¡Sí...!
¡Un loco! ¡Cómo sobrecogía mi corazón esa palabra hace años!
¡Cómo habría despertado el terror que solía sobrevenirme a veces,
enviando la sangre silbante y hormigueante por mis venas, hasta que
el rocío frío del miedo aparecía en gruesas gotas sobre mi piel y
las rodillas se entrechocaban por el espanto! Y, sin embargo, ahora
me agrada.
Es un hermoso nombre. Muéstrenme al monarca cuyo ceño
colérico haya sido temido alguna vez más que el brillo de la mirada
de un loco... cuyas cuerdas y hachas fueran la mitad de seguras que
el apretón de un loco. ¡Ja, ja! ¡Es algo grande estar loco! Ser
contemplado como un león salvaje a través de los barrotes de
hierro... rechinar los dientes y aullar, durante la noche larga y
tranquila, con el sonido alegre de una cadena, pesada... y rodar y
retorcerse entre la paja extasiado por tan valerosa música. ¡Un
hurra por el manicomio! ¡Ay, es un lugar excelente!
Me
acuerdo del tiempo en el que tenía miedo de estar loco; cuando solía
despertarme sobresaltado, caía de rodillas y rezaba para que se me
perdonara la maldición de mi raza; cuando huía precipitadamente
ante la vista de la alegría o la felicidad, para ocultarme en algún
lugar solitario y pasar fatigosas horas observando el progreso de la
fiebre que consumiría mi cerebro. Sabía que la locura estaba
mezclada con mi misma sangre y con la médula de mis huesos. Que
había pasado una generación sin que apareciera la pestilencia y que
era yo el primero en quien reviviría. Sabía que tenía que ser así:
que así había sido siempre, y así sería; y cuando me acobardaba
en cualquier rincón oscuro de una habitación atestada, y veía a
los hombres susurrar, señalarme y volver los ojos hacia mí, sabía
que estaban hablando entre ellos del loco predestinado; y yo huía
para embrutecerme en la soledad.
Así
lo hice durante años; fueron unos años largos, muy largos. Aquí
las noches son largas a veces... larguísimas; pero no son nada
comparadas con las noches inquietas y los sueños aterradores que
sufría en aquel tiempo. Sólo recordarlo me da frío. En las
esquinas de la habitación permanecían acuclilladas formas grandes y
oscuras de rostros insidiosos y burlones, que luego se inclinaban
sobre mi cama por la noche, tentándome a la locura. Con bajos
murmullos me contaban que el suelo de la vieja casa en la que murió
el padre de mi padre estaba manchado por su propia sangre, que él
mismo se había provocado en su furiosa locura. Me tapaba los oídos
con los dedos, pero gritaban dentro de mi cabeza hasta que la
habitación resonaba con los gritos que decían que una generación
antes de él la locura se había dormido, pero que su abuelo había
vivido durante años con las manos unidas al suelo por grilletes para
impedir que se despedazara a sí mismo con ellas. Sabía que contaban
la verdad... bien que lo sabía. Lo había descubierto años antes,
aunque habían intentado ocultármelo. ¡Ja, ja! Era demasiado astuto
para ellos, aunque me consideraran como un loco.
Finalmente
llegó la locura y me maravillé de que alguna vez hubiera podido
tenerle miedo. Ahora podía entrar en el mundo y reír y gritar con
los mejores de entre ellos. Yo sabía que estaba loco, pero ellos ni
siquiera lo sospechaban. ¡Solía palmearme a mí mismo de placer al
pensar en lo bien que les estaba engañando después de todo lo que
me habían señalado y de cómo me habían mirado de soslayo, cuando
yo no estaba loco y sólo tenía miedo de que pudiera enloquecer
algún día! Y cómo solía reírme de puro placer, cuando estaba a
solas, pensando lo bien que guardaba mi secreto y lo rápidamente que
mis amables amigos se habrían apartado de mí de haber conocido la
verdad. Habría gritado de éxtasis cuando cenaba a solas con algún
estruendoso buen amigo pensando en lo pálido que se pondría, y lo
rápido que escaparía, al saber que el querido amigo que se sentaba
cerca de él, afilando un cuchillo brillante y reluciente, era un
loco con toda la capacidad, y la mitad de la voluntad, de hundirlo en
su corazón. ¡Ay, era una vida alegre!
