Nuestro padre era hombre cumplidor, de orden, positivo; y así había sido
desde muy joven y aún de niño, según me testimoniaron diversas personas
sensatas, cuando les pedí información.
De lo que yo mismo me acuerdo, él no parecía más raro ni más triste que otros conocidos nuestros. Sólo tranquilo. Nuestra madre era quien gobernaba y peleaba a diario con nosotros -mi hermana, mi hermano y yo. Pero sucedió que, cierto día, nuestro padre mandó hacerse una canoa.
De lo que yo mismo me acuerdo, él no parecía más raro ni más triste que otros conocidos nuestros. Sólo tranquilo. Nuestra madre era quien gobernaba y peleaba a diario con nosotros -mi hermana, mi hermano y yo. Pero sucedió que, cierto día, nuestro padre mandó hacerse una canoa.
Iba en serio. Encargó una canoa especial, de madera de viñátigo,
pequeña, sólo con la tablilla de popa, como para caber justo el remero. Pero
tuvo que fabricarse toda con una madera escogida, fuerte y arqueada en seco,
apropiada para que durara en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra madre
maldijo la idea. ¿Sería posible que él, que no andaba en esas artes, se fuera a
dedicar ahora a pescatas y cacerías? Nuestro padre no decía nada. Nuestra casa,
por entonces, aún estaba más cerca del río, ni a un cuarto de legua: el río por
allí se extendía grande, profundo, navegable como siempre. Ancho, que no podía
divisarse la otra ribera. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa estuvo
lista.
Sin pena ni alegría, nuestro padre se caló el sombrero y nos dirigió un
adiós a todos. No dijo otras palabras, no tomó fardel ni ropa, no hizo ninguna
recomendación. Nuestra madre, nosotros pensamos que iba a bramar, pero
permaneció blanca de tan pálida, se mordió los labios y gritó: “Se vaya usted o
usted se quede, no vuelva usted nunca”. Nuestro padre no respondió. Me miró
tranquilo, invitándome a seguirle unos pasos. Temí la ira de nuestra madre,
pero obedecí en seguida de buena gana. El rumbo de aquello me animaba, tuve una
idea y pregunté: “Padre, ¿me lleva con usted en su canoa?”. Él sólo se volvió a
mirarme, y me dio su bendición, con gesto de mandarme a regresar. Hice como que
me iba, pero aún volví, a la gruta del matorral, para enterarme. Nuestro padre
entró en la canoa y desamarró, para remar. Y la canoa comenzó a irse -su sombra
igual como un yacaré, completamente alargada.
Nuestro padre no volvió. No se había ido a ninguna parte. Sólo realizaba
la idea de permanecer en aquellos espacios del río, de medio en medio, siempre
dentro de la canoa, para no salir de ella, nunca más. Lo extraño de esa verdad
nos espantó del todo a todos. Lo que no existía ocurría. Parientes, vecinos y
conocidos nuestros se reunieron en consejo.
Nuestra madre, avergonzada, se comportó con mucha cordura; por eso,
todos habían pensado de nuestro padre lo que no querían decir: locura. Sólo
algunos creían, no obstante, que podría ser también el cumplimiento de una
promesa; o que nuestro padre, quién sabe, por vergüenza de padecer alguna fea
dolencia, como es la lepra, se retiraba a otro modo de vida, cerca y lejos de
su familia. Las voces de las noticias que daban ciertas personas -caminantes,
habitantes de las riberas, hasta de lo más apartado de la otra orilla- decían
que nuestro padre nunca se disponía a tomar tierra, ni aquí ni allá, ni de día
ni de noche, de modo que navegaba por el río, libre y solitario. Entonces,
pues, nuestra madre y nuestros parientes habían establecido que el alimento que
tuviera, oculto en la canoa, se acabaría; y él, o desembarcaba y se marchaba,
para siempre, lo que se consideraba más probable, o se arrepentía, por fin, y
volvía a casa.
