La Casa De Muñecas
Cuando la querida anciana señora Hay volvió a la ciudad, después de
pasar una temporada con los Burnell, les envió a las niñas una casa de muñecas.
Era tan grande que el carretero y Pat la descargaron en el patio, y allí se
quedó, encima de dos cajones de
madera, al lado de la puerta de la despensa. No podía pasarle nada; era verano. Y quizá se le habría ido el olor a pintura cuando tuvieran que meterla en casa. Porque la verdad es que el olor a pintura que despedía aquella casa de muñecas (“Un buen detalle, por supuesto, de la anciana señora Hay, tan amable y generosa”)…, pero aquel olor a pintura, según la opinión de la tía Beryl, bastaba para poner enfermo a cualquiera. Incluso antes de quitarle el envoltorio. Y aún después de quitárselo…
madera, al lado de la puerta de la despensa. No podía pasarle nada; era verano. Y quizá se le habría ido el olor a pintura cuando tuvieran que meterla en casa. Porque la verdad es que el olor a pintura que despedía aquella casa de muñecas (“Un buen detalle, por supuesto, de la anciana señora Hay, tan amable y generosa”)…, pero aquel olor a pintura, según la opinión de la tía Beryl, bastaba para poner enfermo a cualquiera. Incluso antes de quitarle el envoltorio. Y aún después de quitárselo…
Allí estaba la casa de muñecas, de un oscuro y aceitoso verde espinaca,
animado con toques amarillo chillón. Sus dos sólidas pequeñas chimeneas,
pegadas al tejado, estaban pintadas de rojo y blanco, y la puerta, reluciente
de barniz amarillo, parecía un trocito de caramelo. Las cuatro ventanas,
verdaderas ventanas, estaban divididas en paneles por una ancha banda verde.
Tenía también un porche diminuto, pintado de amarillo, con grandes goterones de
pintura seca que colgaban por los bordes.
¡Pero era perfecta, perfecta la casita! ¿A quién podría importarle el
olor? Era parte de la gracia, parte de la novedad.
-¡Rápido, que alguien la abra!
El gancho del lateral estaba agarrado fuertemente. Pat lo apalancó con
su cortaplumas, y de pronto se abrió toda la fachada de la casa, y… allí
estabas mirando al mismo tiempo el salón y el comedor, la cocina y los dos
dormitorios. ¡Esta es la manera de abrirse una casa! ¿Por qué no se abren así
todas las casas? ¡Cuánto más emocionante que escudriñar por el resquicio de una
puerta el interior de un vestíbulo pequeñajo con un perchero y dos paraguas!
Esto es, ¿no es cierto?, lo que uno quiere ver de una casa en cuanto pone la
mano en la aldaba. Quizá sea así cómo Dios abre las casas en la alta noche
cuando pasea tranquilamente con un ángel…
-¡Oh, oh!-. Las niñas Burnell estaban deslumbradas. Era demasiado
maravilloso; era demasiado para ellas. Nunca habían visto nada parecido en su
vida. Todas las habitaciones estaban empapeladas. Había cuadros en las paredes,
pintados sobre el papel, con auténticos marcos dorados. Una alfombra roja
cubría todos los suelos, menos el de la cocina; había sillas de felpa roja en
el salón; verdes en el comedor; mesas, camas con ropa de verdad, una cuna, una
estufa, un aparador con platitos y una gran jarra. Pero lo que le gustaba más a
Kezia, lo que le gustaba enormemente, era la lámpara. Estaba colocada, en el
centro de la mesa del comedor, una exquisita lamparita color ámbar con un globo
blanco. Incluso estaba preparada para ser encendida, aunque, por supuesto, no
podías encenderla. Pero había algo dentro que parecía petróleo y que se movía
cuando la agitabas.
Los muñecos papá y mamá, que estaban tendidos en el salón, muy tiesos,
como si se hubieran desmayado, y sus dos niños pequeños que dormían arriba,
eran realmente demasiado grandes para la casa de muñecas. Se diría que no
pertenecían a ella. Pero la lámpara era perfecta. Parecía sonreírle a Kezia y
decirle: “Yo vivo aquí.” La lámpara era real.
A la mañana siguiente, las niñas Burnell difícilmente podrían haber ido
más deprisa al colegio. Ardían en deseos de contarlo a todo el mundo, de decir
cómo era, en fin, de presumir de su casa de muñecas antes del toque de la
campana.