Las
riquezas fueron mías, la abundancia se derramó sobre mí y
alborotaba entre placeres que multiplicaban por mil la conciencia de
mi secreto bien guardado. Heredé un patrimonio. La ley, la propia
ley de ojos de águila, había sido engañada, y había entregado en
las manos de un loco miles de discutidas libras. ¿Dónde estaba el
ingenio de los hombres listos de mente sana? ¿Dónde la habilidad de
los abogados, ansiosos por descubrir un fallo? La astucia del loco
los había superado a todos.
Tenía
dinero. ¡Cómo me cortejaban! Lo gastaba profusamente. ¡Cómo me
alababan! ¡Cómo se humillaban ante mí aquellos tres hermanos
orgullosos y despóticos! ¡Y el anciano padre de cabellos blancos,
qué deferencia, qué respeto, qué dedicada amistad, cómo me
veneraba! El anciano tenía una hija y los hombres una hermana; y los
cinco eran pobres. Yo era rico, y cuando me casé con la joven vi una
sonrisa de triunfo en los rostros de sus necesitados parientes, pues
pensaban que su plan había funcionado bien y habían ganado el
premio. A mí me tocaba sonreír. ¡Sonreír! Reírme a carcajada
limpia, arrancarme los cabellos y dar vueltas por el suelo con gritos
de gozo. Bien poco se daban cuenta de que la habían casado con un
loco.
Pero
un momento. De haberlo sabido, ¿la habrían salvado? La felicidad de
la hermana contra el oro de su marido. ¡La más ligera pluma lanzada
al aire contra la alegre cadena que adornaba mi cuerpo! Pero en una
cosa, pese a toda mi astucia, fui engañado. Si no hubiera estado
loco, pues aunque los locos tenemos bastante buen ingenio a veces nos
confundimos, habría sabido que la joven antes habría preferido que
la colocaran rígida y fría en una pesado ataúd de plomo que llegar
vestida de novia a mi rica y deslumbrante casa. Habría sabido que su
corazón pertenecía a un muchacho de ojos oscuros cuyo nombre le oí
pronunciar una vez entre suspiros en uno de sus sueños turbulentos,
y que me había sido sacrificada para aliviar la pobreza del hombre
anciano de cabellos blancos y de sus soberbios hermanos.
Ahora
no recuerdo ni las formas ni los rostros, pero sé que ella era
hermosa. Sé que lo era, pues en las noches iluminadas por la luna,
cuando me despierto sobresaltado de mi sueno y todo está tranquilo a
mi alrededor, veo, de pie e inmóvil en una esquina de esta celda,
una figura ligera y desgastada de largos cabellos negros que le caen
por el rostro, agitados por un viento que no es de esta tierra, y
unos ojos que fijan su mirada en los míos y jamás parpadean o se
cierran. ¡Silencio! La sangre se me congela en el corazón cuando
escribo esto... ese cuerpo es el de ella; el rostro está muy pálido
y los ojos tienen un brillo vidrioso, pero los conozco bien. La
figura nunca se mueve; jamás gesticula o habla como las otras que
llenan a veces este lugar, pero para mí es mucho más terrible, peor
incluso que los espíritus que me tentaban hace muchos años... Ha
salido fresca de la tumba, y por eso resulta realmente mortal.
Durante
casi un año vi cómo ese rostro se iba volviendo cada vez más
pálido; durante casi un año vi las lágrimas que caían rodando por
sus dolientes mejillas, y nunca conocí la causa. Sin embargo,
finalmente lo descubrí. No podía evitar durante mucho tiempo que me
enterara. Ella nunca me había querido; por mi parte, yo nunca pensé
que lo hiciera; ella despreciaba mi riqueza y odiaba el esplendor en
el que vivía; pero yo no había esperado eso. Ella amaba a otro y a
mí jamás se me había ocurrido pensar en tal cosa. Me sobrecogieron
unos sentimientos extraños y giraron y giraron en mi cerebro
pensamientos que parecían impuestos por algún poder extraño y
secreto. No la odiaba, aunque odiaba al muchacho por el que lloraba.
