No hay nadie, en todo Ike-no-wo, que no conozca la nariz de Zenchi
Naigu. Medirá unos 16 centímetros, y es como un colgajo que desciende hasta más
abajo del mentón. Es de grosor parejo desde el comienzo al fin; en una palabra,
una cosa larga, con aspecto de embutido, le cae desde el centro de la cara.
Naigu tiene más de 50 años, y desde sus tiempos de novicio, y aun
encontrándose al frente de los seminarios de la corte, ha vivido constantemente
preocupado por su nariz. Por cierto que simula la mayor indiferencia, no ya
porque su condición de sacerdote” que aspira a la salvación en la Tierra Pura
del Oeste” le impida abstraerse en tales problemas, sino más bien porque le
disgusta que los demás piensen que a él le preocupa. Naigu teme la aparición de
la palabra nariz en las conversaciones cotidianas.
Existen dos razones para que a Naigu le moleste su nariz. La primera de
ellas, la gran incomodidad que provoca su tamaño. Esto no le permitió nunca
comer solo pues la nariz se le hundía en las comidas. Entonces Naigu hacía
sentar mesa por medio a un discípulo, a quien le ordenaba sostener la nariz con
una tablilla de unos cuatro centímetros de ancho y sesenta y seis centímetros
de largo mientras duraba la comida. Pero comer en esas condiciones no era tarea
fácil ni para el uno ni para el otro. Cierta vez, un ayudante que reemplazaba a
ese discípulo estornudó, y al perder el pulso, la nariz que sostenía se
precipitó dentro de la sopa de arroz; la noticia se propaló hasta llegar a
Kyoto. Pero no eran esas pequeñeces la verdadera causa del pesar de Naigu. Le mortificaba
sentirse herido en su orgullo a causa de la nariz.
Las gentes del pueblo opinaban que Naigu debía de sentirse feliz, ya que
al no poder casarse, se beneficiaba como sacerdote; pensaban que con esa nariz
ninguna mujer aceptaría unirse a él. También se decía, maliciosamente, que él
había decidido su vocación justamente a raíz de esa desgracia. Pero ni el mismo
Naigu pensó jamás que el tomar los hábitos le aliviara esa preocupación.
Empero, la dignidad de Naigu no podía ser turbada por un hecho tan accesorio
como podía ser el de tomar una mujer. De ahí que tratara, activa o pasivamente,
de restaurar su orgullo mal herido.
En primer lugar, pensó en encontrar algún modo de que la nariz
aparentara ser más corta. Cuando se encontraba solo, frente al espejo,
estudiaba su cara detenidamente desde diversos ángulos. Otras veces, no
satisfecho con cambiar de posiciones, ensayaba pacientemente apoyar la cara
entre las manos a sostener con un dedo el centro del mentón. Pero
lamentablemente, no hubo una sola vez en que la nariz se viera
satisfactoriamente más corta de lo que era. Ocurría además, que cuando más se
empeñaba, más larga la veía cada vez. Entonces guardaba el espejo y suspirando
hondamente, volvía descorazonado a la mesa de oraciones. De allí en adelante,
mantuvo fija su atención en la nariz de los demás.
En el templo de Ike-no-wo funcionaban frecuentemente seminarios para los
sacerdotes; en el interior del templo existen numerosas habitaciones destinadas
a alojamiento, y las salas de baños se habilitan en forma permanente. De modo
que allí el movimiento de sacerdotes era continuo. Naigu escrutaba
pacientemente la cara de todos ellos con la esperanza de encontrar siquiera una
persona que tuviera una nariz semejante a la suya. Nada le importaban los
lujosos hábitos que vestían, sobre todo porque estaba habituado a verlos. Naigu
no miraba a la gente, miraba las narices. Pero aunque las había aguileñas, no
encontraba ninguna como la suya; y cada vez que comprobaba esto, su mal humor
iba creciendo. Si al hablar con alguien inconscientemente se tocaba el extremo
de su enorme nariz y se lo veía enrojecer de vergüenza a pesar de su edad, ello
denunciaba su mal humor.
Recurrió entonces a los textos budistas en busca de alguna hipertrofia.
