Rompecabezas
Benito Pérez Galdós
I
Ayer, como quien dice, el año Tal de la Era
Cristiana, correspondiente al Cuál, o si se quiere, al tres mil y pico de la
cronología egipcia, sucedió lo que voy a referir, historia familiar que nos
transmite un papirus redactado en lindísimos monigotes. Es la tal historia o
sucedido de notoria insignificancia, si el lector no sabe pasar de las
exterioridades del texto gráfico; pero restregándose en éste los ojos por
espacio de un par de siglos, no es difícil descubrir el meollo que contiene.
Pues señor... digo que aquel día o aquella
tarde, o pongamos noche, iban por los llanos de Egipto, en la región que llaman
Djebel Ezzrit (seamos eruditos), tres personas y un borriquillo. Servía éste de
cabalgadura a una hermosa joven que llevaba un niño en brazos; a pie, junto a
ella, caminaba un anciano grave, empuñando un palo, que así le servía para
fustigar al rucio como para sostener su paso fatigoso. Pronto se les conocía
que eran fugitivos, que buscaban en aquellas tierras refugio contra
perseguidores de otro país, pues sin detenerse más que lo preciso para reparar
las fuerzas, escogían para sus descansos lugares escondidos, huecos de peñas
solitarias, o bien matorros espesos, más frecuentados de fieras que de hombres.
Imposible reproducir aquí la intensidad poética
con que la escritura muñequil describe o más bien pinta la hermosura de la
madre. No podréis apreciarla y comprenderla imaginando substancia de azucenas,
que tostada y dorada por el sol conserva su ideal pureza. Del precioso nene,
sólo puede decirse que era divino humanamente, y que sus ojos compendiaban todo
el universo, como si ellos fueran la convergencia misteriosa de cielo y tierra.
Andaban, como he dicho, presurosos,
esquivando los poblados y deteniéndose tan sólo en caseríos o aldehuelas de
gente pobre, para implorar limosna. Como no escaseaban en aquella parte del
mundo las buenas almas, pudieron avanzar, no sin trabajos, en su cautelosa
marcha, y al fin llegaron a la vera de una ciudad grandísima, de gigantescos
muros y colosales monumentos, cuya vista lejana recreaba y suspendía el ánimo
de los pobres viandantes. El varón grave no cesaba de ponderar tanta maravilla;
la joven y el niño las admiraban en silencio. Deparoles la suerte, o por mejor
decir, el Eterno Señor, un buen amigo, mercader opulento, que volvía de Tebas
con sinfín de servidores y una cáfila de camellos cargados de riquezas. No dice
el papirus que el tal fuese compatriota de los fugitivos; pero por el habla (y
esto no quiere decir que lo oyéramos), se conocía que era de las tierras que
caen a la otra parte de la mar Bermeja. Contaron sus penas y trabajos los
viajeros al generoso traficante, y éste les albergó en una de sus mejores
tiendas, les regaló con excelentes manjares, y alentó sus abatidos ánimos con
pláticas amenas y relatos de viajes y aventuras, que el precioso niño escuchaba
con gravedad sonriente, como oyen los grandes a los pequeños, cuando los
pequeños se saben la lección. Al despedirse asegurándoles que en aquella
provincia interna del Egipto debían considerarse libres de persecución, entregó
al anciano un puñado de monedas, y en la mano del niño puso una de oro, que
debía de ser media pelucona o doblón de a ocho, reluciente, con endiabladas
leyendas por una y otra cara. No hay que decir que esto motivó una familiar disputa
entre el varón grave y la madre hermosa, pues aquél, obrando con prudencia y
económica previsión, creía que la moneda estaba más segura en su bolsa que en
la mano del nene, y su señora, apretando el puño de su hijito y besándolo una y
otra vez, declaraba que aquellos deditos eran arca segura para guardar todos
los tesoros del mundo.
II
Tranquilos y gozosos, después de dejar al
rucio bien instalado en un parador de los arrabales, se internaron en la
ciudad, que a la sazón ardía en fiestas aparatosas por la coronación o jura de
un rey, cuyo nombre ha olvidado o debiera olvidar la Historia. En una plaza,
que el papirus describe hiperbólicamente como del tamaño de una de nuestras
provincias, se extendía de punta a punta un inmenso bazar o mercado. Componíanlo
tiendas o barracas muy vistosas, y de la animación y bullicio que en ellas
reinaba, no pueden dar idea las menguadas muchedumbres que en nuestra
civilización conocemos. Allí telas riquísimas, preciadas joyas, metales y
marfiles, drogas mil balsámicas, objetos sin fin, construidos para la utilidad
o el capricho; allí manjares, bebidas, inciensos, narcóticos, estimulantes y
venenos para todos los gustos; la vida y la muerte, el dolor placentero y el
gozo febril.
