Un
escándalo
Antón Chejov
Macha Pavletskaya, una muchachita que acababa
de terminar sus estudios en el Instituto y ejercía el cargo de institutriz en
casa del señor Kuchkin, se dijo, al volver del paseo con los niños: «¿Qué habrá
pasado aquí?» El criado que le abrió la puerta estaba colorado como un cangrejo
y visiblemente alterado. Se oía en las habitaciones interiores un trajín
insólito. «Acaso la señora -siguió pensando la muchacha- esté con uno de sus
ataques o le haya armado un escándalo a su marido.»
En el pasillo se cruzó con dos doncellas, una
de las cuales iba llorando. Ya cerca de su habitación vio salir de ella,
presuroso, al señor Kuchkin, un hombrecillo calvo y marchito, aunque no muy
viejo.
-¡Es terrible! ¡Qué falta de tacto! ¡Esto es
estúpido, abominable, salvaje! -iba diciendo, con el rostro bermejo y los
brazos en alto.
Y pasó, sin verla, por delante de Macha, que
entró en su habitación.
Por primera vez en su vida la joven sintió
ese bochorno que tanto conocen las gentes dedicadas a servir a los ricos. Se
estaba efectuando un registro en su cuarto. El ama de la casa, Teodosia
Vasilievna, una señora gruesa, de hombros anchos, cejas negras y espesas, manos
rojas y boca un tanto bigotuda -una señora, en fin, con aspecto de cocinera-,
colocaba apresuradamente dentro del cajón de la mesa carretes, retales,
papeles...
Sorprendida por la aparición inesperada de la
institutriz, se turbó, y balbuceó:
-Perdón..., he tropezado..., se ha caído todo
esto... y estaba poniéndolo en su sitio.
Al ver la cara pálida, asombrada, de la
muchacha, balbuceó algunas excusas más y se alejó, con un sonoro frufrú de
sayas ricas.
Macha contemplaba el aposento, presa el alma
de un terror vago y de una angustia dolorosa. ¿Qué buscaba el ama en su cajón?
¿Por qué el señor Kuchkin salía de allí tan alterado? ¿Por qué su mesa, sus
libros, sus papeles, sus ropas, estaban en desorden?... Allí acababa, a todas
luces, de efectuarse un registro en regla. Pero ¿con qué motivo?, ¿en busca de
qué?...
La visible turbación del criado, el trajín
que reinaba en la casa, el llanto de la doncella, se relacionaban, sin duda,
con el registro. ¿Se le suponía, quizás, autora de algún delito?
Macha se puso aún más pálida de lo que
estaba, las piernas le flaquearon y se sentó en un cesto de ropa blanca.
Entró una doncella.
-Lisa, ¿podría usted decirme por qué se ha
hecho en mi habitación... un registro? -preguntó la institutriz.
-Se ha perdido un broche de la señora..., un
broche que vale dos mil rublos...
-Bien; pero ¿por qué se ha registrado mi
habitación?
-¡Se ha registrado todo, señorita! A mí me
han registrado de pies a cabeza, aunque, se lo juro a usted, no he tocado en mi
vida ese maldito broche. Incluso he procurado siempre acercarme lo menos
posible al tocador de la señora.
-Sí, sí, bien...; pero no comprendo...
-Ya le digo a usted que han robado el broche.
La señora nos ha registrado, con sus propias manos, a todos, hasta a Mijailc,
el portero... ¡Es terrible! El señor parece muy disgustado; pero la deja hacer
mangas y capirotes... Usted, señorita, no debe ponerse así. Como no han
encontrado nada en su habitación, no tiene nada que temer. Usted no ha cogido
la alhaja, ¿verdad?, pues no sea tonta y no se apure...
-Pero ¡es que clama al cielo -dijo Macha,
ahogándose de cólera- lo humillante, lo ofensivo, lo bajo, lo vil del proceder
de la señora! ¿Que derecho tiene ella a sospechar de mí y a registrar mi
cuarto?