Sentía piedad, sí, piedad, por la vida desgraciada a la que la
habían condenado sus parientes fríos y egoístas. Sabía que ella
no podía vivir mucho tiempo, pero el pensamiento de que antes de su
muerte pudiera engendrar algún hijo de destino funesto, que
transmitiría la locura a sus descendientes, me decidió. Resolví
matarla.
Durante
varias semanas pensé en el veneno, y luego en ahogarla, y en el
fuego. Era una visión hermosa la de la gran mansión en llamas, y la
esposa del loco convirtiéndose en cenizas. Pensé también en la
burla de una gran recompensa, y algún hombre cuerdo colgando y
mecido por el viento por un acto que no había cometido... ¡y todo
por la astucia de un loco! Pensé a menudo en ello, pero finalmente
lo abandoné. ¡Ay! ¡El placer de afilar la navaja un día tras
otro, sintiendo su borde afilado y pensando en la abertura que podía
causar un golpe de su borde delgado y brillante!
Finalmente,
los viejos espíritus que antes habían estado conmigo tan a menudo
me susurraron al oído que había llegado el momento y pusieron la
navaja abierta en mi mano. La sujeté con firmeza, la elevé
suavemente desde el lecho y me incliné sobre mi esposa, que yacía
dormida. Tenía el rostro enterrado en las manos. Las aparté
suavemente y cayeron descuidadamente sobre su pecho. Había estado
llorando, pues los rastros de las lágrimas seguían húmedos sobre
las mejillas. Su rostro estaba tranquilo y plácido, y mientras lo
miraba, una sonrisa tranquila iluminó sus rasgos pálidos. Le puse
la mano suavemente en el hombro. Se sobresaltó... había sido tan
sólo un sueño pasajero. Me incliné de nuevo hacia delante y ella
gritó y despertó.
Un
solo movimiento de mi mano y nunca habría vuelto a emitir un grito o
sonido. Pero me asusté y retrocedí. Sus ojos estaban fijos en los
míos. No sé por qué, pero me acobardaban y asustaban; y gemí ante
ellos. Se levantó, sin dejar de mirarme con fijeza. Yo temblaba;
tenía la navaja en la mano, pero no podía moverme. Ella se dirigió
hacia la puerta. Cuando estaba cerca, se dio la vuelta y apartó los
ojos de mi rostro. El encantamiento se deshizo. Di un salto hacia
delante y la sujeté por el brazo. Lanzando un grito tras otro, se
dejó caer al suelo.
Podría
haberla matado sin lucha, pero se había provocado la alarma en la
casa. Oí pasos en los escalones. Dejé la cuchilla en el cajón
habitual, abrí la puerta y grité en voz alta pidiendo ayuda.
Vinieron,
la cogieron y la colocaron en la cama. Permaneció con el
conocimiento perdido durante varias horas; y cuando recuperó la
vida, la mirada y el habla, había perdido el sentido y desvariaba
furiosamente.
Llamamos
a varios médicos, hombres importantes que llegaron hasta mi casa en
finos carruajes, con hermosos caballos y criados llamativos.
Estuvieron junto a su lecho durante semanas. Celebraron una
importante reunión y consultaron unos con otros, en voz baja y
solemne, en otra habitación. Uno de ellos, el más inteligente y
famoso, me llevó con él a un lado y me rogó que me preparara para
lo peor. Me dijo que mi esposa estaba loca... ¡a mí, al loco!
Permaneció cerca de mí junto a una ventana abierta, mirándome
directamente al rostro y dejando una mano sobre mi hombro. Con un
pequeño esfuerzo habría podido lanzarlo abajo, a la calle. Habría
sido divertido hacerlo, pero mi secreto estaba en juego y dejé que
se marchara. Unos días más tarde me dijeron que debía someterla a
algunas limitaciones: debía proporcionarle alguien que la cuidara.
¡Me lo pedían a mí!¡Salí al campo abierto, donde nadie pudiera
escucharme, y reí hasta que el aire resonó con mis gritos!
