El
niño que no tenía perras gordas merodeaba por la feria con las manos en
los bolsillos, buscando por el suelo. El niño que no tenía perras
gordas no quería mirar al tiro en blanco, ni a la noria, ni, sobre todo,
al tiovivo de los caballos amarillos, encarnados y verdes, ensartados
en barras de oro. El niño que no tenía perras gordas, cuando miraba con
el rabillo del ojo, decía: “Eso es una tontería que no lleva a ninguna
parte. Sólo da vueltas y vueltas y no lleva a ninguna parte”. Un día de
lluvia, el niño encontró en el suelo una chapa redonda de hojalata; la
mejor chapa de la mejor botella de cerveza que viera nunca. La chapa
brillaba tanto que el niño la cogió y se fue corriendo al tiovivo, para
comprar todas las vueltas. Y aunque llovía y el tiovivo estaba tapado
con la lona, en silencio y quieto, subió en un caballo de oro que tenía
grandes alas. Y el tiovivo empezó a dar vueltas, vueltas, y la música se
puso a dar gritos entre la gente, como él no vio nunca. Pero aquel
tiovivo era tan grande, tan grande, que nunca terminaba su vuelta, y los
rostros de la feria, y los tolditos, y la lluvia, se alejaron de él.
“Qué hermoso es no ir a ninguna parte”, pensó el niño, que nunca estuvo
tan alegre. Cuando el sol secó la tierra mojada, y el hombre levantó la
lona, todo el mundo huyó, gritando. Y ningún niño quiso volver a montar
en aquel tiovivo.
Los niños tontos (1956), Barcelona, Destino, 1978, págs. 53-54
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