-Yo lo contaré -dijo Isabel-, porque soy la mayor. Y vosotras dos podéis
hacerlo después. Pero yo lo contaré primero.
No había nada más que decir. Isabel era mandona, pero siempre tenía
razón, y Lottie y Kezia sabían muy bien los derechos que tenía por ser la
mayor. Al pasar, rozaron los espesos ranúnculos del borde del camino y no dijeron
nada.
-Y yo elegiré a quienes han de venir a verla primero. Mamá me dijo que
podía.
Porque se había dispuesto que podrían invitar a sus compañeras de
colegio a que vinieran, de dos en dos, para ver la casa de muñecas mientras
estuviera en el patio. No para tomar el té, claro está, ni para andar por la
casa. Pero sí para estarse quietas en el patio mientras Isabel les enseñaba
tantas maravillas, y Lottie y Kezia miraban encantadas…
Pero por más que corrieron, cuando llegaron a la verjaalquitranadadel
patio de los chicos, había empezado a sonar la campana. Sólo tuvieron tiempo de
quitarse rápidamente los sombreros y ponerse en la fila antes de que pasaran
lista. No importaba. Isabel trató de remediarlo haciéndose la importante y
misteriosa, y, tapándose la boca con la mano, les susurró a las niñas que
estaban cerca de ella:
-Tengo que contaros una cosa en el recreo.
Llegó el recreo e Isabel fue rodeada. Sus compañeras casi se peleaban
por abrazarla, por ir con ella, por halagarla, por ser su mejor amiga. Ella
presidía su corte bajo los grandes pinos de un lado del patio. A codazos,
riéndose tontamente todas juntas, las niñas se apretujaban alrededor. Y las dos
únicas que estaban fuera del círculo eran las dos que estaban siempre fuera,
las pequeñas Kelvey. Ellas sabían bien que no debían acercarse a las Burnell.
El caso era que el colegio al que iban las niñas Burnell no era el que
sus padres hubieran elegido de haber podido hacerlo. Pero no había otro. Era el
único colegio en muchas millas. Y, en consecuencia, todas las niñas de la
vecindad, las chicas del juez, las hijas del médico, las niñas del tendero, del
lechero, tenían que estar mezcladas todas juntas. Eso sin contar que había
también igual número de chicos groseros y maleducados. Pero había que marcar un
límite en algún lado. Y se marcó en las Kelvey. A muchas niñas, incluidas las
Burnell, les habían prohibido hablarles. Pasaban junto a ellas con la cabeza
alta y, como las Burnell marcaban las normas de conducta en el colegio, todas
rechazaban a las Kelvey. Incluso la maestra adoptaba con ellas una voz especial
y también una sonrisa especial para las demás cuando Lil Kelvey se acercaba a
su mesa con un ramo de flores totalmente vulgar.
Eran las hijas de una pequeña lavandera, muy activa y trabajadora, que
iba de casa en casa todos los días. Esto ya era bastante desagradable. Pero ¿en
dónde estaba el señor Kelvey? Nadie lo sabía con certeza. Pero todo el mundo
decía que estaba en la cárcel. De modo que eran las hijas de una lavandera y de
un presidiario. ¡Bonita compañía para las otras niñas! Y se les notaba. Era
difícil comprender por qué la señora Kelvey las llevaba tan ridículas. Lo
cierto es que iban vestidas con lo que le daba la gente para la que trabajaba.
Lil, por ejemplo, que era una niña regordeta y fea, con grandes pecas, iba al
colegio con un vestido hecho de un mantel de sarga verde de los Burnell, con
las mangas de felpa roja de unas cortinas de los Logan. El sombrero, colocado
en lo alto de su ancha frente, era uno de señora que antes había sido de la
señorita Lecky, la empleada de correos. Lo llevaba levantado por detrás y
estaba adornado con una gran pluma roja. ¡Estaba hecha un mamarracho! Era
imposible no reírse. Y su hermana pequeña, nuestra Else, llevaba un vestido
blanco largo parecido a un camisón y un par de botas de niño. Pero, llevara lo
que llevase, nuestra Else hubieraparecidoextraña. Era una niña chiquita y
huesuda con el pelo rapado y unos enormes ojos solemnes: una pequeña lechuza
blanca. Jamás se la había visto sonreír; casi nunca hablaba. Iba por la vida
agarrada de Lil, retorciendo en su mano un pedazo de la falda de su hermana. A
donde iba Lil, Else la seguía. En el patio, por el camino de ida y vuelta al
colegio, allí marchaba Lil delante y nuestra Else detrás, cogida de su falda.
