Le encomendaron la tarea más sencilla, al tiempo que la más ardua de todas las imaginables, a él le tocaría elegir las mejores obras de la historia para que quedaran bendecidas para la posteridad. A la basura todas las demás, indignas de pertenecer al canon.
Cerró los ojos, y con el índice a tientas lo dejó caer sobre una lista que algún otro le había escrito -quién sabe con cuáles nombres salidos de quién sabe dónde-; pero fue así: donde mejor cayera el dedo. Ésas serían, al azar. No tenía ni gusto, ni método, ni criterio. Ni siquiera tenía opción.
Miles de años después la gente rendiría pleitesía a su decisión. La estudiarían en las escuelas y la gente haría reverencia ante lo sagrado de su buen gusto.
Y el mundo sería, entonces, lo que será. Por su culpa.
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