I
El
veintiocho de febrero de 1936, al tercer día del incidente del 26 de
febrero, el teniente Shinji Takeyama, del batallón de transportes,
profundamente perturbado al saber que sus colegas más cercanos estaban
en connivencia con los amotinados, e indignado ante la inminente
perspectiva del ataque de unas tropas imperiales contra otras tropas
imperiales, tomó su espada de oficial y ceremoniosamente se vació las
entrañas en la habitación de ocho tatami de su residencia
privada en la sexta manzana de Aoba-cho, en el distrito Yotsuya. Su
esposa, Reiko, lo siguió clavándose un puñal hasta morir.
La
nota de despedida del teniente consistía en una sola frase: “¡Vivan las
Fuerzas Imperiales!”. La de su esposa, luego de implorar el perdón de
sus padres por precederlos en el camino a la tumba, concluía: “Ha
llegado la hora para la mujer de un soldado”. Los últimos momentos de
esta heroica y abnegada pareja hubieran hecho llorar a los dioses. Es
menester destacar que la edad del teniente era de treinta y un años; la
de su esposa, veintitrés.
Hacía sólo dieciocho meses que se habían casado.
II
Los
que contemplaron el retrato conmemorativo de los novios no dejaron de
admirar, quizá tanto como quienes habían asistido a la boda, el elegante
porte de la pareja.
El
teniente, de pie junto a su esposa, estaba majestuoso en su uniforme
militar. Su mano derecha descansaba sobre el puño de la espada y con la
izquierda sostenía la gorra de oficial. Su expresión severa traducía
claramente la integridad de su juventud.
En
cuanto a la belleza de la novia, envuelta en sus blancas vestiduras,
sería difícil encontrar las palabras adecuadas para describirla. Había
sensualidad y refinamiento en sus ojos, en las finas cejas y en los
labios llenos. Una mano, tímidamente asomada por la manga del vestido,
sostenía un abanico, y las puntas de los dedos, agrupados delicadamente,
eran como el capullo de una flor de luna.
Luego
de consumado el suicidio, muchos tomaron la fotografía y se entregaron a
tristes reflexiones acerca de las maldiciones que suelen recaer sobre
las uniones sin tacha. Quizá fuera sólo efecto de la imaginación, pero,
al observar el retrato, parecía casi que los dos jóvenes, ante el biombo
dorado, contemplaran, con absoluta claridad, la muerte que los
aguardaba.
Gracias
a los buenos oficios de su mediador, el teniente general Ozeki habían
podido instalarse en su nuevo hogar de Aoba-cho, en Yotsuya. En
realidad, aquel nuevo hogar no era sino una vieja casona alquilada, de
tres dormitorios y con un pequeño jardín detrás. Utilizaban la
habitación del piso superior, de ocho tatami, como dormitorio y habitación de huéspedes, pues el resto de la casa no recibía la luz del sol.
No tenían sirvientes y Reiko cuidaba del hogar en ausencia de su marido.
El
viaje de boda quedó postergado por coincidir con una época de
emergencia nacional. El teniente y su esposa pasaron la primera noche de
casados en la vieja casa. Muy tieso, sentado sobre el suelo y con su
espada frente a él, Shinji había hecho escuchar a su esposa un discurso
de corte militar antes de llevarla al lecho nupcial. Una mujer que
contraía matrimonio con un soldado debía saber y aceptar sin
vacilaciones el hecho de que la muerte de su marido podría llegar en
cualquier momento. Quizá al día siguiente. No importaba cuándo. ¿Estaba
ella conforme con aceptarlo? Reiko se puso de pie y, abriendo la
vitrina, tomó de ella su más preciado bien, un puñal regalado por su
madre. Se comprendieron perfectamente sin necesidad de palabras y el
teniente no puso nunca más a prueba la resolución de su mujer.
Durante
los primeros meses que siguieron a la boda, la belleza de Reiko se hizo
cada día más radiante. Brillaba, serena, como la luna después de la
lluvia.
Como
ambos estaban dotados de cuerpos sanos y vigorosos, su relación era
apasionada y no se limitaba a las horas de la noche. En más de una
ocasión, al volver a su hogar directamente del campo de maniobras, y aún
con el uniforme salpicado de barro, el teniente había poseído a su
mujer en el suelo, apenas abierta la puerta de la casa. Reiko le
correspondía con el mismo ardor. En aproximadamente un mes, contando con
la noche de bodas, Reiko conoció la absoluta felicidad, y el teniente,
al comprobarlo, se sintió también muy feliz.
El
cuerpo de Reiko era blanco y puro, y de sus pechos turgentes emanaba un
rechazo firme y casto que, cuando gozaba, se mudaba en la más íntima y
acogedora tibieza. Aun en los momentos de mayor intimidad se mantenían
extraordinariamente serios. Conservaban sus corazones sobrios y austeros
en medio de las más embriagadoras demostraciones de pasión.
El
teniente recordaba a su mujer durante el día en los cortos períodos de
descanso entre su entrenamiento y su retorno al hogar, y Reiko no
olvidaba a su marido en ningún momento. Cuando estaban separados, les
bastaba con mirar solamente la fotografía de su casamiento para
ratificar una vez más su felicidad. A Reiko no le sorprendía en lo más
mínimo que un hombre que había sido un extraño hasta algunos meses atrás
se hubiera convertido en el sol alrededor del cual giraban su vida y su
mundo.
Esta
relación tenía una base moral y seguía fielmente el mandato de los
Principios de la Educación en los que se estipula que “la armonía
reinará entre el marido y la mujer”. Reiko no encontró jamás la ocasión
de contradecir a su marido, y el teniente no tuvo motivo alguno para
reñir a su mujer.
En
el nicho, debajo de la escalera, junto a la tablilla del Gran Santuario
Ise, habían colocado fotografías de sus Majestades Imperiales, y cada
mañana, antes de partir hacia sus obligaciones, el teniente y su mujer
se detenían frente a ese lugar santificado y juntos se inclinaban en una
profunda reverencia.
La ofrenda de agua se renovaba cada mañana y la rama sagrada de sakasi
estaba siempre verde y fresca. Sus vidas se deslizaban bajo la solemne
protección de los dioses y estaban colmadas de una felicidad intensa que
hacía vibrar cada fibra de sus cuerpos.
III
Aun
cuando la casa de Saito, señor del Sello Privado, se hallaba en la
vecindad, nadie oyó allí el tiroteo de la mañana del 26 de febrero.