Se engañaban. Yo mismo trataba de llevarle, cada día, un poco de comida
robada: la idea la tuve, después de la primera noche, cuando nuestra gente
encendió hogueras en la ribera del río, en tanto que, a la luz de ellas, se rezaba
y se le llamaba. Después, al día siguiente, aparecí, con dulce de caña, pan de
maíz, penca de bananas. Espié a nuestro padre, durante una hora, difícil de
soportar: solo así, él a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa, detenida en
la tabla del río. Me vio, no remó para acá, no hizo ninguna señal. Le mostré la
comida, la dejé en el hueco de piedra del barranco, a salvo de alimaña y al
resguardo de lluvia y rocío. Eso, que hice y rehice, siempre, durante mucho
tiempo. Sorpresa que tuve más tarde: que nuestra madre sabía de ese mi afán,
sólo que simulando no saberlo; ella misma dejaba, a la mano, sobras de comida,
a mi alcance. Nuestra madre no era muy expresiva.
Mandó venir a nuestro tío, hermano de ella, para ayudar en la hacienda y
en los negocios. Mandó venir al maestro, para nosotros, los niños. Le pidió al
cura que un día se revistiera, en la playa de la orilla, para conjurar y
gritarle a nuestro padre el deber de desistir de la loca idea. En otra ocasión,
por decisión de ella, vinieron dos soldados. Todo lo cual no sirvió de nada.
Nuestro padre pasaba de largo, a la vista o escondido, cruzando en la canoa,
sin dejar que nadie se acercara a agarrarlo o a hablarle. Incluso cuando
fueron, no hace mucho, dos periodistas, que habían traído la lancha y trataban
de sacarle una foto, no habían podido: nuestro padre desaparecía hacia la otra
banda, guiaba la canoa al brezal, de muchas leguas, el que hay, por entre
juncos y matorrales, y sólo él lo conocía, palmo a palmo, en la oscuridad, por
entonces.
Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. Apenas, porque a aquello, en sí,
nunca nos acostumbramos, de verdad. Lo digo por mí que, cuando quería y cuando
no, sólo en nuestro padre pensaba: era el asunto que andaba tras de mis
pensamientos. Lo difícil era, que no se entendía de ninguna manera, cómo él
aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los
terribles fríos del invierno, sin abrigo, sólo con el sombrero viejo en la
cabeza, durante todas las semanas, y meses y años -sin darse cuenta de que se
le iba la vida. No atracaba en ninguna de las dos riberas, ni en las islas y
bajíos del río; no pisó nunca más ni tierra ni hierba. Aunque, al menos, para
dormir un poco, él amarrara la canoa en algún islote, en lo escondido. Pero no
armaba una hoguerita en la playa, ni disponía de su luz ya encendida, ni nunca
más rascó una cerilla. Lo que comía era un apenas; incluso de lo que dejábamos
entre las raíces de la ceiba o en el hueco de la piedra del barranco, él
recogía poco, nunca lo bastante. ¿No enfermaba? Y la constante fuerza de los
brazos, para mantener la canoa, resistiendo, incluso en el empuje de las
crecidas, al subir el río, ahí, cuando al impulso de la enorme corriente del
río, todo forma remolinos peligrosos, aquellos cuerpos de bichos muertos y
troncos de árbol descendiendo -de espanto el encontronazo. Y nunca más habló ni
una palabra, con nadie. Tampoco nosotros hablábamos de él. Sólo se pensaba en
él. No, de nuestro padre no podíamos olvidarnos; y si, en algunos momentos,
hacíamos como que olvidábamos, era sólo para despertar de nuevo, de repente,
con su recuerdo, al paso de otros sobresaltos.
Mi hermana se casó; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en él
cuando comíamos una comida más sabrosa; así como, en el abrigo de la noche, en
el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte, nuestro padre con
sólo la mano y una calabaza para ir achicando la canoa del agua del temporal. A
veces, algún conocido nuestro notaba que yo me iba pareciendo a nuestro padre.
Pero yo sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbudo, con las uñas
crecidas, débil y flaco, renegrido por el sol y la pelambre, con el aspecto de
una alimaña, casi desnudo, apenas disponiendo de las ropas que, de vez en
cuando, le dejábamos.
Ni quería saber de nosotros, ¿no nos tenía cariño? Pero, por el cariño
mismo, por respeto, siempre que, a veces, me elogiaban por alguna cosa bien
hecha, yo decía: “Fue mi padre el que un día me enseñó a hacerlo así…”; lo que
no era cierto, exacto, sino una mentira piadosa. Porque, si él no se acordaba
más, ni quería saber de nosotros, ¿por qué, entonces, no subía o descendía por
el río, hacia otros lugares, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabría. Pero
mi hermana tuvo un niño, ella se empeñó en que quería mostrarle el nieto.