Sólo cuando quería algo o cuando se quedaba sin aliento, nuestra Else le daba a
Lil un pequeño tirón y Lil se paraba y se daba la vuelta. Las Kelvey siempre se
entendían.
Ahora aguardaban a un lado; no podía impedirse que escucharan. Cuando
las niñas se volvieron y las miraron con desprecio, Lil, como de costumbre, les
devolvió su tonta y vergonzosa sonrisa, pero nuestra Else sólo miraba.
Y la voz de Isabel, tan orgullosa, seguía contando. La alfombra causó
gran sensación, pero también las camas con verdaderas sábanas y la cocina con
una puerta de horno.
Cuando terminó, Kezia soltó:
-Te has olvidado de la lámpara, Isabel.
-Ah, sí -dijo Isabel-, y hay una lamparita, de vidrio amarillo con un
globo blanco, que está sobre la mesa del comedor. No podrías decir que no es de
verdad.
-La lámpara es lo mejor de todo -gritó Kezia.
Pensó que Isabel no le había dado suficiente importancia a la lamparita.
Pero nadie le prestó atención. Isabel estaba eligiendo a las dos niñas que, esa
tarde, volverían con ellas para ver la casita. Escogió a Emmie Cole y a Lena
Logan. Pero cuando las demás supieron que todas tendrían su ocasión de verla,
no pudieron estar más simpáticas con Isabel. Una a una rodearon con sus brazos
la cintura de Isabel y se fueron con ella. Todas tenían algo que susurrarle, un
secreto. “Isabel es mi amiga”.
Sólo las pequeñas Kelvey se apartaron, olvidadas; allí ya no tenían nada
más que oír.
Fueron pasando los días y cuantas más niñas veían la casa de muñecas más
se extendía su fama. Se convirtió en el único tema, la moda. La única pregunta
era: “¿Has visto la casa de muñecas de las Burnell? ¿Oh, no te parece preciosa?
¿Que no la has visto?¡Oh!, ¿no me digas?
Incluso a la hora de almorzar hablaban de ello. Las niñas se sentaban
bajo los pinos a comer sus gruesos bocadillos de cordero y grandes trozos de
torta untados con mantequilla. Y, también siempre, tan cerca como podían, se
sentaban las Kelvey, nuestra Else agarrada de Lil, escuchando, mientras
masticaban sus bocadillos demermeladaenvueltos en papel de periódico pringado
de grandes manchas rojas.
-Mamá -dijo Kezia-, ¿no puedo invitar a las Kelvey aunque sea sólo una
vez?
-Por supuesto que no, Kezia.
-Pero ¿por qué no?
-Márchate, Kezia; bien sabes tú por qué no.
Al fin, todas la habían visto menos ellas. Ese día el tema perdió
interés. Era la hora del almuerzo. Las niñas estaban reunidas bajo los pinos y,
de pronto, al mirar a las Kelvey que comían de su papel de periódico, siempre
solas, siempre escuchando, sintieron la necesidad defastidiarlas. Emmie Cole
empezó el cuchicheo.
-De mayor, Lil Kelvey será una criada.
-¡Oooh, qué horror! -dijo Isabel Burnell, y le hizo un guiño a Emmie.
Emmie tragó ostentosamente y miró a Isabel asintiendo con la cabeza,
como le había visto hacer a su madre en ocasiones semejantes.
-Es verdad, es verdad, es verdad -dijo.
Entonces los ojillos de Lena Logan chispearon.
-¿Qué tal si se lo pregunto? – masculló.
-Apuesto a que no lo haces -dijo Jessie May.
-¡Bah!, no me da miedo -dijo Lena.
De pronto lanzó un pequeño chillido y se puso a bailar delante de las
otras niñas.
-¡Mirad!, ¡miradme!, ¡miradme ahora! -exclamó. Y deslizándose,
resbalando, arrastrando un pie y riéndose tontamente tras una mano, Lena se
lanzó hacia las Kelvey.
Lil levantó los ojos de su comida. Apartó las sobras envolviéndolas
rápidamente. Nuestra Else dejó de masticar. ¿Qué iba a ocurrir ahora?
-¿Es cierto que serás una criada cuando seas mayor, Lil Kelvey? -le
gritó Lena.