Aquel fue un ruidoso toque de atención en el amanecer nevado e
interrumpió bruscamente el sueño del teniente. Saltó inmediatamente de
la cama y, sin pronunciar palabra, se vistió el uniforme, se ajustó la
espada que le tendía su mujer y se precipitó a la calle cubierta de
nieve en el oscuro amanecer. No regresó a su hogar hasta la noche del
día veintiocho.
Algo
más tarde, Reiko oyó por la radio las noticias sobre aquella súbita
erupción de violencia. Vivió los dos días siguientes en completa y
tranquila soledad tras las puertas cerradas.
Reiko
había leído la presencia de la muerte en el rostro de su marido al
marcharse a toda prisa bajo la nieve. Si Shinji no regresaba, su propia
decisión era también muy firme. Moriría con él.
Se dedicó, entonces, a ordenar sus pertenencias personales. Eligió su mejor conjunto de kimonos
como recuerdo para sus amigas de colegio y escribió un nombre y una
dirección sobre el rígido papel en el que los había doblado y envuelto
uno a uno.
Como
su marido le recordaba constantemente que no había que pensar en el
mañana, Reiko ni siquiera había escrito un diario, y se encontraba ahora
en la imposibilidad de releer los pasajes en los que hubiera dado
testimonio de su felicidad. Sobre la radio se destacaban un perrito de
porcelana, un conejo, una ardilla, un oso y un zorro. Tampoco faltaban
allí un jarrón y un recipiente para el agua. Estos objetos constituían
la única colección de Reiko. Sin embargo, de nada serviría regalarlos
como recuerdos. Tampoco sería apropiado pedir específicamente que fueran
incluidos en su ataúd. Mientras estos objetos desfilaban por su mente,
Reiko tuvo la sensación de que los animalitos parecían cada vez más
tristes y desamparados.
Tomó
la ardilla en su mano y la observó. Fue entonces cuando, con sus
pensamientos puestos en un reino mucho más alejado que estos afectos
infantiles, vio en lontananza los principios, vitales como el sol, que
personificaba su marido. Estaba pronta y feliz de terminar sus días en
compañía de aquel hombre deslumbrante, pero en ese momento de soledad se
permitió refugiarse en el inocente afecto por aquellas bagatelas. Ya
había pasado el tiempo en que realmente las había amado.
Ahora
solamente acariciaba su recuerdo y el lugar que habían ocupado en su
corazón se había colmado definitivamente con pasiones más intensas.
Reiko
jamás había supuesto que las turbadoras emociones de la carne fueran
sólo un placer. La baja temperatura de febrero y el contacto con la
gélida porcelana de la ardilla habían entumecido sus dedos. Sin embargo,
bajo los dibujos simétricos de su acicalado kimonomeisen podía sentir, cuando recordaba los poderosos brazos del teniente, una cálida humedad que, desde su piel, desafiaba al frío.
No
experimentaba absolutamente ningún temor por la muerte que rondaba en
la cercanía. Mientras esperaba sola en su casa, Reiko no dudaba que la
angustia y la congoja que estaría experimentando su marido en aquellos
momentos la llevarían, con tanta certeza como su intensa pasión, a una
muerte agradable. Sentía en lo más hondo que su cuerpo podría disolverse
con facilidad y convertirse en una sola cosa con el pensamiento de su
marido.
A
través de las informaciones de la radio, oyó los nombres de varios
colegas de su marido mencionados entre los insurgentes. Eran noticias de
muerte. Se preguntaba ansiosamente, a medida que la situación se hacía
más difícil, por qué no se emitía una Ordenanza Imperial. El movimiento,
que en un principio había parecido ser un intento de restaurar el honor
nacional, se había convertido gradualmente en algo llamado motín. El
regimiento no había dado ningún comunicado y se suponía que, en
cualquier momento, podría comenzar la lucha en las calles aún cubiertas
de nieve.
El
veintiocho, a la caída del sol, furiosos golpes estremecieron a Reiko.
Bajó precipitadamente las escaleras, y mientras, con dedos inexpertos,
tiraba del pasador, la silueta apenas delineada tras los vidrios
cubiertos de escarcha no emitía sonido alguno. Sin embargo, no dudó de
la presencia de su marido. Nunca antes había tenido tanta dificultad en
abrir la puerta. Cuando finalmente pudo lograrlo, se encontró frente al
teniente enfundado en un capote color caqui y con las botas de campaña
salpicadas de barro.
Reiko no comprendió por qué Shinji cerró la puerta y corrió nuevamente el pasador.
-Bienvenido
a casa -la joven ejecuta una profunda reverencia a la cual su marido no
respondió. Se había quitado la espada y comenzaba a desembarazarse del
capote. Ella quiso ayudarlo. La chaqueta, que estaba fría y húmeda y
había perdido el olor a estiércol que tenía normalmente cuando se la
exponía al sol, le pesaba en el brazo. La colgó de una percha y
sosteniendo la espada y el cinturón de cuero entre sus mangas, esperó a
que su marido se quitase las botas. Luego, lo siguió hasta el cuarto de
estar: la habitación de seis tatami.
Bajo
la clara luz de la lámpara, el rostro barbudo y agotado de su marido
era casi irreconocible. Las mejillas hundidas habían perdido su brillo y
elasticidad.
En
circunstancias normales hubiera cambiado su ropa por otra de casa, y le
hubiera urgido servir la comida de inmediato. En cambio, aquella noche
se sentó frente a la mesa vistiendo el uniforme y con la cabeza hundida
sobre el pecho.
Reiko se abstuvo de preguntar si debía preparar la comida.
-Yo
no sabía nada -dijo el hombre al cabo de un silencio-. No me pidieron
que me uniera a ellos. Quizás no lo hicieron al saberme recién casado.
Kano, Homma y, tampoco, Yamaguchi.
Reiko
evocó los rostros de los alegres oficiales jóvenes, amigos de su
marido, que habían ido a aquella casa en calidad de invitados.
-Quizás
mañana se publique una Ordenanza Imperial. Supongo que serán juzgados
como rebeldes. Estaré a cargo de la unidad con órdenes de atacarlos… No
puedo hacerlo. Sería simplemente imposible -guardó un corto silencio-.
Me han dispensado de las guardias y estoy autorizado para volver a casa
por una noche. Mañana, a primera hora, deberé unirme al ataque sin
proferir una réplica. No puedo hacerlo, Reiko…
Reiko estaba sentada, muy tiesa, con los ojos bajos.