Pero para desconsuelo de Naigu, nada le decía si el famoso sacerdote japonés
Nichiren, o Sáriputra, uno de los diez discípulos de Buda, habían tenido
narices largas. Seguramente tanto Nágárjuna, el conocido filósofo budista del
siglo II, como Bamei, otro ilustre sacerdote, tenían una nariz normal. Cuando
Naigu supo que Ryugentoku, personaje legendario del país Shu, de China, había
tenido grandes orejas, pensó cuánto lo habría consolado si, en lugar de esas
orejas, se hubiese tratado de la nariz.
Pero no es de extrañar que a pesar de estos lamentos, Naigu intentara en
toda forma reducir el tamaño de su nariz. Hizo cuanto le fue dado hacer, desde
beber una cocción de uñas de cuervo hasta frotar la nariz con orina de ratón.
Pero nada. La nariz seguía colgando lánguidamente.
Hasta que un otoño, un discípulo enviado en una misión a Kyôto, reveló
que había aprendido de un médico su tratamiento para acortar narices. Sin
embargo, Naigu, dando á entender que no le importaba tener esa nariz, se negó a
poner en práctica el tratamiento de ese médico de origen chino, si bien por
otra parte, esperaba que el discípulo insistiera en ello, y a la hora de las
comidas decía ante todos, intencionalmente, que no deseaba molestar al
discípulo por semejante tontería. El discípulo, advirtiendo la maniobra, sintió
más compasión que desagrado, y tal como Naigu lo esperaba, volvió a insistir
para que ensayara el método. Naturalmente, Naigu accedió.
El método era muy simple, y consistía en hervir la nariz y pisotearla
después. El discípulo trajo del baño un balde de agua tan caliente que no podía
introducirse en ella el dedo. Como había peligro de quemarse con el vapor, el
discípulo abrió un agujero en una tabla redonda, y tapando con ella el balde
hizo introducir la nariz de Naigu en el orificio. La nariz no experimentó
ninguna sensación al sumergirse en el agua caliente. Pasado un momento dijo el
discípulo:
- Creo que ya ha hervido.
Naigu sonrió amargamente; oyendo sólo estas palabras nadie hubiera
imaginado que lo que se estaba hirviendo era su nariz. Le picaba intensamente.
El discípulo la recogió del balde y empezó a pisotear el promontorio humeante.
Acostado y con la nariz sobre una tabla, Naigu observaba cómo los pies del
discípulo subían y bajaban delante de sus ojos. Mirando la cabeza calva del
maestro aquél le decía de vez en cuando, apesadumbrado:
-¿No os duele? ¿Sabéis?… el médico me dijo que pisara con fuerza. Pero,
¿no os duele?
En verdad, no sentía ni el más mínimo dolor, puesto que le aliviaba la
picazón en el lugar exacto.
Al cabo de un momento unos granitos empezaron a formarse en la nariz.
Era como si se hubiera asado un pájaro desplumado. Al ver esto, el discípulo
dejó de pisar y dijo como si hablara consigo mismo:” El médico dijo que había
que sacar los granos con una pinza.”
Expresando en el rostro su disconformidad con el trato que le daba el
discípulo, Naigu callaba. No dejaba de valorar la amabilidad de éste. Pero
tampoco podía tolerar que tratase su nariz como una cosa cualquiera. Como el
paciente que duda de la eficacia de un tratamiento, Naigu miraba con
desconfianza cómo el discípulo arrancaba los granos de su nariz.
Al término de esta operación, el discípulo le anunció con cierto alivio:
-Tendréis que hervirla de nuevo.
La segunda vez, comprobaron que se había acortado mucho más que antes.
Acariciándola aún, Naigu se miró avergonzado en el espejo que le tendía el
discípulo. La nariz, que antes le llegara a la mandíbula, se había reducido
hasta quedar sólo a la altura del labio superior. Estaba, naturalmente,
enrojecida a consecuencia del pisoteo.
“En adelante ya nadie podrá burlarse de mi nariz”. El rostro reflejado
en el espejo contemplaba satisfecho a Naigu. Pasó el resto del día con el temor
de que la nariz recuperara su tamaño anterior. Mientras leía los sutras, o
durante las comidas, en fin, en todo momento, se tanteaba la nariz para poder
desechar sus dudas. Pero la nariz se mantenía respetuosamente en su nuevo
estado. Cuando despertó al día siguiente, de nuevo se llevó la mano a la nariz,
y comprobó que no había vuelto a sufrir ningún cambio. Naigu experimentó un
alivio y una satisfacción sólo comparables a los que sentía cada vez que
terminaba de copiar los sutras.
