El
gusano
Roberto Bolaño
Parecía un gusano blanco,
con su sombrero de paja y un Bali colgándole del labio inferior. Todas las
mañanas lo veía sentado en un banco de la Alameda mientras yo me metía en la
Librería de Cristal a hojear libros. Cuando levantaba la cabeza, a través de las
paredes de la librería que en efecto eran de cristal, ahí estaba él, quieto,
entre los árboles, mirando el vacío.
Supongo que terminamos
acostumbrándonos el uno al otro. Yo llegaba a las ocho y media de la mañana y
él ya estaba allí, sentado en un banco, sin hacer nada más que fumar y tener
los ojos abiertos. Nunca lo vi con un periódico, con una torta, con una
cerveza, con un libro. Nunca lo vi hablar con nadie. En una ocasión, mientras
lo miraba desde los estantes de literatura francesa, pensé que dormía en la
Alameda, sobre un banco o en los portales de alguna de las calles próximas,
pero luego conjeturé que iba demasiado limpio para dormir en la calle y que
seguramente se alojaba en alguna pensión cercana. Era, constaté, un animal de
costumbres, igual que yo. Mi rutina consistía en ser levantado temprano,
desayunar con mi madre, mi padre y mi hermana, fingir que iba al colegio y
tomar un camión que me dejaba en el centro, donde dedicaba la primera parte de
la mañana a los libros y a pasear y la segunda al cine y de una manera menos
explícita al sexo.
Los libros los solía comprar
en la Librería de Cristal y en la Librería del Sótano. Si tenía poco dinero en
la primera, donde siempre había una mesa con saldos, si tenía suficiente en la
última, que era la que tenía las novedades. Si no tenía dinero, como sucedía a
menudo, los solía robar indistintamente en una u otra. Se diera el caso que se
diera, no obstante, mi paso por la Librería de Cristal y por la del Sótano
(enfrente de la Alameda y ubicada, como su nombre lo indica, en un sótano) era
obligado. A veces llegaba antes que los comercios abrieran y entonces lo que
hacía era buscar a un vendedor ambulante, comprarme una torta de jamón y un
jugo de mango y esperar. A veces me sentaba en un banco de la Alameda, uno
oculto entre la hojarasca, y escribía. Todo esto duraba aproximadamente hasta
las diez de la mañana, hora en que comenzaban en algunos cines del centro las
primeras funciones matinales. Buscaba películas europeas, aunque algunas
mañanas de inspiración no discriminaba el nuevo cine erótico mexicano o el
nuevo cine de terror mexicano, que para el caso era lo mismo.
La que más veces vi creo que
era francesa. Trataba de dos chicas que viven solas en una casa de las afueras.
Una era rubia y la otra pelirroja. A la rubia la ha dejado el novio y al mismo
tiempo (al mismo tiempo del dolor, quiero decir) tiene problemas de
personalidad: cree que se está enamorando de su compañera. La pelirroja es más
joven, es más inocente, es más irresponsable; es decir, es más feliz (aunque yo
por entonces era joven, inocente e irresponsable y me creía profundamente
desdichado). Un día, un fugitivo de la justicia entra subrepticiamente en su
casa y las secuestra. Lo curioso es que el allanamiento tiene lugar precisamente
la noche en que la rubia, tras hacer el amor con la pelirroja, ha decidido
suicidarse. El fugitivo se introduce por una ventana, navaja en mano recorre
con sigilo la casa, llega a la habitación de la pelirroja, la reduce, la ata,
la interroga, pregunta cuántas personas más viven allí, la pelirroja dice que
sólo ella y la rubia, la amordaza. Pero la rubia no está en su habitación y el
fugitivo comienza a recorrer la casa, cada minuto que pasa más nervioso, hasta
que finalmente encuentra a la rubia tirada en el sótano, desvanecida, con
síntomas inequívocos de haberse tragado todo el botiquín. El fugitivo no es un
asesino, en todo caso no es un asesino de mujeres, y salva a la rubia: la hace
vomitar, le prepara un litro de café, la obliga a beber leche, etc.
Pasan los días y las mujeres
y el fugitivo comienzan a intimar. El fugitivo les cuenta su historia: es un ex
ladrón de bancos, un ex presidiario, sus ex compañeros han asesinado a su
esposa. Las mujeres son artistas de cabaret y una tarde o una noche, no se
sabe, viven con las cortinas cerradas, le hacen una representación: la rubia se
enfunda en una magnífica piel de oso y la pelirroja finge que es la domadora.
