Para mi Maestro, Enrico Cicogna
El capataz, descubierto por respeto, le fue pasando
mano a mano los pedazos de carne sangrienta al hombre de la galera y la levita.
Al fin de la tarde y en silencio. El hombre de la levita hizo un círculo con
los brazos encima de la perrera y se alzó en seguida la ráfaga oscura de los
cuatro doberman, casi flacos, huesos y tendones, y la ciega ansiedad de los
hocicos, los dientes innumerables.
El hombre de la levita estuvo un rato viéndolos comer,
tragar, mirándolos después pedir más carne.
—Bueno —le dijo al capataz—, lo que le ordené. Toda el
agua que quieran pero nada de comida. Hoy es jueves. Los suelta el sábado a
esta hora más o menos, cuando caiga el sol. Y que todo el mundo se vaya a
dormir. El sábado, sordos aunque oigan desde los galpones.
—Patrón —asintió el capataz.
Ahora el hombre de la levita le pasó al otro billetes
color carne sin escucharle las palabras agradecidas. Bajó hacia la frente la
galera gris y dijo mirando a los perros. Los cuatro doberman estaban separados
por tejidos de alambre; los cuatro doberman eran machos.
—Subo a la casa dentro de media hora. Que tengan listo
el coche. Voy a la capital. Asuntos. No sé cuántos días estaré allá. Y no
olvides. Hay que cambiarle toda la ropa, después. Quema los documentos. La
plata es tuya y todo lo que te guste, anillos, gemelos, reloj. Pero no uses
nada hasta que hayan pasado meses. Yo te diré cuándo. El dinero es tuyo
—reiteró—. A los cajetillas nunca les faltan. Y las manos; no te olvides de las
manos.
Entonces era bajo y fuerte, vestido con bordados
grises, cinturón ancho pesado de esterlinas, poncho oscuro y una corbata negra
cuyo color le fue impuesto a los trece años y ya había olvidado por qué y por
quién. El facón de plata, a veces, por alarde o adorno y el sombrero con el ala
hacia atrás. Sus ojos, como los bigotes, tenían el color del alambre nuevo y la
misma rigidez.
Miraba sin verdadero odio ni dolor, invariable para
los demás como si estuviera seguro de que la vida, la suya, acumularía rutinas
plácidas hasta el final. Pero estaba mintiendo. Apoyado en la chimenea veía
mintiendo la habitación, las butacas de seda y dorado donde nunca aceptó
sentarse, los. muebles de patas retorcidas, con puertas de vidrio, llenos de
servicios para té, café y chocolate que tal vez nunca hubieran sido usados. La
enorme pajarera con su temeroso estruendo, las curvas del sillón confidente,
las bajas mesitas frágiles sin destino conocido. Las gruesas cortinas vinosas
suprimían el tranquilo atardecer; sólo existía el bricabrac asfixiante.
—Me voy para Buenos Aires —repitió el hombre, como
todos los viernes con su voz lenta y grave—. El buque sale a las diez.
Negocios, la estafa que me quieren hacer con tus campos del norte.
Miraba los dulces, las láminas de jamón, los pequeños
quesos triangulares, la mujer manejando la tetera: joven, rubia, siempre
pálida, equivocada ahora sobre su futuro inmediato.
Miraba al niño de seis años nervioso y enmudecido, más
blanco que su madre, siempre vestido por ella con ropas femeninas, excesivas en
terciopelos y encajes. No dijo nada porque todo había sido dicho mucho tiempo
atrás. La repugnancia de la mujer, el odio creciente del hombre, nacidos en la
misma extravagante noche de bodas en que fue engendrado el niño-niña que.se
apoyaba ahora boquiabierto en el muslo de su madre mientras enroscaba con dedos
inquietos los gruesos bucles amarillos que caían hasta el cuello, hasta el
collar de pequeñas medallas benditas.
El milord era negro y lustroso y brillaba siempre
corno recién barnizado; tenía dos enormes faroles que muchos años después se
disputaría la gente rica de Santa María para adornar portales con una bombita
eléctrica en lugar de velas. Lo arrastraba un tordillo hecho de plata o estaño.
Y el coche no lo había hecho Daglio; fue traído desde Inglaterra.
A veces medía con envidia y casi con odio el ímpetu,
la juventud ciega de la bestia; otras, imaginaba contagiarse de su salud, de su
ignorancia del futuro.
