A los chicos les debía de gustar sentarse sobre las amplias faldas de
Eponina porque tenía vestidos como sillones de brazos redondos.
Pero Eponina, encerrada en las aguas negras de su vestido de moiré, era lejana y misteriosa; una mitad del rostro se le había borrado pero conservaba movimientos sobrios de estatua en miniatura. Raras veces los chicos se le habían sentado sobre las faldas, por culpa de la desaparición de las rodillas y de los brazos que con frecuencia involuntaria dejaba caer.
Pero Eponina, encerrada en las aguas negras de su vestido de moiré, era lejana y misteriosa; una mitad del rostro se le había borrado pero conservaba movimientos sobrios de estatua en miniatura. Raras veces los chicos se le habían sentado sobre las faldas, por culpa de la desaparición de las rodillas y de los brazos que con frecuencia involuntaria dejaba caer.
Detestaba los chicos, había detestado a sus hijos uno por uno a medida
que iban naciendo, como ladrones de su adolescencia que nadie lleva presos, a
no ser los brazos que los hacen dormir. Los brazos de Ana, la sirvienta, eran
como cunas para sus hijos traviesos.
La vida era un larguísimo cansancio de descansar demasiado; la vida era
muchas señoras que conversan sin oírse en las salas de las casas donde de tarde
en tarde se espera una fiesta como un alivio. Y así, a fuerza de vivir en
postura de retrato mal hecho, la impaciencia de Eponina se volvió paciente y
comprimida, e idéntica a las rosas de papel que crecen debajo de los fanales.
La mucama la distraía con sus cantos por la mañana, cuando arreglaba los
dormitorios. Ana tenía los ojos estirados y dormidos sobre un cuerpo muy
despierto, y mantenía una inmovilidad extática de rueditas dentro de su
actividad. Era incansablemente la primera que se levantaba y la última que se
acostaba. Era ella quien repartía por toda la casa los desayunos y la ropa
limpia, la que distribuía las compotas, la que hacía y deshacía las camas, la
que servía la mesa.
Fue el 5 de abril de 1890, a la hora del almuerzo; los chicos jugaban en
el fondo del jardín; Eponina leía en La Moda Elegante: "Se borda esta tira
sobre pana de color bronce obscuro" o bien: "Traje de visita para
señora joven, vestido verde mirto", o bien: "punto de cadeneta, punto
de espiga, punto anudado, punto lanzado y pasado". Los chicos gritaban en
el fondo del jardín. Eponina seguía leyendo: "Las hojas se hacen con seda
color de aceituna" o bien: "los enrejados son de color de rosa y
azules", o bien: "la flor grande es de color encarnado", o bien:
"las venas y los tallos color albaricoque".
Ana no llegaba para servir la mesa; toda la familia, compuesta de tías,
maridos, primas en abundancia, la buscaba por todos los rincones de la casa. No
quedaba más que el altillo por explorar. Eponina dejó el periódico sobre la
mesa, no sabía lo que quería decir albaricoque: "Las venas y los tallos
color albaricoque". Subió al altillo y empujó la puerta hasta que cayó el
mueble que la atrancaba. Un vuelo de murciélagos ciegos envolvía el techo roto.
Entre un amontonamiento de sillas desvencijadas y palanganas viejas, Ana estaba
con la cintura suelta de náufraga, sentada sobre el baúl; su delantal, siempre
limpio, ahora estaba manchado de sangre. Eponina le tomó la mano, la levantó.
Ana, indicando el baúl, contestó al silencio: "Lo he matado".
Eponina abrió el baúl y vio a su hijo muerto, al que más había
ambicionado subir sobre sus faldas: ahora estaba dormido sobre el pecho de uno
de sus vestidos más viejos, en busca de su corazón.
La familia enmudecida de horror en el umbral de la puerta, se desgarraba
con gritos intermitentes clamando por la policía. Habían oído todo, habían
visto todo; los que no se desmayaban, estaban arrebatados de odio y de horror.
Eponina se abrazó largamente a Ana con un gesto inusitado de ternura.
Los labios de Eponina se movían en una lenta ebullición: "Niño de cuatro
años vestido de raso de algodón color encarnado. Esclavina cubierta de un
plegado que figura como olas ribeteadas con un encaje blanco. Las venas y los
tallos son de color marrón dorados, verde mirto o carmín".
El retrato mal hecho
Silvina Ocampo
@uncuentodiario
Cuentosdiario.blogspot.com
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