Al principio el oso obedece, pero luego se rebela y con sus garras va
despojando poco a poco a la pelirroja de sus vestidos. Finalmente, ya desnuda,
ésta cae derrotada y el oso se le echa encima. No, no la mata, le hace el amor.
Y aquí viene lo más curioso: el fugitivo, después de contemplar el número, no
se enamora de la pelirroja sino de la rubia, es decir del oso.
El final es predecible pero
no carece de cierta poesía: una noche de lluvia, después de matar a sus dos ex
compañeros, el fugitivo y la rubia huyen con destino incierto y la pelirroja se
queda sentada en un sillón, leyendo, dándoles tiempo antes de llamar a la
policía. El libro que lee la pelirroja, me di cuenta la tercera vez que vi la
película, es La caída, de Camus. También vi algunas mexicanas más o menos del
mismo estilo: mujeres que eran secuestradas por tipos patibularios pero en el fondo
buenas personas, fugitivos que secuestraban a señoras ricas y jóvenes y que al
final de una noche de pasión eran cosidos a balazos, hermosas empleadas del
hogar que empezaban desde cero y que tras pasar por todos los estadios del
crimen accedían a las más altas cotas de riqueza y poder. Por entonces casi
todas las películas que salían de los Estudios Churubusco eran thrillers
eróticos, aunque tampoco escaseaban las películas de terror erótico y las de
humor erótico. Las de terror seguían la línea clásica del terror mexicano
establecida en los cincuenta y que estaba tan enraizada en el país como la
escuela muralista. Sus iconos oscilaban entre el Santo, el Científico Loco, los
Charros Vampiros y la Inocente, aderezada con modernos desnudos interpretados
preferiblemente por desconocidas actrices norteamericanas, europeas, alguna
argentina, escenas de sexo más o menos solapado y una crueldad en los límites
de lo risible y de lo irremediable. Las de humor erótico no me gustaban.
Una mañana, mientras buscaba
un libro en la Librería del Sótano, vi que estaban filmando una película en el
interior de la Alameda y me acerqué a curiosear. Reconocí de inmediato a
Jaqueline Andere. Estaba sola y miraba la cortina de árboles que se alzaba a su
izquierda casi sin moverse, como si esperara una señal. A su alrededor se
levantaban varios focos de iluminación. No sé por qué se me pasó por la cabeza
la idea de pedirle un autógrafo, nunca me han interesado. Esperé a que acabara
de filmar. Un tipo se acercó a ella y hablaron (¿Ignacio López Tarso?), el tipo
gesticuló con enojo y luego se alejó por uno de los caminos de la Alameda y
tras dudar unos segundos Jaqueline Andere se alejó por otro. Venía directamente
hacia mí. Yo también me puse a andar y nos encontramos a medio camino. Fue una
de las cosas más sencillas que me han ocurrido: nadie me detuvo, nadie me dijo
nada, nadie se interpuso entre Jaqueline y yo, nadie me preguntó qué estaba
haciendo allí. Antes de cruzarnos Jaqueline se detuvo y volvió la cabeza hacia
el equipo de filmación, como si escuchara algo, aunque ninguno de los técnicos
le dijo nada. Después siguió caminando con el mismo aire de despreocupación en
dirección al Palacio de Bellas Artes y lo único que tuve que hacer fue
detenerme, saludarla, pedirle un autógrafo, ocultar mi sorpresa al constatar su
baja estatura que ni siquiera los zapatos con tacón de aguja lograban
disimular. Por un momento, tan solos estábamos, pensé que hubiera podido
secuestrarla. La mera probabilidad me erizó los pelos de la nuca. Ella me miró
de abajo hacia arriba, el pelo rubio con una tonalidad ceniza que yo desconocía
(puede que se lo hubiera teñido), los ojos marrones almendrados muy grandes y
muy dulces, pero no, dulces no es la palabra, tranquilos, de una tranquilidad
pasmosa, como si estuviera drogada o tuviera el encefalograma plano o fuera una
extraterrestre, y me dijo algo que no entendí.
La pluma, dijo, la pluma
para firmar. Busqué en el bolsillo de mi chamarra un bolígrafo e hice que me
firmara la primera página de La caída. Me arrebató el libro y lo estuvo mirando
durante unos segundos. Sus manos eran pequeñas y muy delgadas. ¿Cómo firmo,
dijo, como Albert Camus o como Jaqueline Andere? Como tú quieras, dije. Aunque
no levantó la cara del libro noté que sonreía. ¿Eres estudiante?, dijo.
