Anastasio
Giovanni Boccaccio
Había en Rávena, antigua ciudad de la Romaña,
muchos gentiles hombres, entre los que se hallaba un mozo de nombre Anastasio
degli Onesti, muy rico por herencia de su padre y de su tío. Y estando sin
mujer, se enamoró de una hija de micer Pablo Traversari. Era la joven más noble
que él, mas él esperaba con su conducta atraerla para que lo amase. Pero esas
obras, por hermosas que eran, sólo lograban enojar a la joven, porque ella
solía manifestarse tosca, huraña y dura, aunque tal vez esto se debía a que ella
poseía una belleza singular o a su altiva nobleza. En resumen, a ella nada de
él la complacía, lo que para Anastasio resultaba doloroso de soportar, y cuando
le dolía demasiado pensaba en matarse.
Otras veces, cuando reflexionaba, se hacía a
la idea de dejarla tranquila y aun de odiarla tanto como ella a él. Pero todo
resultaba en vano: cuanto más se lo proponía más se multiplicaba su amor. Y,
perseverando el joven en amarla sin medida, a sus familiares y amigos les
pareció que él y su hacienda iban a agotarse de consumo.
Por lo cual, muchas veces le rogaron que se
fuese de Rávena a morar en otro lugar por algún tiempo, para ver si lograba
disminuir su amor y sus impulsos. Anastasio se burló de aquel consejo, pero
ellos insistían en su solicitud y al fin decidió complacerles, y mandó
organizar tantas maletas como si se fuese a España o a Francia o a cualquier
otro lugar remoto; montó en su caballo y, en compañía de sus amigos, partió de
Rávena y se fue a un sitio que dista de Rávena tres millas y se llama Chiassi.
Una vez hubo llegado, mandó armar las tiendas y dijo a quienes le acompañaban
que se devolviesen, pues pensaba quedarse donde estaba. Y ellos regresaron a
Rávena. Se quedó Anastasio y empezó a hacer la más magnífica vida que jamás se
conociera, invitando a tales o cuales a comer o cenar como era su costumbre.
Y sucedió que, llegando primeros de mayo, y
haciendo buenísimo tiempo y él siempre pensando en su cruel amada, mandó a
todos lo suyos que le dejasen solo para poder meditar más a sus anchas, y a pie
se trasladó, reflexionando, hasta el pinar. Pasaba la quinta hora del día, y
habiéndose él adentrado en el pinar como una media milla, sin acordarse de
comer ni de nada, súbitamente le pareció oír un grandísimo llanto y quejas de
una mujer. Interrumpido así en sus dulces pensamientos, alzó la cabeza para ver
lo que fuese, y se extrañó de hallarse en pleno pinar. Y, además, mirando ante
sí, vio venir, saliendo de un bosquecillo muy denso de zarzas y realezas, y
corriendo hacia donde él se hallaba, una bellísima mujer desnuda, toda arañada
de las zarzas y matorrales, que lloraba y pedía piedad a gritos.
Dos grandes y fieros mastines corrían tras
ella, y cuando la alcanzaban la mordían. Venía detrás. sobre un negro corcel,
un caballero moreno de muy airado rostro y con un estoque en la mano,
amenazando de muerte a la joven con terribles y ofensivas palabras. Aquella
puso a la vez maravilla y espanto en el ánimo del joven, y sintió compasión de
la desventurada, por lo que se resolvió, si podía, librarla de la muerte y de
tal angustia. Pero, hallándose sin armas, recurrió a coger una rama de árbol a
guisa de garrote, y fue a hacer frente a los canes y al caballero. El cual,
reparando en ello, le gritó de lejos:
-No intervengas, Anastasio, y déjanos a los
perros y a mí hacer lo que esa mala hembra ha merecido.
En esto, los perros, aferrando con fuerza por
las caderas a la mujer, la detuvieron y el caballero se apeó del corcel. Y
Anastasio, acercándosele, le dijo:
-No sé quién eres que así me conoces, pero te
digo que es gran vileza que un caballero armado quiera matar a una mujer
desnuda y echarle los perros detrás como a una bestia del bosque. Por cierto
ten que la defenderé.
El caballero respondió entonces:
-Anastasio, de tu misma tierra fui, y aún eras
rapaz pequeño cuando yo, a quien llamaban micer Guido degli Anastagi, me
enamoré tanto de esa mujer como tú ahora de la Traversari. Y su fiereza y
crueldad de tal modo causaron mi desgracia, que un día, con el estoque que ves
en mi mano, desesperado me maté y fui condenado a penas infernales No pasó
mucho tiempo sin que ésta. que de mi muerte se sintió desmedidamente contenta,
muriese, y por el pecado de su crueldad y de la alegría que le causó mi muerte,
no habiéndose arrepentido, fue también condenada a las penas del infierno. Mas
cuando a él bajó por castigo, a los dos nos fue dado el huir siempre ella ante
mí, mientras yo, que tanto la amé, habría de perseguirla como a mortal enemiga,
no como a mujer amada. Y siempre que la alcanzo, con este estoque con que me
maté, la mato, y la abro en canal, y ese corazón duro y frío en el que nunca
amor ni piedad pudieron entrar, le arranco con las demás vísceras, como verás
pronto, y lo doy a comer a estos perros. Y, según voluntad de la justicia y
potencia de Dios, no pasa mucho tiempo sin que, como si muerta no estuviera,
resucite, y otra vez comience su dolorosa fuga de los perros y de mí. Y cada
viernes, sobre esta hora, aquí la alcanzo y hago en ella el estrago que verás.