Pero tampoco aquel viernes —y menos que nunca aquel
viernes— fue a Buenos Aires. Ni siquiera, en realidad, estuvo en Santa María;
porque al llegar al principio de Enduro hizo que el tordillo joven que tiraba
del birlocho torciera hacia la izquierday lo arrastrara, haciendo volar
terrones por el camino de barro seco que llevaba, atravesando paisajes de pasto
quemado y algunos árboles solitarios y siempre distantes, hacia la playa sucia
que muchos años después, convertida en balneario, poblada de chalets y comercios,
llevaría su nombre, ayudaría en parte ínfima a cumplir su ambición.
Más adelante, en una extensión exagerada, el caballo
trotó flanqueado por la mansedumbre de los trigales, de las granjas que
parecían desiertas, blanqueando tímidas, hundidas en el calor creciente de la
tarde.
Dejó el coche frente al rancho más grande del
rancherío y, sin contestar saludos, alargó diez billetes al hombre oscuro que
había salido a recibirlo. Pagaba el pienso de la bestia, el alojamiento en el
corral, el secreto, el silencio que ambos sabían mentira.
Después caminó hasta la casita nueva y encalada,
rodeada de yuyos, casi apoyada en un pino recto y gigantesco, plantado por
nadie medio siglo atrás.
Por costumbre, imperioso y displicente, golpeó tres
veces la puerta frágil con el mango del rebenque. Tal vez también esto formara
parte implícita del rito: la mujer silenciosa, acaso ausente, demorándose. El
hombre no volvió a llamar. Esperaba inmóvil, bebiendo en el jadeo esta primera
cuota del sufrimiento semanal que ella, Josephine, le servía obediente y
generosa.
Sumisa, la muchacha abrió la puerta, escondiendo el
hastío y el asco, que había sido lástima, se desprendió la bata, la dejó caer
al suelo y volvió desnuda a la cama.
Un viernes lejano, inquieta porque temía a otro
hombre, había consultado el relojito: supo así que la operación completa duraba
dos horas. El se quitó el saco, lo unió al rebenque y al sombrero y fue
colocando todo, ya tembloroso, sobre una silla. Luego se acercó y, como
siempre, empezó por los pies de la muchacha, sollozando con su voz ronca,
pidiendo perdón con bramidos incomprensibles por una culpa viejísima y sin
remisión, mientras la baba caía mojando las uñas pintadas de rojo.
Casi en la totalidad de tres días la muchacha lo tuvo
de espaldas, enrollando cigarrillos, silencioso, vaciando sin prisa ni
borrachera los porrones de ginebra, levantándose para ir al baño o para
acercarse rabioso y dócil al suplicio de la cama.
Traída por las semillas envueltas en blancos cabellos
de seda, volando apoyada sobre el capricho del aire, la noticia llegó a Santa
María, a Enduro, a la casita blanca próxima a la costa. Cuando el hombre la
recibió —el cuidador del tordillo se animó a rascar la puerta y dio las nuevas
desviando los ojos, la boina estrangulada en las grandes manos oscuras
—comprendió que, increíblemente, la mujer desnuda y prisionera en la cama ya lo
sabía.
De pie, afuera, inclinado sobre el murmullo servil y
en decadencia, el dueño de los bigotes acerados, del milord, del caballito de
plata, de más de la mitad de las tierras del pueblo, habló lentamente y habló
demasiado:
—Ladrones de fruta. Para ellos tengo los mejores
perros, los más asesinos de los perros. No atacan. Defienden. —Miró un instante
el cielo impasible, sin sonrisa ni tristeza; sacó más billetes del cinto—. Pero
yo no sé nada, no lo olvide. Yo estoy en Buenos Aires.
Era mediodía del domingo; pero el hombre no dejó la
casita hasta la mañana del lunes. Ahora el caballito se sujetaba al trote, sin
necesidad de ser dirigido, rítmico, volviendo a la querencia con un algo de
animal mecánico, de juguete de feria.
—Un milico —pensó despreocupado el hombre cuando vio,
apoyado en la pared, cerca del gran portón negro de hierro, con el ostentoso
entrevero doble de una jota con una pe, a un policía joven y aburrido, con un
uniforme que había sido azul y de un desaparecido más corpulento y alto.
—El primer milico —pensó el hombre casi sonriendo y
llenándose, lentamente de un entusiasmo, de un principio de
diversión.
—Perdone señor —dijo el uniforme, cada vez más joven y
tímido a medida que se acercaba, casi un niño al final—. Me dijo el comisario
Medina que le pidiera de darse una vuelta por el Destacamento. A voluntad de
usted.