Recorrieron los fugitivos parte de la inmensa
feria, incansables, y mientras el anciano miraba uno a uno todos los puestos,
con ojos de investigación utilitaria, buscando algo en que emplear la moneda
del niño, la madre, menos práctica tal vez, soñadora, y afectada de inmensa
ternura, buscaba algún objeto que sirviera para recreo de la criatura, una
frivolidad, un juguete en fin, que juguetes han existido en todo tiempo, y en
el antiguo Egipto enredaban los niños con pirámides de piezas constructivas,
con esfinges y obeliscos monísimos, y caimanes, áspides de mentirijillas,
serpientes, ánades y demonios coronados.
No tardaron en encontrar lo que la bendita
madre deseaba. ¡Vaya una colección de juguetes! Ni qué vale lo que hoy
conocemos en este interesante artículo, comparado con aquellas maravillas de la
industria muñequil. Baste decir que ni en seis horas largas se podía ver lo que
contenían las tiendas: figurillas de dioses muy brutos, y de hombres como
pájaros, esfinges que no decían papá y mamá, momias baratas que se armaban y
desarmaban; en fin... no se puede contar. Para que nada faltase, había teatros
con decoraciones de palacios y jardines, y cómicos en actitud de soltar el
latiguillo; había sacerdotes con sábana blanca y sombreros deformes, bueyes de
la ganadería de Apis, pitos adornados con flores del Loto, sacerdotisas en
paños menores, y militares guapísimos con armaduras, capacetes, cruces y
calvarios, y cuantos chirimbolos ofensivos y defensivos ha inventado para
recreo de grandes, medianos y pequeños, el arte militar de todos los siglos.
III
En medio de la señora y del sujeto grave iba
el chiquitín, dando sus manecitas, a uno y otro, y acomodando su paso inquieto
y juguetón al mesurado andar de las personas mayores.
Y en verdad que bien podía ser tenido por
sobrenatural aquel prodigioso infante, pues si en brazos de su madre era
tiernecillo y muy poquita cosa, como un ángel de meses, al contacto del suelo
crecía misteriosamente, sin dejar de ser niño; andaba con paso ligero y hablaba
con expedita y clara lengua. Su mirar profundo a veces triste, gravemente
risueño a veces, producía en los que le contemplaban confusión y
desvanecimiento.
Puestos al fin de acuerdo los padres sobre el
empleo que se había de dar a la moneda, dijéronle que escogiese de aquellos
bonitos objetos lo que fuese más de su agrado. Miraba y observaba el niño con
atención reflexiva, y cuando parecía decidirse por algo, mudaba de parecer, y
tras un muñeco señalaba otro, sin llegar a mostrar una preferencia terminante.
Su vacilación era en cierto modo angustiosa, como si cuando aquel niño dudaba
ocurriese en toda la Naturaleza una suspensión del curso inalterable de las
cosas. Por fin, después de largas vacilaciones, pareció decidirse. Su madre le
ayudaba diciéndole: «¿Quieres guerra, soldados?» Y el anciano le ayudaba
también, diciéndole: «¿Quieres ángeles, sacerdotes, pastorcitos?» Y él contestó
con gracia infinita, balbuciendo un concepto que traducido a nuestras lenguas,
quiere decir: «De todo mucho.»
Como las figurillas eran baratas, escogieron
bien pronto cantidad de ellas para llevárselas. En la preciosa colección había
de todo mucho, según la feliz expresión del nene; guerreros arrogantísimos, que
por las trazas representaban célebres caudillos, Gengis Kan, Cambises,
Napoleón, Aníbal; santos y eremitas barbudos, pastores con pellizos y otros
tipos de indudable realidad.
Partieron gozosos hacia su albergue, seguidos
de un enjambre de chiquillos, ávidos de poner sus manos en aquel tesoro, que
por ser tan grande se repartía en las manos de los tres forasteros. El niño
llevaba las más bonitas figuras, apretándolas contra su pecho. Al llegar, la
muchedumbre infantil, que había ido creciendo por el camino, rodeó al dueño de
todas aquellas representaciones graciosas de la humanidad.
El hijo de la fugitiva les invitó a jugar en
un extenso llano frontero a la casa... Y jugaron y alborotaron durante largo
tiempo, que no puede precisarse, pues era día, y noche, y tras la noche,
vinieron más y más días, que no pueden ser contados. Lo maravilloso de aquel
extraño juego en que intervenían miles de niños (un historiador habla de
millones), fue que el pequeñuelo, hijo de la bella señora, usando del poder
sobrenatural que sin duda poseía, hizo una transformación total de los
juguetes, cambiando las cabezas de todos ellos, sin que nadie lo notase; de
modo que los caudillos resultaron con cabeza de pastores, y los religiosos con
cabeza militar.
Vierais allí también héroes con báculo,
sacerdotes con espada, monjas con cítara, y en fin, cuanto de incongruente
pudierais imaginar. Hecho esto, repartió su tesoro entre la caterva infantil,
la cual había llegado a ser tan numerosa como la población entera de dilatados
reinos.
A un chico de Occidente, morenito, y muy
picotero, le tocaron algunos curitas cabezudos, y no pocos guerreros sin
cabeza.
Rompecabezas
Benito Pérez Galdós
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