28 jun 2016

Ernest Hemingway - Colinas Como Elefantes Blancos

Del otro lado del valle del Ebro, las colinas eran largas y blancas. De este lado no había sombra ni árboles y la estación se alzaba al rayo del sol, entre dos líneas de rieles. Junto a la pared de la estación caía la sombra tibia del edificio y una cortina de cuentas de bambú colgaba en el vano de la puerta del bar, para que no entraran las moscas. El norteamericano y la muchacha que iba con él tomaron asiento en una mesa a la sombra, fuera del edificio. Hacía mucho calor y el expreso de Barcelona llegaría en cuarenta minutos. Se detenía dos minutos en este entronque y luego seguía hacia Madrid.
-¿Qué tomamos? -preguntó la muchacha. Se había quitado el sombrero y lo había puesto sobre la mesa.

-Hace calor -dijo el hombre.
-Tomemos cerveza.
-Dos cervezas -dijo el hombre hacia la cortina.
-¿Grandes? -preguntó una mujer desde el umbral.
-Sí. Dos grandes.
La mujer trajo dos tarros de cerveza y dos portavasos de fieltro. Puso en la mesa los portavasos y los tarros y miró al hombre y a la muchacha. La muchacha miraba la hilera de colinas. Eran blancas bajo el sol y el campo estaba pardo y seco.
-Parecen elefantes blancos -dijo.
-Nunca he visto uno -el hombre bebió su cerveza.
-No, claro que no.
-Nada de claro -dijo el hombre-. Bien podría haberlo visto.
La muchacha miró la cortina de cuentas.
-Tiene algo pintado -dijo-. ¿Qué dice?
-Anís del Toro. Es una bebida.
-¿Podríamos probarla?
-Oiga -llamó el hombre a través de la cortina.
La mujer salió del bar.
-Cuatro reales.
-Queremos dos de Anís del Toro.
-¿Con agua?
-¿Lo quieres con agua?
-No sé -dijo la muchacha-. ¿Sabe bien con agua?
-No sabe mal.
-¿Los quieren con agua? -preguntó la mujer.
-Sí, con agua.
-Sabe a orozuz -dijo la muchacha y dejó el vaso.
-Así pasa con todo.
-Sí -dijo la muchacha-. Todo sabe a orozuz. Especialmente las cosas que uno ha esperado tanto tiempo, como el ajenjo.
-Oh, basta ya.
-Tú empezaste -dijo la muchacha-. Yo me divertía. Pasaba un buen rato.
-Bien, tratemos de pasar un buen rato.
-De acuerdo. Yo trataba. Dije que las montañas parecían elefantes blancos. ¿No fue ocurrente?
-Fue ocurrente.
-Quise probar esta bebida. Eso es todo lo que hacemos, ¿no? ¿Mirar cosas y probar bebidas?
-Supongo.
La muchacha contempló las colinas.
-Son preciosas colinas -dijo-. En realidad no parecen elefantes blancos. Sólo me refería al color de su piel entre los árboles.
-¿Tomamos otro trago?
-De acuerdo.
El viento cálido empujaba contra la mesa la cortina de cuentas.
-La cerveza está buena y fresca -dijo el hombre.
-Es preciosa -dijo la muchacha.
-En realidad se trata de una operación muy sencilla, Jig -dijo el hombre-. En realidad no es una operación.
La muchacha miró el piso donde descansaban las patas de la mesa.
-Yo sé que no te va a afectar, Jig. En realidad no es nada. Sólo es para que entre el aire.
La muchacha no dijo nada.
-Yo iré contigo y estaré contigo todo el tiempo. Sólo dejan que entre el aire y luego todo es perfectamente natural.
-¿Y qué haremos después?
-Estaremos bien después. Igual que como estábamos.
-¿Qué te hace pensarlo?
-Eso es lo único que nos molesta. Es lo único que nos hace infelices.
La muchacha miró la cortina de cuentas, extendió la mano y tomó dos de las sartas.
-Y piensas que estaremos bien y seremos felices.
-Lo sé. No debes tener miedo. Conozco mucha gente que lo ha hecho.
-Yo también -dijo la muchacha-. Y después todos fueron tan felices.

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