—Otro milico —murmuró el hombre, enredado en el vaho y
el olor del caballo—. Pero usted no tiene la culpa. Dígale a Medina que estoy
en mi casa. Todo el día. Si quiere verme.
Sacudió apenas las riendas y el animal lo arrastró
jubiloso, más allá del jardín y la arboleda, hasta la media luna de tierra seca
donde estaban las cocheras.
Cabizbajos y diestros, ninguno de los hombres que se
acercaron para recibirlo y desensillar habló de la noche del sábado ni de la
madrugada del domingo.
Petrus no sonreía porque había descargado la burla
desde años atrás, y tal vez para siempre, a los bigotes de viruta de acero.
Recordaba impreciso su aproximación a la cincuentena; sabía todo lo que le
faltaba hacer o intentar en aquel extraño lugar del mundo que aún no figuraba
en los mapas; consideraba que no enfrentaría nunca un obstáculo más terco y
viscoso que la estupidez y la incomprensión de los demás, de todas las otras
con que estaría obligado a tropezar.
Y así, por la tarde, cuando el bochorno comenzaba a
ceder bajo los árboles, llegó Medina, el comisario, intemporal, pesado e
indolente, manejando el primer coche modelo T que logró vender Henry Ford en
1907.
El capataz lo saludó haciendo una venia demasiado
lenta y exagerada. Medina lo midió con una sonrisa burlona y le dijo
suavemente:
—Te espero a las siete en el Destacamento, Petrus o no
Petrus. Te conviene ir. Te juro que no te va a convenir si me obligas a
mandarte buscar.
El hombre dejó caer el brazo y aceptó moviendo la
cabeza. No estaba intimidado.
—El patrón dijo que si usted venía él estaba en la
casa.
Medina taconeó sobre la tierra reseca y subió la
escalera de granito, excesivamente larga y ancha. “Un palacio; el gringo cree
vivir en un palacio aquí, en Santa María.”
Todas las puertas estaban cerradas al calor. Medina
golpeó las manos como advertencia y se introdujo en la gran sala de las
vitrinas, los abanicos y las flores. Con un traje distinto al de la mañana pero
tan cuidado como si se hubiera vestido para un paseo inminente, ensombrerado,
fumando en el único asiento que parecía capaz de soportar el peso de un hombre,
Jeremías Petrus dejó en la alfombra el libro que estaba leyendo y alzó dos
dedos como saludo y bienvenida.
—Siéntese, comisario.
—Gracias. La última vez que nos vimos yo me llamaba
Medina.
—Pero hoy resolví ascenderlo. Ya sé lo que lo trajo.
Medina miró dudoso la profusión de butaquitas doradas.
—Siéntese en cualquiera —insistió Petrus—. Si la rompe
me hace un favor. Y ante todo, ¿qué tomamos? Estoy pasado de ginebra.
—No vine a tomar.
—Ni tampoco a contarme que en horas de servicio nada
de alcohol. Hace meses que no me llegan botellas de Francia. Algún milico
estará tomándose mi Moet Chandon en rueda de chinas. Pero tengo un bitter
Campari que me parece justo
para esta hora.
Movió una campanilla y vino el mucamo que estaba
escuchando detrás de una cortina. Joven, moreno, el pelo aplastado y grasicnto.
Medina lo conocía como carne de reformatorio, como mensajero de putas
clandestinas —¿y qué mujer no lo es?—, como ladrón en descuidos. Recordó,
buscándole sin triunfo los ojos, la frase ya clásica y deformada: “Te conozco,
Mirabelles”. Era cómico verlo con la chaqueta blanca y la corbala de smoking.
“Se trajo de Europa juegos de muebles, una esposa, una puta, un cochecito y un
potrillo. Pero no consiguió un sirviente exportable; tuvo que buscarlo en el
basural de Santa María.”
Habían desfilado recuerdos de cosechas perdidas, de
cosechas asombrosas, de subidas y caídas de precios de vacunos; habían sido
barajados veranos e inviernos lejanos, gastados por el tiempo hasta ser
irreales, cuando la botella anunció que sólo quedaban dos vasos del líquido
rojo, suave como un agua dulce. Ninguno de los dos hombres había cambiado,
ninguno revelaba la burla ni el dominio.
—La señora y el chico fueron a Santa María. Tal vez
sigan más lejos. Nunca se sabe. Quiero decir que nunca se sabe con las mujeres
—dijo Petrus.