-Usted, señorita -suspiró Lisa-, depende de
ella... Aunque es usted la institutriz, la considera al fin y al cabo
-perdóneme usted- una criada... Usted come su pan, y ella se cree con derecho a
todo y no se para en barras.
Macha se dejó caer en la cama y rompió a
llorar amargamente. Nunca había sido humillada, insultada, ultrajada de tal
manera. ¡Ella, una muchacha bien educada, sentimental, hija de un profesor,
considerada autora posible de un robo y registrada como una vagabunda!
Al pensar en el sesgo que podía tomar el
asunto, la institutriz se horrorizó. Si se le había podido suponer autora del
robo, ¿quién le garantizaba que no se podía incluso detenerla?... Quizás la
desnudaran, delante de todos, para ver si ocultaba la alhaja, y la llevaran a
la cárcel, a través de las calles llenas de gente. ¿Quién iba a defenderla?
Nadie. Sus padres vivían en un apartado rincón de provincias y su situación
económica no les permitía emprender un viaje a la capital, donde ella no tenía
parientes ni amigos y estaba como en un desierto. Podían, por lo tanto, hacer
de ella lo que quisieran.
«Iré a ver a los jueces, a los abogados -se
dijo, llorando- y lo explicaré todo; les juraré que soy inocente. Acabarán por
convencerse de que no soy una ladrona.»
De pronto recordó que guardaba en el cesto de
la ropa blanca algunas golosinas: fiel a sus costumbres de colegiala, solía
meterse en el bolsillo, cuando estaba comiendo, algún pastelillo, algún
melocotón, y llevárselos a su cuarto.
La idea de que el ama lo habría descubierto
la hizo ponerse colorada y sentir como una ola cálida por todo el cuerpo. ¡Qué
vergüenza! ¡Qué horror!
El corazón empezó a latirle con violencia y
las fuerzas la abandonaron.
-¡La comida está servida! -le anunció la
doncella-. La esperan a usted.
¿Debía ir a comer?... Se alisó el pelo, se
pasó por la cara una toalla mojada y se dirigió al comedor.
Habían ya empezado a comer. A un extremo de
la mesa se sentaba la señora Kuchkin, grave y reservada; al otro extremo su
marido; a ambos lados los niños y algunos convidados. Servían dos criados, de
frac y guante blanco. Reinaba el silencio. La desgracia de la señora ataba
todas las lenguas. Sólo se oía el ruido de los platos.
El silencio fue interrumpido por el ama de la
casa.
-¿Qué hay de tercer plato? -le preguntó con
voz de mártir a un criado.
-Esturión a la rusa -contestó el sirviente.
-Lo he pedido yo, querida -se apresuró a
decir el señor Kuchkin-. Hace mucho tiempo que no hemos comido pescado. Pero si
no te gusta, diré que no lo sirvan... Yo creía...
A la señora no le gustaban los platos que no
había ella pedido, y se sintió tan ofendida, que sus ojos se llenaron de
lágrimas.
-¡Vamos, querida señora, cálmese! -le dijo el
doctor Mamikov, que se sentaba junto a ella.
Su voz era suave, acariciadora, y su sonrisa,
al dar su mano unos golpecitos sedativos en la de la dama, era no menos dulce.
-¡Vamos, querida señora! Tiene usted que
cuidar esos nervios. ¡Olvide ese maldito broche! La salud vale más de dos mil
rublos...
-No se trata de los dos mil rublos -dijo la
dama con voz casi moribunda, secándose una lágrima-. Es el hecho lo que me
subleva. ¡No puedo tolerar ladrones en mi casa! ¡No soy avara; pero no puedo
permitir que me roben! ¡Qué ingratitud! ¡Así pagan mi bondad!
Todos los comensales tenían la cabeza baja y
miraban al plato; pero a Macha le pareció que habían levantado la cabeza y la
miraban a ella. Se le hizo un nudo en la garganta. Apresurándose a cubrirse la
faz con el pañuelo, balbuceó:
-¡Perdón! No puedo más... Tengo una jaqueca
horrorosa...
Se levantó con tanta precipitación que por
poco tira la silla, y, en extremo confusa, salió del comedor.
