Enoch
Soames
Max Beerbohm
Cuando el señor Holbrook Jackson dio al mundo un libro sobre la
literatura del 90, busqué ansiosamente en el índice el nombre de SOAMES, ENOCH.
Temía que no estuviese. Y no estaba. Sin embargo, figuraban todos los demás.
Muchos escritores a quienes yo olvidara por completo o sólo recordaba
vagamente, resucitaron ante mí, con sus obras, en las páginas del señor
Holbrook Jackson. El libro era tan minucioso como brillante.
De ahí que la omisión descubierta por mí fuese la evidencia más cabal de
que el pobre Soames no había dejado huella alguna en la literatura de su
década.
Creo que soy la única persona que lo notó... ¡tan lamentable había sido
el fracaso de Soames! Y es inútil alegar que, si hubiera conquistado algún
mediano éxito, quizá se habría esfumado de mi memoria, como los demás, para
retornar tan sólo al llamado del historiador. Es cierto que si las dotes que
poseía le hubieran sido reconocidas en vida, jamás habría celebrado el pacto
que yo le vi celebrar... ese extraño pacto cuyos resultados le otorgaron para
siempre un lugar en el primer plano de mis recuerdos. No obstante, es de esos
mismos resultados de donde se desprende en toda su claridad cuánto hubo en él
de lamentable.
No es la compasión, sin embargo, lo que me impulsa a escribir sobre él.
Si por él fuera, pobre diablo, me sentiría inclinado a no mojar la pluma en el
tintero. No está bien burlarse de los muertos. Pero, ¿cómo escribir acerca de
Enoch Soames sin ridiculizarlo? O más bien, ¿cómo disimular la atroz realidad
de que era ridículo? Imposible. Pero tarde o temprano deberé escribir sobre él.
Ya se verá, a su debido tiempo, que no me queda otra alternativa. Por consiguiente, será mejor que lo haga
ahora.
Durante los cursos del verano de 1893 un prodigio del cielo cayó sobre
Oxford. Caló hondo, se incrustó profundamente en el suelo. Profesores y alumnos
formaron pálidos corros que no hablaban de otra cosa. ¿De dónde venía aquel
meteoro? De París. ¿Cómo se llamaba?
Will Rothenstein. ¿Qué se proponía? Pintar una serie de veinticuatro retratos
en litografía, que publicaría The Bodley Head de Londres. El asunto era
urgente. Ya el Decano de A y el Director de B y el Real Catedrático de C habían
“posado” humildemente. Ancianos solemnes y malhumorados que jamás consintieran
en dejarse retratar por nadie, no podían resistirse a aquel extranjero menudo y
dinámico. Él no suplicaba: invitaba; no invitaba: ordenaba. Tenía veintiún
años. Usaba lentes que centelleaban increíblemente. Era un hombre de ingenio.
Desbordante de ideas. Conocía a Whistler.
Conocía a Edmond de Goncourt. Conocía a todo el mundo en París. Los conocía
a todos de memoria. Era París en Oxford. Se murmuraba que apenas despachara su
selección de profesores, incluiría a unos pocos alumnos de los últimos cursos.
Y me sentí pleno de orgullo el día en que yo fui incluido. La simpatía que me
inspiraba Rothenstein no era menor que el miedo que me infundía; sin embargo,
nació entre nosotros una amistad que a medida que transcurrieron los años se
hizo cada vez más cálida y más valiosa para mí.
Al término del curso, Rothenstein se estableció o más bien irrumpió
meteóricamente en Londres. Gracias a él conocí por primera vez ese pequeño
mundo de perdurable encanto que es Chelsea, y trabé relación con Walter Sickert
y otros venerables próceres que residían allí. Fue Rothenstein quien me llevó a
ver, en la calle Cambridge, de Pimlico, a un joven cuyos dibujos eran ya
famosos entre la minoría: Aubrey Beardsley. En compañía de Rothenstein hice mi
primera visita a The Bodley Head. Por él me introduje en otro reino de la
inteligencia y la audacia, el salón de dominó del Café Royal. Ahí, aquella tarde de octubre, en una
exuberante perspectiva de dorados y de terciopelos carmesíes intercalados entre
simétricos espejos y erguidas cariátides, entre el humo del tabaco que se
elevaba incesante hacia el pintado cielo raso pagano y el murmullo de
conversaciones presumiblemente cínicas, que de tanto en tanto interrumpía el
áspero tableteo de las fichas de dominó sobre las mesas de mármol, aspiré hondo
y dije para mis adentros:
—Esto, sin duda, es la vida.
Era antes de la cena. Bebimos vermut. Los que conocían personalmente a
Rothenstein lo señalaban a quienes sólo lo conocían de nombre. Sin interrupción
entraban por las puertas giratorias hombres que ambulaban lentamente en busca
de mesas vacías u ocupadas por amigos. Uno de estos errabundos me interesó,
porque yo estaba seguro de que pretendía llamar la atención de
Rothenstein. Había pasado dos veces ante
nuestra mesa, con expresión vacilante; pero Rothenstein, sumido en lo más denso
de una disquisición sobre Puvis de Chavannes, no lo vio. Era un individuo
encorvado, de paso inseguro, más bien alto, muy pálido, con largos cabellos
parduscos. Tenía una barba rala, o más bien una barbilla que se batía en
retirada al abrigo de unos cuantos pelos arracimados y tímidamente rizados. Era
un sujeto de extraña catadura; pero en el noventa, las apariciones raras eran
más frecuentes, creo, que en la actualidad. Los jóvenes escritores de aquella
época —y yo estaba seguro de que éste lo era— trataban de singularizarse por su
aspecto. Mas los esfuerzos de este hombre habían sido infructuosos. Usaba un
sombrero negro, blando, de corte clerical, pero de intención bohemia, y una
capa impermeable de color gris que, acaso porque era impermeable, no llegaba a
ser romántica. Arribé a la conclusión de que “borroso” era le mot juste para
él. Yo había hecho mis primeras armas en la literatura y buscaba siempre
fervorosamente le mot juste, ese Santo Grial de la época.
El hombre borroso se acercaba nuevamente a nuestra mesa, y esta vez
resolvió detenerse.
—Usted no me recuerda —dijo con voz inexpresiva. Rothenstein lo miró vivamente.
—Sí, lo recuerdo —repuso al cabo de un momento, con menos efusión que
orgullo: orgullo de su memoria—. Edwin Soames.
—Enoch Soames —dijo Enoch.
—Enoch Soames —repitió Rothenstein, dando a entender por el tono de su
voz que ya era bastante haber acertado con el apellido—. Nos encontramos dos o
tres veces en París, cuando vivía usted allí.
En el Café Groche.
—Y una vez yo fui a su estudio.
—Oh, sí; lamenté haber estado ausente.
—¿Ausente? No. Me mostró algunos de sus cuadros, ¿recuerda? ... Tengo
entendido que ahora reside en Chelsea.
—Sí.
Me extrañó que después de este monosílabo el señor Soames no siguiera de
largo. Se quedó, pacientemente, como un animal obtuso, como un asno que mira
por encima de una cerca. Triste figura la suya. Se me ocurrió que hambriento
era quizá le mot juste para él. Pero, ¿hambriento de qué? No parecía apetecer
gran cosa. Le tuve lástima. Y Rothenstein, aunque no lo invitara a Chelsea, le
pidió que se sentara y bebiera algo. Una vez sentado, pareció más seguro de sí
mismo. Echó atrás las alas de la capa con un gesto que —si la capa no hubiera
sido impermeable— podía interpretarse como un desafío lanzado al mundo en
general. Y pidió un ajenjo.
—Je me bens toujours fidéle —le dijo a Rothenstein— à la sorcière
glauque.
—Le hará mal —respondió secamente Rothenstein.
—Nada me hace mal —dijo Soames—. Dans ce monde il n’y a ni de bien ni de
mal.
—¿Nada es bueno y nada es malo? ¿Qué quiere decir?
—Lo expliqué todo en el prefacio de Negaciones.
—¿Negaciones?
—Sí. Le di un ejemplar.
—Oh, sí, por supuesto. ¿Pero explicó usted, por ejemplo, que no hay
diferencia entre buena y mala gramática?
—No —dijo Soames—. Naturalmente, en el arte existen el bien y el mal.
Pero en la Vida... no. Liaba un
cigarrillo. Tenía manos débiles y blancas, no del todo limpias, con las puntas
de los dedos manchadas por la nicotina.
—En la Vida existe la ilusión del bien y del mal, pero...
Su voz decreció a un murmullo en que las palabras vieux jeu y rococo
fueron apenas perceptibles. Si no me equivoco, pensaba que no se estaba
haciendo justicia a sí mismo, y temía que Rothenstein señalara las falacias de
su argumentación. Lo cierto es que al fin carraspeó y dijo:
—Parlons d’autre chose.
¿Creen ustedes que era un tonto? A mí no me pareció. Yo era joven y me
faltaba la claridad de juicio que ya poseía Rothenstein. Soames era cinco o
seis años mayor que cualquiera de nosotros. Además, había escrito un libro.