—Le pido perdón, no le pregunté por la salud de la
señora— dijo Medina.
—No tiene importancia. Usted no es médico, usted vino
porque mis perros se comieron a un ladrón de gallinas.
—Perdón, don Jeremías. Vine a molestarlo por dos
cosas. Nos llevamos al difunto disfrazado. Sus peones le embarraron la cara y
las manos, lo vistieron con la ropa del capataz, le robaron lo que tenía.
Anillos; bastó mirarle las marcas en los dedos. Bastó lavarlo para saber que
vino limpito y bañado. Se olvidaron del perfume, tan fino y marica como el que
usa su señora, Madame. Una trampa torpe hecha por la peonada. Con esto me basta
porque ya le conozco el nombre. Es muy posible que usted no sepa quién era y es
posible que lo ubique cuando yo quiera decírselo o cuando vea, si quiere
molestarse, el expediente en el Destacamento. Los perros le comieron la
garganta, las manos, la mitad de la cara. Pero el difunto no vino a robar
gallinas. Vino de Buenos Aires y usted no fue a Buenos Aires el viernes.
Una pausa mordida por los dos, un miedo compartido.
Petrus olía un peligro pero ningún temor. Sus peones
habían sido torpes y también él por haber confiado en ellos y en la farsa
grotesca.
—Medina o comisario. Yo me fui a Buenos Aires el
viernes. Casi todos los viernes voy. Pagué mucho dinero para que todos lo
juren.
—Y todos juraron, don Jeremías. Nadie lo estafó, ni
siquiera en un peso. Juraron por el miedo, por la Biblia y por las cenizas de
sus putas madres. Aunque no todos eran huérfanos. Pero, sin adular, yo sentí
que juraban comprometidos con otra cosa, con algo más que el dinero.
—Gracias —dijo Petrus sin mover la cabeza, con una
línea burlona empujando los duros bigotes—. Historia terminada, sumario
cerrado, yo estaba en Buenos Aires.
—Sumario cerrado porque el muerto estaba dentro de su
casa, su tierra, su bendita propiedad privada. Y el asesinato no lo hizo usted.
Lo hicieron los perros. Probé, don Jeremías. Pero sus perros se niegan a
declarar.
—Doberman —asintió Petrus—. Raza inteligente. Muy
refinados. No hablan con los perros policía.
—Gracias. Tal vez no sea por desprecio. Simple
discreción. Otra vez: asunto archivado. Pero algunas cosas deben quedar claras.
Usted no estaba por aquí la noche del sábado. Usted no estaba, tampoco, en
Buenos Aires. Usted no estuvo, no vivió, no fue, de viernes a lunes. Curioso.
Una historia sobre un fantasma desaparecido. Eso no lo escribió nadie, nunca, y
nadie me lo contó.
Entonces Jeremías Petrus abandonó el asiento y quedó
de pie, inmóvil, mirando con fijeza la cara de Medina, el látigo inútil
colgando de su antebrazo.
—Tuve paciencia —dijo lentamente, como si hablara a
solas, como si murmurara frente al espejo ampliatorio que usaba para afeitarse
por las mañanas—. Todo esto me aburre, me entorpece, me mata el tiempo. Quiero,
tengo que hacer tantas cosas que tal vez no puedan caber en la vida de un
hombre. Porque en esta tarea estoy solo—. Se interrumpió por minutos en la gran
sala poblada de cosas, objetos, nacidos e impuestos de y por la nunca derrotada
historia femenina, su voz había sonado, levemente, como plegaria y confesión.
Ahora se hizo fría, regresó a la estupidez cotidiana para preguntar sin
curiosidad, sin insulto: —¿Cuánto?
Medina rió suavemente, matizó su pobre alegría al
ambiente de insoportables vitrinas, japonerías, abanicos, dorados, mariposas
muertas y sujetas.
—¿Dinero? Nada para mí. Si quiere liquidar la hipoteca
es cosa ajena, don Jeremías. Es del Banco o de nadie. Me queda el catre del
Destacamento. —Hecho —dijo Petrus. —Como quiera. En pago quiero decirle algo
que lo molestará tal vez al principio, desde esta noche o mañana, digamos…
—A usted nunca le gustó perder el tiempo. A mí
tampoco. Tal vez por eso lo aguanté tantos años. Tal vez por eso lo escucho
ahora. Hable.
