Un
artista del trapecio -como se sabe, este arte que se practica en lo
alto de las cúpulas de los grandes circos es uno de los más difíciles
entre todos los asequibles al hombre- había organizado su vida de tal
manera -primero por afán profesional de perfección, después por
costumbre que se había hecho tiránica- que, mientras trabajaba en la
misma empresa, permanecía día y noche en el trapecio. Todas sus
necesidades -por otra parte muy pequeñas- eran satisfechas por criados
que se relevaban a intervalos y vigilaban debajo. Todo lo que arriba se
necesitaba lo subían y bajaban en cestillos construidos para el caso.
De
esta manera de vivir no se deducían para el trapecista dificultades con
el resto del mundo. Sólo resultaba un poco molesto durante los demás
números del programa, porque como no se podía ocultar que se había
quedado allá arriba, aunque permanecía quieto, siempre alguna mirada del
público se desviaba hacia él. Pero los directores se lo perdonaban,
porque era un artista extraordinario, insustituible. Además era sabido
que no vivía así por capricho y que sólo de aquella manera podía estar
siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte.
Además,
allá arriba se estaba muy bien. Cuando, en los días cálidos del verano,
se abrían las ventanas laterales que corrían alrededor de la cúpula y
el sol y el aire irrumpían en el ámbito crepuscular del circo, era hasta
bello. Su trato humano estaba muy limitado, naturalmente. Alguna vez
trepaba por la cuerda de ascensión algún colega de turné, se sentaba a
su lado en el trapecio, apoyado uno en la cuerda de la derecha, otro en
la de la izquierda, y charlaban largamente. O bien los obreros que
reparaban la techumbre cambiaban con él algunas palabras por una de las
claraboyas o el electricista que comprobaba las conducciones de luz, en
la galería más alta, le gritaba alguna palabra respetuosa, si bien poco
comprensible.
A
no ser entonces, estaba siempre solitario. Alguna vez un empleado que
erraba cansadamente a las horas de la siesta por el circo vacío, elevaba
su mirada a la casi atrayente altura, donde el trapecista descansaba o
se ejercitaba en su arte sin saber que era observado.
Así
hubiera podido vivir tranquilo el artista del trapecio a no ser por los
inevitables viajes de lugar en lugar, que lo molestaban en sumo grado.
Cierto es que el empresario cuidaba de que este sufrimiento no se
prolongara innecesariamente. El trapecista salía para la estación en un
automóvil de carreras que corría, a la madrugada, por las calles
desiertas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para
su nostalgia del trapecio.
En
el tren, estaba dispuesto un departamento para él solo, en donde
encontraba, arriba, en la redecilla de los equipajes, una sustitución
mezquina -pero en algún modo equivalente- de su manera de vivir.
En
el sitio de destino ya estaba enarbolado el trapecio mucho antes de su
llegada, cuando todavía no se habían cerrado las tablas ni colocado las
puertas. Pero para el empresario era el instante más placentero aquel en
que el trapecista apoyaba el pie en la cuerda de subida y en un
santiamén se encaramaba de nuevo sobre su trapecio. A pesar de todas
estas precauciones, los viajes perturbaban gravemente los nervios del
trapecista, de modo que, por muy afortunados que fueran económicamente
para el empresario, siempre le resultaban penosos.
Una
vez que viajaban, el artista en la redecilla como soñando, y el
empresario recostado en el rincón de la ventana, leyendo un libro, el
hombre del trapecio le apostrofó suavemente. Y le dijo, mordiéndose los
labios, que en lo sucesivo necesitaba para su vivir, no un trapecio,
como hasta entonces, sino dos, dos trapecios, uno frente a otro.
El
empresario accedió en seguida. Pero el trapecista, como si quisiera
mostrar que la aceptación del empresario no tenía más importancia que su
oposición, añadió que nunca más, en ninguna ocasión, trabajaría
únicamente sobre un trapecio. Parecía horrorizarse ante la idea de que
pudiera acontecerle alguna vez. El empresario, deteniéndose y observando
a su artista, declaró nuevamente su absoluta conformidad. Dos trapecios
son mejor que uno solo. Además, los nuevos trapecios serían más
variados y vistosos.
Pero
el artista se echó a llorar de pronto. El empresario, profundamente
conmovido, se levantó de un salto y le preguntó qué le ocurría, y como
no recibiera ninguna respuesta, se subió al asiento, lo acarició y
abrazó y estrechó su rostro contra el suyo, hasta sentir las lágrimas en
su piel. Después de muchas preguntas y palabras cariñosas, el
trapecista exclamó, sollozando:
-Sólo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!
Entonces,
ya fue muy fácil al empresario consolarlo. Le prometió que en la
primera estación, en la primera parada y fonda, telegrafiaría para que
instalasen el segundo trapecio, y se reprochó a sí mismo duramente la
crueldad de haber dejado al artista trabajar tanto tiempo en un solo
trapecio. En fin, le dio las gracias por haberle hecho observar al cabo
aquella omisión imperdonable. De esta suerte, pudo el empresario
tranquilizar al artista y volverse a su rincón.
En
cambio, él no estaba tranquilo; con grave preocupación espiaba, a
hurtadillas, por encima del libro, al trapecista. Si semejantes
pensamientos habían empezado a atormentarlo, ¿podrían ya cesar por
completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No amenazarían su
existencia? Y el empresario, alarmado, creyó ver en aquel sueño,
aparentemente tranquilo, en que habían terminado los lloros, comenzar a
dibujarse la primera arruga en la lisa frente infantil del artista del
trapecio.
Un artista del trapecio
Franz Kafka
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