Silencio mortal. Pero, en lugar de responder, Lil contestó sólo con su
sonrisa tonta y vergonzosa. No pareció que la pregunta le molestara en
absoluto. ¡Qué chasco para Lena! Las niñas empezaron con sus risitas.
Lena no pudo soportarlo. Puso las manos en las caderas; se lanzó
directa. “Bah, vuestro padre está en la cárcel”, silbó con maldad.
Haber dicho esto fue tan maravilloso que las niñas echaron a correr
todas a una, muy, muy alborotadas, locas de alegría. Una de ellas encontró una
cuerda larga y empezaron a saltar. Y nunca habían saltado tan alto, ni entrado
y salido tan rápidamente ni habían hecho cosas tan atrevidas como aquella
mañana.
Por la tarde, Pat fue con la calesa a recoger a las Burnell y regresaron
a casa. Había visitas. Isabel y Lottie, a las que les gustaban las visitas,
subieron a cambiarse los mandilones. Pero Kezia se escapó a la parte de atrás.
No había nadie. Empezó a columpiarse en las grandes verjas blancas del patio.
Entonces, mirando a lo largo del camino, vio dos puntitos. Fueron aumentando,
venían hacia ella. Ahora distinguía que uno iba delante y otro, muy cerca,
detrás. Y ahora ya podía ver que eran las Kelvey. Kezia dejó de columpiarse. Se
deslizó de la verja como si fuera a escaparse. Entonces dudó. Las Kelvey se
acercaban, y a su lado caminaban sus sombras, muy alargadas, atravesándose en
el camino con las cabezas en los ranúnculos. Kezia se volvió a encaramar en la
verja; ya se había decidido; se columpió hacia fuera.
-Hola -les dijo a las Kelvey cuando pasaban.
Ellas se quedaron tan asombradas que se detuvieron. Lil sonrió con su
sonrisa tonta. Nuestra Else la miró fijamente.
-Podéis venir a ver nuestra casa de muñecas, si queréis -dijo Kezia,
mientras arrastraba la punta del pie por el suelo. Pero ante esto Lil se puso
colorada y sacudió la cabeza rápidamente.
-¿Por qué no? -preguntó Kezia.
Lil contuvo el aliento, luego dijo:
-Vuestra madre le ha dicho a la nuestra que no debéis hablarnos.
-Ah, bueno -dijo Kezia. No sabía qué responder-. No importa. De todos
modos, podéis venir a ver nuestra casa de muñecas. Vamos. No hay nadie mirando.
Pero Lil meneó la cabeza aún con más fuerza.
-¿No queréis venir? -preguntó Kezia.
De pronto se sintió una sacudida, un tirón de la falda de Lil. Se
volvió. Nuestra Else la miraba con grandes e implorantes ojos; fruncía el ceño;
ella quería ir. Por un momento Lil miró a nuestra Else muy dubitativa. Pero
entonces nuestra Else tiró de nuevo de la falda y echó a andar hacia adelante.
Kezia les mostraba el camino. Como dos gatitos callejeros la siguieron cruzando
el patio hasta donde estaba situada la casa de muñecas.
-Ahí está -dijo Kezia.
Hubo una pausa. Lil respiraba fuertemente, casi resoplaba; nuestra Else
se quedó de piedra.
-Os la abriré -dijo Kezia amablemente. Soltó el gancho y miraron dentro.
-Ahí está el salón y el comedor, y esa es la…
-¡Kezia!
¡Oh, qué susto se llevaron!
-¡Kezia!
Era la voz de tía Beryl. Se volvieron. En la puerta de atrás estaba tía
Beryl, atónita, como si no pudiera creer lo que veía.
-¿Cómo te has atrevido a dejar entrar a las pequeñas Kelvey en el patio?
-dijo su fría y furiosa voz-. Tú sabes tan bien como yo que no te está
permitido hablarles. Marchaos, niñas, marchaos en seguida. Y no volváis nunca
más -dijo tía Beryl. Y bajó al patio y las ahuyentó como si fueran gallinas.
-¡Fuera de aquí inmediatamente! -gritó fría y orgullosa.
No hizo falta que se lo repitieran. Abochornadas, apretujándose, Lil encorvada
como su madre, nuestra Else aturdida, cruzaron como pudieron el gran patio yse
escabulleron porla verja blanca.
-¡Niña mala y desobediente! -le dijo tía Beryl a Kezia con acritud y
cerró de un golpe la casa de muñecas.