-¡Qué enojoso es todo esto, Dios mío!
-murmuró el señor Kuchkir-. No se ha debido registrar su cuarto... Ha sido un
abuso...
-Yo no afirmo -replicó la señora- que sea
ella quien ha robado el broche; pero ¿pondrías tú la mano en el fuego?... Yo
confieso que estas... institutrices... me inspiran muy poca confianza.
-Sí, pero -contestó el amo de la casa con
cierta timidez- ese registro..., ese registro..., perdóname, querida..., no
creo que tuvieras, con arreglo a la ley, derecho a efectuarlo.
-Yo no sé de leyes. Lo que sé es que me han
robado el broche, ¡y lo he de encontrar!
La dama dio un enérgico cuchillazo en el
plato, y sus ojos lanzaron temerosos rayos de cólera.
-¡Y le ruego a usted -añadió dirigiéndose a
su marido- que no se mezcle en mis asuntos!
El señor Kuchkin bajó los ojos y exhaló un
suspiro.
Macha, cuando llegó a su cuarto, se dejó caer
de nuevo en la cama. No sentía ya temor ni vergüenza; lo único que sentía era
un deseo violento de volver al comedor y darle un par de bofetadas a aquella
señora grosera, malévola, altiva, pagada de sí. ¡Oh, si ella pudiera comprar un
broche costosísimo y tirárselo a la cara a la innoble mujer! ¡Oh, si la señora
Kuchkin se arruinase y llegara a conocer todas las miserias y todas las
humillaciones y se viera un día forzada a pedirle limosna! ¡Con qué placer se
la daría ella, Macha Pavletskaya! ¡Oh, si ella heredase una gran fortuna! ¡Qué
delicia pasar en un hermoso coche, con insolente estrépito, por delante de las
ventanas de la señora Kuchkin!
Pero todo aquello era pura fantasía, sueños.
Había que pensar en las cosas reales. Ella no podía continuar allí ni una hora.
Era triste, en verdad, el perder la colocación y tener que volver a la casa
paterna, tan pobre; pero era preciso. No podía ver a la señora, y el cuarto se
le caía encima. Se ahogaba entre aquellas paredes. La señora Kuchkin, con sus
enfermedades imaginarias y sus pujos de dama prócer, le inspiraba profunda
repulsión. Sólo el oír su voz le crispaba los nervios. ¡Sí, había que marcharse
en seguida de aquella casa!
Macha saltó del lecho y se puso a hacer el
equipaje.
-¿Se puede? -preguntó detrás de la puerta la
voz del señor Kuchkir.
-¡Adelante!
El amo entró y se detuvo a pocos pasos del
umbral. Su mirada era turbia y brillaba su nariz roja. Se tambaleaban un poco.
Tenía la costumbre de beber cerveza en abundancia después de comer.
-¿Qué hace usted? -preguntó, mirando las
maletas abiertas.
-El equipaje para irme. No puedo continuar
aquí. Ese registro ha sido para mí un insulto intolerable.
-Comprendo su indignación de usted...; pero
hace usted mal en tomarlo tan por la tremenda. La cosa, al cabo, no es tan
grave...
La muchacha no contestó y siguió entregada a
sus preparativos.
El señor Kuchkin se retorció el bigote, la
miró en silencio unos instantes y añadió:
-Comprendo su indignación, señorita; pero...
hay que ser indulgente. Ya sabe usted que mi mujer es muy nerviosa y está un
poco tocada... No se le debe juzgar demasiado severamente.
Macha siguió callada.
-Si usted se considera ofendida hasta tal
punto, yo estoy dispuesto a pedirle perdón. ¡Perdón, señorita!
La institutriz no despegó los labios. Sabía
que aquel hombre, casi siempre borracho, sin voluntad, sin energía, era un cero
a la izquierda en la casa. Hasta la servidumbre lo trataba con muy poco
respeto. Sus excusas no tenían valor alguno.
-¿No contesta usted? ¿No le basta que yo le
pida perdón? Se lo pediré entonces en nombre de mi mujer... Como caballero,
debo reconocer su falta de tacto...