Comprendía
muy claramente que su marido hablaba en términos de muerte. El teniente
estaba resuelto y, aun cuando todavía planteaba el dilema, en su mente
ya no cabían vacilaciones.
Sin
embargo, en el silencio que se estableció entre ambos, todo quedó claro
con la misma transparencia de un cauce alimentado por el deshielo.
Ya
en su casa después de la larga prueba de dos días y contemplando el
rostro de su hermosa mujer, el teniente experimentó, por primera vez,
una verdadera paz interior. Había intuido de inmediato que su mujer
conocía la resolución que ocultaban sus palabras.
-Bien,
entonces… -el teniente abrió, grandes, los ojos. Pese al cansancio, su
mirada era fuerte y transparente y no la apartó de su esposa-. Esta
noche me abriré el estómago.
Reiko no vaciló.
-Estoy preparada -dijo-, permíteme acompañarte.
El
teniente se sintió casi hipnotizado por la mirada implorante de su
esposa. Sus palabras comenzaron a fluir rápida y fácilmente, como
expresadas en delirio.
Otorgó su aprobación a aquella empresa vital en una forma descuidada y negligente que parecía escapar a su entendimiento.
-Bien. Nos iremos juntos. Pero, antes, quiero que seas testigo de mi muerte.
Ya de acuerdo, sus corazones se vieron inundados por una repentina felicidad.
Reiko
estaba profundamente conmovida por la confianza que depositaba en ella
su marido. Era vital para el teniente que no se cometieran
irregularidades en su muerte. Por esta razón era necesario un testigo. Y
haber elegido para tal fin a su mujer demostraba una profunda y
absoluta confianza. En segundo lugar, y esto era aun más importante,
aunque había rogado a Reiko que muriera con él, ni siquiera intentaba
matar a su esposa primero, sino que dejaba aquel momento librado al
criterio de ella, para cuando él ya no estuviera allí, verificándolo
todo. Si el teniente hubiera abrigado la menor sospecha, cumpliendo el
pacto de los suicidas, hubiera preferido matarla primero.
Cuando
Reiko dijo: “Permíteme acompañarte”, el teniente apreció en estas
palabras el fruto final de las enseñanzas impartidas a su mujer desde la
noche del casamiento. La había educado en forma tal que, llegado el
momento, respondía en los exactos términos que correspondían. Era éste
un halago a la confianza en sí mismo que alimentaba Shinji… No era ni
tan romántico ni tan presuntuoso como para creer que esas palabras eran
dichas espontáneamente, sólo por amor.
Sus
corazones estaban tan inundados de felicidad que no podían dejar de
sonreír. Reiko se sentía nuevamente en la noche de bodas. Ante sus ojos
no existían ni el dolor ni la muerte. Sólo creía ver un ilimitado
espacio abierto hacia vastos horizontes.
-El agua está caliente. ¿Te darás un baño ahora?
-Sí, por supuesto.
-¿Y la comida…?
Las
palabras fueron pronunciadas en un tono tan tranquilo y doméstico, que,
por una fracción de segundo, el teniente creyó haber sido juguete de
una alucinación.
-No creo que sea necesario. ¿Podrás calentar un poco de sake?
-Como quieras.
Reiko se levantó y al tomar del ropero un vestido tanzan
para después del baño, atrajo deliberadamente la atención de su marido
sobre los cajones vacíos. El teniente observó el interior del mueble.
Leyó las direcciones sobre los regalos recordatorios. No hubo pena en él
frente a la heroica determinación de Reiko. Como un marido a quien su
joven esposa enseña con orgullo sus compras pueriles, el teniente,
inundado de afecto, abrazó a su mujer cariñosamente por la espalda y le
besó el cuello.
Reiko
sintió la aspereza de aquel rostro sin afeitar. Esta sensación
encerraba para ella toda la alegría del mundo, y ahora -sintiendo que
iba a perderla para siempre- contenía una frescura más allá de toda
experiencia. Cada momento parecía contener una infinita fuerza vital.
Los sentidos se despertaron en todo su cuerpo.
Aceptando las caricias de Shinji, Reiko se alzó sobre la punta de los pies y dejó que aquella vitalidad atravesara su cuerpo.
-Primero, el baño, y luego, después de tomar sake… Prepara las camas arriba, ¿quieres?
El teniente susurró algo en el oído de su mujer, y ella asintió silenciosamente.
El teniente se quitó apresuradamente el uniforme y se dirigió al baño.
Al oír el suave rugido del agua, Reiko llevó carbón hasta el cuarto de estar y empezó a calentar el sake.
Tomó el tanzan,
un fajín y su ropa interior. Se dirigió al baño para controlar el calor
del agua. En medio de una nube de vapor, el teniente se afeitaba con
las piernas cruzadas en el suelo. Ella pudo distinguir los músculos de
su fuerte espalda húmeda que respondían a los movimientos de sus brazos.
Nada sugería algún acontecimiento anormal. Reiko se ocupaba diligentemente de sus tareas y preparaba platos improvisados.
Sus
manos no temblaban y se mostraba más eficiente y desenvuelta que de
costumbre. De tanto en tanto sentía extrañas palpitaciones en el centro
del pecho, pero eran como luces distantes. Tenían un momento de gran
intensidad y luego se desvanecían sin dejar huellas. Omitiendo esto, no
parecía ocurrir nada fuera de lo habitual.
Mientras
se afeitaba en el baño, el teniente sintió que su cuerpo tibio se
libraba milagrosamente de la desesperada fatiga de aquellos días de
incertidumbre y se llenaba de una agradable expectativa pese a la muerte
que lo aguardaba. Oía vagamente los ruidos habituales con que su mujer
cumplía sus quehaceres, y un saludable deseo físico, postergado durante
dos días, se presentó nuevamente.
El teniente confiaba en que no había habido impureza en el goce experimentado mientras resolvían morir.
Ambos
habían sentido en aquel momento, aun cuando no de una manera clara y
consciente, que esos placeres permisibles estaban nuevamente bajo la
protección del Bien y del Poder Divino. Los protegía una moralidad total
e intachable. Al mirarse a los ojos descubrieron en su interior una
muerte honorable, estaban de nuevo a salvo tras las paredes de acero que
nadie podría destruir, enfundados en la impenetrable coraza de la
Belleza y la Verdad.
El teniente podía entonces considerar su patriotismo y las urgencias de su carne como un todo.
