirlo de otro modo) que mamá estaba loca? Lo único que se podía hacer era no
hacer nada, dejar que pasaran los días, salvo el viernes. Cuando se despidió
como siempre de Laura diciéndole que no vendría a almorzar porque tenía que
ocuparse de unos afiches urgentes, estaba tan seguro del resto que hubiera
podido agregar: «Si querés vamos juntos.» Se refugió en el café de la estación,
menos por disimulo que para tener la pobre ventaja de ver sin ser visto. A las
once y treinta y cinco descubrió a Laura por su falda azul, la siguió a
distancia, la vio mirar el tablero, consultar a un empleado, comprar un boleto
de plataforma, entrar en el andén donde ya se juntaba la gente con el aire de
los que esperan. Detrás de una zorra cargada de cajones de fruta miraba a Laura
que parecía dudar entre quedarse cerca de la salida del andén o internarse por
él. La miraba sin sorpresa, como a un insecto cuyo comportamiento podía ser
interesante. El tren llegó casi en seguida y Laura se mezcló con la gente que
se acercaba a las ventanillas de los coches buscando cada uno lo suyo, entre
gritos y manos que sobresalían como si dentro del tren se estuvieran ahogando.
Bordeó la zorra y entró al andén entre más cajones de fruta y manchas de grasa.
Desde donde estaba vería salir a los pasajeros, vería pasar otra vez a Laura, su
rostro lleno de alivio porque el rostro de Laura, ¿no estaría lleno de alivio?
(No era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo.) Y después, dándose el
lujo de ser el último una vez que pasaran los últimos viajeros y los últimos
changadores, entonces saldría a su vez, bajaría a la plaza llena de sol para ir
a beber coñac al café de la esquina. Y esa misma tarde escribiría a mamá sin la
menor referencia al ridículo episodio (pero no era ridículo) y después tendría
valor y hablaría con Laura (pero no tendría valor y no hablaría con Laura). De
todas maneras coñac, eso sin la menor duda, y que todo se fuera al demonio.
Verlos pasar así en racimos, abrazándose con gritos y lágrimas, las parentelas
desatadas, un erotismo barato como un carroussel de feria barriendo el andén,
entre valijas y paquetes y por fin, por fin, cuánto tiempo sin vernos, qué
quemada estás, Ivette, pero sí, hubo un sol estupendo, hija. Puesto a buscar
semejanzas, por gusto de aliarse a la imbecilidad, dos de los hombres que
pasaban cerca debían ser argentinos por el corte de pelo, los sacos, el aire de
suficiencia disimulando el azoramiento de entrar en París. Uno sobre todo se
parecía a Nico, puesto a buscar semejanzas. El otro no, y en realidad éste
tampoco apenas se le miraba el cuello mucho más grueso y la cintura más ancha.
Pero puesto a buscar semejanzas por puro gusto, ese otro que ya había pasado y
avanzaba hacia el portillo de salida, con una sola valija en la mano izquierda,
Nico era zurdo como él, tenía esa espalda un poco cargada, ese corte de
hombros. Y Laura debía haber pensado lo mismo porque venía detrás mirándolo, y
en la cara una expresión que él conocía bien, la cara de Laura cuando
despertaba de la pesadilla y se incorporaba en la cama mirando fijamente el
aire, mirando, ahora lo sabía, a aquél que se alejaba dándole la espalda,
consumaba la innominable venganza que la hacía gritar y debatirse en sueños.
Puestos a buscar semejanzas, naturalmente el hombre era un desconocido,
lo vieron de frente cuando puso la valija en el suelo para buscar el billete y
entregarlo al del portillo. Laura salió la primera de la estación, la dejó que
tomara distancia y se perdiera en la plataforma del autobús. Entró en el café
de la esquina y se tiró en una banqueta. Más tarde no se acordó si había pedido
algo de beber, si eso que le quemaba la boca era el regusto del coñac barato.
Trabajó toda la tarde en los afiches, sin tomarse descanso. A ratos pensaba que
tendría que escribirle a mamá, pero lo fue dejando pasar hasta la hora de la
salida. Cruzó París a pie, al llegar a casa encontró a la portera en el zaguán
y charló un rato con ella. Hubiera querido quedarse hablando con la portera o
los vecinos, pero todos iban entrando en los departamentos y se acercaba la
hora de cenar. Subió despacio (en realidad siempre subía despacio para no
fatigarse los pulmones y no toser) y al llegar al tercero se apoyó en la puerta
antes de tocar el timbre, para descansar un momento en la actitud del que
escucha lo que pasa en el interior de una casa. Después llamó con los dos
toques cortos de siempre.
—Ah, sos vos —dijo Laura, ofreciéndole una mejilla fría—. Ya empezaba a
preguntarme si habrías tenido que quedarte más tarde. La carne debe estar
recocida.
No estaba recocida, pero en cambio no tenía gusto a nada. Si en ese
momento hubiera sido capaz de preguntarle a Laura por qué había ido a la
estación, tal vez el café hubiese recobrado el sabor, o el cigarrillo. Pero
Laura no se había movido de casa en todo el día, lo dijo como si necesitara
mentir o esperara que él hiciera un comentario burlón sobre la fecha, las
manías lamentables de mamá. Revolviendo el café, de codos sobre el mantel, dejó
pasar una vez más el momento. La mentira de Laura ya no importaba, una más
entre tantos besos ajenos, tantos silencios donde todo era Nico, donde no había
nada en ella o en él que no fuera Nico. ¿Por qué (no era una pregunta, pero
cómo decirlo de otro modo) no poner un tercer cubierto en la mesa? ¿Por qué no
irse, por qué no cerrar el puño y estrellarlo en esa cara triste y sufrida que
el humo del cigarrillo deformaba, hacía ir y venir como entre dos aguas,
parecía llenar poco a poco de odio como si fuera la cara misma de mamá? Quizá
estaba en la otra habitación, o quizá esperaba apoyado en la puerta como había
esperado él, o se había instalado ya donde siempre había sido el amo, en el
territorio blanco y tibio de las sábanas al que tantas veces había acudido en
sueños de Laura. Allí esperaría, tendido de espaldas, fumando también él su
cigarrillo, tosiendo un poco, riéndose con una cara de payaso como la cara de
los últimos días, cuando no le quedaba ni una gota de sangre sana en las venas.
Pasó al otro cuarto, fue a la mesa de trabajo, encendió la lámpara. No
necesitaba releer la carta de mamá para contestarla como debía. Empezó a
escribir, querida mamá. Escribió: querida mamá. Tiró el papel, escribió: mamá.
Sentía la casa como un puño que se fuera apretando. Todo era más estrecho, más
sofocante. El departamento había sido suficiente para dos, estaba pensado
exactamente para dos. Cuando levantó los ojos (acababa de escribir: mamá),
Laura estaba en la puerta, mirándolo. Luis dejó la pluma.
—¿A vos no te parece que está mucho más flaco? —dijo.
Laura hizo un gesto. Un brillo paralelo le bajaba por las mejillas.
—Un poco —dijo—. Uno va cambiando…
Julio Cortázar
Cartas de mama
@uncuentodiario
Cuentosdiario.blogspot.com
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