Pero después de dos o tres días comprobó que algo extraño ocurría. Un
conocido samurai que de visita al templo lo había entrevistado, no había hecho
otra cosa que mirar su nariz y, conteniendo la risa, apenas si le había
hablado. Y para colmo, el ayudante que había hecho caer la nariz dentro de la sopa
de arroz, al cruzarse con Naigu fuera del recinto de lectura, había bajado la
cabeza, pero luego, sin poder contenerse más, se había reído abiertamente. Los
practicantes que recibían de él alguna orden lo escuchaban ceremoniosamente,
pero una vez que él se alejaba rompían a reír. Eso no ocurrió ni una ni dos
veces. Al principio Naigu lo interpretó como una consecuencia natural del
cambio de su fisonomía. Pero esta explicación no era suficiente; aunque el
motivo fuera ése, el modo de burlarse era ” diferente” al de antes, cuando
ostentaba su larga nariz. Si en Naigu la nariz corta resultaba más cómica que
la anterior, ésa era otra cuestión; al parecer, ahí había algo más que eso…
“Pero si antes no se reían tan abiertamente…” Así cavilaba Naigu, dejando
de leer el sutra e inclinando su cabeza calva. Contemplando la pintura de
Samantabhadra, recordó su larga nariz de días atrás, y se quedó meditando,
como” aquel ser repudiado y desterrado que recuerda tristemente su glorioso
pasado”. Naigu no poseía, lamentablemente, la inteligencia suficiente para
responder a este problema.
En el hombre conviven dos sentimientos opuestos. No hay nadie, por
ejemplo, que ante la desgracia del prójimo, no sienta compasión. Pero si esa
misma persona consigue superar esa desgracia ya no nos emociona mayormente.
Exagerando, nos tienta a hacerla caer de nuevo en su anterior estado. Y sin
darnos cuenta sentimos cierta hostilidad hacia ella. Lo que Naigu sintió en la
actitud de todos ellos fue, aunque él no lo supiera con exactitud, precisamente
ese egoísmo del observador ajeno ante la desgracia del prójimo.
Día a día Naigu se volvía más irritable e irascible. Se enfadaba por
cualquier insignificancia. El mismo discípulo que le había practicado la cura
con la mejor voluntad, empezó a decir que Naigu recibiría el castigo de Buda.
Lo que enfureció particularmente a Naigu fue que, cierto día, escuchó agudos
ladridos y al asomarse para ver qué ocurría, se encontró con que el ayudante
perseguía a un perro de pelos largos con una tabla de unos setenta centímetros
de largo, gritando:” La nariz, le pegaré en la nariz”.
Naigu le arrebató el palo y le pegó en la cara al ayudante. Era la misma
tabla que había servido antes para sostener su nariz cuando comía.
Naigu lamentó lo sucedido, y se arrepintió más que nunca de haber
acortado su nariz.
Una noche soplaba el viento y se escuchaba el tañido de la campana del
templo. El anciano Naigu trataba de dormir, pero el frío que comenzaba a llegar
se lo impedía. Daba vueltas en el lecho tratando de conciliar el sueño, cuando
sintió una picazón en la nariz. Al pasarse la mano, la notó algo hinchada e
incluso afiebrada.
-Debo haber enfermado por el tratamiento.
En actitud de elevar una ofrenda, ceremoniosamente, sujetó la nariz con
ambas manos. A la mañana siguiente, al levantarse temprano como de costumbre,
vio el jardín del templo cubierto por las hojas muertas de las breneas y los
castaños, caídas en la noche anterior. El jardín brillaba como si fuera de oro
por las hojas amarillentas. El sol empezaba a asomarse. Naigu salió a la
galería que daba al jardín y aspiró profundamente.
En ese momento, sintió retornar una sensación que había estado a punto
de olvidar. Instintivamente se llevó las manos a la nariz. ¡Era la nariz de
antes, con sus 16 centímetros! Naigu volvió a sentirse tan lleno de júbilo como
cuando comprobó su reducción.
- Desde ahora nadie volverá a burlarse de mí.
Así murmuró para sí mismo, haciendo oscilar con delicia la larga nariz
en la brisa matinal del otoño.
La nariz
Ryunosuke Akutagawa
@uncuentodiario
Cuentosdiario.blogspot.com
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