Un
buchito de café
Lino Novás Calvo
¡Así que ustedes quieren saber lo que pasó
allí! Bueno, si vienen, como dice, de parte de don
Sergio... Pero primero dejen que les pida un
favor: no mencionen mi nombre. Todavía mis hermanos están allá, me figuro. No
es que los defienda. Supongo que habrán cometido muchas fechorías detrás de sus
barbas. Pero, de todos modos, son mis hermanos. Por otra parte, bien estará que
se sepan las cosas, y si ustedes son periodistas... ¿creen ustedes que de
verdad vamos a regresar? ¡Ojalá! Entonces habrá mucho más que contar... Vamos
por parte. Yo tenía entonces (fue en el 58) once años. De eso hace cinco. En tantos
años se ven muchas cosas mientras uno crece. De lejos, desde aquí, en Nueva
York, se puede mirar mejor en redondo...
No ha sido fácil para mí comprender. Cuando
don Sergio me sacó de allí a fines de aquel año, estaba groggy. Sólo luego,
atando cabos... Fue a don Sergio a quienes nosotros habíamos comprado, y pagado
poco a poco, la tierra que teníamos. Buena gente. Fue el primero en acudir al
hospital, y cuando me dieron de alta y hube declarado, me puso en el ferry y me
mandó para acá. Por eso no soy un exiliado, como ustedes dicen que son. Aunque
en cierto modo sí lo soy.
Por entonces, ni pensar podía. Era como una
bocanada de sangre. No tenía entendimiento.
Vayamos a lo de allá. Yo iba entonces a una
escuela de El Cruce, cerca del puesto Rural. Buen alumno, decía la maestra. El
mejor que había visto nunca. La escuela era nueva, y venían niños de todos los
sitios a la redonda. Unos, a caballo; otros, a pie; unos pocos, en jeep. Yo iba
a caballo. ¡Qué habrá sido de mi penquito, me pregunto! Nuestra finquita
quedaba lejos, arriba, en la falda de la loma.
De todos los de la casa, yo era el más
canijo. Quizá por eso era tan buen alumno, oí decir una vez a la maestra. Eso
pasa. Los mayores, Juan y Demetrio, no habían ido nunca a la escuela, porque al
principio no la había y ahora tenían que trabajar. De todos modos, no tenían
ninguna afición al estudio. Más bien les atraía la escopeta y montar a caballo,
y aun reventar al animal. Así eran ellos: fuertes y duros y sin muchos amigos.
Dicen que eran como mi padre, que había muerto cuando yo tenía cinco años. En
cuanto a Fela (así llamábamos todos a mi madre), mal les podía enseñar lo que
tampoco ella sabía. Además, tenía bastante con cuidar a los menores, Cira y
Felipe, entonces de seis y cinco años, y ayudar en la finca.
Así que ahí tienen a la familia: mis hermanos
mayores, mi madre, los chiquitos. Todos en aquella casa de madera (no de guano)
en la falda de la loma, con sus sembríos de maíz, calabaza, malanga, yuca... Y
con sus crías de pollos y puerquitos. Antes teníamos cinco vacas, pero ahora
sólo nos quedaban dos, una vieja y otra preñada. Añádale mi arrenquín, y
tendrán toda la familia de los Sobrados, guajiros pobres con una finquita. Esta
finquita quedaba, por desgracia, en un mal sitio para los tiempos que corrían.
Por allí se subía, rodeando una lomita, al monte alto. Quiero decir que no sólo
era buen lugar de paso para los alzados, sino que de un brinco podían meterse
en monte tejido y desaparecer, si acaso la Rural le caía atrás. Aunque debe decirles
que la Rural no parecía tener ya muchos bríos para eso. Había otros sitios,
finquitas y sitierías por las cercanías, pero nosotros estábamos en el paso
mismo, y no a campo descubierto. Por eso, desde mediados del 58 empezaron a
pasar por allí algunos cuatreros. Así le llamaban, y también forajidos. Yo supe
luego que, además, casi detrás de nosotros, unas dos leguas para arriba, había
unas cuevas donde era fácil esconderse, porque tenían salidas y entradas
secretas. Antes que se hablaran de alzados, habíamos visto pasar hacia esas
cuevas unos hombres que se decían es... espeleólogos, y a quienes la Rural no
molestaba. Un tal Jiménez era su jefe. La Rural, al contrario, a veces los
acompañaba y les ayudaba a llevar el equipo en su jeep. Ahora yo sé que lo de
la espe... o como se llame, era una finta. Hasta se dejaban la barba. Luego
volvían a pasar, llevando maletas de piedras y raspaduras de roca y bichitos
petrificados. Una noche entraron a tomar café y nos hicieron una explicación
que sólo yo podía entender un poco. En esas cuevas, decían, habían garabatos y
figuras que nos ayudarían a entender la historia de los siboneyes. Hablando,
eran amables, y nosotros siempre les brindábamos algo: comida, café...