Contesté afirmativamente. ¿Y qué haces aquí en vez de estar en clases? Creo que
nunca más volveré a la escuela, dije. ¿Qué edad tienes?, dijo ella. Dieciséis,
dije. ¿Y tus papás saben que no vas a clases? No, claro que no, dije. No me has
contestado una pregunta, dijo ella levantando la mirada y posándola sobre mis
ojos. ¿Qué pregunta?, dije yo. ¿Qué haces aquí? Cuando yo era joven, añadió,
los novillos se hacían en los billares o en las boleras. Leo libros y voy al
cine, dije. Además, yo no hago novillos. Ya, tú desertas, dijo. Esta vez fui yo
el que sonreí. ¿Y qué películas se ven a esta hora?, dijo ella. De todas, dije
yo, algunas tuyas. Eso pareció no gustarle. Volvió a mirar el libro, se mordió
el labio inferior, me miró y parpadeó como si le dolieran los ojos. Después me
preguntó mi nombre. Bueno, pues firmemos, dijo. Era zurda. Su letra era grande
y poco clara. Me tengo que ir, dijo alargándome el libro y el bolígrafo. Me dio
la mano, nos la estrechamos y se alejó por la Alameda de vuelta hacia donde
estaba el equipo de rodaje. Me quedé quieto, mirándola, dos mujeres se le
acercaron unos cincuenta metros más allá, iban vestidas como monjas misioneras,
dos monjas mexicanas misioneras que se llevaron a Jaqueline hasta quedar debajo
de un ahuehuete. Después se les acercó un hombre, hablaron, después los cuatro
se alejaron por una de las sendas de salida de la Alameda.
En la primera página de La
caída, Jaqueline escribió: «Para Arturo Belano, un estudiante liberado, con un
beso de Jaqueline Andere.» De golpe me encontré sin ganas de librerías, sin
ganas de paseos, sin ganas de lecturas, sin ganas de cines matinales (sobre
todo sin ganas de cines matinales). La proa de una nube enorme apareció sobre
el centro del D.F., mientras por el norte de la ciudad resonaban los primeros
truenos. Comprendí que la película de Jaqueline se había interrumpido por la
proximidad inminente de la lluvia y me sentí solo. Durante unos segundos no
supe qué hacer, hacia dónde ir. Entonces el Gusano me saludó. Supongo que
después de tantos días él también se había fijado en mí. Me volví y allí
estaba, sentado en el mismo banco de siempre, nítido, absolutamente real con su
sombrero de paja y su camisa blanca. Al marcharse los técnicos
cinematográficos, comprobé asustado, el escenario había experimentado un cambio
sutil pero determinante: era como si el mar se hubiera abierto y pudiera ahora
ver el fondo marino. La Alameda vacía era el fondo marino y el Gusano su joya
más preciada. Lo saludé, seguramente hice alguna observación banal, se puso a
diluviar, abandonamos juntos la Alameda en dirección a la avenida Hidalgo y
luego caminamos por Lázaro Cárdenas hasta Perú.
Lo que sucedió después es
borroso, como visto a través de la lluvia que barría las calles, y al mismo
tiempo de una naturalidad extrema. El bar se llamaba Las Camelias y estaba
lleno de mariachis y vicetiples. Yo pedí enchiladas y una TKT, el Gusano una
Coca-Cola y más tarde (pero no debió de ser mucho más tarde) le compró a un
vendedor ambulante tres huevos de caguama. Quería hablar de Jaqueline Andere.
