“Sólo cuando sea derribado tendrás a mi
hija”, había dicho el brujo. El hachero miró el tallo fino del árbol y
sonrió con suficiencia. Un primer hachazo, formidable, marcó levemente
el tronco.
Otro, en el mismo lugar, apenas profundizó la herida. Bien
entrada la noche, el hachero cayó exhausto. Descansó hasta el amanecer y
hachó toda la jornada siguiente. Así día tras día. La herida se iba
profundizando pero, a la par, el tronco engrosaba. Pasó el tiempo y el
árbol se volvió frondoso; la muchacha perdió juventud y belleza. El
hachero, a veces, alzaba los ojos al cielo. No sabía que el brujo
conjuraba los vendavales, desviaba los rayos y alejaba las plagas que
carcomen la madera. La muchacha encaneció y él seguía hachando. Ya casi
no pensaba en ella. Poco a poco, la olvidó del todo. El día en que la
muchacha murió no le pareció distinto de los anteriores. Ahora, ya
viejo, sigue su pelea contra el tronco descomunal. No se le ocurre otra
cosa: el silencio del hacha le produciría terror.
Todo tiempo pasado fue peor, Barcelona, Thule, 2004, pág. 25
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