Haber escrito un libro era algo portentoso.
Si Rothenstein no hubiera estado presente, yo habría reverenciado a
Soames. Aun así, me infundía respeto. Y estuve a punto de reverenciarlo, en
verdad, cuando dijo que pronto publicaría otro libro. Le pregunté si podía
saberse qué clase de obra era.
—Mis poemas —respondió.
Rothenstein le preguntó si ése sería el título del libro. El poeta
meditó la sugerencia, pero al fin dijo que pensaba no ponerle título alguno.
—Si un libro vale por sí mismo... —murmuró, moviendo el cigarrillo en
semicírculo. Rothenstein objetó que la
falta de título podría perjudicar la venta.
—Si yo entro en una librería —explicó— y digo sencillamente: “¿Tienen
ustedes?”, o bien: “¿Tienen un ejemplar de?” ¿cómo sabrán lo que quiero?
—Oh, desde luego, haré poner mi nombre en la tapa —replicó Soames
seriamente—. Y me gusta ría —añadió mirando con fijeza a Rothenstein—, me
gustaría hacer dibujar mi retrato para la portada.
Rothenstein admitió que era una excelente idea, y agregó que pensaba
viajar al campo, donde pasaría una temporada. Después miró su reloj, comprobó,
con una exclamación, lo avanzado de la hora, pagó la adición y se marchó
conmigo para cenar. Soames permaneció en su puesto, fiel a la hechicera glauca.
—¿Por qué se negó tan resueltamente a dibujar su retrato?
—¿Retratarlo? ¿A él? ¿Cómo puedo retratar a un hombre que no existe?
—Es borroso —admití, pero mi mot juste cayó en el vacío. Rothenstein
repitió que
Soames era inexistente.
Sin embargo, Soames era autor de un libro. Le pregunté a Rothenstein si
había leído Negaciones. Admitió haberlo
hojeado.
—Pero —añadió secamente—, yo no pretendo entender nada de literatura.
Reserva muy característica de la época. Los pintores de entonces se
negaban a admitir que alguien, fuera de su propia cofradía, tuviese el derecho
de opinar sobre la pintura. Esta ley (grabada en las tablillas que trajo
Whistler de la cumbre del Fujiyama) imponía ciertas limitaciones. Si otras
artes distintas de la pintura no eran completamente incomprensibles para
quienes no las practicaban, la ley se venía abajo; la doctrina Monroe, por
decirlo así, perdía su validez.
De ahí que ningún pintor arriesgara una opinión sobre un libro sin
advertir, por lo menos, que su opinión carecía de valor. Nadie es mejor juez
literario que Rothenstein; pero en aquella época habría sido imprudente
recordárselo; y yo comprendí que no podía esperar su ayuda para formarme un
juicio sobre Negaciones.
En aquellos días, no comprar un libro a cuyo autor acababa de conocer
personalmente, habría sido para mí un imposible renunciamiento. Cuando regresé
a Oxford para los cursos de Navidad, me había procurado un ejemplar de
Negaciones. Solía dejarlo despreocupadamente sobre la mesa de mi cuarto, y cada
vez que alguno de mis amigos lo levantaba para preguntarme de qué trataba, le
respondía:
—Oh, es un libro bastante notable. Lo ha escrito un hombre a quien
conozco. Pero nunca alcancé a explicar
exactamente “de qué trataba”. Aquel delgado volumen verde no tenía, para mí, ni
pies ni cabeza. En el prefacio no hallé clave alguna para interpretar el exiguo
laberinto del texto, y en ese laberinto, nada que explicara el prefacio.
“Inclínate hacia la vida. Inclínate, muy cerca... más cerca.
“La vida es tela, y en ella ni trama ni urdimbre se encuentran, sino
solamente la tela. “Es por esto que soy
Católico en la iglesia y en el pensamiento, pero dejo que el veloz Capricho
teja lo que la lanzadera del Capricho quiere.” Éstas eran las frases iniciales
del prefacio, pero las que seguían eran aún más difíciles de entender. A
continuación venía “Stark”, un cuento sobre una midinette que, según alcancé a
entender, había asesinado o estaba por asesinar a un maniquí. Parecía un cuento de Catulle Mendès en que el
traductor hubiera salteado o eliminado una frase de cada dos. Luego, un diálogo
entre Pan y Santa Úrsula, que en mi opinión carecía de “chispa”. Después,
algunos aforismos (titulados aforismata).
En conjunto, a decir verdad, había una gran variedad de formas. Y esas
formas habían sido trabajadas con mucho cuidado. Era más bien el contenido lo que
se me escapaba. ¿Había, en realidad, me pregunté, algún contenido? Ahora sí
pensé: ¡Supón que Enoch Soames sea un necio! Pero enseguida nació una hipótesis
contraria: ¡tal vez lo fuese yo! Opté por darle a Soames el beneficio de la
duda. Yo había leído L’Après-midi d’un faune sin extraerle una pizca de
significado. Y sin embargo Mallarmé —por supuesto— era un Maestro. ¿Cómo sabía
yo que Soames no era otro? Su prosa tenía cierta musicalidad, que sin duda no
alcanzaba a deslumbrar, pero que tal vez, pensé, tuviera la facultad de
persistir en la memoria y, acaso, un significado tan profundo como la del mismo
Mallarmé.
Por lo tanto, me resolví a esperar sus poemas con ánimo libre de
prejuicios. Y después de encontrármelo
por segunda vez, los aguardé con verdadera impaciencia. Esto sucedió una tarde
de enero. Al entrar en el salón de dominó, pasé junto a una mesa ante la cual
estaba sentado un hombre pálido, con un libro abierto. Alzó la vista, y yo lo
miré por encima del hombro, con la vaga sensación de que debía haberlo
reconocido. Me volví para saludarlo. Después de cambiar unas palabras, dije
echando un vistazo al libro abierto:
—Veo que lo he interrumpido.
Y estaba por seguir mi camino, pero Soames respondió con su voz
inexpresiva:
—Prefiero ser interrumpido.
Me indicó con un gesto que me sentara, y yo obedecí.
Le pregunté si a menudo leía en ese lugar. –
Sí. Esta clase de cosas las leo aquí —respondió, señalando el título del
libro: Poemas de Shelley.
—¿Es algo que usted realmente...? —Iba a decir ¿”admira”? Pero
cautelosamente dejé la frase inconclusa y enseguida me alegré, porque él dijo
con inusitado énfasis:
—Es algo de segunda categoría.
Yo había leído poco de Shelley, pero murmuré:
—Desde luego; es muy desigual.
—Yo diría que lo malo es justamente su igualdad. Una igualdad mortal,
Por eso lo leo aquí. El ruido de este lugar quiebra el ritmo. Aquí es
tolerable. Soames alzó el libro y lo
Hojeó. Se echó a reír. La risa de Soames
era un sonido breve, aislado y desprovisto de alegría que brotaba de la
garganta sin que su rostro se moviera o sus ojos se iluminarán.
—¡Qué época! —exclamó, dejando el libro sobre la mesa—. ¡Y qué país!
—añadió.
Le pregunté, con cierta nerviosidad, si en su opinión Keats no había
superado, más o menos, las limitaciones del tiempo y el espacio. Admitió que
“había algunos pasajes en Keats”, pero no los mencionó. De “los viejos”, como
los llamaba, el único que le gustaba era Milton. “Milton —dijo— no era
sentimental.” Y además: “Milton tenía una oscura visión interior”. Y por fin:
—Siempre puedo leer a Milton en la sala de lectura.
—¿La sala de lectura?
—Del Museo Británico. Voy todos los días. —¿De veras? Yo sólo estuve una
vez. Me pareció un lugar más bien deprimente. Se me ocurrió que... que le resta
vitalidad a uno.
—Así es. Por eso voy yo. Cuanto menor es la propia vitalidad, tanto más
sensitivo se vuelve uno al arte verdaderamente grande. Yo vivo cerca del Museo.
Alquilo un departamento en la calle Dyott.
—¿Y va a la sala de lectura para leer a Milton?
—Casi siempre a Milton. —Me miró—. Fue Milton —certificó— quien me
convirtió al Diabolismo.
—¿Al Diabolismo? ¿Sí? ¿Realmente? —dije con esa vaga incomodidad y ese
intenso deseo de ser cortés que experimenta uno cuando un hombre le habla de su
propia religión—. ¿Usted... adora al Demonio?
Soames meneó la cabeza.
—No se trata de adoración —calificó, sorbiendo su ajenjo—, sino más bien
de confianza mutua.
—Ah, sí... Pero yo creí entender por el prefacio de Negaciones que usted
era... católico.
—Je t’étais á cette époque. Quizá lo sea aún. Sí, soy un Diabolista
Católico.
Hizo esta profesión de fe con tono casi precipitado. Advertí que lo que
prevalecía en su espíritu era el hecho de que yo había leído Negaciones. Sus
ojos opacos habían brillado por primera vez. Tuve la impresión de que iba a ser
examinado, viva voce, sobre el tema en que me sentía más flojo. Le pregunté
apresuradamente cuándo se publicarían sus poemas.