No tardé en comprender, maravillado, que el Gusano no sabía que aquella mujer
era una actriz de cine. Le hice notar que precisamente estaba filmando una
película, pero el Gusano simplemente no recordaba a los técnicos ni los
aparejos desplegados para la filmación. La presencia de Jaqueline en el sendero
en donde se hallaba su banco había borrado todo lo demás. Cuando dejó de llover
el Gusano sacó un fajo de billetes del bolsillo trasero, pagó y se fue. Al día
siguiente nos volvimos a ver. Por la expresión que puso al verme pensé que no
me reconocía o que no quería saludarme. De todos modos me acerqué. Parecía
dormido aunque tenía los ojos abiertos. Era flaco, pero sus carnes, excepto los
brazos y las piernas, se adivinaban blandas, incluso fofas, como las de los
deportistas que ya no hacen ejercicios. Su flaccidez, pese a todo, era más de
orden moral que físico. Sus huesos eran pequeños y fuertes. Pronto supe que era
del norte o que había vivido mucho tiempo en el norte, que para el caso es lo
mismo. Soy de Sonora, dijo. Me pareció curioso, pues mi abuelo también era de
allí. Eso interesó al Gusano y quiso saber de qué parte de Sonora. De Santa
Teresa, dije. Yo de Villaviciosa, dijo el Gusano. Una noche le pregunté a mi
padre si conocía Villaviciosa. Claro que la conozco, dijo mi padre, está a
pocos kilómetros de Santa Teresa. Le pedí que me la describiera. Es un pueblo
muy pequeño, dijo mi padre, no debe tener más de mil habitantes (después supe
que no llegaban a quinientos), bastante pobre, con pocos medios de
subsistencia, sin una sola industria. Está destinado a desaparecer, dijo mi
padre. ¿Desaparecer cómo?, le pregunté. Por la emigración, dijo mi padre, la
gente se va a ciudades como Santa Teresa o Hermosillo o a Estados Unidos.
Cuando se lo dije al Gusano éste no estuvo de acuerdo, aunque en realidad la
frase «estar de acuerdo» o «estar en desacuerdo» para él no tenían ningún
significado. El Gusano no discutía nunca, tampoco expresaba opiniones, no era
un dechado de respeto por los demás, simplemente escuchaba y almacenaba, o tal
vez sólo escuchaba y después olvidaba, atrapado en una órbita distinta a la de
la otra gente. Su voz era suave y monocorde aunque a veces subía el tono y
entonces parecía un loco que imitara a un loco y yo nunca supe si lo hacía a
propósito, como parte de un juego que sólo él comprendía, o si no lo podía
evitar y aquellas salidas de tono eran parte del infierno. Cifraba su seguridad
en la pervivencia de Villaviciosa en la antigüedad del pueblo; también, pero
eso lo comprendí más tarde, en la precariedad que lo rodeaba y lo carcomía,
aquello que según mi padre amenazaba su misma existencia.
No era un tipo curioso
aunque pocas cosas se le pasaban por alto. Una vez miró los libros que yo llevaba,
uno por uno, como si le costara leer o como si no supiera. Después nunca más
volvió a interesarse por mis libros aunque cada mañana yo aparecía con uno
nuevo. A veces, tal vez porque de alguna manera me consideraba un paisano,
hablábamos de Sonora, que yo apenas conocía: sólo había ido una vez, para el
funeral de mi abuelo. Nombraba pueblos como Nacozari, Bacoache, Fronteras,
Villa Hidalgo, Bacerac, Bavispe, Agua Prieta, Naco, que para mí tenían las
mismas cualidades del oro. Nombraba aldeas perdidas en los departamentos de
Nacori Chico y Bacadéhuachi, cerca de la frontera con el estado de Chihuahua, y
entonces, no sé por qué, se tapaba la boca como si fuera a estornudar o a
bostezar. Parecía haber caminado y dormido en todas las sierras: la de Las Palomas
y La Cieneguita, la sierra Guijas y la sierra La Madera, la sierra San Antonio
y la sierra Cibuta, la sierra Tumacacori y la sierra Sierrita bien entrado en
el territorio de Arizona, la sierra Cuevas y la sierra Ochitahueca en el
noreste junto a Chihuahua, la sierra La Pola y la sierra Las Tablas en el sur,
camino de Sinaloa, la sierra La Gloría y la sierra El Pinacate en dirección
noroeste, como quien va a Baja California. Conocía toda Sonora, desde
Huatabampo y Empalme, en la costa del Golfo de California, hasta los villorrios
perdidos en el desierto. Sabía hablar la lengua yaqui y la pápago (que
circulaba libremente entre los lindes de Sonora y Arizona) y podía entender la
seri, la pima, la mayo y la inglesa. Su español era seco, en ocasiones con un ligero
aire impostado que sus ojos contradecían. He dado vueltas por las tierras de tu
abuelo, que en paz descanse, como una sombra sin asidero, me dijo una vez.
Cada mañana nos
encontrábamos. A veces intentaba hacerme el distraído, tal vez reanudar mis paseos
solitarios, mis sesiones de cine matinales, pero él siempre estaba allí,
sentado en el mismo banco de la Alameda, muy quieto, con el Bali colgándole de
los labios y el sombrero de paja tapándole la mitad de la frente (su frente de
gusano blanco) y era inevitable que yo, sumergido entre las estanterías de la
Librería de Cristal, lo viera, me quedara un rato contemplándolo y al final
acudiera a sentarme a su lado.