El café no se niega a nadie. Y Fela hacía
buen ajiaco, y aquellos hombres siempre venían con hambre. El jefe, un tipo
flaco, de cara afilada y ojos de jutía, nos dijo una vez:
-A estos niños no los llevaremos un día para
La Habana. Un día no lejano...
Y sonrió con una sonrisa fría de dientes
largos que entonces yo no podía descifrar. Ahora sé quién era, pero eso no
viene mucho al caso. La historia es otra.
Como les digo, eso fue antes de que esto
empezaran a pasar –furtivos y de noche– las pequeñas partidas de armados. Y
cuando esto ocurrió, Fela tenía también siempre para ellos un bocado y un
buchito de café. No porque nosotros estuviéramos todavía con ellos, sino porque
eso –un buchito de café– no se le niega a nadie. Además, hablaban bonito e...
iban armados. Ustedes, los periodistas, saben lo que es eso. Decían que Cuba
sería libre y grande. Nosotros no éramos esclavos de nadie, pero las palabras
sonaban bien al oído, y Fela decía, además, que a un alzado no se le niega
nunca nada. Su propio padre lo había sido en la guerra grande del 65 contra
España, y luego en algunas guerras chiquitas.
Esto empieza a explicar lo que sucedió. En
total, creo que habrán pasado por allí unas cuatro o cinco pequeñas partidas,
una de ellas al mando de un americano, cuando a mis hermanos mayores, Juan y
Demetrio les picó también la mosca. Eran los hombres de la familia, aunque sólo
tenían diecisiete y diecinueve años. Eran los que trabajaban, los únicos que
podían hacerlo, salvo Fela, que les ayudaba. Pues bien, un día levantaron
también el vuelo y nos dejaron solos. Y entonces éramos Fela y yo los únicos
que podíamos trabajar, porque los fiñes eran muy chiquitos.
Fela quedó aturdida. Dos hombres vinieron a
medianoche y llamaron por detrás con contraseñas. Ya mis hermanos estaban
preparados, esperándolos. Los hombres, un viejo y dos muchachos, entraron
armados. Fue el viejo quien le habló a mamá:
–Señora, sus hijos se van con nosotros. La
Revolución los necesita. Pero no tenga cuidado. Le mandaremos un hombre acá,
para el trabajo. ¡Nos vamos!
Fela no tuvo apenas tiempo aliento para
contestar. Juan y Demetrio no se atrevieron a mirarle a los ojos. Agacharon la
cabeza, cogieron las armas que tenían escondidas y partieron velozmente con sus
amigos. Fela, alelada y como loca. En los días siguientes no habló con nadie.
¡Los dos únicos hombres de la casa, y sus hijos, dejarla así, sin más ni más!
Nadie había sospechado que tuvieran tal intención. Pero el viejo cumplió su
palabra: días después se presentó allí un hombre, también medio viejo, pero aún
fuerte, y dijo:
–Vengo
a trabajar con ustedes. No pregunten más. Yo sé que me necesitan.
Y así fue. El hombre –Nardo– vino al pelo,
para dar guataca y demás. No dio más explicaciones. Tampoco mamá se atrevió a
preguntarle. Estaba claro que todo había sido tramado por mis hermanos y sus
amigos. Nardo dijo una noche:
–Usted no se ocupe, señora. Yo también tengo
hijos en el Escambray. Todo eso está bien. Ya verá.
Mamá le dio el cuarto que habían tenido Juan
y Demetrio, al fondo de la casa. Se levantaba temprano y desde el primer día se
hizo cargo de todo el trabajo. Conocía el campo. No hubo que indicarle nada.
–Tú coge el potrillo y vete a la escuela –me
dijo a mí–. Aquí no ha pasado nada. Si te preguntan, di que tus hermanos fueron
a trabajar a La Habana, y que yo soy amigo de la familia. –Sonrió–. Eso les
dará una idea. Ve y estudia: aquí vamos a necesitar muchos niños estudiosos
como tú. Ya verás.