Murió
al día siguiente. El anciano de cabello blanco la siguió hasta la
tumba y los orgullosos hermanos dejaron caer una lágrima sobre el
cadáver insensible de aquella cuyos sufrimientos habían considerado
con músculos de hierro mientras vivió. Todo aquello alimentaba mi
alegría secreta, y reía oculto por el pañuelo blanco que tenía
sobre el rostro mientras regresamos cabalgando a casa, hasta que las
lágrimas brotaron de mis ojos.
Pero
aunque había cumplido mi objetivo, y la había asesinado, me sentí
inquieto y perturbado, y pensé que no tardarían mucho en conocer mi
secreto. No podía ocultar la alegría y el regocijo salvaje que
hervían en mi interior y que cuando estaba a solas, en casa, me
hacía dar saltos y batir palmas, dando vueltas y más vueltas en un
baile frenético, y gritar en voz muy alta. Cuando salía y veía a
las masas atareadas que se apresuraban por la calle, o acudía al
teatro y escuchaba el sonido de la música y contemplaba la danza de
los demás, sentía tal gozo que me habría precipitado entre ellos y
les habría despedazado miembro a miembro, aullando en el éxtasis
que me produciría. Pero apretaba los dientes, afirmaba los pies en
el suelo y me clavaba las afilada uñas en las manos. Mantenía el
secreto y nadie sabía aún que yo era un loco.
Recuerdo,
aunque es una de las últimas cosa que puedo recordar, pues ahora la
realidad se mezcla con mis sueños, y teniendo tanto que hacer,
habiéndome traído siempre aquí tan presurosamente, no me queda
tiempo para separar entre lo dos, por la extraña confusión en la
que se hallan mezclados... Recuerdo de qué manera finalmente se
supo. ¡Ja, ja! Me parece ver ahora sus mirada asustadas, y sentir
cómo se apartaban de mí mientras yo hundía mi puño cerrado en sus
rostros blancos y luego escapaba como el viento, y los dejaba
gritando atrás. Cuando pienso en ello me vuelve la fuerza de un
gigante. Miren cómo se curva esta barra de hierro con mis furiosos
tirones. Podría romperla como si fuera una ramita, pero sé que
detrás hay largas galerías con muchas puertas; no creo que pudiera
encontrar el camino entre ellas; y aunque pudiera, sé que allá
abajo hay puertas de hierro que están bien cerradas con barras.
Saben que he sido un loco astuto, y están orgullosos de tenerme aquí
para poder mostrarme.
Veamos,
sí, había sido descubierto. Era ya muy tarde y de noche cuando
llegué a casa y encontré allí al más orgulloso de los tres
orgullosos hermanos, esperando para verme... dijo que por un asunto
urgente. Lo recuerdo bien. Odiaba a ese hombre con todo el odio de un
loco. Muchas veces mis dedos desearon despedazarlo. Me dijeron que
estaba allí y subí presurosamente las escaleras. Tenía que decirme
unas palabras. Despedí a los criados. Era tarde y estábamos juntos
y a solas... por primera vez.
Al
principio aparté cuidadosamente mis ojos de él, pues era consciente
de lo que él no podía ni siquiera pensar, y me glorificaba en ese
conocimiento: que la luz de la locura brillaba en mis ojos como el
fuego. Permanecimos unos minutos sentados en silencio. Finalmente,
habló. Mi reciente disipación, y algunos comentarios extraños
hechos poco después de la muerte de su hermana, eran un insulto para
la memoria de ésta. Uniendo a ello otras muchas circunstancias que
al principio habían escapado a su observación, había terminado por
pensar que yo no la había tratado bien. Deseaba saber si tenía
razón al decir que yo pensaba hacer algún reproche a la memoria de
su hermana, faltando con ello al respeto a la familia. Exigía esa
explicación por el uniforme que llevaba puesto.
Aquel
hombre tenía un nombramiento en el ejército... ¡un nombramiento
comprado con mi dinero y con la desgracia de su hermana! Él fue el
que más había tramado para insidiar y quedarse con mi riqueza. Él
había sido el principal instrumento para obligar a su hermana a
casarse conmigo, y bien sabía que el corazón de aquélla pertenecía
al piadoso muchacho. ¡Por causa de su uniforme! ¡El uniforme de su
degradación! Volví mis ojos hacia él... no pude evitarlo; pero no
dije una sola palabra.