Mas no creas que descansamos los demás días, pues entonces también la sigo y la
alcanzó en otros parajes donde cruelmente pensó y obró contra mí. Y, convertido
de amante en enemigo, como ves, he de seguirla así durante tantos años como
ella se portó rigurosamente conmigo. Dejemos, pues, ejecutar a la divina
justicia, y no te opongas a lo que no puedes evitar.
Anastasio, al oír tales palabras, quedó
tímido y suspenso, con todos los cabellos erizados, y retrocediendo y mirando a
la mísera joven, comenzó temeroso a esperar lo que hiciere el caballero, el
cual. acabando su razonamiento, como un can rabioso corrió estoque en mano
hacia la mujer (que, arrodillada y sostenida con fuerza por los dos mastines,
le pedía perdón) y con todas sus fuerzas le atravesó el pecho de parte a parte.
Y cuando la mujer recibió el golpe, cayó de bruces, siempre llorando y
gritando, y el caballero, poniendo mano a un cuchillo, le abrió los riñones y
le sacó el corazón con cuanto lo circuía, y echólo a los dos mastines, que lo
devoraron afanosamente. Casi en el acto, la joven, como si ninguna de aquellas
cosas hubiere sucedido, se levantó y huyó hacia el mar, perseguida y desgarrada
por los perros. Y el caballero, volviendo a montar a caballo y a requerir su
estoque, la comenzó a seguir y en poco rato tanto se distanciaron, que ya
Anastasio no les pudo ver.
Habiendo contemplado tales cosas, gran rato
estuvo entre complacido y temeroso, y después le vino a la memoria la idea de
que el suceso podría valerle de mucho, ya que acontecía todos los viernes. Y,
así, habiéndose fijado bien en el paraje, se volvió con su gente y cuando le
pareció hizo llamar a los más de sus parientes y amigos y les dijo:
-Durante largo tiempo me habéis incitado a
que deje de amar a mi enemiga y ceje en mis gastos. Estoy dispuesto a hacerlo,
siempre que una gracia me concedáis. Y es que hagáis que el viernes venidero
micer Pablo Traversari, con su mujer e hija y todas las mujeres de su
parentela, y las demás que os plazcan, vengan a almorzar conmigo. Entonces
veréis por qué quiero eso. Parecióles a sus amigos que no era cosa difícil de
hacer y, al regresar a Rávena, cuando llegó el momento, invitaron a los que
Anastasio deseaba. Y, aunque mucho costó convencer a la mujer a quien amaba
Anastasio, al fin ella fue con las otras.
Hizo Anastasio que se aderezase un magnífico
yantar y dispuso que se colocasen las mesas bajo los pinos, junto al lugar
donde presenció la agonía de la cruel mujer. Y una vez que hizo sentarse a
todas las mesas hombres y mujeres, mandó que su amada fuese puesta frente al
sitio donde debía acontecer el hecho.
Y habiendo llegado el último manjar, el
desesperado clamor de la joven perseguida empezóse a oír. Mucho se maravillaron
todos, y preguntaron qué era, y no lo supo decir nadie. Levantándose, pues,
para averiguar qué sería, vieron a la doliente mujer, y al caballero y los
canes, y en un momento todos estuvieron a su lado. Alzóse gran vocerío contra
los perros y el caballero y muchos se adelantaron para ayudar a la joven. Pero
el caballero, hablándoles como habló a Anastasio, no sólo les forzó a
retroceder, sino que les espantó y les llenó de pasmo. E hizo lo que la otra
vez hiciera, y las mujeres presentes allí (muchas de las cuales, parientes de
la joven o del caballero, no habían olvidado su amor y la muerte de él)
míseramente lloraron, como si ellas mismas hubieran sufrido lo mismo. Acabó, en
fin, el lance, y desaparecieron mujer y caballero, y los que aquello habían
visto entregáronse a muchos y variados razonamientos.
Pero entre los que más espanto tuvieron
figuró la cruel joven amada por Anastasio. Porque habiéndolo visto y oído todo
muy claramente, y conociendo que a ella más que a nadie tales cosas atañían, ya
le parecía estar huyendo de la ira de él y tener los perros a los talones. Y
tanto miedo de esto le sobrevino que, para no incurrir en lo mismo, en breve
ocurrió (tan en breve que aquella misma tarde fue) que, mudado su odio en amor,
secretamente mandó a la estancia de Anastasio una camarera de su confianza,
rogándole que fuese a verla, porque estaba dispuesta a complacerle en todo.
Resolvió Anastasio que ello le satisfacía mucho, y que si a ella le placía,
haría con ella lo que le pluguiese, pero, para honor de la dama, tomándola por
mujer. La joven, sabedora que sólo por su culpa no era ya esposa de Anastasio,
mandó contestar que estaba acorde. Y luego, sirviéndose de mensajera a sí
misma, dijo a sus padres que quería ser mujer de Anastasio, lo que mucho les
contentó. Y al domingo siguiente casó Anastasio con ella, e hiciéronse bodas, y
mucho tiempo jubilosamente convivió con ella. Y no sólo el temor de la dama fue
factor de aquel bien, sino que todas las mujeres altivas se tornaron medrosas,
y en lo sucesivo mucho más que antes se plegaron al placer de los hombres.
Anastasio
Giovanni Boccaccio
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