Fuimos, todos, al barranco; fue un día bonito, mi hermana con un vestido
blanco, que había sido el de la boda, levantaba en los brazos a la criaturita,
su marido sostenía, para proteger a los dos, la sombrilla. Le llamamos,
esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, todos nosotros lloramos
allí, abrazados.
Mi hermana se mudó, con su marido, lejos de aquí. Mi hermano se decidió
y se fue, a una ciudad. Los tiempos cambiaban, en el rápido devenir de los
tiempos. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre, a vivir con mi
hermana; ya había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Yo nunca pude querer
casarme. Yo permanecí, con las cargas de la vida. Nuestro padre necesitaba de
mí, lo sé -en la navegación, en el río, en el yermo-, sin dar razón de sus
hechos. O sea que, cuando quise saber e indagué en firme, me dijeron que habían
dicho que constaba que nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación
al hombre que le había preparado la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había
muerto; nadie sabría, aunque hiciera memoria, nada más. Sólo en las charlas
vanas, sin sentido, ocasionales, al comienzo, en la venida de las primeras
crecidas del río, con lluvias que no escampaban, todos habían temido el fin del
mundo, decían que nuestro padre había sido elegido, como Noé, que, por tanto,
la canoa él la había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo. Mi padre, yo no
podía maldecirlo. Y ya me apuntaban las primeras canas.
Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué era de lo que yo tenía tanta,
tanta culpa? Si mi padre siempre estaba ausente; y el río-río-río, el río -
perpetuo pesar. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo su
demora. Ya tenía achaques, ansias, por aquí dentro, cansancios, molestias del
reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. De tan viejo, no habría,
día más día menos, de flaquear su vigor, dejar que la canoa volcara o que
vagara a la deriva, en la crecida del río, para despeñarse horas después, con
estruendo en la caída de la cascada, brava, con hervor y muerte. Me apretaba el
corazón. Él estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que ni sé,
de un abierto dolor, dentro de mí. Lo sabría -si las cosas fueran otras. Y fui
madurando una idea.
Sin mirar atrás. ¿Estoy loco? No. En nuestra casa, la palabra loco no se
decía, nunca más se dijo, en todos aquellos años, no se condenaba a nadie por
loco. Nadie está loco. O, entonces, todos. Lo único que hice fue ir allá. Con
un pañuelo, para hacerle señas. Yo estaba totalmente en mis cabales. Esperé. Por
fin, apareció, ahí y allá, el rostro. Estaba allí, sentado en la popa. Estaba
allí, a un grito. Le llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, lo
que había jurado y declarado, tuve que levantar la voz: “Padre, usted es viejo,
ya cumplió lo suyo… Ahora, vuelva, no ha de hacer más… Usted regrese, y yo,
ahora mismo, cuando ambos lo acordemos, yo tomo su lugar, el de usted, en la
canoa...”. Y, al decir esto, mi corazón latió al compás de lo más cierto.
Él me oyó. Se puso en pie. Movió el remo en el agua, puso proa para acá,
asintiendo. Y yo temblé, con fuerza, de repente: porque, antes, él había
levantado el brazo y hecho un gesto de saludo -¡el primero, después de tantos
años transcurridos! Y yo no podía… De miedo, erizados los cabellos, corrí, huí,
me alejé de allí, de un modo desatinado. Porque me pareció que él venía del Más
Allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo perdón.
Sufrí el hondo frío del miedo, enfermé. Sé que nadie supo más de él.
¿Soy un hombre, después de esa traición? Soy el que no fue, el que va a
quedarse callado. Sé que ahora es tarde y temo perder la vida en los caminos
del mundo. Pero, entonces, por lo menos, que, en el momento de la muerte, me
agarren y me depositen también en una canoíta de nada, en esa agua que no para,
de anchas orillas; y yo, río abajo, río afuera, río adentro -el río.
"A terceira margem do rio",
Primeiras estórias, 1962
Traducción de Paz Díez Taboada
@uncuentodiario
Cuentosdiario.blogspot.com
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