El
gallardo alguacil Iván Dmitrievitch Tcherviakof se hallaba en la
segunda fila de butacas y veía a través de los gemelos Las Campanas de
Corneville. Miraba y se sentía del todo feliz…, cuando, de repente… -en
los cuentos ocurre muy a menudo el «de repente»; los autores tienen
razón: la vida está llena de improvisos-, de repente su cara se
contrajo, guiñó los ojos, su respiración se detuvo…, apartó los gemelos
de los ojos, bajó la cabeza y… ¡pchi!, estornudó. Como usted sabe, todo
esto no está vedado a nadie en ningún lugar.
Los
aldeanos, los jefes de Policía y hasta los consejeros de Estado
estornudan a veces. Todos estornudan…, a consecuencia de lo cual
Tcherviakof no hubo de turbarse; secó su cara con el pañuelo y, como
persona amable que es, miró en derredor suyo, para enterarse de si había
molestado a alguien con su estornudo. Pero entonces no tuvo más remedio
que turbarse. Vio que un viejecito, sentado en la primera fila, delante
de él, se limpiaba cuidadosamente el cuello y la calva con su guante y
murmuraba algo. En aquel viejecito, Tcherviakof reconoció al consejero
del Estado Brischalof, que servía en el Ministerio de Comunicaciones.
-Le he salpicado probablemente -pensó Tcherviakof-; no es mi jefe; pero de todos modos resulta un fastidio…; hay que excusarse.
Tcherviakof tosió, se echó hacia delante y cuchicheó en la oreja del consejero:
-Dispénseme, excelencia, le he salpicado…; fue involuntariamente…
-No es nada…, no es nada…
-¡Por amor de Dios! Dispénseme. Es que yo…; yo no me lo esperaba…
-Esté usted quieto. ¡Déjeme escuchar!
Tcherviakof,
avergonzado, sonrió ingenuamente y fijó sus miradas en la escena.
Miraba; pero no sentía ya la misma felicidad: estaba molesto e
intranquilo. En el entreacto se acercó a Brischalof, se paseó un ratito
al lado suyo y, por fin, dominando su timidez, murmuró:
-Excelencia, le he salpicado… Hágame el favor de perdonarme… Fue involuntariamente.
-¡No siga usted! Lo he olvidado, y usted siempre vuelve a lo mismo -contestó su excelencia moviendo con impaciencia los hombros.
“Lo
ha olvidado; mas en sus ojos se lee la molestia -pensó Tcherviakof
mirando al general con desconfianza-; no quiere ni hablarme… Hay que
explicarle que fue involuntariamente…, que es la ley de la Naturaleza;
si no, pensará que lo hice a propósito, que escupí. ¡Si no lo piensa
ahora, lo puede pensar algún día!…”
Al
volver a casa, Tcherviakof refirió a su mujer su descortesía. Mas le
pareció que su esposa tomó el acontecimiento con demasiada ligereza;
desde luego, ella se asustó; pero cuando supo que Brischalof no era su
«jefe», se calmó y dijo:
-Lo mejor es que vayas a presentarle tus excusas; si no, puede pensar que no conoces el trato social.
-¡Precisamente!
Yo le pedí perdón; pero lo acogió de un modo tan extraño…; no dijo ni
una palabra razonable…; es que, en realidad, no había ni tiempo para
ello.
Al
día siguiente, Tcherviakof vistió su nuevo uniforme, se cortó el pelo y
se fue a casa de Brischalof a disculparse de lo ocurrido. Entrando en
la sala de espera, vio muchos solicitantes y al propio consejero que
personalmente recibía las peticiones. Después de haber interrogado a
varios de los visitantes, se acercó a Tcherviakof.
-Usted
recordará, excelencia, que ayer en el teatro de la Arcadia… -así empezó
su relación el alguacil -yo estornudé y le salpiqué involuntariamente.
Dispen…
-¡Qué sandez!… ¡Esto es increíble!… ¿Qué desea usted?
Y dicho esto, el consejero se volvió hacia la persona siguiente.
“¡No
quiere hablarme! -pensó Tcherviakof palideciendo-. Es señal de que está
enfadado… Esto no puede quedar así…; tengo que explicarle…”
Cuando el general acabó su recepción y pasó a su gabinete, Tcherviakof se adelantó otra vez y balbuceó:
-¡Excelencia!
Me atrevo a molestarle otra vez; crea usted que me arrepiento infinito…
No lo hice adrede; usted mismo lo comprenderá…
El consejero torció el gesto y con impaciencia añadió:
-¡Me parece que usted se burla de mí, señor mío!
Y con estas palabras desapareció detrás de la puerta.
“Burlarme
yo? -pensó Tcherviakof, completamente aturdido-. ¿Dónde está la burla?
¡Con su consejero del Estado; no lo comprende aún! Si lo toma así, no
pediré más excusas a este fanfarrón. ¡Que el demonio se lo lleve! Le
escribiré una carta, pero yo mismo no iré más! ¡Le juro que no iré a su
casa!”
A
tales reflexiones se entregaba tornando a su casa. Pero, a pesar de su
decisión, no le escribió carta alguna al consejero. Por más que lo
pensaba, no lograba redactarla a su satisfacción, y al otro día juzgó
que tenía que ir personalmente de nuevo a darle explicaciones.
-Ayer
vine a molestarle a vuecencia -balbuceó mientras el consejero dirigía
hacia él una mirada interrogativa-; ayer vine, no en son de burla, como
lo quiso vuecencia suponer. Me excusé porque estornudando hube de
salpicarle… No fue por burla, créame… Y, además, ¿qué derecho tengo yo a
burlarme de vuecencia? Si nos vamos a burlar todos, los unos de los
otros, no habrá ningún respeto a las personas de consideración… No
habrá…
-¡Fuera! ¡Vete ya! -gritó el consejero temblando de ira.
-¿Qué significa eso? -murmuró Tcherviakof inmóvil de terror.
-¡Fuera! ¡Te digo que te vayas! -repitió el consejero, pataleando de ira.
Tcherviakof
sintió como si en el vientre algo se le estremeciera. Sin ver ni
entender, retrocedió hasta la puerta, salió a la calle y volvió
lentamente a su casa… Entrando, pasó maquinalmente a su cuarto, se
acostó en el sofá, sin quitarse el uniforme, y… murió.
La Muerte De Un Funcionario
Antón Chéjov
@uncuentodiario
Cuentosdiario.blogspot.com
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