La larga fila beige y gris de turistas se extendía por la calle
principal de Ragusa; las gorras tejidas, los ricos sacos bordados se mecían con
el viento a la entrada de las tiendas, encendían los ojos de los viajeros en
busca de regalos baratos o disfraces para los bailes de a bordo. Hacía tanto
calor como sólo hace en el Infierno. Las montañas desnudas de Herzegovina
mantenían a Ragusa bajo fuegos de espejos ardientes.
Philip Mild se metió a una
cervecería alemana donde unas moscas gordas zumbaban en una semioscuridad
sofocante. Paradójicamente, la terraza del restorán daba al Adriático, que
volvía a aparecer ahí en plena ciudad, en el lugar más inesperado, sin que este
súbito pasaje azul sirviera para otra cosa que para añadir un color más al
abigarramiento de la plaza del mercado. Un hedor subía de un montón de
desperdicios de pescados que algunas gaviotas casi insoportablemente blancas
hurgaban. Ningún viento de alta mar llegaba a soplar. El compañero de camarote
de Philip, el ingeniero Jules Boutrin, bebía sentado a la mesa de un velador de
zinc, a la sombra de un quitasol color fuego que de lejos parecía una enorme
naranja flotando en el mar.
—Cuéntame otra historia, viejo amigo, dijo Philip desplomándose
pesadamente en una silla. Necesito un whisky y un buen relato frente al mar… La
historia más bella y menos verosímil posible, que me haga olvidar las mentiras
patrióticas y contradictorias de algunos periódicos que acabo de comprar en el
muelle. Los italianos insultan a los eslavos, los eslavos a los griegos, los
alemanes a los rusos, los franceses a Alemania y casi tanto a Inglaterra.
Supongo que todos tienen razón. Hablemos de otra cosa… ¿Qué hiciste ayer en
Scutari, donde tanto te interesaba ir a ver con tus propios ojos no sé qué
turbinas?
—Nada, dijo el ingeniero. Aparte de echar un vistazo a dudosos trabajos
de embalse, dediqué la mayor parte de mi tiempo a buscar una torre. He
escuchado a tantas viejas servias narrarme la historia de la Torre de Scutari,
que necesitaba localizar sus deteriorados ladrillos e inspeccionar si no
tienen, como se afirma, una marca blanca… Pero el tiempo, las guerras y los
campesinos de los alrededores, preocupados por consolidar los muros de sus
granjas, lo demolieron piedra por piedra, y su memoria sólo vive en los cuentos.
A propósito, Philip ¿eres tan afortunado de tener lo que se llama una buena
madre?
—Qué pregunta, dijo negligentemente el joven inglés. Mi madre es bella,
delgada, maquillada, resistente como el vidrio de una vitrina. ¿Qué más te
puedo decir? Cuando salimos juntos, me toman por su hermano mayor.
—Eso es. Eres como todos nosotros. Cuando pienso que algunos idiotas
suponen que a nuestra época le falta poesía, como si no tuviera sus
surrealistas, sus profetas, sus estrellas de cine y sus dictadores. Créeme,
Philip, de lo que carecemos es de realidades. La seda es artificial, los
alimentos detestablemente sintéticos se parecen a esas copias de alimentos con
que atiborran a las momias, y ya no existen las mujeres esterilizadas contra la
desdicha y la vejez. Sólo en las leyendas de los países semibárbaros aún se
encuentran criaturas de abundante leche y lágrimas de las que uno estaría
orgulloso de ser hijo… ¿Dónde he oído hablar de un poeta que no podía amar a
ninguna mujer porque en otra vida había conocido a Antígona? Un tipo como yo…
Algunas docenas de madres y enamoradas, me han vuelto exigente frente a esas
muñecas irrompibles que se hacen pasar por ser la realidad.