—Usted manda. Creí que un poco de prólogo, entre dos
caballeros que tienen las manos limpias… El caso es que Ma-muasel Josefina no
quiso decir ni escuchar palabra. Perdón, dijo algo así, y una sola vez, como
“Se petígarsón”. Un poco lloró. Después desparramó libras arriba de la cama.
Están todavía en el Destacamento, junto al sumario, esperando al juez que fue a
una cuadrera y tal vez se dé una vuelta por aquí, de paso.
—Es justo —dijo Petrus—. Que la hayan escuchado, no
importa. Las libras, un poco menos de ciento treinta y siete, tampoco importan
y no tienen relación con el asunto.
—Otra vez perdón —dijo Medina tratando de endulzar la
voz—, menos de la mitad de cien.
—Entiendo, siempre hay gastos.
—Claro. Y sobre todo en los viajes. Porque Mamuasel
estuvo consultando desde el teléfono del ferrocarril. Usted lo conoce al pobre
Masiota y sabe cómo trata el pobre Masiota a todas las mujeres, siempre que no
sea la suya, claro, como todos sabemos y basta mirarle el ojo izquierdo los
lunes después de la borrachera conyugal del sábado. A todas las mujeres menos a
la que soporta y a la que tuvo la suerte de encontrarlo semidespierto esta
mañana de lunes en la estación, cuando usted reapareció. Le bastó una moneda,
una sonrisa, un mesié le chef, para que el tipo le regalara todas las líneas
telefónicas, todos los vagones de bolsas y vacas que esperaban en el desvío,
todos los infinitos rieles que no sé adonde van, los de la izquierda y los de
la derecha.
—¿Y? —dijo Petrus interrumpiendo y apurando con un
talerazo en sus botas.
—Demoraba porque hablé de caballeros. Disculpe. Ya sé
que no nos gusta perder el tiempo. Ahí va: Mamuasel debe haber agotado las
pilas de nuestro jefe de estación. Pero en una o dos horas consiguió lo que
quería. Tren, hotel, barco para Europa. Lo supe hace unos minutos, nunca falta
un borracho o un vago en los bancos de la estación.
Petrus había estado mordiendo la plata del mango del
talero, meditativo, privado de las ganas de golpear, mientras Medina, no seguro
ni en descuido, resbalaba el pulgar por el gatillo en la cintura. Sin previo
acuerdo los dientes y el pulgar, lentos, prolongaron la pausa; tanto, que no
sirvió para esta historia. Al fin habló Petrus; usaba una voz despaciosa y
ronca, una voz de mujer acosada por la menopausia. Tenía el orgullo de no
preguntar.
—Josephine sabía el nombre. Conocía el nombre del
ladrón de gallinas y, estoy seguro, mucho más. No veo otra razón para irse.
—Puede ser, don Jeremías —silabeó Medina atento a la
verticalidad del rebenque—. ¿Por qué se habría ido?
Hacía tanto tiempo que Petrus no reía que su boca
abierta y negra empezó con un mugido largo y se fue apagando como un ternero
perdido.
—¿Para qué explicar, comisario? Todas las mujeres son
unas putas. Peor que nosotros. Mejor dicho, yeguas. Y ni siquiera verdaderas
putas. He conocido algunas ante las cuales me parecía correcto sacarme el
sombrero. Eran damas, eran señoras. Pero las de ahora no pasan de putitas,
pobres putitas. —Cierto, don Jeremías —reculó ante el recuerdo lejano de la
señora Petrus ofreciéndole té y tartas en aquella misma habitación—. Casi
todas. Pobres, que no nacieron para otra cosa. Usted pelea para hacer un
astillero. Contra todo el mundo. Yo peleo, los sábados para dormir borracho, a
veces para enterarme de quién era el dueño de las ovejas robadas. También
necesito tiempo para pintar. Pintar el río, pintarlos a ustedes.
—Le compré dos cuadros —dijo Petrus—. Dos o tres.
—Es cierto, don Jeremías; y los pagó bien. Pero no
están en esta sala. Están en el galpón de los peones. Eso no importa. Usted
tenía razón en lo que estaba diciendo. Ellas no tienen ni un gramo de cerebro
para ser algo más que lo que usted dijo.
El rebenque cayó entre las piernas, después al suelo,
y Petrus, sentándose, invitó:
—¿Y si nos tomáramos otra, comisario?
Al salir Medina vio que una de las bestias dormía una
siesta larga, protegida del sol.
El perro tendrá su día
Juan Carlos Onetti
@uncuentodiario
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