El señor Kuchkin dio algunos pasos por el
cuarto, suspiró y prosiguió:
-¿Quiere usted, pues, que la conciencia me
remuerda toda la vida, señorita? ¿Quiere usted que yo sea el más desgraciado de
los hombres?...
-Ya sé yo, Nicolás Sergueyevich -le contestó
Macha, volviendo hacia él sus grandes ojos arrasados en lágrimas-, ya sé yo que
no tiene usted la culpa. Puede usted tener la conciencia tranquila.
-Sí, pero... ¡Se lo ruego, no se vaya usted!
Macha movió negativamente la cabeza.
Nicolás Sergueyevich se detuvo junto a la
ventana y se puso a tamborilear con los dedos en los cristales.
-¡Si supiera usted -dijo- lo bochornoso que
es todo esto para mí! ¿Qué quiere usted? ¿Que le pida perdón de rodillas? Usted
ha sido herida en su orgullo, en su amor propio; pero yo también tengo amor
propio, y usted lo pisotea... ¿Me obligará usted a decirle una cosa que ni al
confesor se la diría a la hora de mi muerte?
Macha no contestó.
-Bueno; ya que se empeña usted, se lo diré
todo. ¡Soy yo quien ha robado el broche de mi mujer!... ¿Está usted
contenta?... Yo he sido, yo... Naturalmente, cuento con su discreción de usted,
y espero que no se lo dirá a nadie... Ni una palabra, ni la menor alusión, ¿eh?
Macha, estupefacta, aterrada, seguía haciendo
el equipaje. Con mano nerviosa echaba a la maleta su ropa blanca, sus vestidos.
La pasmosa confesión del señor Kuchkin aumentaba su prisa de irse. ¿Cómo había
podido vivir tanto tiempo entre aquella gente?
-¿Está usted asombrada? -preguntó, tras un
corto silencio, Nicolás Sergueyevich. ¡Es una historia muy sencilla, una
historia vulgar! Yo necesito dinero y mi mujer no me lo da. Esta casa y cuanto
hay en ella eran de mi padre. Todo esto es mío. Mío es también el broche. Lo
heredé de mi madre. Y, sin embargo, ya ve usted, mi mujer lo ha acaparado todo,
se ha apoderado de todo... Comprenderá usted que no voy a llevar el asunto a
los tribunales... Le ruego, señorita, que no me juzgue con demasiada severidad.
Perdóneme y quédese. Comprender es perdonar... ¿Se queda usted?
-¡No! -contestó con voz firme y resuelta la
muchacha, llena de indignación-. ¡Le ruego que me deje en paz!
-¡Qué vamos a hacerle! -suspiró el borrachín,
sentándose junto a la maleta-. Me place que haya aún quien se indigne, quien se
ofenda, quien defienda su honor... No me cansaría nunca de admirar ese gesto de
indignación... ¿No quiere usted, pues, seguir aquí?... Lo comprendo... ¡Quién
estuviera en su lugar!... Usted se irá, y yo..., ¡yo no podré nunca dejar esta
casa! Hubiera podido retirarme al campo, a alguna de las fincas que heredé de
mi padre; pero mi mujer ha colocado en ellas de administradores, de agrónomos y
de capataces a una taifa de bribones, ¡el diablo se los lleve!, que me hubieran
hecho la vida imposible...
-¡Nicolás Sergueyevich! -gritó por el pasillo
la señora Kuchkin-. ¿Dónde se ha metido?
-¿Conque no quiere usted quedarse? -preguntó
el amo, levantándose y dirigiéndose a la puerta-. Lo mejor sería que se
quedase... Yo vendría todas las noches a charlar un rato con usted... Si se va
usted seré aún más desgraciado. Usted es en la casa la única persona que tiene
cara humana. ¡Es terrible!
Y miraba a la institutriz con ojos
suplicantes; pero ella movió negativamente la cabeza. El señor Kuchkin salió
del aposento, pintada en el rostro la desesperación.
Media hora después Macha Pavletskaya se
disponía a tomar el tren.
Un escándalo
Antón Chejov
@uncuentodiario
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