“Isolda por amante, y por hermana la hermosa Aude… Sí, pero la que yo
hubiera querido por madre es una muchacha de una leyenda albanesa, la mujer de
un reyezuelo de por aquí…
“Eran tres hermanos, que trabajaban construyendo una torre desde donde
pudieran acechar a los saqueadores turcos. Ellos mismos se habían aplicado al
trabajo, ya porque la mano de obra fuera rara, o costosa, o porque como buenos
campesinos no se fiaran más que de sus propios brazos, y sus mujeres se
turnaban para llevarles de comer. Pero cada vez que lograban avanzar lo
suficiente como para colocar un montón de hierbas sobre el tejado, el viento de
la noche y las brujas de la montaña tiraban su torre como Dios hizo que se
derrumbara Babel. Existen muchas razones por las cuales una torre no se
mantiene en pie, se puede atribuirlo a la torpeza de los obreros, a la mala disposición
del terreno, o a la falta de cemento entre las piedras. Pero los campesinos
servios, albaneses o búlgaros no reconocen a este desastre más que una causa:
saben que un edificio se derrumba si no se ha tenido el cuidado de encerrar en
sus cimientos a un hombre o a una mujer cuyo esqueleto sostendrá hasta el día
del Juicio Final esa pesada carga de piedras. En Arta, Grecia, se enseña un
puente donde una muchacha fue emparedada: parte de su cabellera sobresale por
una grieta y cuelga sobre el agua como una planta rubia. Los tres hermanos
comenzaron a mirarse con desconfianza y se cuidaban de no proyectar su sombra
sobre el muro inacabado, pues se puede, a falta de algo mejor, encerrar en una
obra en construcción esa negra prolongación del hombre que es tal vez su alma,
y aquél cuya sombra se vuelve así prisionera muere como un desdichado herido
por una pena de amor.
“En la noche, cada uno de los tres hermanos se sentaba lo más lejos
posible del fuego, por miedo a que alguien se acercara silenciosamente por
atrás y lanzara un costal sobre su sombra y se la llevara medio estrangulada,
como un pichón negro. Su entusiasmo en el trabajo se debilitaba y angustia y
fatiga bañaban de sudor sus frentes morenas. Finalmente, un día, el hermano
mayor reunió a su alrededor a los otros dos y les dijo:
“—Hermanos menores, hermanos de sangre, leche y bautizo, si no
terminamos la torre los turcos se deslizarán de nuevo a las orillas de este
lago, disimulados tras las cañas. Violarán a nuestras criadas; quemarán en
nuestros campos la promesa de pan futuro, crucificarán a nuestros campesinos en
los espantapájaros de nuestros vergeles, quienes se transformarán así en
alimento para cuervos. Hermanos míos, necesitamos unos de otros, y el trébol no
puede sacrificar una de sus tres hojas. Pero cada uno de nosotros tiene una
mujer joven y vigorosa, cuyos hombros y hermosa nuca están acostumbrados a
soportar cargas pesadas. No decidamos nada, mis hermanos: dejemos la elección
al Azar, ese prestanombres que es Dios. Mañana, al alba, emparedaremos en los
cimientos de la torre a aquélla de nuestras mujeres que nos venga a traer de
comer. No les pido más que el silencio de una noche, oh, mis menores, y que no
abracemos con demasiadas lágrimas y suspiros a aquella que, después de todo, tiene
dos posibilidades sobre tres de respirar todavía cuando el sol se oculte.
“Para él era fácil hablar así, pues detestaba en secreto a su joven
mujer y quería deshacerse de ella para tomar en su lugar a una bella muchacha
griega de cabellos rojizos. El segundo hermano no hizo ninguna objeción, porque
esperaba prevenir a su mujer desde su regreso, y el único que protestó fue el
menor, porque acostumbraba cumplir sus promesas. Enternecido por la generosidad
de sus hermanos mayores, que renunciaban a lo que más querían en el mundo,
terminó por dejarse convencer y prometió callarse toda la noche.
