Llueve en finísimas flechas aceradas sobre el
mar agonizante de plomo, cuyo enorme pecho apenas alienta. La proa pesada lo
corta con dificultad. En el extremo silencioso se le escucha rasgarlo. Jacques,
el corsario, está a la proa.
Un parche mugriento cubre el ojo hueco. Inmóvil
como una figura de proa sueña la adivinanza trágica de la lluvia. Oscuros
galeones navegando ríos ocres. Joyas cavadas espesamente de lianas. Jacques
quiere darse vuelta para gritar una orden, pero siente de pronto que la
cubierta se estremece, que la quilla cruje, que el barco se encora como si
encallase. Un monstruo, no, una mano gigantesca alcanza el barco chorreando.
Jacques, inmóvil, observa los negros vellos gruesos como cables. “¿Este?”. “Sí,
ese” –dice el niño, y envuelven al barco y a Jacques en un papel que la fina
llovizna de afuera cubre de densas manchas húmedas. El agua chorrea en la
vidriera, y adentro de la tienda la penumbra cierra el espacio vacío con su
helado silencio.
Divertimentos, La Habana,
Orígenes, 1946.
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