El Ronda era
el hombre más pobre de Vilele. Pero le dio tal alegría saber que a Julio, su
hijo, le habían dado sobresaliente en su primer examen escolar que le juró por
su alma que le regalaría
algo por navidad. El muchacho oyó la promesa con
desconfianza. A pesar de sus diez años, ya conocía la vida. ¡Un regalo, cuando
ni siquiera tenían dinero para borona! De todos modos, y por si acaso, no dejó
enfriar el asunto, y ya en diciembre, la víspera de la feria mensual del día
veintitrés, se decidió a preguntarle a su padre:
-¿Sigue
pensando en ir a la Vila?
-Sí.
-¿Y va a
traerme el regalo?
-¡Claro!
Se hizo un
silencio. Habían cenado sopa de coles y castañas cocidas. Nada más. Hacía una
noche de perros. Sobre el tejado caían cortinas de agua. Y como la casa era de
piedra suelta y teja hueca y estaba llena de rendijas, el viento, que parecía
el diablo, soplaba húmedo sobre la llama del candil, que se retorcía toda, y
desaparecía por debajo de la puerta como un fantasma. Pero como en la lumbre
estaba ardiendo corteza de castaño y su padre le había asegurado tan firmemente
que cumpliría su promesa, todo parecía tener un color dorado de abundancia y
bienestar.
-¿Qué va a ser
el regalo?
-No te lo voy
a decir…
-¡Dígamelo!
Tuvo que
intervenir la madre y dar la conversación por terminada con las oraciones y la
cama.
-Infinitas
gracias te sean dadas, Señor y Dios mío…
Las palabras
salían de su boca, límpidas, cálidas, solemnes. Y el chiquillo, que ya había
oído esa cantinela miles de veces, y cayéndose siempre de sueño, se despabiló
para intentar comprender el sentido íntimo de cada invocación.
-A san Andrés
Avelino, para que nos libre de una mala muerte…
Padre e hijo
respondían a una:
-Padrenuestro
que estás en los cielos…
-A san
Bartolomé, para que nos libre de las tentaciones del demonio, de los malos
vecinos, de los momentos difíciles…
-Padrenuestro…
A pesar de
todo, la atención del pequeño no tardó en cansarse. Al tercer misterio su voz
vacilaba, y en la Salve, bóveda del solemne rito, dormía como un tronco.
Ya iba a
desplomarse sobre el banco de la cocina, cuando el amén definitivo le hizo
volver a la vida. Abrió los párpados con todas sus fuerzas y consiguió dirigir
la mirada hacia su padre, para hacerle una última pregunta.
-¿De verdad
que me lo va a traer? ¿De verdad?
Pero su madre
no dejó que le arrancase la confirmación deseada. Lo cogió por el brazo y,
adormilado, lo levantó, lo llevó casi a rastras hasta la habitación, y poco
después Julio caía en un sueño profundo, entoldado únicamente por la
incertidumbre con que se había quedado dormido.
Por la mañana,
cuando se despertó, el padre ya había salido. La Vila estaba a tres leguas y la
feria comenzaba temprano. Entonces se fue a atar la cabra, con una preocupación
sabrosa, tibia, que le hacía detenerse morosamente en todas las encrucijadas,
extasiado ante las zarzas y las piedras.
-Muchacho,
andas como atontado…
Su madre no
podía comprender lo que para él significaba recibir un regalo: extender la mano
y ver en ella, en lugar del plato de sopa habitual, algo inesperado y gratuito,
que representaba la irrealidad de la riqueza en la realidad de una pobreza
tangible. Por eso se enfadó cuando vio que hacía ascos a la sota de maíz del
desayuno y que al mediodía no comía más que una sardina.
¡Vaya por
Dios! ¡Sólo le faltaba que el crío se le pusiese enfermo!, ¡tener en casa una
boquita escogida que desdeñase lo que había para comer!
¡Pobrecilla!
Lo quería mucho… Sólo que… ¡Era tan fácil de entender!
Cuando la
noche empezó a caer del lado de san Cibrão, cansado ya de vigilar el camino
viejo por el que, desde que el mundo es mundo, se regresaba de la Vila, le
pidió a su madre que le dejase ir a esperar a su padre. Sólo hasta la
Castanheira. ¡Que si no se daba cuenta de la niebla que había! ¡Que si no había
oído el toque de ánimas! ¡Que fuese bueno!
Se quedó
mirando a su madre. ¡Tanto como lo quería y ahora no era capaz de entenderlo!
Se resignó. Se
quedaría allí hasta que su padre asomase por la Silveirinha. Y en cuanto lo
viera, ¡pies para qué os quiero! Pero, ¿qué sería el regalo? ¿Qué sería?
La niebla, que
no cubría más que el monte de san Romão cuando su madre le había hecho la advertencia,
se posaba ahora espesa y húmeda sobre el pueblo. Y con ella también había
llegado la noche.
Desde la
puerta sólo se veía la oscuridad. Además, a la lluvia se había unido el viento
y el frío para helarlo todo. Estaba tiritando y se acercó a la lumbre.
-Padre se está
atrasando…
-En ir a la
Vila y volver todavía se tarda…
Se notaba que
ella también estaba inquieta. ¿No sería que, al igual que él, estaba esperando
un regalo?
Ya era noche
cerrada. Ahora estaba lloviendo a cántaros. Por las grietas de la casa el
viento iba dando puñaladas traicioneras.
-¡Ay Dios mío!
El lamento de
la madre terminó de llenar la cocina, ya inundada de humo.
-¡Qué noche!
¡Y ese hombre por ahí!
Se quedó
mirándola con los ojos enrojecidos por la hoguera de leña verde.
De repente, a
la idea del regalo que le había acompañado alegremente durante todo el día, se
unió otra, triste, imprecisa, que le daba miedo.
-También ha
ido el tío Adriano, ¿no?
-Sí.
Se hizo de
nuevo el silencio entre ellos. Pero duró poco.
-Cena y vete a
dormir, que ya es hora…
-¡Yo quería
esperar a padre!
-Cena y vete a
dormir…
A pesar de que
su madre le obligaba no pudo tragarse la sopa ni, ya en la cama, podía quedarse
dormido. La oía llorar en la oscuridad y oía cómo martilleaban en el tejado las
gotas de lluvia gruesas y pesadas.
Súbitamente
oyó pasos en el huerto. ¡Por fin! ¡Era su padre! ¿Qué sería el regalo?
El que llegaba
golpeó la puerta suavemente y llamó a la madre en voz baja:
-María…
-¿Quién es?
-preguntó la madre.
-Soy yo,
Adriano…
Le dio un
vuelco el corazón. ¿Así que el tío Adriano había regresado solo? Aguzó el oído,
como un animalito asustado.
Y así se
enteró de que, en una reyerta, habían matado a su padre de una puñalada y que
allí se había quedado, tirado en el suelo, junto a un cavaco que traía para él.
Nota: “borona” es un pan hecho de harina de
maíz”.
“O
cavaquinho”, 1941.Cuentos de la montaña (1941), trad. Eloísa Álvarez, Madrid,
Alfaguara, 1987, págs. 50-54.
Miguel Torga
@uncuentodiario
Cuentosdiario.blogspot.com
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