Acercó
más aún la cara al oscuro y agrietado espejo de pared y se afeitó
cuidadosamente. Aquel era el rostro que presentaría a la muerte y era
importante que no tuviera imperfecciones. Sus mejillas, recién
afeitadas, irradiaban nuevamente el brillo de la juventud y parecían
iluminar la opacidad del espejo. Sintió que había cierta elegancia en la
asociación de la muerte con aquella cara sana y radiante.
Sería
su rostro de difunto. En realidad ya había dejado a medias de
pertenecerle para convertirse en el busto de un soldado muerto. A título
de experimento, cerró fuertemente los ojos y todo quedó envuelto en la
oscuridad. Ya no era una criatura viviente.
Al
salir del baño, con un tenue reflejo azulado bajo la tersa piel de las
mejillas, se sentó junto al brasero de carbón. Advirtió que, pese a
hallarse ocupada, Reiko había encontrado el tiempo necesario para
retocar su cara. Su rostro estaba fresco y sus labios húmedos. Era
imposible encontrar en ella el menor rastro de tristeza, y al observar
aquella demostración de la personalidad apasionada de su mujer, el
teniente pensó que había elegido la esposa que le correspondía.
Tan pronto como hubo vaciado su taza de sake, se la ofreció a Reiko, que nunca lo había probado. La joven bebió un sorbo, tímidamente.
-Ven aquí -dijo el teniente.
Reiko
se acercó a su marido y, mientras él la abrazaba, ella se sintió
profundamente conmovida, como si la tristeza, la alegría y el poderoso sake se mezclaran dentro de ella.
El
teniente contempló las facciones de su esposa. Era el último rostro que
vería en este mundo. Lo estudió minuciosamente con los ojos de un
viajero despidiéndose de espléndidos paisajes.
Reiko
tenía una cara de rasgos regulares, sin ser fríos, y de labios suaves.
El teniente, que no se cansaba de contemplarla, la besó en la boca. Y
repentinamente, sin que se alterara su belleza por el llanto, las
lágrimas comenzaron a brotar lentamente bajo las largas pestañas y
corrieron como hilos brillantes por sus mejillas.
Luego
Shinji quiso subir al dormitorio, pero ella le suplicó que le diera
tiempo a tomar un baño. El teniente subió, pues, solo, y se acostó con
los brazos y las piernas abiertas en la habitación entibiada por la
estufa de gas. El tiempo que transcurrió esperando a su mujer no fue más
largo de lo habitual.
Colocó
las manos bajo la cabeza y observó las vigas del techo. ¿Esperaba la
muerte? ¿Un salvaje éxtasis de los sentidos? Ambas cosas parecían
sobreponerse, como si el objeto del deseo físico fuera la propia muerte.
El teniente nunca había gozado de una libertad tan absoluta.
Un
coche frenó y pudo oír el chirrido de las ruedas patinando sobre la
nieve apilada en los bordes de la calle. La bocina repercutió en las
paredes cercanas. Al percibir esos ruidos, Shinji pensó que aquella casa
se levantaba como una isla solitaria en el océano de una sociedad
ocupada incansablemente en los mismos asuntos de siempre. A su alrededor
se extendía desordenadamente el país por el cual estaba sufriendo y a
punto de dar la vida. No sabía ni le importaba si aquella gran nación
reconocería su sacrificio. En su campo de batalla no existía la gloria.
Era la trinchera del espíritu.
Los
pasos de Reiko resonaron en la escalera. Crujían los empinados
escalones de la antigua morada y estos sonidos inundaron al teniente de
gratos recuerdos. En cuantas ocasiones los había oído desde la cama. Al
reflexionar en que ya no volvería a percibirlos, se concentró en ellos
tratando de que cada rincón de aquel tiempo precioso se colmara con el
ruido de las suaves pisadas de la vieja escalera. Tales instantes
parecieron transformarse en joyas rutilantes de luz interior.
Reiko tenía un fajín sobre el yukatay
su rojo estaba atenuado por la media luz. El teniente quiso asirla y la
mano de Reiko corrió en su ayuda. El fajín cayó al suelo.
Ella estaba de pie frente a él, vistiendo su yukata.
El
hombre hundió las manos en las aberturas laterales bajo las mangas y la
abrazó intensamente. El roce de sus dedos sobre la piel desnuda, sentir
que las axilas se cerraban suavemente sobre sus manos, encendió aun más
su pasión y, pocos instantes más tarde, ambos yacían desnudos frente al
brillante fuego de la estufa.
No
pronunciaron palabra alguna, pero sus cuerpos y sus corazones se
inflamaron al saber que aquel sería el último encuentro. Era como si las
palabras “última vez” hubieran sido estampadas con pinceladas
invisibles sobre cada centímetro de sus cuerpos.
El
teniente atrajo a su mujer y la besó con vehemencia. Sus lenguas
exploraron las bocas, adentrándose en su interior suave y húmedo, y fue
como si las aún desconocidas agonías de la muerte templaran sus sentidos
como el acero al rojo vivo. Los lejanos dolores finales habían refinado
su percepción amorosa.
-Es
la última vez que te veré -murmuró el teniente-. Déjame mirar… -y
tomando la lámpara en su mano, dirigió un haz de luz sobre el cuerpo
extendido de Reiko.
Ella
había cerrado los ojos. La luz de la lámpara destacaba la majestuosidad
de su carne blanca. El teniente, con un rasgo de egocentrismo, se
alegró pensando en que jamás vería esa belleza derrumbándose frente a la
muerte.
El
teniente contempló sin apuro aquel inolvidable espectáculo. Acariciaba
la sedosa cabellera, palmeaba suavemente el bello rostro y besaba todos
los puntos en donde se detenía su mirada. La frente alta tenía una
serena frescura, los ojos cerrados se orlaban de largas pestañas bajo
las cejas finamente dibujadas y el brillo de los dientes se entreveía
por los labios llenos y regulares… Todo ello configuraba en la mente del
teniente la visión de una máscara mortuoria verdaderamente radiante y
una y otra vez apretó sus labios contra la blanca garganta en donde la
mano de Reiko no tardaría en descargar su certero golpe. El cuello
enrojeció bajo los besos y volviendo suavemente a los labios de su
amada, apoyó su boca sobre ellos con el fluctuante movimiento de un
pequeño bote. Cerrando los ojos, el mundo se convertía, así, en una
mecedora.