“Regresaron a las tiendas a esa hora del crepúsculo en que el fantasma
de la luz muerta merodea todavía los campos. El segundo hermano llegó a su
tienda de muy mal humor y ordenó rudamente a su mujer que lo ayudara a quitarse
las botas. Cuando estuvo arrodillada frente a él, le aventó sus zapatos en
plena cara y gritó:
“Hace ocho días que traigo la misma camisa, y llegará el domingo sin que
pueda ponerme ropa limpia. Maldita holgazana, mañana, al despuntar el día, irás
al lago con tu canasta de ropa y te quedarás ahí hasta la noche entre tu
cepillo y tu bandeja. Si te alejas aunque sea el espesor de una semilla,
morirás.
“Y la joven prometió temblando dedicarse a lavar todo el día siguiente.
“El mayor de los hermanos regresó a su casa muy decidido a no decir nada
a su esposa cuyos besos lo ahogaban, y de quien ya no apreciaba la torpe
belleza. Pero tenía una debilidad: hablaba dormido. La abundante matrona
albanesa no durmió esa noche, preguntándose qué habría disgustado a su señor.
De pronto escuchó a su marido mascullar jalando hacia sí el cobertor:
“—Querido corazón, pequeño corazón mío, pronto serás viudo… cómo
estaremos tranquilos separados de la morena por los buenos ladrillos de la torre…
“Pero el menor regresó a su tienda pálido y resignado como un hombre que
ha encontrado en el camino a la misma Muerte, guadaña al hombro, yendo a segar.
Abrazó a su hijo en su cuna de mimbre, tomó tiernamente a su joven mujer entre
sus brazos y ella lo escuchó sollozar toda la noche contra su corazón. La
discreta mujer no le preguntó la causa de esa gran tristeza, pues no quería
obligarlo a hacerle confidencias, y no necesitaba saber cuáles eran sus penas
para intentar consolarlas.
“Al día siguiente, los tres hermanos tomaron sus picos y sus martillos y
partieron con dirección a la torre. La mujer del segundo hermano preparó su
canasta y fue a arrodillarse frente a la mujer del hermano mayor:
“—Hermana, dijo, querida hermana, hoy me toca llevarles de comer a los
hombres; pero mi marido me ha ordenado bajo pena de muerte lavar sus camisas, y
mi canasto está repleto.
“Hermana, querida hermana, dijo la mujer del hermano mayor, de todo
corazón iría a llevarles de comer a nuestros hombres, pero un demonio se
deslizó esta noche en uno de mis dientes… Ay, ay, ay, no soy buena más que para
gritar de dolor…
“Y palmeó las manos sin ceremonia para llamar a la mujer del menor:
“—Mujer de nuestro hermano menor, dijo, querida mujer del más chico, ve
allá en nuestro lugar a llevarles de comer a nuestros hombres, pues el camino
es largo, nuestros pies están cansados, y somos menos jóvenes y ligeras que tú.
Ve, querida pequeña, y llenaremos tu cesto de buenas viandas para que nuestros
hombres te reciban con una sonrisa, Mensajera que calmarás su hambre.
“Y llenaron el cesto de pescados del lago confitados con miel y uvas de
Corinto, de arroz envuelto en hojas de parra, queso de cabra y pasteles de
almendra salada. La joven mujer puso tiernamente su hijo en los brazos de sus
dos cuñadas y se fue por todo el camino, sola con su fardo sobre la cabeza, y
su destino alrededor del cuello como una medalla bendita, invisible para todos,
sobre la cual el propio Dios hubiera inscrito a qué género de muerte estaba
destinada y a qué lugar en su cielo.
“Cuando los tres hombres la vieron de lejos, pequeña silueta aún
indistinta, corrieron hacia ella; los dos primeros inquietos por el buen éxito
de su estratagema y el más joven rogándole a Dios. El mayor contuvo una
blasfemia al descubrir que no era su morena, y el segundo hermano agradeció al
Señor en voz alta por haber salvado a su lavandera. Pero el menor se arrodilló,
rodeando con sus brazos las caderas de la joven mujer, y sollozando le pidió
perdón. Enseguida, se arrastró a los pies de sus hermanos y les suplicó tener
piedad. Por último, se levantó e hizo brillar al sol el acero de su puñal. Un
martillazo en la nuca lo lanzó jadeante a la orilla del camino. La joven mujer,
espantada, había dejado caer su cesto, y la comida regada alegró a los perros.