Hay que reconocer que el hombre era sincero.
Como todos, además. Sólo que... Bueno, baste decir que el hombre –Nardo– creía
realmente en eso. Ahora sabemos que era lo mismo en toda la Isla. No crean que
yo no me doy cuenta. Esos años me han servido de mucho.
Pero entonces era otra cosa. Aquel hombre
–Nardo– se me había atravesado en la garganta. De mi padre no tenía yo una
imagen clara. Quizá por eso su recuerdo se había agrandado en mí, más que nunca
entonces, cuando mis hermanos se habían ido a las lomas. Yo volvía mi
pensamiento al padre muerto, preguntándole, con el pensamiento, qué pensaba de
aquél intruso. A mí se me figuraba, más y más, como el que venía a ocupar su
lugar. No me da empacho decir que de buena gana le hubiera chapeado la
cabeza... a ese Nardo.
Y quién sabe si no lo hubiera hecho de no
haberse dado cuenta Fela de mis sentimientos. Ella me dijo una mañana:
–Anda, vete a la escuela y no sean bobo. Tus
hermanos lo mandaron para ayudarnos. Es un hombre bueno y... demasiado viejo
para mí.
Así volvió a casa una la paz desasosegada. Y
yo, a mi escuela, y todos alertas. No éramos tan guajiros. Juan y Demetrio no
estaban tan lejos, después de todo. A veces venía un propio, que tomaba café,
nos daba noticias y seguía camino hacia arriba o hacia abajo. De aquí y de
allá, recibíamos otros informes. Sabíamos que había alzados en varias partes y
que nosotros, de algún modo, por medio de Juan y Demetrio, teníamos que ver con
ellos. Nardo, de por sí, apenas hablaba. Criaba los pollos, cuidaba los
puercos, cultivaba la yuca... A la noche llegaba
demasiado cansado para hablar. Pero tenía
unos ojillos claros y vivos que hablaban por él. Una noche nos dijo:
–Esto se arregla. Ya verán.
Fela no estaba tan segura de eso. No veía de
qué modo aquellos grupitos de alzados dispersos por el monte podían derrotar al
ejército y a la Rural juntos. ¡Todavía creía ella que existían estos! Por eso
callaba y no negaba jamás un buchito de café al que por allí pasara, fuera
quien fuese.
Ahora pasaba cada vez más gente, y siempre de
noche, escapando o persiguiendo. Rurales entre ellos. Pero éstos no iban en
busca de alzados para caerles arriba. No podía hacer eso una pareja. A veces
venían, hacían preguntas y seguían de largo. Por casualidad... ¿a dónde andaban
mis hermanos? Fela les hizo un cuento. Sus hijos mayores, dijo, no se iban a
quedar toda la vida en el campo. Habían ido a La Habana a abrirse paso. En
cuanto a Nardo –les guiñó un ojo–, era un viejo amigo de la familia.
Era lo mejor que podía decirles. Los guardias
ya no iban creyendo en casi nada, salvo en eso: que una mujer todavía joven se
echara un hombre, aunque fuera medio viejo, para trabajar, cuando se había
quedado sin sus hijos mayores.
Para mí, que los Rurales no creyeron siquiera
en eso. Pero parecía lógico. Hacían, como siempre, el recorrido, pero sólo para
cubrir las formas. La furia y el deber se les habían escapado. Quizá porque ya
no sabían a qué atenerse. También a ellos llegaban los periódicos, y la radio,
y las revistas... Esa misma revista, Bohemia, que ustedes dicen están tirando
aquí, en Nueva York, ya revisada... Y ya no eran la famosa pareja de antes.
Pasaban y tomaban café, y más nada. Eran otra pareja de nada.
Otra cosa, bien diferente, eran las partidas
de soldados nuevos, los Casquitos, que a veces pasaban rastreando a los
alzados. Estos soldados parecían ir en serio, con casquitos y todo. Pero
tampoco llegaban muy lejos. Hacían el paripé. Subían en fila, marcando el paso;
se adentraban en el monte, pero poco más. No subían realmente a las lomas. Días
después regresaban barbudos, sucios, hambrientos y cansados. En casa no se les
negaba nada, pero no pedían apenas nada, salvo café. Supongo que también los
Casquitos escuchaban la radio.