La
boca del teniente seguía fielmente el recorrido de sus ojos. Los pechos
altos y turgentes, rematados como en capullos de cerezo silvestre, se
endurecían al contacto de sus labios. Los brazos emergían mansamente a
ambos lados, afinándose hacia las muñecas, pero sin perder su redondez
ni simetría.
Los
dedos delicados eran aquellos que habían sostenido el abanico durante
la ceremonia nupcial. A medida que el teniente los besaba, se retraían
como avergonzados. El hueco natural de esa curva entre el pecho y el
estómago tenía en sus líneas no sólo la sugestión de la tersura, sino la
fuerza de la elasticidad y anunciaba las ricas curvas que se extendían
hasta las caderas. La riqueza y la blancura del vientre y las caderas
eran como la leche contenida en un recipiente amplio. El hoyo sombreado
del ombligo podía haber sido la huella de una gota de agua recién caída
allí. En donde las sombras se hacían más intensas, el vello crecía
apretado, dulce y sensible, y a medida que la excitación aumentaba en
aquel cuerpo que había dejado de mostrarse pasivo, un aroma de flores
ardientes se hacía cada vez más penetrante.
Reiko habló, por fin, con voz trémula:
-Muéstrame… Déjame mirar por última vez…
Shinji
no había oído nunca de labios de su mujer un ruego tan firme y
definido. Era como si su modestia ya no podía ocultar algo que, ahora,
se libraba de las trabas que la oprimían. El teniente se recostó
sumisamente para someterse a los requerimientos de su mujer. Ella alzó
ágilmente su cuerpo blanco y tembloroso y ardiendo en un inocente deseo
de devolverle todo cuanto había hecho por ella, puso los dedos sobre los
ojos de Shinji y los cerró suavemente.
Repentinamente
inundada de ternura, con las mejillas encendidas por el vértigo de la
emoción, Reiko abrazó la cabeza rapada del teniente y el pelo afeitado
lastimó su pecho. Aflojando el abrazo, contempló luego el rostro varonil
de su marido. Las cejas severas, los ojos cerrados, el espléndido
puente de la nariz, los labios bien dibujados y firmes. Reiko comenzó a
besarlos, se detuvo en la ancha base del cuello, en los hombros fuertes y
erguidos, en el pecho poderoso con sus círculos gemelos semejantes a
escudos de ásperos pezones. Un olor dulce y melancólico se desprendía de
las axilas profundamente sombreadas por la carne abundante del pecho y
de los hombros. En cierto modo, la esencia de la muerte joven estaba
contenida en aquella dulzura. La piel desnuda del teniente relucía como
un campo de cebada y podía observar los músculos en relieve convergiendo
sobre el abdomen alrededor del ombligo pequeño y modesto.
Al
mirar el estómago firme y joven, púdicamente cubierto por un vello
vigoroso, Reiko pensó que pronto iba a ser cruelmente lacerado por la
espada y, reclinando la cabeza, rompió en sollozos y lo cubrió con sus
besos.
Al
sentir las lágrimas de su mujer, el teniente se sintió capaz de
afrontar valerosamente las más crueles agonías del suicidio. Resulta
fácil imaginar a qué éxtasis llegaron después de aquellos tiernos
intercambios. El teniente se incorporó y rodeó con un potente abrazo a
su mujer, cuyo cuerpo estaba exhausto luego de tantas lágrimas y
aflicciones. Juntaron sus caras apasionadamente, restregando las
mejillas. El cuerpo de Reiko temblaba. Sus pechos húmedos estaban
fuertemente apretados y cada milímetro de aquellos cuerpos jóvenes y
hermosos se habían compenetrado tanto con el otro que parecía imposible
que se separaran jamás.
Reiko gritó.
Desde
las alturas se sumergieron en el abismo, y, de allí, una vez más hasta
embriagantes alturas. El teniente jadeaba como el portador de un
estandarte…
Al
terminarse su ciclo, surgía inmediatamente una nueva ola de placer y,
juntos, sin muestras de fatiga, se elevaron nuevamente hasta la cima
misma de un nuevo movimiento jadeante.
IV
Cuando
Shinji se volvió finalmente no fue por cansancio. No quería agotar la
considerable fuerza física que necesitaría para llevar a cabo el
suicidio. Además, hubiera lamentado enturbiar la dulzura de aquellos
últimos momentos abusando de esos goces.
Con
su habitual complacencia, Reiko siguió el ejemplo de su marido. Los dos
yacían desnudos, con los dedos entrelazados, mirando fijamente el
oscuro cielo raso. La habitación estaba caldeada por la estufa y en la
noche silenciosa no se oía el tránsito callejero. Ni siquiera llegaba
hasta ellos el fragor de los trenes y autobuses de la estación Yotsuya,
que se perdía en el parque densamente arbolado frente a la ancha
carretera que bordea el Palacio Akasaka. Resultaba difícil pensar en la
tensión existente en el barrio en donde las dos facciones del Ejército
Imperial se preparaban para la lucha.
Deleitándose
en su propio calor, los jóvenes rememoraron en silencio los éxtasis
recientes. Revivieron cada momento de la pasada experiencia, recordaron
el gusto de los besos nunca agotados, el contacto de la piel desnuda,
tanta embriagante felicidad. Pero ya entonces, el rostro de la muerte
acechaba desde las vigas del techo. Aquellos habían sido los últimos
placeres de los que sus cuerpos no disfrutarían nunca más. Ambos
pensaron que, aun cuando vivieran hasta una edad avanzada, no volverían a
disfrutar de un goce tan intenso.
También
se desprenderían sus dedos entrelazados. Hasta los dibujos de las
oscuras vetas de la madera, desaparecerían pronto. Era posible detectar
el avance de la muerte. En aquel momento ya no cabían dudas. Era
menester tener el coraje necesario, salirle al encuentro y atraparla.
-Podemos prepararnos -dijo el teniente.
La
determinación que encerraban sus palabras era inconfundible, pero
tampoco había habido nunca tan cálidas y tiernas inflexiones en su voz.
Varias
tareas les aguardaban. El teniente, que no había ayudado nunca a
recoger las camas, empujó la puerta corrediza del armario, alzó el
colchón y lo depositó dentro de él.
Reiko
apagó la estufa y la luz. En ausencia del teniente lo había aseado todo
cuidadosamente, y ahora aquella habitación de ocho tatami presentaba la apariencia de una sala lista para recibir a importantes invitados.
-Aquí bebieron Kano y Homma y Noguchi…
-Sí, eran todos grandes bebedores.