—La semana próxima —me dijo.
—¿Y sin título?
—No, por fin encontré uno. Pero no se lo diré —añadió, como si yo
hubiera tenido la impertinencia de preguntárselo—. Aún no sé si me satisface
del todo. Pero es el mejor que he podido
encontrar. En cierto modo, sugiere la naturaleza de los poemas... Extrañas
vegetaciones, naturales y salvajes, y sin embargo exquisitas y multicolores y
llenas de ponzoña.
Le pregunté qué pensaba de Baudelaire. Lanzó aquel bufido que era su
risa, y dijo que “Baudelaire era un bourgeois malgré lui”. Francia sólo tenía
un poeta: Villon, “y dos tercios de Villon eran simple periodismo”. Verlaine
era un “épicier m algré lui”. Con cierta sorpresa comprobé que, en conjunto,
apreciaba menos la literatura francesa que la inglesa. Había “algunos pasajes”
en Villiers de l’Isle Adam.
—Pero yo —resumió— no le debo nada a Francia.
Ya verá —predijo con un movimiento afirmativo de la cabeza.
Pero, llegado el momento, no vi tal cosa. Pensé que el autor de
Fungoides debía bastante
—inconscientemente, desde luego— a los jóvenes decadentes de París, o a
los jóvenes ingleses que a su vez debían algo a aquéllos. Aún pienso lo mismo.
El librito —que compré en Oxford— está ante mí en este momento, mientras
escribo. Su cubierta de bocací gris pálido y sus letras de plata no han
sobrellevado muy bien el paso del tiempo. Su contenido tampoco.
Lo he examinado nuevamente, con melancólico interés. No es gran cosa.
Cuando se publicó, abrigué la vaga sospecha de que lo fuera. Supongo que es mi
fe en ella la que se ha debilitado, y no la obra del pobre Soames...
TO A YOUNG WOMAN
Thou art, who hast
not been!
Pale tunes irresolute
And traceries of old
sounds
Blown from a rotted
flute
Mingle with noise of
cymbals rouged with rust
Nor not strange forms
and epicene
Lie bleeding in the
dust,
Being wounded with
wounds.
For this it is
That in thy
counterpart
Of age-long mockeries
Thou hast not been
nor art! (1)
Me pareció que había cierta contradicción entre la primera y la última
línea. Intenté, con el ceño fruncido, resolver esta discordancia. Pero no
consideré mi fracaso como totalmente incompatible con un significado en la
mente de Soames. ¿No indicaría, más bien, la profundidad del significado? En
cuanto a la técnica, “enrojecidos por la herrumbre” me parecía un hallazgo, y
las palabras “nor not” en lugar de “and” eran extrañamente felices. Me pregunté
quién era la joven, y qué había sacado en limpio de todo eso. Me asalta la
triste sospecha de que Soames no habría sido capaz de encontrarle más sentido
que ella. Sin embargo, aún ahora, si no trata uno de comprender el poema, y se
conforma con atender al sonido, advierte cierta gracia en el ritmo. ¡Soames era
un artista... en la medida en que existía, pobre diablo! Cuando leí Fungoides por primera vez, me
pareció, extrañamente, que su veta diabolista era lo mejor de Soames. El Diabolismo
parecía una influencia alegre y aun saludable dentro de su vida.
NOCTURNE
Round and round the
shutter’d Square
I stroll’d with the
Devil’s arm in mine.
No sound but the
scrape of his hoofs was there
And the ring of his
laughter and mine.
We had drunk black
wine.
I scream’d: “I will
race you, Master!”
“What matter”, lie
shriek’d, “tonight
Which of us runs the
faster?
There is nothing to
fear tonight
In the foul moon’s
light!
Then I look’d him in
the eyes,
And I laugh’d full
shrill at the lie he told
And the gnawing fear
he would fain disguise.
It was true, what I’d
time and again been told:
He was old - old. (2)
Aquella primera estrofa, pensé, tenía mucho ímpetu: un acento retozón y
jovial de camaradería. La segunda, quizá, era algo histérica. Pero la tercera
me gustaba: ¡era tan vivamente heterodoxa, aun con respecto a los dogmas de la
extraña secta de Soames! ¡Nada de
“confianza mutua” en esas líneas! Soames, triunfante, desenmascarando al
Demonio como a un mentiroso, y riéndose “a gritos”, era un personaje muy
alentador. Eso fué lo que pensé entonces. Ahora, a la luz de lo que sucedió más
tarde, ninguno de sus poemas me deprime tanto como el “Nocturno”.
Busqué los comentarios de los periódicos metropolitanos. Se dividían en
dos clases: los que decían muy poco, y los que no decían nada. La segunda era
mucho más numerosa, y los términos en que se expresaba la primera eran fríos. A
tal punto que el mejor elogio que pudo presentar el editor de Soames en sus
anuncios publicitarios era éste:
Un acento de modernismo desde el principio hasta el fin... Un ritmo
ágil. –Preston Telegraph.
Yo abrigaba la esperanza de poder felicitar al poeta (cuando lo viese)
por haber conmovido el ambiente, pues se me ocurría que no estaba tan seguro de
su grandeza intrínseca como aparentaba.
Pero cuando en efecto nos encontramos, sólo atiné a decir con voz ronca:
“Espero que Fungoides se venda muy bien”. Me miró a través de su vaso de ajenjo
y me preguntó si había comprado un ejemplar. Según su editor, sólo se habían
vendido tres. Me reí, como si fuese una broma.
—¿No creerá que me importa, verdad? —dijo con algo parecido a un
gruñido.
Desestimé la idea. Añadió que no era un comerciante. Dije humildemente
que yo tampoco, y murmuré que un artista que daba al mundo cosas realmente
nuevas y grandes, siempre debía esperar mucho tiempo a que se le tributara el
debido reconocimiento. Contestó que ese reconocimiento no le importaba un sou.
Y yo admití que el acto de la creación era su propia recompensa. Si yo me hubiera considerado un Don Nadie, su
mal humor me habría alejado. Pero, ¡ah! ¿Acaso John Lane y Aubrey Beardsley no
me habían sugerido que escribiera un ensayo para esa grande y nueva empresa que
estaba en marcha The Yellow Book? ¿Y
acaso Henry Harland, como jefe de redacción, no había aceptado mi ensayo? ¿Y no
aparecía en el mismísimo primer número? En Oxford yo estaba todavía in statu pupillari.
Pero en Londres me consideraba con todo derecho un egresado, a quien ningún
Soames podía abochornar. En parte con fines de ostentación, y en parte por pura
buena voluntad, le dije a Soames que debía colaborar en el Yellow Book. De su
garganta brotó un sonido despreciativo destinado a esa publicación.
Uno o dos días más tarde, sin embargo, le pregunté a Harland, para
sondear el terreno, si sabía algo de la obra de un tal Enoch Soames. Harland se
detuvo en mitad de su característico paseo alrededor de la habitación, alzó las
manos al techo y gimió que a menudo había visto a “ese absurdo individuo” en
París, y que esa misma mañana había recibido de él algunos poemas manuscritos.
—¿No tiene talento? —pregunté.
—Tiene una renta. No necesita nada.
Harland era el más jovial de los hombres y el más generoso de los
críticos, pero detestaba hablar de algo que no lo entusiasmara. Por
consiguiente, abandoné el tema. La noticia de que Soames poseía una renta
mitigó mi preocupación. Más tarde supe que era hijo de un fracasado y fallecido
librero de Preston, que había heredado de una tía casada una renta anual de
trescientas libras, y que no le quedaban parientes en este mundo.
Materialmente, pues, “no necesitaba nada”. Pero aun así, había en él un
“pathos” espiritual, agudizado ahora a mis ojos por la posibilidad de que aun
el Preston Telegraph no le hubiese dedicado sus elogios si el padre de Soames
no hubiera sido un vecino dé Preston. Tenía una especie de débil obstinación
que yo no podía menos de admirar. Ni él ni su obra recibían el menor estímulo;
pero él insistía en comportarse como un personaje, mantenía siempre al tope su
deshilachada banderita. En cualquier lugar donde se congregaran los jeunes
féroces de las artes, en cualquier restaurante de Soho que acabaran de
descubrir, en cualquier music-hall que prefiriesen, ahí estaba Soames entre
ellos, o más bien al borde: una figura borrosa pero inevitable. Nunca trataba
de captarse la simpatía de sus colegas escritores, jamás deponía un ápice de su
arrogancia, cuando se trataba de su propia obra, o de su desprecio, cuando se
trataba de los demás. Con los pintores se mostraba respetuoso, y aun humilde;
mas para los poetas y prosistas de The Yellow Book, y más tarde del Savoy,
jamás tuvo una palabra que no fuera de desdén. Su presencia no molestaba a los
demás. A nadie se le habría ocurrido que él o su Diabolismo Católico tuvieran
alguna importancia. Cuando en el otoño de 1896 publicó (esta vez por cuenta
propia) su tercer libro, su último libro, nadie pronunció una palabra de elogio
o de censura. Yo tuve intención de comprarlo, pero me olvidé. No lo vi nunca, y
me avergüenza decir que ni siquiera recuerdo cómo se titulaba. Sin embargo,
cuando se publicó el libro, le dije a Rothenstein que el pobre viejo Soames me
parecía en realidad una figura bastante trágica, y que la falta de resonancia
de su obra acabaría realmente por matarlo.