No tardé en descubrir que
iba siempre armado. Al principio pensé que tal vez fuera policía o que lo
perseguía alguien, pero resultaba evidente que no era policía (o que al menos
ya no lo era) y pocas veces he visto a nadie con una actitud más despreocupada
con respecto a la gente: nunca miraba hacia atrás, nunca miraba hacia los
lados, raras veces miraba el suelo. Cuando le pregunté por qué iba armado el
Gusano me contestó que por costumbre y yo le creí de inmediato. Llevaba el arma
en la espalda, entre el espinazo y el pantalón. ¿La has usado muchas veces?, le
pregunté. Sí, muchas veces, dijo como en sueños. Durante algunos días el arma
del Gusano me obsesionó. A veces la sacaba, le quitaba el cargador y me la
pasaba para que la examinara. Parecía vieja y pesada. Generalmente yo se la
devolvía al cabo de pocos segundos, rogándole que la guardara. A veces me daba
reparo estar sentado en un banco de la Alameda conversando (o monologando) con
un hombre armado, no por lo que él pudiera hacerme pues desde el primer
instante supe que el Gusano y yo siempre seríamos amigos, sino por temor a que
nos viera la policía del D.F., por miedo a que nos cachearan y descubrieran el
arma del Gusano y termináramos los dos en algún oscuro calabozo.
Una mañana se enfermó y me
habló de Villaviciosa. Lo vi desde la Librería de Cristal y me pareció igual
que siempre, pero al acercarme a él observé que la camisa estaba arrugada, como
si hubiera dormido con ella puesta. Al sentarme a su lado noté que temblaba.
Poco después los temblores fueron en aumento. Tienes fiebre, dije, tienes que
meterte en la cama. Lo acompañé, pese a sus protestas, hasta la pensión donde
vivía. Acuéstate, le dije. El Gusano se sacó la camisa, puso la pistola debajo
de la almohada y pareció quedarse dormido en el acto, aunque con los ojos
abiertos fijos en el cielorraso. En la habitación había una cama estrecha, una
mesilla de noche, un ropero desvencijado. En el interior del ropero vi tres
camisas blancas como la que se acababa de quitar perfectamente dobladas y dos
pantalones del mismo color colgados de sendas perchas. Debajo de la cama
distinguí una maleta de cuero de excelente calidad, de aquellas que tenían una
cerradura como de caja fuerte. No vi ni un solo periódico, ni una sola revista.
La habitación olía a desinfectante, igual que las escaleras de la pensión. Dame
dinero para ir a una farmacia a comprarte algo, dije. Me dio un fajo de
billetes que sacó del bolsillo de su pantalón y volvió a quedarse inmóvil. De
vez en cuando un escalofrío lo recorría de la cabeza a los pies como si se
fuera a morir. Pero sólo de vez en cuando. Por un momento pensé que tal vez lo
mejor sería llamar a un médico, pero comprendí que eso al Gusano no le iba a
gustar. Cuando volví, cargado de medicinas y botellas de Coca-Cola, se había
dormido. Le di una dosis de caballo de antibióticos y unas pastillas para
bajarle la fiebre. Luego hice que se bebiera medio litro de Coca-Cola. También
había comprado un pancake, que dejé en el velador por si más tarde tenía
hambre. Cuando ya me disponía a irme, él abrió los ojos y se puso a hablar de
Villaviciosa.
A su manera, fue pródigo en
detalles. Dijo que el pueblo no tenía más de sesenta casas, dos cantinas, una
tienda de comestibles. Dijo que las casas eran de adobe y que algunos patios
estaban encementados. Dijo que de los patios escapaba un mal olor que a veces
resultaba insoportable. Dijo que resultaba insoportable para el alma, incluso
para la carencia de alma, incluso para la carencia de sentidos. Dijo que por
eso algunos patios estaban encementados. Dijo que el pueblo tenía entre dos mil
y tres mil años y que sus naturales trabajaban de asesinos y de vigilantes.