-Nos reuniremos pronto con ellos en el otro mundo. Se burlarán de nosotros cuando adviertan que te llevo conmigo.
Al
bajar la escalera, el teniente se volvió para contemplar la limpia y
tranquila habitación iluminada por la lámpara. En su mente flotaba el
recuerdo de los jóvenes oficiales que allí habían bebido y bromeado
inocentemente. Nunca había imaginado, entonces, que en aquella
habitación se abriría el estómago.
El
matrimonio se ocupó despacio y serenamente de sus respectivos
preparativos en las dos habitaciones de la planta baja. El teniente fue
primero al retrete, y luego, al baño a lavarse. Mientras tanto, Reiko
doblaba y guardaba la bata acolchada de su marido; ordenaba la túnica
del uniforme, los pantalones y un calzón blanco recién cortado; disponía
unas hojas de papel sobre la mesa del comedor para las notas de
despedida. Luego, tomó la caja que contenía los instrumentos para
escribir, y comenzó a raspar la tableta para hacer tinta. Ya había
decidido el contenido de su última misiva.
Los
dedos de Reiko apretaron fuertemente las frías letras doradas de la
tableta y el agua del tintero se tiñó inmediatamente como si una oscura
nube hubiera pasado sobre él. Todo aquello no era sino una solemne
preparación para la muerte. La rutina doméstica o una forma de pasar el
tiempo hasta que llegara el momento del enfrentamiento definitivo. Una
inexplicable oscuridad brotaba del olor de la tinta al espesarse.
El
teniente salió del baño. Vestía el uniforme sobre la piel. Sin
pronunciar una palabra, tomó asiento frente a la mesa y, empuñando el
pincel, permaneció indeciso frente al papel que tenía delante.
Reiko tomó un kimono
de seda blanca y, a su vez, entró en el baño. Cuando reapareció en la
habitación, ligeramente maquillada, la misiva ya estaba terminada. El
teniente la había colocado bajo la lámpar .Las gruesas pinceladas solo
decían:
“¡Vivan las fuerzas imperiales! Teniente del ejército, Takeyama Shinji”.
El teniente observó en silencio los controlados movimientos con que los dedos de su mujer manejaban el pincel.
Con
sus respectivas esquelas en la mano -la espada del teniente ajustada
sobre su costado y la pequeña daga de Reiko dentro de la faja de su kimono
blanco-, ambos permanecieron frente al santuario, rezando en silencio.
Luego, apagaron todas las luces de la planta baja. Mientras subían, el
teniente volvió la cabeza y observó la llamativa silueta de su mujer
que, toda vestida de blanco y los ojos bajos, iba tras él.
Acomodaron las notas de despedida una junto a la otra en la alcoba de la planta baja.
Por
un momento pensaron en descolgar el pergamino, pero como había sido
escrito por su mediador el teniente general Ozzeki y consistía en dos
caracteres chinos que significaban “Sinceridad”, lo dejaron en donde
estaba. Pensaron que, aunque se manchara de sangre, el teniente general
no se ofendería.
Shinji tomó asiento de espaldas a la habitación y, muy erguido, colocó su espada frente a él. Reiko se sentó frente a él, a un tatami de distancia. El toque de pintura en sus labios parecía aun más seductor sobre el severo fondo blanco.
Se miraron intensamente a los ojos a través de la distancia de un tatami
que los separaba. La espada del teniente casi tocaba sus rodillas. Al
verla, Reiko recordó la primera noche de casada, y se sintió abrumada de
tristeza.
Finalmente, el teniente habló con voz ronca:
-Como
no voy a tener quién me ayude, me haré un corte profundo. Puede que sea
desagradable. Por favor, no te asustes. La muerte es algo horrible de
presenciar, en cualquier circunstancia. No debes dejarte atemorizar,
¿comprendes?
Reiko asintió con una profunda inclinación de cabeza.
Al
mirar la figura esbelta de su mujer, el teniente experimentó una
extraña excitación. Estaba a punto de llevar a cabo un acto que requería
toda su capacidad de soldado, algo que exigía una resolución similar al
coraje que se necesita para entrar en combate. Sería una muerte no
menos importante ni de menor calidad que si hubiera muerto en el frente
de batalla.
Por
unos instantes el pensamiento llevó al teniente a elaborar una rara
fantasía. Una muerte solitaria en el campo de batalla, una muerte ante
los ojos de su hermosa esposa… Una dulzura sin límites lo invadió al
experimentar la sensación de que iba a morir en aquellas dos
dimensiones, conjugando la imposible unión de ambas.
“Este
debe ser el pináculo de la buena fortuna”, pensó. El hecho de que
aquellos hermosos ojos observaran cada minuto de su muerte equivaldría a
ser llevado al más allá en alas de una brisa fragante y sutil.
Presentía
en aquella circunstancia una suerte de merced especial, vedada a los
demás, a él solo dispensada. El teniente creyó ver en su radiante
esposa, ataviada como una novia, el compendio de todo lo amado por lo
cual iba, ahora, a entregar la vida. La Casa Imperial, la Nación, la
bandera del Ejército. Todas ellas eran presencias que, como su esposa,
lo observaban atentamente con ojos transparentes y firmes. Reiko también
contemplaba a su marido que tan pronto habría de morir, pensando que
jamás había visto algo tan maravilloso en el mundo.
El
uniforme siempre le sentaba bien, pero ahora, mientras se enfrentaba a
la muerte con cejas severas y labios firmemente apretados, irradiaba lo
que podría llamarse una esplendorosa belleza varonil.
-Es hora de partir -dijo, por fin.
Reiko
dobló su cuerpo hasta el suelo en una profunda reverencia. No podía
alzar el rostro. No quería estropear su maquillaje con las lágrimas que
le resultaba imposible contener.
Cuando
finalmente alzó la mirada, vio borrosamente, a través de las lágrimas,
que su marido había enroscado una venda blanca alrededor de su espada
ahora desenvainada; sólo dejaba en la punta doce o quince centímetros de
acero al desnudo.
Apoyando
la espada en el tatami que tenía frente a él, el teniente se alzó sobre
las rodillas, se sentó nuevamente con las piernas cruzadas y desabrochó
el cuello del uniforme. Sus ojos no verían ya a su mujer. Lentamente,
se desprendió uno por uno los botones chatos de metal. Observó primero
su pecho oscuro y, luego, su estómago. Desató el cinturón y se
desabrochó los pantalones. Tomó el taparrabos con ambas manos y lo tiró
hacia abajo para dejar más libre al estómago. Luego empuñó la espada con
la venda blanca en su filo, mientras que, con la mano izquierda,
masajeaba su abdomen. Conservaba la mirada baja.