Rothenstein se burló. Dijo que yo alardeaba de un buen corazón que en
verdad no poseía; y quizá era así. Pero unas semanas más tarde, en la
exposición privada del Nuevo Club Inglés de Arte, vi un retrato al pastel de
“Enoch Soames, Esq.” Se le parecía mucho, y el haberlo ejecutado era
característico de Rothenstein. Soames estuvo parado toda la tarde cerca del
cuadro, con su sombrero hongo y su capa impermeable. Cualquiera de sus
conocidos habría captado en el acto la semejanza del retrato. Pero quien no lo
conociera, nunca hubiese identificado el modelo a partir de la imagen; ésta
“existía” mucho más que él; era inevitable. Además, no tenía esa expresión de
vaga felicidad que ahora se advertía, sí, en el rostro de Soames. El hábito de
la fama lo había rozado. En el transcurso de aquel mes fui dos veces más al
Club de Arte, y en ambas oportunidades vi a Soames exhibiéndose en persona.
Pensándolo bien, creo que la clausura de aquella exposición fue virtualmente el
fin de su carrera. Había sentido en la mejilla el aliento de la fama... pero
tan tarde y por tan poco tiempo... y al no sentirlo más, cedió, sucumbió, se
derrumbó. Él, que nunca había parecido fuerte o saludable, ahora tenía un
aspecto espectral, era una sombra de la sombra que antaño había sido. Aún
frecuentaba la sala de dominó; pero, habiendo perdido el deseo de provocar
curiosidad, ya no leía libros en ella.
—¿Ahora sólo lee en el Museo? —le pregunté, aparentando jovialidad. Me contestó que ya no iba allí.
—No hay ajenjo en el Museo.
Era una de esas cosas que antaño habría dicho para llamar la atención;
ahora la decía convencido. El ajenjo, que antes no fuera más que un factor de
la “personalidad” que tan laboriosamente trataba de construirse, se había
convertido en solaz y necesidad. Ya no lo llamaba “la sorcière glauque”. Había
renunciado a todas las expresiones en francés.
Se había convertido en un hombre de Preston, sencillo y sin barniz.
El fracaso, aun cuando sea un fracaso total, sencillo y sin barniz, aun
cuando sea un fracaso mezquino, lleva siempre consigo cierta dignidad. Yo
rehuía a Soames porque a su lado me sentía vulgar.
Por aquella época John Lane había publicado dos libritos míos, que
tuvieron un agradable éxito de crítica. Yo era una “personalidad”... una
personalidad menor, pero bien definida. Frank Harris me había contratado para
que “pataleara” en el Saturday Review, Alfred Harmsworth me permitía hacer lo
mismo en The Daily Mail. Yo era justamente lo que no era Soames. Él proyectaba
una sombra de vergüenza sobre mi triunfo. Si yo hubiera sabido que él creía
firme y verdaderamente en la grandeza de lo que realizara como artista, quizá
no habría evitado su presencia. No se puede decir que ha fracasado por completo
un hombre que no ha perdido su vanidad. La dignidad de Soames era una ilusión
mía. Un día de la primera semana de junio de 1897 esa ilusión desapareció. Pero
en la noche de ese día también desapareció Soames.
Yo había estado afuera la mayor parte de la mañana, y como se me hizo
tarde para almorzar en casa, fui al “Vingtième”. Este pequeño local —cuyo
nombre completo era “Restaurant du Vingtième Siècle”— había sido descubierto
por los escritores y poetas en 1896, pero más tarde fue abandonado, o poco
menos, en beneficio de algún hallazgo posterior.
Creo que no subsistió lo bastante para justificar su nombre; mas por ese
entonces estaba aún en Greek Street, a pocos pasos de Soho Square, y casi
enfrente de esa casa donde en los primeros años del siglo una chiquilla, y
junto con ella un muchacho llamado De Quincey, pernoctaban hambrientos en la
oscuridad, entre el polvo y las ratas y viejos pergaminos legales. El “Vingtième” no era más que un saloncito
blanqueado, que por un extremo daba a la calle y por otro a la cocina. El
propietario y cocinero era un francés, a quien llamábamos Monsieur Vingtième;
las camareras eran sus dos hijas, Rose y Berthe; y la comida, en verdad, era
buena. Las mesas eran tan angostas y estaban tan juntas que cabían en número de
doce, seis de cada pared.
Cuando entré, sólo las dos más próximas a la puerta estaban ocupadas.
Una, por un hombre alto, llamativo, más bien mefistofélico, a quien yo solía
ver de tanto en tanto en el salón de dominó y en otros lugares. En la otra
estaba Soames. En aquel soleado recinto, formaban un extraño contraste: Soames,
demacrado, con aquel sombrero y aquella capa que jamás le viera quitarse, y
este otro, este hombre intensamente vital, ante cuya presencia volvía a
preguntarme, con más insistencia que nunca, si era un mercader de diamantes, un
ilusionista o el jefe de una agencia de detectives privados. Estoy seguro de
que Soames no deseaba mi compañía; sin embargo, le pregunté si podía
acompañarlo —no hacerlo habría sido una desconsideración atroz— y me senté
frente a él. Fumaba un cigarrillo. Había
dejado el plato sin probar y tenía a su lado una botella semivacía de
Sauterne. Callaba con cierta
obstinación. Dije que Londres estaba imposible, con los preparativos del
jubileo (a decir verdad, me gustaban). Manifesté mi deseo de marcharme
inmediatamente, hasta que todo aquello terminara. En vano traté de ponerme a
tono con su melancolía. Él no parecía oírme ni verme. Pensé que su
comportamiento me ridiculizaba a los ojos del otro parroquiano. El pasillo
entre las dos hileras de mesas del “Vingtième” tenía apenas dos pies de ancho
(Rose y Berthe, al servir, se rozaban siempre, riñendo en voz baja), y
cualquiera que estuviera sentado a la mesa contigua compartía prácticamente la
que uno ocupaba.
Pensé que mi fracasada tentativa de interesar a Soames divertía a mi
vecino, y como no podía explicarle que mi insistencia era simplemente un acto
de caridad, guardé silencio. Podía verlo perfectamente sin necesidad de volver
la cabeza. Abrigué la esperanza de que mi aspecto fuese menos vulgar que el
suyo, en contraste con el de Soames. Yo estaba seguro de que no era inglés;
pero, ¿cuál era realmente su nacionalidad? Aunque tenía el cabello (negro como
el azabache) cortado en brosse, no me pareció francés. A Berthe, que lo
atendía, le hablaba en francés con soltura, pero sin el acento y los
coloquialismos nativos. Supuse que era su primera visita al “Vingtième”, pero
Berthe lo atendía sin formalidades. Él no le había causado buena
impresión. Sus ojos eran atrayentes,
pero —como las mesas del “Vingtième” demasiado angostos y juntos. Tenía una
nariz de ave de rapiña, y las guías del bigote, que se prolongaban a ambos
lados de las fosas nasales, le estereotipaban la sonrisa. Decididamente, era
siniestro. Y el chaleco escarlata —tan fuera de temporada en el mes de junio—,
que le ceñía ajustadamente el pecho amplio, intensificaba la sensación de
incomodidad que me producía su presencia. Ese chaleco no sólo era inadecuado
por el calor. Era, no sé por qué, inadecuado en sí mismo. No se habría
justificado en una mañana de Navidad.
Habría sido una nota discordante la noche del estreno de Hernani. Yo
estaba tratando de explicarme lo que había en él de incongruente, cuando
Soames, repentino y extraño, quebró el silencio.
—¡Dentro de cien años...! —murmuró, como si estuviera en trance.
—No estaremos aquí —repuse, pronta y fatuamente.
—Nosotros no estaremos. No —zumbó—, pero el Museo estará en el mismo
lugar donde ahora está. Y la sala de lectura, en el mismo lugar de ahora. Y la
gente irá a leer.
Aspiró bruscamente el humo, y un espasmo de auténtico dolor le deformó
el rostro. Me pregunté qué
encadenamiento de ideas había estado siguiendo el pobre Soames. Pero él no
aclaró mis dudas cuando dijo, después de una larga pausa:
—Usted cree que no me ha importado. —¿Que no le ha importado qué,
Soames? —El olvido. El fracaso.
—¿El fracaso? —dije calurosamente—. ¿El fracaso? —repetí vagamente—. El
olvido, sí, quizá; pero eso es algo completamente distinto. Desde luego, usted
no ha sido... apreciado. Pero, ¿qué importa?