Ocurría, incluso, que se cruzaban con las
partidas de alzados. Podía ocurrir que un grupo de éstos estuviera esperando,
agazapado en el matorral, a que se fueran los Casquitos para entrar en casa a
pedir algo. Y por el mismo jarro, y en las mismas tazas, mamá les servía café.
Pero éstos pedían más que café. Hasta vacas estaban pidiendo. Nardo decía que
se las daba con gusto, como si todo aquello fuera suyo, y mamá no protestaba. A
callar, también uno va
aprendiendo. De paso les mandaba recados de
palabras a mis hermanos, por si acaso se encontraban con ellos.
Otras veces eran los correos los que subían y
bajaban, y nos traían noticias de Juan y Demetrio, que ya tenían grados entre
los alzados. Pero tampoco los correos nos decían mucho, ni nosotros les
preguntábamos. Nunca sabía uno realmente con quién hablaba. Podían ser o no ser
alzados. Podían ser o no ser espías. Nuestro vecino más cercano, Bernardo
García, se había explicado demasiado bien, y ése había sido su fin. La pareja
vino una noche por él. No lo volvimos a ver. Así estaban las cosas. Mamá decía:
–Ustedes, callados. ¿Saben? Ni palabra.
Ustedes no saben nada de nada.
Yo no sé lo que sentiría mi madre realmente.
Ni unos ni otros nos habían hecho mucho daño, salvo por lo que se llevaban los
alzados. Por otro lado, mis hermanos estaban con éstos, que cada vez eran más
numerosos. Nadie sabía cuántos eran. Pero sabíamos que eran cada vez más
bravos. Todavía pedían, no robaban, pero ya ustedes saben lo que es pedir con
escopeta. ¿Quién iba a negarles nada? Y menos que nada, un buche de café, que a
nadie se le niega. Así llegamos a la aparición de aquellos cinco. Cada uno
traía un arma: rifles, unos más cortos, otros más largos, salvo uno, el jefe,
que traía una ametralladora de mano y una barba más tupida que la de los otros.
No subían del pueblo ni bajaban de las lomas. Venían de otra parte y, al
parecer, huyendo. Sabíamos que la candela se iba animando por allí. La gente
–alzados o amarillos– pasaban ahora de prisa, como escapando o persiguiendo, y
con miedo.
¡Miedo!. Eso lo explica todo. No hay otra
manera de entenderlo. Y el miedo les daba furia y los cegaba. En nuestra
finquita ya quedaba poco. Pollos, puercos, conejos... todo se lo llevaban. Sólo
dos vacas con una ternera y un poco de malanga y calabaza y mi arrenquín para
ir a la escuela. Mamá dijo una noche:
–Quiera Dios que acaben pronto. Quien quiera
que gane, que se acabe esto. Ya es imposible.
¡Y fue como si la oyeran1 Los cinco alzados
se aparecieron días después arrastrándose por detrás de la casa, y uno llamó
con voz sorda:
–¡Ey! ¿Quién hay ahí?
Era flaco, cetrino con ojos de sapo. Estaba
medio doblado por las rodillas y la cintura, y el dedo en el gatillo de la
ametralladora de mano. Mamá encendió la mariposa –la luz eléctrica estaba
cerca, pero aún no había llegado a nosotros– y todos nos pusimos detrás de
ella. Detrás del hombre asomaban los otros cuatro, perdiéndose en la sombra.
–¡Registren la casa! –ordenó el de la
ametralladora.
Lo hicieron. Pronto estaban de nuevo reunidos
en la sala, y mamá, colando café.
Los cinco se sentaron en taburetes, las armas
sobre las rodillas. Los dos niños se sentaron en el suelo, y Nardo brindó
tabaco a los alzados. Un chirrido de grillos los sobresaltaba, pero mamá los
tranquilizó:
–Aquí están ustedes en su casa. No tengan
temor. Yo también tengo dos hijos en las lomas. Se llaman...
Pero no dijo sus nombres. Los alzados se
miraron entre sí. Yo también me acurruqué en el suelo, del lado de una puerta
pequeña que daba al campo, y el tinglado donde estaba el perro negro. Era, sin
saberlo, como una precaución. Mamá trajo una bandeja con las tazas y las puso
en la mesa, entre ellos.
–¿Así que usted dice que tiene dos hijos
alzados? –preguntó el jefe, con una mueca.
Yo temblé. Mamá tartamudeó un poco.
–Sí, señor. Dos hijos tengo...