Para
verificar el filo, el teniente abrió la parte izquierda del pantalón,
dejando parte del muslo a la vista, y deslizó el filo sobre la piel. La
sangre brotó inmediatamente de la herida y varias gotas brillaron a la
luz.
Era
la primera vez que Reiko veía la sangre de su marido y experimentó
violentas palpitaciones en el pecho. Observó el rostro del teniente y
vio que estudiaba con calma su propia sangre. Pese a que aquel era un
consuelo superficial, Reiko sintió cierto alivio.
Los
ojos del hombre se fijaron en ella con una mirada penetrante como la de
un halcón. Colocando la espada frente a él, se alzó ligeramente sobre
sus músculos e inclinó la parte superior del cuerpo sobre la punta de la
espada. La excesiva tensión que presentaba la tela del uniforme
indicaba a las claras que estaba reuniendo todas sus fuerzas. Se
proponía asestar un profundo golpe en la parte izquierda del estómago y
su grito agudo traspasó el silencio de la habitación.
Pese
al esfuerzo, el teniente tuvo la sensación de que era otro quien había
golpeado su estómago como con una gruesa barra de hierro. Durante
algunos segundos su cabeza giró vertiginosamente y no recordó cuánto
había sucedido. Los doce o quince centímetros de punta desnuda habían
desaparecido completamente en su carne, y el vendaje blanco, fuertemente
sujeto por su puño cerrado, le presionaba directamente el estómago.
Recuperó
la conciencia. Pensó que el filo debía haber atravesado las paredes del
abdomen. Su respiración era dificultosa, el pecho le palpitaba
violentamente y, en alguna zona remota, aparentemente desligada de su
persona, un dolor terrible e insoportable se alzaba en forma
avasalladora como si la tierra se abriera para vomitar un cauce de rocas
hirvientes. El dolor se acercó, de pronto, a una velocidad vertiginosa.
El teniente se mordió el labio inferior y sofocó un lamento instintivo.
“¿Es esto el seppuku?”, pensó.
Experimentaba
una sensación de caos total, como si el cielo se hubiera desplomado
sobre él y todo el universo girara como bajo el efecto de una enorme
embriaguez. Su fuerza de voluntad y coraje, que tan fuertes se habían
manifestado antes de la incisión, se habían reducido ahora a una fibra
de acero del grosor de un cabello. Lo asaltó la incómoda sensación de
que tendría que avanzar asido a esa fibra con toda su desesperación.
Algo
humedecía su puño y, bajando la mirada, vio que, tanto su mano como el
paño que envolvía la hoja, estaban empapados en sangre. También su
calzón estaba teñido de un rojo intenso. Le pareció increíble que en
medio de aquella agonía, las cosas visibles pudieran ser todavía vistas y
las cosas existentes, existir.
Reiko
luchó por no correr al lado de su esposo al observar la mortal palidez
que invadía sus rasgos después de clavarse la espada. Sucediera lo que
sucediera, su misión era la de observar. Ser testigo. Tal era la
obligación contraída con el hombre amado. Frente a ella, a un tatami de distancia, podía ver cómo su marido se mordía los labios para ahogar el dolor.
Reiko no contaba con ningún medio para rescatarle.
El
sudor brillaba en su frente. Shinji cerró los ojos para abrirlos luego,
nuevamente, como quien hace un experimento. Su mirada había perdido
todo brillo y los suyos parecían los ojos inocentes y vacíos de un
animalito.
La
agonía que se desarrollaba frente a Reiko la quemaba como un implacable
sol de verano, pero era algo totalmente alejado de la pena que parecía
estar partiéndola en dos.
El
dolor crecía con regularidad. Reiko sentía que su marido se había
convertido en un ser de un mundo aparte, en un hombre íntegramente
disuelto en el dolor, en un prisionero en una jaula de sufrimiento, y
mientras pensaba, comenzó a sentir como si alguien hubiera levantado una
cruel muralla de cristal entre ellos.
Desde
su matrimonio, la existencia de su marido se había convertido en la
suya propia, y cada respiración de Shinji parecía pertenecer a Reiko. En
cambio, ahora, mientras que la existencia de su marido en el dolor era
una realidad viviente, Reiko no podía encontrar en su pena ninguna
prueba concluyente de su propia existencia.
Usando
solamente la mano derecha, el teniente comenzó a cortarse el vientre de
un lado a otro. Pero a medida que la hoja se enredaba en las entrañas,
era rechazada hacia fuera por la blanda resistencia que encontraba allí.
El teniente comprendió que sería menester usar ambas manos para
mantener la punta profundamente hundida en su cuerpo. Tiró hacia un
costado, pero el corte no se produjo con la facilidad que había
esperado. Concentró toda la energía de su cuerpo en la mano derecha y
tiró nuevamente. El corte se agrandó ocho o diez centímetros.
El
dolor se extendió como una campana que sonara de forma salvaje. O como
mil campanas tocando al unísono con cada respiración y con cada latido,
estremeciendo todo su ser. El teniente no podía contener los gemidos.
Pero la hoja ya se había abierto camino hasta debajo del ombligo. Al
advertirlo, Shinji sintió un renovado coraje.
El
volumen de la sangre no había dejado de aumentar y ahora manaba por la
herida como originado por el latir del pulso. La estera estaba empapada
de sangre, que seguía renovándose con aquella que chorreaba de los
pliegues del pantalón caqui del teniente. Una salpicadura, semejante a
un pájaro, voló hacia Reiko y manchó la falda de su kimonode
seda blanca. Cuando el teniente pudo, por fin, desplazar la espada hacia
el costado derecho, ésta ya cortaba superficialmente y era posible
contemplar su punta desnuda resbalándose sobre la sangre y la grasa.
Atacado súbitamente por terribles vómitos, el teniente gritó roncamente.
Los vómitos volvieron aún más horrendo el dolor, y el estómago, que
hasta aquel momento se había mantenido firme y compacto, explotó de
repente, dejando que las entrañas reventaran por la herida abierta.
Ignorantes del sufrimiento de su dueño, las entrañas de Shinji causaban
una impresión de salud y desagradable vitalidad que las hacía escurrirse
blandamente y desparramarse sobre la estera. La cabeza del hombre se
abatió, sus hombros se estremecieron y un fino hilo de saliva goteó de
su boca. Las insignias doradas brillaban a la luz.