Cualquier artista que... que da... Lo que yo quería decir era esto:
“Cualquier artista que da al mundo cosas nuevas y grandes, siempre debe esperar
mucho tiempo a que se le tribute el debido reconocimiento”; pero el halago se
negaba a salir: a la vista de aquella congoja, una congoja tan genuina y
desembozada, mis labios no querían pronunciar las palabras.
Y entonces... fue él quien las dijo por mí. Me sonrojé.
—¿Eso es lo que usted iba a decir, verdad? — preguntó.
—¿Cómo lo sabe?
—Es lo que me dijo hace tres años, cuando se publicó Fungoides.
Me sonrojé aún más Innecesariamente, porque él prosiguió:
—Es lo único importante que le he oído decir. Y nunca lo he olvidado. Es
cierto. Es una terrible verdad. Pero...
¿recuerda lo que yo le contesté? Le dije: “El reconocimiento no me importa un
sou”. Y usted me creyó. Usted ha seguido creyendo que estoy por encima de todo
eso. Usted es superficial. ¿Qué puede saber de los sentimientos de un hombre
como yo?
Usted imagina que cuando un gran artista tiene fe en sí mismo y en el
veredicto de la posteridad, eso basta para hacerlo feliz... Usted nunca ha
adivinado la amargura y la soledad, el... —su voz se quebró; pero luego prosiguió
con una fuerza que yo nunca le viera—: ¡La posteridad! ¿De qué me sirve a mí?
Un muerto no sabe que la gente visita su tumba, que acuden al lugar donde
nació, que le ponen placas conmemorativas, que descubren estatuas suyas. Un
muerto no puede leer los libros que se escriben sobre él. ¡Así que pasen cien
años! ¡Piense en eso! Si yo pudiera volver a la vida entonces... unas pocas
horas, si yo pudiese ir a la sala de lectura y leer! ¡O mejor aún, si ahora, en
este momento, pudiera proyectarme a ese futuro, a esa sala de lectura, nada más
que por esta tarde! ¡A cambio de eso me vendería en cuerpo y alma al Demonio!
Piense: páginas y más páginas del catálogo:
“SOAMES, ENOCH”, interminablemente... interminables ediciones,
comentarios, prolegómenos, biografías...
—Al llegar aquí lo interrumpió un brusco y penetrante crujido de la
silla colocada ante la mesa contigua. Nuestro vecino Se había levantado a
medias de su asiento. Se inclinaba hacia nosotros, tratando de disculpar su
intromisión.
—Perdonen ustedes... permítanme —dijo suavemente—. Me ha sido imposible
no oír. ¿Puedo tomarme esta libertad? En este pequeño restaurant sans-façon
—extendió las manos en amplio gesto—, ¿puedo, como suele decirse, meter las
narices? No me quedó más remedio que
manifestar nuestra conformidad. Berthe había aparecido en la puerta de la
cocina, creyendo que el desconocido quería la cuenta. Pero él la alejó con un
movimiento del cigarro, y un instante después se había sentado junto a mí,
frente a frente de Soames.
—Aunque no soy inglés —explicó—, conozco a Londres muy bien, señor
Soames. Su nombre y su fama (y también los del señor Beerbohm) me son muy
conocidos. Ustedes Se preguntarán: ¿quién soy yo? —Miró rápidamente por encima
del hombro, y añadió en voz baja—: Soy el Diablo.
No pude evitarlo: me reí. Traté de no hacerlo; sabía que no había motivo
de risa, pues mi propia descortesía me avergonzaba, pero me reí cada vez más
fuerte. La serena dignidad del Diablo, la sorpresa y el fastidio de sus cejas
enarcadas sólo aumentaron mi hilaridad. Me reí hasta desternillarme, y al final
me apoyé, dolorido, en el respaldo de la silla. Me comporté deplorablemente.
—Soy un caballero —dijo él con intenso énfasis— y creía estar en
presencia de caballeros.
—¡Oh! —murmuré, ya sin aliento—. ¡Oh, por favor!
—¿Curioso, nicht war? —oí que le decía a Soames—. Hay cierta clase de
personas para quienes la sola mención de mi nombre es... ¡oh, tan terriblemente
graciosa! En vuestros teatros, al más torpe comediante le basta decir: “¡El
Diablo!” para provocar enseguida “la risa altisonante que delata a los
espíritus vacíos”. ¿No es así? Yo había
recobrado el aliento, lo suficiente para ofrecer mis excusas. Él las aceptó,
pero fríamente, y volvió a dirigirse a Soames.
—Soy un hombre de negocios —dijo—, y siempre me ha gustado ir derecho al
grano, como dicen en los Estados Unidos. Usted es un poeta. Les
affaires... usted los detesta. Pero
conmigo negociará, ¿verdad? Lo que acaba
de decir me infunde furiosas esperanzas.
Soames no se había movido, salvo para encender un nuevo cigarrillo.
Estaba agazapado, con los codos sobre la mesa y la cabeza al ras de las manos,
mirando fijamente al Demonio.
—Siga —dijo moviendo afirmativamente la cabeza.
A mí ya no me quedaban ganas de reír.
—Nuestro pequeño pacto —prosiguió el Diablo— será tanto más agradable
cuanto que usted... si no me equivoco, es un diabolista.
—Un diabolista católico —dijo Soames.
El Demonio aceptó de buena gana esta reserva.
—Usted —prosiguió— quiere visitar ahora, esta tarde, la sala ele lectura
del museo Británico, ¿verdad? Pero tal
como será dentro de cien años, ¿eh?
Parfaitement. El tiempo... una ilusión. El pasado y el futuro... están
siempre tan presentes como el presente, o al menos, por decirlo así, a la
vuelta de la esquina. Yo lo sintonizo con cualquier época. Yo lo proyecto...
¡puf! ¿Usted quiere hallarse en la sala de lectura, tal como será en la tarde
del 3 de junio de 1997? ¿Quiere encontrarse, de pie, en esa sala, más allá de
las puertas giratorias, en este mismo instante, eh? ¿Y quedarse ahí hasta que
cierren? ¿No es así? Soames asintió.
El Diablo miró su reloj.
—Las dos y diez —dijo—. La hora de clausura, en ese entonces, será la
misma de ahora: las siete. Tendrá usted
casi cinco horas. A las siete —¡puf! se encontrará nuevamente aquí, sentado
ante esta mesa. Esta noche ceno dans le
monde —dans le high life. Con eso
termina mi presente visita a vuestra gran ciudad. Vendré a buscarlo aquí, señor
Soames, en el camino de regreso a mi hogar.
—¿Su hogar? —repetí.
—¡Aunque no sea tan humilde! —dijo despreocupadamente el Demonio.
—Está bien —dijo Soames.
—¡Soames! —supliqué. Pero a mi amigo no se le movió un músculo.
El Diablo estiraba la mano a través de la mesa para tocar el antebrazo
de Soames; pero interrumpió el ademán.
—Dentro de cien años, como ahora —dijo sonriendo—, no se permite fumar
en la sala de lectura, Por lo tanto será mejor que...
Soames se quitó el cigarrillo de la boca y lo dejó caer en su vaso de
Sauterne.
—¡Soames! —exclamé de nuevo—. Usted no puede...
Pero el Diablo ya había estirado la mano a través de la mesa, y la dejó
caer lentamente... sobre el mantel. La silla de Soames estaba vacía. Su
cigarrillo flotaba, hinchado, en el vino de la copa. No quedaban más rastros de
él.
Durante algunos instantes el Diablo dejó descansar la mano en el sitio
donde la había apoyado, mirándome con el rabillo del ojo, vulgarmente
triunfal. Me asaltó un escalofrío. Me
dominé con esfuerzo y me levanté de la silla.
—Muy ingenioso —dije, condescendiente—. Pero, ¿no cree usted que La
Máquina del Tiempo es un libro delicioso? ¡Tan original!
—Usted se complace en el sarcasmo —dijo el Diablo, que también se había
puesto de pie—, pero una cosa es escribir acerca de una máquina imposible, y
otra muy distinta ser una Potencia Sobre natural.
Sin embargo, comprendí que se sentía ofendido. Berthe se acercó al oír
que nos levantábamos. Le expliqué que habían llamado al señor Soames, pero que
tanto él como yo cenaríamos allí por la noche. Recién cuando salí al aire libre
empecé a sentirme mareado. Sólo tengo un vaguísimo recuerdo de lo que hice, de
los lugares por donde ambulé bajo el sol ardiente de aquella tarde
interminable. Recuerdo el sonido de los martillos de los carpinteros, a lo
largo de Piccadilly, y el aspecto desnudo y caótico de los “stands” a medio
construir. ¿Fue en Green Park o en
Kensington Gardens, dónde fue que me senté en una silla debajo de un árbol y
traté de leer un periódico vespertino? El artículo de fondo traía una frase que
siguió repitiéndose en mi fatigado cerebro: “Son pocas las cosas que escapan a
esta augusta Señora, llena de la sabiduría atesorada en sesenta años de
Reinado”. Recuerdo haber concebido, en mi desesperación, una carta (que debía
ser llevada a Windsor por mensajero expreso, con orden de esperar la
respuesta). SEÑORA: Sabiendo
perfectamente que Su Majestad está llena de sabiduría atesorada en sesenta años
de Reinado, me atrevo a solicitar su consejo en este delicado asunto. El señor
Enoch Soames, cuyos poemas quizá usted conozca...