La tarde había sido horrible. Había recibido una carta de Willie Brent,
una carta terrible y amenazante, en la que le decía que si no se encontraba con
él aquella noche en Pulman’s Bush, ¡iría a la puerta de su casa y le
preguntaría el motivo! Pero, ahora, que había espantado a esas ratitas de las
Kelvey y que había echado una buena regañina a Kezia, sentía su corazón más
ligero. Aquella horrible presión se le había ido. Volvió a la casa
canturreando.
Cuando las Kelvey perdieron de vista la casa de los Burnell, se sentaron
a descansar al borde del camino, sobre una gran tubería de desagüe de color
rojo. Las mejillas de Lil aún ardían; se quitó el sombrero de la pluma y se lo
puso sobre las rodillas. Soñadoramente, miraban por encima de los campos de
heno, más allá del arroyo, hacia el grupo dezarzosen donde las vacas de Logan
esperaban ser ordeñadas. ¿En qué estarían pensando?
Entonces nuestra Else se arrimó a su hermana, empujándola con el codo.
Ya había olvidado a la señora enfadada. Sacó un dedo y sacudió la pluma de su
hermana. Sonrió con su rara sonrisa.
-He visto la lamparita -dijo, suavemente.
Luego las dos quedaron en silencio una vez más.
1921
“The Doll’s House”, The Nation & the
Athenæum, 4 febrero 1922.
En The Dove’s Nest and Other Stories, 1923.
Trad. Mª Teresa Díez Taboada, en VV.AA.: Cincuenta cuentos breves. Una
antología comentada, ed. Miguel Díez R. y Paz Díez Taboada, Madrid, Cátedra,
2011, págs. 136-143.
Comentario
En palabras de Pietro Citati, “todos aquellos que conocieron a Katherine
Mansfield en los años de su breve vida, tuvieron la impresión de descubrir una
criatura más delicada que otros seres humanos: una cerámica de Oriente que las
olas del océano habían arrastrado hasta las orillas de nuestros mares”. Es
verdad. Fina, delicada y sensible, enferma, inteligente, con ojos y cabellos
oscuros y la tez marfileña, llevaba en sí la belleza de lo frágil y, sin
embargo, fue una mujer rebelde e inquieta y su tenacidad, esfuerzo y lucha en
el empeño literario, en la búsqueda de la perfección, fue admirable. Al
terminar la redacción de uno de sus cuentos, anota en su diario: “He trabajado
en él de firme, bien lo sabe Dios, pero, sin embargo, no he logrado ni en una
sola ocasión extraer de la idea la más honda verdad… Lo puedo hacer mucho
mejor. Tiene la apariencia y el olor de un cuento, pero no sería yo quien lo
comprara. No siento la necesidad de poseerlo, de vivir en él”. Y en otro
momento dice: “Estoy tentada de arrodillarme delante de mi trabajo, de echarme,
de permanecer durante un buen rato en éxtasis frente a la idea de la creación”.
Con frecuencia, escribía los cuentos de golpe, ininterrumpidamente, en unas
horas, para que la inspiración no se le escapara “y la muerte no la apresara
antes de llevar el cuento al correo”.
En los pocos libros de cuentos que escribió, y que caben en un pequeño
rincón de la biblioteca de sus lectores incondicionales, recogió y supo
expresar -siempre en tercera persona y con un lenguaje muy depurado, transido
de sensibilidad poética y con un sentido del ritmo y del suspense tan admirable
como envidiable- las experiencias de su corta vida, los recuerdos de su
infancia, todo lo que “sucedía, vibraba, se agitaba o moría a su alrededor”: el
flujo y reflujo de lo cotidiano, las observaciones sobre la naturaleza y las
descripciones satíricas del comportamiento humano. Su maestro fue Chéjov. De
élaprendió a abolir la figura del narrador cuya misión era la de ser un simple
mediador entre los lectores y la realidad evocada. Como el maestro ruso, la
escritora neozelandesa intentaba revelar con cada cuento algo más acerca de la
condición humana, lo que fluye bajo los pequeños incidentes de la vida
cotidiana, sabiendo que lo importante no está en lo que se dice, si no en lo
que no se dice, en lo que se calla pero se sugiere y adivina.