Cuando comprendió de qué se trataba, tendió las manos hacia el cielo:
“—Hermanos a los que nunca he faltado, hermanos por la sortija del
matrimonio y la bendición del sacerdote, no me hagan morir, mejor avísenle a mi
padre que es jefe de clan en la montaña, y él les proporcionará mil sirvientas
que podrán sacrificar. No me maten: amo tanto la vida. No coloquen entre mi
amado y yo el espesor de la piedra.
“Pero bruscamente se calló, porque se dio cuenta de que su joven marido,
tirado a la orilla del camino, no movía los párpados y de que su cabello negro
estaba sucio de sesos y sangre. Entonces, sin gritos ni lágrimas se dejó
conducir por los hermanos hasta el nicho en el muro circular de la torre: dado
que iba a la muerte por su propio pie, podía ahorrarse el llanto. Pero en el
momento en que colocaban el primer ladrillo sobre sus pies calzados con
sandalias rojas, se acordó de su hijo que tenía la costumbre de mordisquear sus
suelas como un perro cachorro juguetón. Cálidas lágrimas rodaron por sus
mejillas y vinieron a mezclarse con el cemento que la cuchara igualaba sobre la
piedra:
“¡Ay! mis pequeños pies, dijo ella, ya no me llevarán hasta la cima de
la colina para enseñarle más pronto mi cuerpo a mi amado. Ya no conocerán la
frescura del agua corriente: sólo los Ángeles los lavarán, en la mañana de la
Resurrección.
“Ladrillos y piedras se elevaron hasta sus rodillas cubiertas por un
faldón dorado. Completamente erguida en el fondo de su nicho, parecía una María
parada detrás de su altar.
“—Adiós, queridas manos, que cuelgan a lo largo de mi cuerpo, manos que
ya no harán la comida, que no tejerán la lana, manos que ya no abrazarán al
amado. Adiós, cadera mía, y tú, mi vientre, que no conocerás ni el parto ni el
amor. Hijos que hubiera podido traer al mundo, hermanos que no tuve tiempo de
dar a mi hijo, ustedes me acompañarán en esta prisión que es mi tumba, y donde
permaneceré de pie, insomne, hasta el día del Juicio Final.
“El muro de piedra llegaba ya al pecho. Entonces, un escalofrío recorrió
el torso de la joven mujer, y sus ojos suplicantes tuvieron una mirada
semejante al gesto de dos manos tendidas.
“—Cuñados, dijo ella, en consideración no mía sino de su hermano muerto,
piensen en mi hijo y no lo dejen morir de hambre. No empareden mi pecho,
hermanos míos, que mis dos senos permanezcan accesibles bajo mi blusa bordada,
y que todos los días me traigan a mi hijo, al alba, a mediodía y al crepúsculo.
Mientras me queden algunas gotas de vida, descenderán hasta mis pezones para
alimentar al hijo que traje al mundo, y el día que ya no tenga leche, beberá mi
alma. Accedan, malvados hermanos, y si así lo hacen mi marido y yo no les
haremos ningún reproche el día en que nos volvamos a encontrar frente a Dios.
“Los hermanos intimidados consintieron en satisfacer ese último deseo y
dejaron un espacio a la altura de los senos. Entonces, la joven mujer murmuró:
“—Hermanos queridos, coloquen sus ladrillos frente a mi boca, porque los
besos de los muertos asustan a los vivos, pero dejen una hendidura frente a mis
ojos, para que pueda ver si mi leche aprovecha a mi hijo.