¿No había manera alguna de ayudarlo, de salvarlo? Un pacto era un pacto,
y yo habría sido el último en ayudar o respaldar a alguien que tratara de
rehuir una obligación razonable. No habría movido un dedo para salvar a Fausto.
¡Pero el pobre Soames!, condenado a pagar sin tregua un precio eterno por nada
más que una infructuosa búsqueda y una amarga desilusión...
Me parecía extraño y siniestro que él, Soames, en carne y hueso, con su
capa impermeable, estuviera en aquel momento viviendo en la última década del
siguiente siglo, escudriñando libros que aún no se habían escrito, viendo y
siendo visto por hombres que aún no habían nacido. Y aún más siniestro y
singular que esta noche y para siempre estaría en el infierno. Sí, sin duda la
verdad es más extraña que la ficción.
Aquella tarde fue interminable. Casi deseé haber acompañado a Soames; no
para permanecer en la sala de lectura, desde luego, sino para salir a dar un
excitante paseo por un Londres desconocido. Me alejé, inquieto, del parque
donde había descansado.
Inútilmente traté de imaginar que yo era un ardiente turista del siglo
dieciocho. La tensión de los minutos lentos y vacíos era intolerable. Mucho
antes de las siete regresé al “Vingtième”.
Me senté a la misma mesa que había ocupado en el almuerzo. El aire
entraba con indiferencia por la puerta abierta a mi espalda. De tanto en tanto,
Rose y Berthe aparecían por un instante. Les había dicho que no pediría la cena
hasta que no llegara el señor Soames. Empezó a sonar un organillo, ahogando
abruptamente el vocerío de unos franceses que disputaban en la calle. Cada vez
que terminaba una canción, se oía nuevamente la algarabía de la pelea. En el camino yo había comprado otro periódico
vespertino. Lo abrí. Pero mis ojos se apartaban incesantemente de él, para
consultar el reloj de pared colocado sobre la puerta de la cocina... ¡Faltaban cinco minutos para la hora! Recordé
que en los restaurantes los relojes están cinco minutos adelantados. Concentré
mi mirada en el periódico. Juré no
volver a levantar los ojos. Alcé el periódico y lo desplegué en todo su ancho,
pegándolo a mi rostro, para no ver otra cosa... ¿Temblaba acaso la hoja? Una
corriente de aire, me dije.
Una gradual rigidez se apoderaba de mis brazos. Me dolían. Pero no podía
bajarlos... ahora. Me asaltó una sospecha, me asaltó una certeza. Y bien,
¿entonces qué?... ¿Para qué otra cosa había venido? Sin embargo, seguí aferrándome enérgicamente
a esa barrera del periódico. Sólo el ruido de los ágiles pasos de Berthe, que
venía de la cocina, me permitió, me obligó a dejarlo caer y murmurar:
—¿Qué cenaremos, Soames?
—II est souffrant, ce pauvre Monsieur Soames?
—preguntó Berthe.
—Sólo está... cansado.
Le pedí que trajera vino —Borgoña— y cualquier comida que estuviese
lista. Soames estaba agazapado sobre la mesa, exactamente en la misma posición
en que lo viera por última vez. Como si no se hubiese movido... él, que había
viajado tan inconcebiblemente lejos. Una o dos veces, en el transcurso de la
tarde, se me había ocurrido, por un instante, que tal vez su viaje no sería
infructuoso, que acaso todos nos habíamos equivocado al juzgar la obra de Enoch
Soames. Pero de su aspecto se desprendía con atroz claridad que estábamos
atrozmente en lo cierto.
—No se desanime —balbucí—. Quizá usted no... no eligió un plazo suficiente. Tal vez dentro
de dos o tres siglos...
—Sí —respondió su voz—. He pensado en eso.
—Y ahora... ¡ocupémonos ahora del futuro más inmediato! ¿Dónde piensa
ocultarse?
¿Qué le parece si toma el expreso de París, en Charing Cross? Tiene casi
una hora. Pero no vaya a París. Quédese en Calais. Radíquese en Calais. Jamás
se le ocurrirá ir a buscarlo a Calais.
—Es mi destino —dijo— pasar mis últimas horas en la tierra en compañía
de un asno.
—Pero yo no me sentí ofendido—. Y un asno traidor —añadió extrañamente,
lanzando hacia mí un arrugado trozo de papel que tenía en la mano. Eché un
vistazo a lo que traía escrito... una especie de jerigonza, al parecer, y lo
aparté con impaciencia.
—¡Vamos, Soames! ¡Serénese! Esto no es sólo un asunto de vida o muerte.
¡Recuerde, se trata de un eterno tormento! ¿Se quedará aquí, resignadamente,
hasta que el Diablo venga a buscarlo?
—No puedo hacer otra cosa. No me queda otra alternativa.
—¡Vamos! ¡La “confianza mutua” llevada al colmo! ¡Su diabolismo ha
perdido el seso! —Llené su vaso de vino—. Seguramente, ahora que usted ha visto
a esa bestia. . .
—Es inútil injuriarlo.
—Pero usted debe admitir, Soames, que no tiene nada de miltoniano.
—No niego que sea algo distinto de lo que yo esperaba.
—Es un hombre vulgar, un plebeyo, de esa clase de individuos que
despojan a las damas de sus joyas en los pasillos de los trenes que van a la
Riviera. ¡Imagínese el eterno tormento
presidido por él!
—No creerá usted que lo espero con ansia, ¿verdad?
—Entonces, ¿por qué no huye silenciosamente?
Una y otra vez llené su vaso, que él vaciaba mecánicamente. Pero el vino
no encendía en su interior la más pequeña chispa de iniciativa. No comía, y yo
apenas probé bocado. En el fondo de mi corazón, yo no creía que la fuga pudiera
salvarlo. La persecución sería instantánea, la captura cierta. Pero todo era
preferible a esta espera pasiva, humilde, miserable. Le dije a Soames que el
honor de la raza humana le exigía alguna manifestación de resistencia. Preguntó qué había hecho la raza humana por
él.
—Además —dijo—, ¿no comprende que estoy en su poder? Usted lo vio
tocarme, ¿verdad? Todo ha terminado. No tengo voluntad. Estoy sellado. Hice un gesto de desesperación. Él siguió
repitiendo la palabra sellado. Empecé a comprender que el vino le había nublado
el cerebro. ¡No era extraño! Sin alimentarse había viajado al futuro, y aún
estaba sin comer. Lo insté a que probara por lo menos un poco de pan. Era
enloquecedor pensar que él, que tenía tanto que decir, quizá no dijera nada.
—¿Qué le pareció todo... más allá? —pregunté—.
¡Vamos! Cuénteme sus aventuras.
—Serían un excelente “argumento”, ¿verdad?
—Lo siento mucho por usted, Soames, y me hago cargo de lo que le sucede;
pero, ¿qué derecho tiene a insinuar que yo lo utilizaría como “argumento”? El pobre se llevó las manos a la frente.
—No sé —dijo—. Sé que he tenido algún motivo...
Trataré de recordarlo.
—Perfecto. Trate de recordarlo todo. Coma un poco más de pan. ¿Qué
aspecto tenía la sala de lectura?
—Más o menos el de siempre —murmuró por fin. —¿Mucha gente?
—Como de costumbre.
—¿Cómo eran?
Soames trató de visualizarlos.
—Eran todos muy parecidos —recordó de pronto.
Mi espíritu dio un salto atroz.
—¿Todos vestidos con mallas?
—Sí. Creo que sí.
—¿Una especie de uniforme? —Él asintió—. ¿Con un número, quizá? ¿Un
número en un gran disco metálico cosido a la manga izquierda? ¿DKF 78.910, por
ejemplo? —Era así—. ¿Y todos, hombres y mujeres, parecían muy bien alimentados?
¿Muy utópicos? ¿Con un fuerte olor a
ácido fénico? ¿Y todos completamente calvos?
Mis previsiones resultaron exactas. El único punto acerca del cual
Soames no estaba muy seguro era si los hombres y las mujeres eran calvos o
estaban rapados.
—No tuve tiempo para examinarlos muy detenidamente —explicó.
—No, desde luego. Pero...
—Ellos sí que me miraban. Llamé mucho la atención. —¡Al fin había
llamado la atención!
Creo que más bien los atemoricé. Me rehuían cuando me aproximaba. Los
hombres que ocupaban el escritorio circular en el centro de la sala parecían
asaltados del pánico cada vez que me acercaba para hacer alguna averiguación.
—¿Qué hizo usted cuando llegó?