“Katherine Mansfield -escribe Ana María Moix- supo plasmar sin
describirlo, el terrible dramatismo oculto tras la aparente bonanza de la vida
cotidiana. De ahí su tremenda modernidad: ese saber aprehender y transmitir la
soledad, la desolación y el aislamiento que consume la vida de unos
protagonistas captados en escenas de su vida familiar, amorosa o social. Y
lograr plasmarlo sin describirlo, conseguir comunicárselo al lector sin decírselo,
sin utilizar la digresión, sin nombrar el hecho, sino señalándolo a base de
sensaciones, de atmósfera, de elipsis.”
Y, parafraseando a Cortázar, como “queremos tanto a Katherine”, hemos
reconsiderado sus cuentos más breves con sosiego y detenimiento para escoger el
que más nos gustaba. Difícil tarea. Barajamos muchos títulos:“El cansancio de
Rosabel” (escrito en 1908, cuando la escritora tenía solamente diecinueve
años), “Revelaciones” (1920), “Evasión” (1920) “La mosca” (1922), “El canario”
(1922)… Nos decidimos por “La casa de muñecas” por ser un relato que juzgamos
excelente por la inteligencia y el acierto narrativo con que está escrito.
Pertenece a un grupo de historias en que la autora, dolorida por la muerte de
su joven hermano Leslie, se propuso, como homenaje a su memoria, recrear
literariamente recuerdos y vivencias de la infancia en Nueva Zelanda, lo que
dio como resultado algunas de sus mejores narraciones, como las dos novelas
cortas “Preludio” y “En la bahía” o los cuentos “Felicidad”, “Fiesta en el
jardín” y nuestro elegido, “La casa de muñecas”.
Como en otros cuentos de este ciclo, la autora neozelandesa recrea
escenas de la familia Burnell, cuyas hijas -Isabel, Lottie y Kezia- reciben
como regalo una enorme casa de muñecas de la que presumen en el colegio e
invitan a verla a todas sus compañeras excepto a las hermanas Kelvey -Lil y
Else-, dos niñas de muy baja condición social. Quizá por compasión o, más
probablemente, para tener ella también su “propio público”, que continuamente le
es arrebatado por su hermana mayor, Kezia las lleva a ver el famoso juguete
cuando no hay nadie, pero son sorprendidas por la tía Beryl que expulsa
violentamente a las hermanas Kelvey y reprende con dureza a la pequeña Kezia.
La crítica social y clasista, la discriminación, la descripción de la
injusticia y la crueldad de las niñas domina todo el relato. El cuento se
centra en un grupo numeroso de chicas de clase media alta, crueles, orgullosas
y despreciativas con las dos hermanas, que, humilladas por el ostracismo al que
se las condena, debido a su pobreza y humilde procedencia, aceptan sumisamente,
inevitablemente diríamos, aquella situación y en todo el relato no articulan
palabra alguna; pero hay que notar que son los adultos -los padres, la tía Beryl,
la maestra etc.- los defensores a ultranza de las normas sociales ferozmente
discriminatorias que transmiten rígidamente a los niños.
Kezia y “nuestra Else” son dos personajes que merecen atención. Kezia,
en esta y otras historias, alter ego de la autora, representa una mayor
sensibilidad en su oposición a la forma común de pensar. Ella descubre, como lo
más importante de la casa de muñecas, la lamparita sin adornos (“la lámpara era
perfecta, parecía sonreírle a Kezia, parecía decirle «Yo vivo aquí». La lámpara
era real”)que por su sencillez se distinguía de los demás objetos que admiraban
las otras chicas: la alfombra roja, las camas con su ropa de verdad, la cocina,
los marcos dorados… Y ella es la única que, en contra de la prohibición de su
madre y del mal genio de la tía Beryl, tiene el coraje de traspasar las
barreras sociales e invitar a las Kelvey a ver la casa de muñecas. Por su parte,
Else, la pequeña de las Kelvey, es un personaje extraño, con “unos ojos enormes
y solemnes: una pequeña lechuza blanca”, sin sonreír nunca, siempre en silencio
y siempre agarrada a la falda de su hermana, pero pasa por alto las cosas más
aparentes de la casa de muñecas y únicamente se fija en la lamparita, tal y
como se lo ha oído decir a Kezia. El final de relato es sorprendente por todo
lo que sugiere en su brevedad. Por primera vez, “nuestra Else” “sonrió con su
sonrisa extraña” y por primera vez habló, como en un susurro: “he visto la
lamparita -dijo bajito. Luego
volvieron a quedarse silenciosas”.
Miguel Díez R. y Paz Díez Taboada
La Casa De Muñecas
Katherine Mansfield
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