“Hicieron como ella había dicho, y dejaron una hendidura horizontal a la
altura de sus ojos. Al crepúsculo, a la hora en que su madre acostumbraba
amamantarlo, se condujo al niño por el camino polvoriento, bordeado de arbustos
bajos que las cabras pastaban, y la torturada saludó la llegada del bebé con
gritos de alegría y bendiciones dirigidas a los dos hermanos. Torrentes de
leche manaron de sus senos duros y tibios, y cuando el niño, hecho de la misma
sustancia que su corazón, se hubo adormecido contra su pecho, cantó con una voz
que amortiguaba la espesura del muro de ladrillos. Cuando su bebé se separó del
pecho, ordenó que lo llevaran a dormir al campamento; pero toda la noche la
tierna melopea se escuchó bajo las estrellas, y esta canción de cuna entonada a
distancia bastaba para que no llorara. Al día siguiente ya no cantaba, y con
voz débil preguntó cómo había pasado la noche Vania. Al otro día se calló, pero
todavía respiraba, porque sus senos, habitados por su aliento, subían y bajaban
imperceptiblemente en su encierro. Días más tarde, su respiración fue a hacerle
compañía a su voz, pero sus senos inmóviles no habían perdido nada de su dulce
abundancia de fuentes, y el niño adormecido en la cavidad de su pecho, aún
escuchaba su corazón. Luego, ese corazón tan bien conciliado con la vida
espació sus latidos. Sus ojos lánguidos se apagaron como el reflejo de las estrellas
en una cisterna sin agua y a través de la hendidura sólo se veían dos pupilas
vidriosas que ya no miraban el cielo. A su vez, esas pupilas se dejaron lugar a
dos órbitas hundidas al fondo de las cuales se percibía la Muerte, mas el joven
pecho permanecía intacto y, durante dos años, a la aurora, a mediodía y al
crepúsculo, el brote milagroso continuó, hasta que el niño abandonaba por sí
mismo el pecho.
“Solamente entonces los senos agotados se desmoronaron y sólo quedó en
el reborde de los ladrillos una pizca de cenizas blancas. Durante algunos
siglos, las madres conmovidas venían a pasar el dedo por los ladrillos quemados
y las grietas marcadas por la leche maravillosa, luego, incluso la torre
desapareció, y el peso de las bóvedas dejó de ser una carga para ese ligero
esqueleto de mujer. Por último, los propios huesos frágiles se dispersaron, y
ya no queda ahí más que un viejo francés asado por este calor infernal, que
repite al primero que llega esta historia digna de inspirar a los poetas tantas
lágrimas como la de Andrómaca.”
En ese momento, una gitana cubierta por una espantosa y dorada sarna, se
acercó a la mesa donde estaban acodados los dos hombres. Llevaba en los brazos
a un niño cuyos ojos enfermos estaban cubiertos por una venda de andrajos. Se
inclinó con el insolente servilismo propio de las razas miserables o
imperiales, y sus enaguas amarillentas barrieron la tierra. El ingeniero la
corrió rudamente, sin preocuparse de su voz que subía del tono de la súplica al
de la maldición. El inglés la volvió a llamar para darle un dinar.
“—¿Qué te pasa, viejo soñador? dijo impaciente. Sus senos y sus collares
bien valen los de tu heroína albanesa. Y el hijo que la acompaña es ciego.
—Conozco a esa mujer, respondió Jules Boutrin. Un médico de Ragusa me
relató su historia. Hace meses que aplica repugnantes cataplasmas a su hijo que
le inflaman los ojos y apiadan a los transeúntes. Todavía ve, pero muy pronto
será lo que ella desea que sea: un ciego. Entonces esta mujer tendrá el
sustento asegurado, y para toda la vida, porque el cuidado de un enfermo es una
profesión lucrativa. Hay
de madres a madres.
…
Marguerite Yourcenar, Cuentos orientales, Gallimard, Francia, 1963;
traducción de Leticia Hülsz.
La Leche De La Muerte
Marguerite Yourcenar
@uncuentosdiario
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