Desde luego, se había encaminado directamente al catálogo, a los
volúmenes marcados con la letra S, y se había detenido largamente ante el
SNSOF, incapaz de sacarlo del estante, porque su corazón latía tan
apresuradamente... Al principio, dijo, no se sintió defraudado —pensó,
simplemente, que estaba en uso un nuevo sistema de clasificación. Se dirigió a
la mesa central y preguntó dónde estaba el catálogo de los libros del siglo
veinte. Supo que aún no había más que un solo catálogo. Buscó nuevamente su
nombre, contempló las tres tirillas engomadas que había conocido tan bien.
Después fue a sentarse, y largo rato permaneció sentado...
—Y por fin —dijo con voz parecida al zumbido de un abejorro— consulté el
Diccionario Biográfico Nacional y algunas enciclopedias... Regresé a la mesa
central y pregunté cuál era el mejor libro moderno sobre la literatura de fines
del siglo diecinueve. Me dijeron que el libro del señor T. K. Nupton era
considerado el mejor. Lo busqué en el catálogo, y llené el correspondiente
formulario. Me lo trajeron. Mi nombre no estaba en el índice, pero...
¡Sí! —dijo cambiando abruptamente de tono—. Eso es lo que había
olvidado. ¿Dónde está ese pedacito de papel?
Démelo.
Yo también había olvidado aquel jeroglífico. Lo encontré caído en el
suelo y se lo alcancé.
Él lo alisó, meneando la cabeza y mirándome con una sonrisa
desagradable.
—Eché un vistazo al libro de Nupton —prosiguió—.
No es fácil de leer. Usan una especie de escritura fonética. Todos los
libros modernos que vi eran fonéticos.
—Entonces no quiero saber más nada, Soames, por favor.
—En cambio, todos los nombres propios parecían escritos a la antigua. De
lo contrario, quizá no habría advertido el mío.
—¿Su propio nombre? ¿De veras? ¡Oh, Soames, cuánto me alegro!
—Y el suyo. —¡No!
—Pensé que esta noche usted me esperaría aquí. Por eso me tomé la
molestia de copiar el pasaje. Léalo.
Le arranqué el papel de las manos. La escritura de Soames era
característicamente borrosa. Debido a esto, a mi emoción y a la ruidosa
ortografía, tardé más en comprender lo que quería decir T. K. Nupton. El documento se halla ante mis ojos en este
momento. Es extraño que las palabras que copio para ustedes el pobre Soames las
haya copiado para mí dentro de setenta y ocho años...
De la página 234 de Literatura inglesa 1890-1900, por T. K. Nupton,
publicación del Estado, 1992. “Por
ejemplo, un escritor de la época, llamado Max Beerbohm, que aún vivía en el
siglo veinte, escribió un cuento en el que retrató a un personaje imaginario
llamado “Enoch Soames”, un poeta de tercera categoría, que se cree un gran
genio y hace un pacto con el Diablo para saber qué pensaría de él la
posteridad. Es una sátira algo artificiosa, pero no carente de valor, en cuanto
demuestra hasta qué punto se tomaban en serio los jóvenes de mil-ochonoventa.
Ahora que la profesión literaria ha sido organizada como un departamento
de servicios públicos, los escritores han encontrado su verdadero nivel y han
aprendido a cumplir su deber sin pensar en el mañana. ‘El obrero gana su
salario’, y eso es todo. Felizmente, los
Enoch Soames no existen hoy entre nosotros.” 4 Advertí que pronunciando las
palabras en alta voz (recurso que recomiendo a mis lectores) alcanzaba a
comprenderlas, poco a poco. Cuanto más inteligibles se volvían, tanto más
crecían mi azoramiento, mi congoja y mi horror. Era una pesadilla. Por un lado,
a lo lejos, el vasto y siniestro panorama de lo que aguardaba a las
infortunadas letras; por el otro, aquí, sentado a la mesa, mirándome con una
mirada que parecía quemarme, el pobre hombre a quien, a quien evidentemente...
pero no: por mucho que se envileciera mi carácter en los años venideros, yo
jamás sería tan bestia como para...
Examiné nuevamente el manuscrito.
“Imaginario”... pero allí estaba Soames, y no era más imaginario —¡ay!—
que yo. Y “labud”... ¿qué diablos era eso? (Hasta el día de hoy no he
descifrado esa palabra.)
—Todo esto es muy... desconcertante —balbucí por fin.
Soames nada dijo; pero, cruelmente, no dejó de mirarme.
—¿Está usted seguro —contemporicé—, completamente seguro de que copió
bien el párrafo?
—Completamente.
—Bueno, entonces es este maldito Nupton que debe de haber cometido —que
cometerá— un estúpido error... ¡Escúcheme, Soames! Usted me conoce demasiado
para suponer que yo... Al fin y al cabo, el nombre “Max Beerbohm” no es tan
raro, y seguramente habrá varios Enoch Soames por ahí... o, más bien, “Enoch
Soames es un nombre que podría ocurrírsele a cualquiera que escribiese un
cuento. Además, yo no escribo cuentos:
soy un ensayista, un observador, un cronista... Admito que es una coincidencia
extraordinaria. Pero usted debe comprender...
—Lo comprendo todo —dijo Soames quedamente.
Y añadió, en un resabio de sus viejas actitudes, pero con una dignidad
que yo nunca le había conocido-:
Parlons d’ autre chose.
Acepté de prisa esta sugestión. Y volví directamente al futuro
inmediato. Pasé la mayor parte de aquella larga tarde en renovadas súplicas a
Soames para que huyese y se refugiara en cualquier parte. Recuerdo haberle
dicho, por último, que si en verdad yo estaba llamado a escribir sobre él,
aquel presunto “cuento” podría, por lo menos, tener un epílogo feliz. Soames
repitió esas tres palabras finales con expresión de intenso desprecio.
—En la Vida y en el Arte —dijo—, lo único que importa es un epílogo
inevitable.
—Pero —insistí, fingiendo mayores esperanzas de las que en realidad
abrigaba— un final que puede rehuirse, no es inevitable.
—Usted no es un artista —dijo con voz áspera—. Y su incapacidad
artística es tan irremediable que, no pudiendo imaginar algo y darle realidad,
logrará que una cosa verdadera parezca inventada. Es un miserable chapucero.
¡Maldita suerte la mía! Protesté que el
miserable chapucero no era yo —no iba a ser yo— sino T. K. Nupton, y sostuvimos
una discusión bastante acalorada. En lo mejor de ella, me pareció de pronto que
Soames admitía su error: lo vi físicamente anonadado. Pero me pregunté por qué
—y lo adiviné enseguida, con un escalofrío—, por qué miraba de esa manera algo
que estaba a mi espalda.
El portador de aquel “final inevitable” llenaba el vano de la puerta.
Logré girar en mi asiento y decir, con cierta despreocupación:
—¡Ah, adelante?
En verdad, su absurdo aspecto de villano de melodrama apaciguaba en algo
mi temor. El lustre de su sombrero ladeado y su pechera, la forma en que se
retorcía el bigote, y en particular la magnificencia de su sonrisa, todo
parecía atestiguar que sólo estaba allí para ser burlado.
De una zancada llegó a nuestra mesa
—Lamento —dijo con feroz ironía— interrumpir esta pequeña reunión...
—No la interrumpe, la completa —le aseguré—. El señor Soames y yo
deseamos conversar con usted. ¿Quiere
sentarse? El señor Soames no ha obtenido nada, absolutamente nada, con su viaje
de esta tarde. No pretendemos insinuar
que todo este negocio no ha sido más que una estafa... una vulgar estafa. Por
el contrario, creemos que usted ha procedido de buena fe. Pero, desde luego, en
tales circunstancias, el pacto queda rescindido.
El Diablo no contestó verbalmente. Se limitó a mirar a Soames y
señalarle la puerta con el índice rígido. Soames se levantaba penosamente de la
silla cuando yo, en un rápido y desesperado ademán, me apoderé de dos cuchillos
que descansaban sobre la mesa y puse las hojas en cruz.
El Diablo retrocedió abruptamente contra la mesa que tenía a su espalda,
desviando el rostro y estremeciéndose.
—¡Usted no es supersticioso! —dijo con voz sibilante.
—Yo no —repuse sonriendo.
—¡Soames! —ordenó, como si hablara con un lacayo, pero sin volver el
rostro—. ¡Enderece esos cuchillos!
—El señor Soames —dije enfáticamente, al tiempo que intentaba refrenar a
mi amigo con un gesto imperativo— es un diabolista catódico. Pero mi pobre amigo cumplió el mandato del
Diablo y no el mío; y cuando los ojos del maestro volvieron a clavarse en él,
se levantó y salió arrastrando los pies. Traté de hablar. Pero fue él quien
habló.
—Haga lo posible —fue la plegaria que me dirigió en el preciso instante
en que el Diablo lo sacaba bruscamente por la puerta—, haga lo posible por
hacerles saber que yo he existido. Un
segundo después salí yo también. Me quedé mirando a todos lados, a derecha, a
izquierda, adelante. Vi la luz de la luna, vi la luz de los faroles, pero
Soames y el otro habían desaparecido.