Nunca habíamos caído en ninguna trampa. Pero
bien pudiera ser que éstos fueran soldados disfrazado. A otros guajiros les
había ocurrido eso. Nardo trató de desviar la conversación.
–Empieza a hacer frío allá arriba. No es como
en el llano. Yo les voy a dar unas frazadas.
Los cinco se cruzaron miradas, sin contestar,
y el jefe apretó la ametralladora contra el vientre.
Mamá vino entonces con el jarro y empezó a
llenar las tazas. Uno de los cinco, que había permanecido detrás, se adelantó
bruscamente a coger su café. Era más bien gordo, de ojos saltones, y respiraba
con la boca entreabierta. Me acuerdo bien de eso. Sentía su respiración
rampante y agitada, cuando estiró la mano y vi cómo se llevaba rápidamente la
taza a los labios y tragaba el café casi de golpe.
Los otros no se apuraron. Estaban con la
oreja parada, a caza de algún sonido sospechoso. Antes de que el siguiente
cogiera su taza, el gordito se incorporó, dio un salto, como herido desde
abajo, pero no llegó a pararse del todo. Soltó la taza y se desplomó, de
bruces, como un tronco, en medio del cerco. Su cabeza tropezó con una esquina
de la mesa, y las tazas de café salieron volando. Aquello no duró medio minuto.
El jefe se levantó de un brinco y bramó:
–Así que dos hijos en las lomas, ¿eh? ¡Ahora
van a ver!... ¡Chivatos es lo que son ustedes!
Miró un instante al caído y exclamó
roncamente:
–¡Te han envenenado, Lalo! ¡Te han
envenenado! Y ahora van a ver... –Volvió la
mirada en derredor– ¡No va a quedar uno!
¡Imagínense ustedes, mi pobre madre,
envenenando a los alzados! Pero no había tiempo para explicaciones. Ni para
averiguar de qué había muerto el gordito. Un segundo después la ametralladora
del jefe estaba vomitando. Él se echó para atrás, y antes que nadie pudiera
moverse estaba disparando. De la primera pasada se llevó a mamá y a Nardo. De
la segunda acribilló a los niños. La tercera fue contra mí, pero ya yo estaba
reculando por la puerta pequeña; la ráfaga no me alcanzó más que en este brazo
que ustedes ven ahora medio tullido.
¡Más rápido de lo que se puede contar! Un
minuto después, los cuatro restantes estaban saliendo agachados por entre las
matas. Yo había podido ganar la hierba alta próxima a la cerca y aguardaba,
aplanado, la cuarta ráfaga. Por suerte, o por desgracia –vaya usted a saber–
ésta no vino. Huyeron los cuatro, veloces, monte arriba, dejando a su Lalo
entre los muertos ¿Qué habrá sido de ellos? Quisiera saberlo. Pero tengo la
impresión de que me los voy a encontrar algún día, en alguna parte, de algún
modo, y entonces...
Yo esperé todavía un rato, porque no sabía
qué hacer. Me arrastré luego hacia la casa, y a la luz que quedaba –al quinqué
no le había tocado ninguna bala– examiné la escena, mientras me apretaba el
brazo herido con la otra mano. La sangre manaba aún de todos los cuerpos, menos
del de Lalo, pero éste estaba tan muerto como los otros. De rodilla me incliné
sobre mamá y, soltando mi brazo herido, le toqué la frente, le toqué el
corazón. No era necesario averiguar más. Cualquiera podía darse cuenta de que
todos estaban acribillados. Mis hermanitos yacían encogidos, en el suelo,
cogidos de las manos. En cuanto a Nardo, el buen viejo Nardo, había caído de
espalda contra el tabique y aún echaba sangre por la boca y por el pecho.
Y ahí tienen lo sucedido. Pero aún han oído
poco. Apretando mi brazo herido, pude llegar hasta el penco y a pelo hasta el
puesto de la Rural, en el momento en que se me acercaba también al timón de un
jeep un oficial. El teniente me llevó al interior, me hizo la primera cura,
escuchó un resumen de lo sucedido. Luego me mandó con un cabo a la clínica del
pueblo. De ahí me enviaron a la ciudad. Cuando salí del hospital, ya todos los
míos estaban enterrados, salvo mis dos hermanos de las lomas.
De lo que vino después, me enteré de oídas.