Todo
estaba lleno de sangre. El teniente estaba empapado de ella hasta las
rodillas, y ahora se sentaba en una posición encogida y desamparada con
una mano en el suelo. Un olor acre inundaba la habitación. La cabeza del
hombre colgaba en el vacío y su cuerpo se sacudía en interminables
arcadas. La hoja de la espada, expulsada de sus entrañas, estaba
totalmente expuesta y aun sostenida por la mano derecha del teniente.
Sería
difícil imaginar una visión más heroica que la del teniente reuniendo
sus fuerzas y echando la cabeza hacia atrás. La violencia del movimiento
hizo que la cabeza del teniente chocara contra uno de los pilares de la
alcoba.
Hasta
aquel momento, Reiko había permanecido sentada con la mirada baja, como
encandilada por el flujo de la sangre que avanzaba hacia sus rodillas,
pero el golpe la sorprendió y tuvo que alzar la vista.
El
rostro del teniente no era el del hombre con vida. Los ojos estaban
vacíos, la piel lívida, las mejillas y los labios tenían el color de la
tierra seca. Sólo la mano derecha se movía aun sosteniendo
laboriosamente la espada. Se agitó convulsamente en el aire, como la
mano de un títere, y luchó por dirigir la punta de la espada hasta la
base del cuello.
Reiko
contempló cómo su marido intentaba este último, conmovedor y fútil
esfuerzo. Brillando de sangre y de grasa, la punta se descargaba una y
otra vez sobre la garganta. Siempre fallaba. No le quedaban fuerzas para
guiarla y sólo chocaba contra las insignias del cuello del uniforme que
se había cerrado nuevamente y protegía la garganta.
Reiko
no soportó aquella visión por más tiempo. Intentó ir en ayuda de
Shinji, pero le resultaba imposible ponerse en pie. Se arrastró de
rodillas y su falda se tiñó de un rojo intenso. Se colocó detrás de su
marido y lo ayudó abriendo solamente el cuello del uniforme. La hoja
vacilante tomó finalmente contacto con la piel desnuda de la garganta.
Reiko tuvo la sensación de haber empujado a su marido hacia adelante.
No
fue así. El teniente había dado una última demostración de fortaleza.
Echó su cuerpo violentamente contra la hoja y el filo perforó su cuello,
apareciendo luego por la nuca. El teniente permaneció inmóvil mientras
un tremendo chorro de sangre lo inundaba todo.
V
Reiko
descendió lentamente la escalera. Sus medias estaban impregnadas de
sangre. En la habitación superior reinaba ahora la más absoluta calma.
Encendió
las luces de la planta baja, verificó los quemadores y la llave
principal del gas. Echó agua sobre el carbón humeante y semi-apagado del
brasero. Se detuvo frente al espejo de la habitación de cuatro tatami, y medio alzó su falda. Las manchas de sangre parecían un alegre dibujo estampado en la parte inferior de su kimonoblanco.
Al instalarse frente al espejo, sintió la fría humedad de la sangre de
su marido en los muslos y tuvo un estremecimiento. Se entretuvo
largamente en el baño. Aplicó una generosa capa de colorete sobre sus
mejillas y también abundante rouge en los labios. Este
maquillaje ya no estaba destinado a agradar a su marido. Se maquillaba
para el mundo que estaba a punto de abandonar. Había algo espectacular y
magnífico en los toques de su pincel. Al levantarse, advirtió que la
sangre había mojado la estera dispuesta frente al espejo. Reiko no lo
tuvo ya en cuenta.
La
joven se detuvo al pisar el corredor de cemento que llevaba a la
galería. Su marido había cerrado el pestillo de la puerta la noche
anterior en un acto de preparación a la muerte, y durante un instante se
sumió en la consideración de un problema simple: ¿dejaría el cerrojo
echado? De hacerlo así, podrían transcurrir varios días antes de que los
vecinos advirtieran el suicidio. A Reiko no le agradó la idea de dos
cadáveres descomponiéndose antes de ser descubiertos. Después de todo,
sería mejor dejar la puerta abierta…
Abrió
el cerrojo y dejó la puerta de vidrios cubiertos de escarcha
ligeramente entreabierta. El viento helado se coló de inmediato en la
habitación. Nadie pasaba por la calle, era medianoche y las estrellas
resplandecían tan frías como el hielo.
Reiko
dejó la puerta entornada y subió las escaleras. Durante varios minutos
caminó de un lado a otro. La sangre de sus medias ya se había secado. De
pronto, un olor peculiar llegó hasta ella.
El
teniente yacía, boca abajo, en un mar de sangre. La punta de la espada,
que sobresalía de su nuca, parecía haberse hecho más prominente aún.
Reiko anduvo negligentemente sobre la sangre y se sentó al lado del
cadáver de su marido. Lo observó atentamente. Tenía la mejilla apoyada
en la alfombra, los ojos estaban muy abiertos, como si algo hubiera
despertado su atención. Ella alzó la cabeza, la apoyó sobre su manga y,
limpiándose la sangre de los labios, lo besó por última vez.
Luego
tomó del armario una bata blanca y un cordón. Para evitar que su falda
se desordenara, ciñó la manta alrededor de su cintura y la sujetó
firmemente con el cordón.
Reiko
se sentó muy cerca de Shinji. Extrajo la daga de su faja, examinó el
brillo opaco de la hoja y la acercó a su lengua. El gusto del acero
bruñido era ligeramente dulce.
Reiko
no perdió tiempo. Pensó que el dolor que la había separado de su marido
moribundo iba ahora a formar parte de su propia experiencia. Sólo
vislumbró ante sí el gozo de penetrar en un reino que el amado Shinji ya
había hecho suyo.
Había percibido algo inexplicable en la fisonomía agonizante de su marido. Algo nuevo. Le sería dado, pues, resolver el enigma.
Reiko
sintió que, por fin, también podría participar de la verdadera y amarga
dulzura del gran principio moral en que había creído el teniente.
Empujó
entonces la punta de la daga contra la base de su garganta. La empujó
fuertemente. La herida resultó poco profunda. Le ardía la cabeza y sus
manos temblaban de manera incontrolable. Forzó la hoja hacia un costado y
una sustancia caliente le inundó la boca. Todo se tiñó de rojo frente a
sus ojos como el fluir de un río de sangre. Reunió todas sus fuerzas y
hundió aún más profundamente la daga en su garganta.
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