Vi
que bajo mi mirada se produjo en él un cambio repentino. Era un
hombre valiente, pero el color desapareció de su rostro y retrocedió
en su silla. Acerqué la mía a la suya; y mientras reía, pues
entonces estaba muy alegre, vi cómo se estremecía. Sé que la
locura brotaba de mi interior. Sentí miedo de mí mismo.
-Quería
usted mucho a su hermana cuando ella vivía -le dije-. Mucho.
Miró
con inquietud a su alrededor, y lo vi sujetar con la mano el respaldo
de la silla; pero no dije nada.
-Es
usted un villano -le dije-. Lo he descubierto. Descubrí sus
infernales trampas contra mí; que el corazón de ella estaba puesto
en otro cuando usted la obligó a casarse conmigo. Lo sé... lo sé.
De
pronto, se levantó de un salto de la silla y blandió en alto,
obligándome a retroceder, pues mientras iba hablando procuraba
acercarme más a él.
Más
que hablar grité, pues sentí que pasiones tumultuosas corrían por
mis venas, y los viejos espíritus me susurraban y tentaban para que
le sacara el corazón.
-Condenado
sea -dije poniéndome en pie y lanzándome sobre él-. Yo la maté.
Estoy loco. Acabaré con usted. ¡Sangre, sangre! ¡Tengo que
tenerla!
Me
hice a un lado para evitar un golpe que, en su terror, me lanzó con
la silla, y me enzarcé con él. Produciendo un fuerte estrépito,
caímos juntos al suelo y rodamos sobre él.
Fue
una buena pelea, pues era un hombre alto y fuerte que luchaba por su
vida, y yo un loco poderoso sediento de su destrucción. No había
ninguna fuerza igual a la mía, y yo tenía la razón. ¡Sí, la
razón, aunque fuera un loco! Cada vez fue debatiéndose menos. Me
arrodillé sobre su pecho y le sujeté firmemente la garganta oscura
con ambas manos. El rostro se le fue poniendo morado; los ojos se le
salían de la cabeza y con la lengua fuera parecía burlarse de mí.
Apreté todavía más.
De
pronto se abrió la puerta con un fuerte estrépito y entró un grupo
de gente, gritándose unos a otros que cogieran al loco.
Mi
secreto había sido descubierto y ahora sólo luchaba por mi
libertad. Me puse en pie antes de que me tocaran una mano, me lancé
entre los asaltantes y me abrí camino con mi fuerte brazo, como si
llevara un hacha en la mano y los atacara con ella. Llegué a la
puerta, me lancé por el pasamanos y en un instante estaba en la
calle.
Corrí
veloz y en línea recta, sin que nadie se atreviera a detenerme. Por
detrás oía el ruido de unos pies, y redoblé la velocidad. Se fue
haciendo más débil en la distancia, hasta que por fin desapareció
totalmente; pero yo seguía dando saltos entre los pantanos y
riachuelos, por encima de cercas y de muros, con gritos salvajes que
escuchaban seres extraños que venían hacia mí por todas partes y
aumentaban el sonido hasta que éste horadaba el aire. Iba llevado en
los brazos de demonios que corrían sobre el viento, que traspasaban
las orillas y los setos, y giraban y giraban a mi alrededor con un
ruido y una velocidad que me hacía perder la cabeza, hasta que
finalmente me apartaron de ellos con un golpe violento y caí
pesadamente sobre el suelo. Al despertar, me encontré aquí, en esta
celda gris a la que raras veces llega la luz del sol, y por la que
pasa la luna con unos rayos que sólo sirven para mostrar a mi
alrededor sombras oscuras, y para que pueda ver esa figura silenciosa
en la esquina. Cuando despierto, a veces puedo oír extraños gritos
procedentes de partes distantes de este enorme lugar. No sé lo que
son; pero no proceden de ese cuerpo pálido, y tampoco ella les
presta atención. Pues desde las primeras sombras del ocaso hasta la
primera luz de la mañana, esa figura sigue en pie e inmóvil en el
mismo lugar, escuchando la música de mi cadena de hierro, y viéndome
saltar sobre mi lecho de paja.
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