Me avergüenza confesar que hasta hace muy poco no he comprendido el
reloj. No me refiero a su engranaje interior -ni la radio, ni el teléfono, ni
los discos de gramófono los comprendo aún: para mí son magia pura por más que
me los expliquen innumerables veces-, sino a la cifra resultante de la posición
de sus agujas.
Éstas han sido para mí uno de los mayores y más fascinantes misterios, y aún me atrevo a decir que lo son en muchas ocasiones. Si me preguntan de improviso qué hora es y debo mirar un reloj rápidamente, creo que en muy contadas ocasiones responderé con acierto. Sin embargo, si algo deseo de verdad, es tener un reloj. Nunca en mi vida lo he tenido. De niña, nunca lo pedí, porque siempre lo consideré algo fuera de mi alcance, más allá de mi comprensión y de mi ciencia. Me gustaban, eso sí. Recuerdo un reloj alto, de carillón, que daba las horas lentamente, precedidas de una tonada popular:
Éstas han sido para mí uno de los mayores y más fascinantes misterios, y aún me atrevo a decir que lo son en muchas ocasiones. Si me preguntan de improviso qué hora es y debo mirar un reloj rápidamente, creo que en muy contadas ocasiones responderé con acierto. Sin embargo, si algo deseo de verdad, es tener un reloj. Nunca en mi vida lo he tenido. De niña, nunca lo pedí, porque siempre lo consideré algo fuera de mi alcance, más allá de mi comprensión y de mi ciencia. Me gustaban, eso sí. Recuerdo un reloj alto, de carillón, que daba las horas lentamente, precedidas de una tonada popular:
Ya se van los pastores a la Extremadura.
Ya se queda la sierra triste y oscura...
También me gustaba un reloj de sol, pintado en la fachada de una
iglesia, en el campo. Este reloj me parecía algo tan cabalístico y extraño que,
a veces, tumbada bajo los chopos, junto al río, pasaba horas mirando cómo la
sombra de la barrita de hierro indicaba el paso del tiempo. Esto me angustiaba
y me hundía, a la vez, en una infinita pereza. Cómo me inquieta y me atrae el
tictac sonando en la oscuridad y el silencio, si me despierto a medianoche. Es
algo misterioso y enervante. Durante la enfermedad, si es larga y debemos permanecer
acostados, la compañía del reloj es una de las cosas imprescindibles y a un
tiempo aborrecidas. Me gustan los relojes, me fascinan, pero creo que los odio.
A veces, la sombra de los muebles contra la pared se convierte en un reloj
enorme, que nos indica el paso inevitable. Y acaso, nosotros mismos, ¿no somos
un gran reloj implacable, venciendo nuestro tiempo cantado?
Deseo tener un reloj. Muchas veces he pensado que me es necesario. No sé
si llegaré a comprármelo algún día. ¿Lo necesito de verdad? ¿Lo entenderé acaso?
Los relojes
Ana María Matute
@uncuentodiario
Cuentosdiario.blogspot.com
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