Dijo que un asesino no perseguía a un asesino, que cómo iba a perseguirlo, que
eso era como si una serpiente se mordiera la cola. Dijo que existían serpientes
que se mordían la cola. Dijo que incluso había serpientes que se tragaban
enteras y que si uno veía a una serpiente en el acto de autotragarse más valía
salir corriendo pues al final siempre ocurría algo malo, como una explosión de
la realidad. Dijo que cerca del pueblo pasaba un río llamado Río Negro por el
color de sus aguas y que éstas al bordear el cementerio formaban un delta que
la tierra seca acababa por chuparse. Dijo que la gente a veces se quedaba largo
rato contemplando el horizonte, el sol que desaparecía detrás del cerro El
Lagarto, y que el horizonte era de color carne, como la espalda de un
moribundo. ¿Y qué esperan que aparezca por allí?, le pregunté. Mi propia voz me
espantó. No lo sé, dijo. Luego dijo: una verga. Y luego: el viento y el polvo,
tal vez. Después pareció tranquilizarse y al cabo de un rato creí que estaba
dormido. Volveré mañana, murmuré, tómate las medicinas y no te levantes.
Me marché en silencio.
A la mañana siguiente, antes
de ir a la pensión del Gusano, pasé un rato, como siempre, por la Librería de
Cristal. Cuando me disponía a salir, a través de las paredes transparentes, lo
vi. Estaba sentado en el mismo banco de siempre, con una camisa blanca holgada
y limpia y unos pantalones blancos inmaculados. La mitad de la cara se la
tapaba el sombrero de paja y un Bali le colgaba del labio inferior. Miraba al
frente, como en él era usual, y parecía sano. Ese mediodía, al separarnos, me
alargó con un gesto hosco varios billetes y dijo algo acerca de las molestias
que yo había tenido el día anterior. Era mucho dinero. Le dije que no me debía
nada, que hubiera hecho lo mismo por cualquier amigo. El Gusano insistió en que
cogiera el dinero. Así podrás comprar algunos libros, dijo. Tengo muchos,
contesté. Así dejarás de robar libros por algún tiempo, dijo. Al final le quité
el dinero de las manos. Ha pasado mucho tiempo, ya no recuerdo la cifra exacta,
el peso mexicano se ha devaluado muchas veces, sólo sé que me sirvió para
comprarme veinte libros y dos discos de los Doors y que para mí esa cantidad
era una fortuna. Al Gusano no le faltaba el dinero.
Nunca más me volvió a hablar
de Villaviciosa. Durante un mes y medio, tal vez dos meses, nos vimos cada
mañana y nos despedimos cada mediodía, cuando llegaba la hora de comer y yo
volvía en el camión de la Villa o en un pesero rumbo a mi casa. Alguna vez lo
invité al cine, pero el Gusano nunca quiso ir. Le gustaba hablar conmigo
sentados en su banco de la Alameda o paseando por las calles de los alrededores
y de vez en cuando condescendía a entrar en un bar en donde siempre buscaba al
vendedor ambulante de huevos de caguama. Nunca lo vi probar alcohol. Pocos días
antes de que desapareciera para siempre le dio por hacerme hablar de Jaqueline
Andere. Comprendí que era su manera de recordarla. Yo hablaba de su pelo rubio
ceniza y lo comparaba favorable o desfavorablemente con el pelo rubio amielado
que lucía en sus películas y el Gusano asentía levemente, la vista clavada al
frente, como si tuviera a Jaqueline Andere en la retina o como si la viera por
primera vez. Una vez le pregunté qué clase de mujeres le gustaban. Era una
pregunta estúpida, hecha por un adolescente que sólo quería matar el tiempo.
Pero el Gusano se la tomó al pie de la letra y durante mucho rato estuvo
cavilando la respuesta. Al final dijo: tranquilas. Y después añadió: pero sólo
los muertos están tranquilos. Y al cabo de un rato: ni los muertos, bien
pensado.
Una mañana me regaló una
navaja. En el mango de hueso se podía leer la palabra «Caborca» escrita en
finas letras de alpaca. Recuerdo que le di las gracias efusivamente y que
aquella mañana, mientras platicábamos en la Alameda o mientras paseábamos por
las concurridas calles del centro, estuve abriendo y cerrando la hoja,
admirando la empuñadura, tentando su peso en la palma de mi mano, maravillado
de sus proporciones tan justas. Por lo demás, aquel día fue idéntico a todos
los otros. A la mañana siguiente el Gusano ya no estaba. Dos días después lo
fui a buscar a su pensión y me dijeron que se había marchado al norte. Nunca
más lo volví a ver.
El gusano
Roberto Bolaño
@uncuentodiario
Cuentosdiadio.blogspot.com
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