Aturdido, me quedé allí. Aturdido, volví por fin al reducido local: y
supongo que pagué a Rose y Berthe mi cena y mi almuerzo, y también los de
Soames; espero que así haya sido, porque nunca volví al “Vingtième”. Desde
aquella noche no me he acercado a Greek Street. Y pasaron muchos años antes de
que volviera a poner el pie en Soho Square, porque fue allí, esa misma noche,
donde ambulé horas y horas con esa vaga sensación de esperanza que incita a un
hombre a no alejarse del lugar donde ha perdido algo... “En torno a la plaza de
cerrados postigos anduve y anduve...” Aquella línea me volvía a la memoria, en
mi solitaria ronda, y junto con ella toda la estrofa, repicando en mi cerebro y
haciéndome ver cuán trágicamente distinto de lo imaginado por él había sido el
encuentro del poeta con ese príncipe de quien, más que de todos los príncipes,
debemos desconfiar.
Sin embargo —es extraño cómo ambula y divaga la mente de un ensayista,
por conmovida que esté—, recuerdo haberme detenido ante un amplio portal
preguntándome si acaso era el mismo en que el joven de Quincey yacía enfermo y
débil mientras la pobre Ann corría a todo lo que daban sus piernas en dirección
a Oxford Street, esa “madrastra de corazón de piedra”, y regresaba con el “vaso
de oporto y especias” sin el cual, según él, quizá habría muerto. ¿Era éste el mismo portal que de Quincey
solía visitar en su ancianidad a manera de homenaje? Medité sobre el destino de
Ann y la causa de su repentina desaparición de la guarida de su amigo; y luego
me reproché amargamente por dejar que el pasado desplazara al presente. ¡Pobre
Soames, desaparecido! Y también empecé a
sentirme preocupado por mí mismo. ¿Qué debía hacer?
¿Se produciría acaso un gran escándalo? ¿”La Misteriosa Desaparición de
un Escritor”, etc.? Había sido visto, por última vez, almorzando y cenando en
mi compañía. ¿No sería mejor que yo tomara un coche y fuera inmediatamente a
Scotland Yard? Me creerían un lunático. Al fin y al cabo, dije para tranquilizarme,
Londres es una ciudad muy grande, y un solo ser humano, muy oscuro por
añadidura, puede fácilmente desaparecer sin que nadie lo advierta...
especialmente ahora, en el deslumbramiento del próximo jubileo. Lo mejor,
pensé, era no decir nada.
Y estaba en lo cierto. La desaparición de Soames no produjo el menor
ruido. Fue olvidado por completo antes que nadie —que yo sepa— observara que ya
no se lo veía. Quizá de tanto en tanto, algún poeta, algún prosista, haya
preguntado a otro: ¿Qué ha sido de ese hombre Soames?, pero yo no oí jamás esa
pregunta. Cabe suponer que el procurador que le entregaba su renta anual
realizara averiguaciones, pero no trascendió ningún eco de las mismas. Había
algo atroz, para mí, en ese desconocimiento general del hecho de que Soames
había existido, y más de una vez me sorprendí preguntándome si Nupton —ese
nonato— tendría razón al suponer que Soames era fruto de mi fantasía.
En ese extracto del repulsivo libro de Nupton hay un detalle que quizá
os ha intrigado. ¿Cómo es que el autor, aunque yo lo he mencionado aquí por su
nombre y he citado las mismas palabras que él ha de escribir, no advertirá el
evidente corolario de que yo no he inventado nada? La respuesta sólo puede ser
la siguiente: Nupton no habrá leído los últimos pasajes de esa crónica.
Semejante falta de escrupulosidad es un pecado grave en quien emprende un
trabajo de investigación. Y espero que estas palabras sean descubiertas por
algún rival contemporáneo de Nupton y lo lleven a la ruina.
Me agrada pensar que en algún momento dado, entre los años 1992 y 1997,
alguien habrá leído esta memoria, y habrá impuesto al mundo las inevitables y
sorprendentes conclusiones que extraiga de ellas. Y tengo motivos para creer
que así ocurrirá. Ustedes comprenden que
la sala de lectura adonde Soames fue proyectado por el Diablo era, en todos sus
aspectos, tal como será en la tarde del 3 de junio de 1997. Comprenderán, por
lo tanto, que esa tarde, cuando el tiempo la traiga, estará allí la misma
gente, y estará allí, puntual, el mismo Soames, y tanto él como ellos harán
exactamente lo que antes hicieron.
Recuerden ahora que, según Soames, su arribo produjo sensación. Alegarán
ustedes que la sola peculiaridad de su atuendo bastaba para causar sensación en
aquella multitud uniformada. Pero no dirían tal cosa si alguna vez lo hubieran
visto. Les aseguro que en ninguna época Soames podría dejar de ser oscuro. El
hecho de que ellos lo mirarán con fijeza, y lo seguirán de un lado a otro, y
aparentemente le tendrán miedo, sólo puede explicarse suponiendo que, de algún
modo, estarán preparados para su espectral aparición. Habrán estado aguardando
con ansia para comprobar si realmente aparecía. Y cuando llegue de verdad, el
efecto, por supuesto, será... terrible.
Un fantasma auténtico, garantizado, demostrado, pero —¡ay!— nada más que
un fantasma. Nada más. En su primera
visita, Soames era un ser ele carne y hueso, mientras que los seres en cuyo
ámbito fue proyectado no eran, según creo, más que fantasmas... fantasmas sólidos, palpables y parlantes,
pero inconscientes y automáticos fantasmas en un edificio que era apenas una
ilusión. La próxima vez ese edificio y esos seres serán verdaderos. Soames será
la apariencia. Ojalá pudiera creerlo destinado a regresar al mundo, verdadera,
física, conscientemente.
Ojalá le estuviera reservada esta breve y única fuga, este único y
pequeño placer. Nunca lo olvido mucho tiempo. Está donde está, y para siempre.
Los moralistas rígidos podrán decir que es el único culpable de su suerte. Por
mi parte, creo que ha sido tratado con excesivo rigor. Está bien que la vanidad
sea castigada; y admito que la vanidad de Enoch Soames era superior a lo
corriente y merecía un tratamiento especial. Pero no había necesidad de
ensañarse. Dirán ustedes que él se comprometió a pagar el precio que está
pagando. Sí; pero yo sostengo que fue inducido por medios fraudulentos. Bien informado de todas las cosas, el Diablo
debía saber que mi amigo nada ganaría con su visita al futuro. Todo este asunto
no ha sido más que una vilísima treta. Cuanto más pienso en ello, tanto más
detestable me parece el Diablo.
Lo he visto varias veces, en distintos lugares, después de aquella tarde
en el “Vingtième”. Pero sólo en una oportunidad se puede decir que nos
encontramos. Fue en París. Caminaba yo una tarde por la rue d’Antin cuando
advertí que se acercaba desde opuesta dirección... llamativamente vestido, como
de costumbre, balanceando un bastón de ébano y comportándose, en suma, como si
toda la calle le perteneciera. Al pensar en Enoch Soames y en los millares de
seres que sufren eternamente bajo el dominio de esta bestia, me llenó una fría
cólera y me erguí en toda mi estatura. Pero... en fin, uno está tan
acostumbrado a saludar v a sonreír en la calle a cualquier conocido, que esos
gestos se vuelven casi independientes de uno mismo; para evitarlos, es menester
un esfuerzo muy intenso y una gran presencia de ánimo. Y así, al pasar frente
al Diablo, advertí con zozobra que yo lo saludaba y le sonreía. Y mi vergüenza se hizo luego más profunda y candente
porque él —sí, señor— me miró con la mayor altivez y no me devolvió el
saludo. Ser desairado —deliberadamente—
¡y por él! ¡Es para sacar de sus casillas a cualquiera!
Notas:
1) A UNA JOVEN: ¡Eres, tú que no has sido! / Pálidas
melodías, inseguras, / rastros de antiguos sonidos / exhalados por una flauta
podrida / se mezclan a los címbalos adornados de moho /y tampoco extrañas
formas y epicenas / sangrando yacen en el polvo / heridas con heridas. / Por
eso es / que en tu réplica / de mofas milenarias / ¡no has sido ni eres!
2) NOCTURNO: Alrededor y alrededor de la plaza
desierta /paseamos del brazo con el Diablo. / Ningún sonido, salvo el golpear
de sus cascos / y el eco de su risa y la mía. / Habíamos bebido el negro vino.
/ Grité: "¡Corramos una carrera, Maestro!" / "¿Qué
importa", gritó, "cuál de nosotros / corra más esta noche? / Nada hay
que temer esta noche / a la impura luz de la luna". / Entonces lo miré en
los ojos, / y me reí de su mentira / y del temor constante que trataba de
disimular. / Era cierto lo que habían dicho y repetido: / Estaba viejo — viejo.
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