Estaba aún en el hospital cuando me enviaron algunos detenidos a ver si los
reconocía. ¡Ojalá hubieran sido aquellos! Pero, no. Aunque habían estado medio
en la sobra, los hubiera reconocido, pues los tenía frescos en la memoria. Los
tengo todavía. Por eso sé que, si viven y vuelvo a encontrármelos, vamos a
tener un buen contrapunteo.
Pero volvamos a lo que sucedió al día
siguiente. Como dije, a mí me mandaron al pueblo y luego a la capital. En
tanto, el teniente subía allá con un sargento y dos números. Viendo que todos
estaban muertos, les echó unas frazadas por encima y bajó a informar a sus
superiores. Los cadáveres permanecieron dos días como estaban, por no sé qué
demoras en los trámites. Por fin el teniente recibió órdenes de ir a buscar los
muertos y llevárselos a la morgue.
La noticia había corrido, desde luego, de
boca en boca, al parecer, deformada, y llegó a las lomas. No sé cómo, pero fue
rápida, pues había llegado a oídos de mis hermanos antes de que los rurales
volvieran a recoger los cuerpos. Dicen que fue una mujer, y nadie sabe de qué
es capaz una mujer enredadora y alzada. Yo creo conocerla. No la he visto más
nunca, pero aún espero también encontrarme con ella. Y entonces...
Era, según creo, una sitiera que vivía por en
vuelta de la costa. Alguna vez había pasado por allí, diciendo que iba al
pueblo a llevar o buscar recados, aunque había un camino más directo. Ahora sé
que sus recados eran para los alzados. Pues bien, parece que esa mujer –Claudia
se llamaba– acertó a enterarse de que a mi familia la habían matado en la casa,
y sin más averiguación, corrió a las lomas a decir que había sido muerta por la
Rural. No se averiguó más. Mis hermanos estaban allí, y no necesitaron más
información. Al instante cogieron sus rifles y se descolgaron sierra abajo,
como los endemoniados.
Su idea, al parecer, era ir contra el puesto
de la Rural, pero de paso se detuvieron en la casa, donde estaban aún los
cadáveres. Con ellos venían otros alzados, con granadas de mano. También uno
traía una ametralladora. Caminando toda la noche, llegaron a la casa a media
mañana. Era justamente cuando el teniente y y sus guardias sacaban los
cadáveres para llevarlos al jeep. Acababan de echarle una manta encima cuando
desde el matorral mis hermanos y sus compañeros abrieron fuego.
¡Y ya van siete cadáveres! Sin contar al
gordito...
Juan, Demetrio y los suyos huyeron de nuevo a
las lomas. ¿Qué habrá sido de ellos? No tengo la menor idea. Nadie ha podido
informarme. Yo no he querido volver a la casa, y meses después don Sergio me
sacaba de allí. Todavía estaba aturdido.
De la muerte del teniente y sus dos guardias
hubo testigos: la propia Claudia que, atrapada más tarde, cantó en el cuartel.
Negó haber sido ella quien llevó la falsa noticia a las lomas, pero se
contradijo y la enviaron a Artemisa. De eso, no sé más.
Ahí termina, hasta ahora, mi historia. Hasta
ahora, porque aún falta mi parte, que fatalmente tendrá que venir, si es que,
como dicen, vamos a regresar. Este brazo que me queda sano, aún tiene algo que
hacer. Para eso lo estoy entrenando. Creo que Dios me lo ha dejado para algo.
Un día u otro, una noche u otra, me voy a encontrar con aquellos cuatro, si es
que están vivos. Y entonces...
Lo siento por don Sergio que no cesa de
aconsejarme: "Hijo, olvida eso. Ya no tiene remedio..."
¡Olvidar! Se dice fácil. Y ustedes que, según
me dicen, son exiliados, ¿qué me dicen? ¿Qué harían en mi caso? Pero... ¿por
qué callan? ¿Por qué me miran de ese modo? ¿No saben qué decir? Así me pasa a
mí a veces. Pero otras hablo hasta por los codos, hasta con desconocidos...
Ustedes mismos. No los conozco. ¿Dicen que los ha enviado don Sergio?
¡Extraño! Haciendo memoria... Don Sergio está
ahora en el hospital y no le dejan recibir visitas. Oigan... ¿Por qué se
marchan así, sin decir nada? ¿Quiénes son ustedes? Cuatro... ¡Un momento!
Oigan...
(tac-tac-tac-tac.)
Un buchito de café
Lino Novás Calvo
@uncuentodiario
Cuentosdiario.blogspot.com
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