Un par de años hará (he perdido
la carta), Gannon me escribió de Gualeguaychú anunciando el envío de una
versión, acaso la primera española, del poema The Past, de Ralph Waldo Emerson,
y agregando en una postdata de que don Pedro Damián, de quien yo guardaría
alguna memoria, había muerto noches pasadas, de una congestión pulmonar.
El
hombre, arrasado por la fiebre, había revivido en su delirio la sangrienta
jornada de Masoller; la noticia me pareció previsible y hasta convencional, por
que don Pedro, a los diecinueve o veinte años, había seguido las banderas de
Aparicio Saravia. La revolución de 1904 lo tomo en una estancia de Río Negro o
de Paysandú, donde trabajaba de peón; Pedro Damián era entrerriano, de
Gualeguay, pero fue adonde fueron los amigos, tan animoso y tan ignorante como
ellos. Combatió en algún entrevero y en la batalla última; repatriado en 1905,
retomó con humilde tenacidad las tareas de campo. Que yo sepa, no volvió a
dejar su provincia. Los últimos treinta años los pasó en un puesto muy solo, a
una o dos leguas del ñancay; en aquel desamparo, yo conversé con él una tarde
(yo traté de conversar con él una tarde), hacia 1942. Era hombre taciturno, de
pocas luces. El sonido y la furia Masoller agotaban su historia; no me
sorprendió que los reviviera, en la hora de su muerte... Supe que no vería más
a Damián y quise recordarlo; tan pobre es mi memoria visual que sólo recordé
una fotografía que Gannon le tomó. El
hecho nada tiene de singular, si consideramos que al hombre lo vi a principios
de 1942, una vez, y a la efigie, muchísimas. Gannon me mandó esa fotografía; la
he perdido y ya no la busco. Me daría miedo encontrarla.
El segundo episodio se produjo en
Montevideo, meses después. La fiebre y la agonía del entrerriano me sugirieron
un relato fantástico sobre la derrota de Massoller; Emir Rodrígez Monegal, a
quien referí el argumento, me dio unas líneas para el coronel Dionisio Tabares,
que había hecho esa campaña. El coronel me recibió después de cenar. Desde un
sillón de hamaca, en un patio, recordó con desorden y con amor los tiempos que
fueron. Habló de municiones que no llegaron y de caballadas rendidas, de hombres
dormidos y terrosos tejiendo laberintos de marchas, de Saravia, que pudo haber
entrado en Montevideo y que se desvió, “porque el gaucho teme a la ciudad”, de
hombres degollados hasta la nuca, de una gerra civil que me pareció menos la
colisión de dos ejércitos que el sueño de un matrero. Habló de Illescas, de
Tupambaé, de Maseller. Lo hizo con períodos tan cabales y de un modo tan vívido
que comprendí que muchas veces había referido esas mismas cosas, y temí que
detrás de sus palabras casi no quedaran recuerdos. En un respiro conseguí
intercalar el nombre de Damián.
—¿Damián? ¿Pedro Damián? —dijo el
coronel—. Ése sirvió conmigo. Un tapecito que le decían Daymán los muchachos.
—Inició una ruidosa carcajada y la cortó de golpe, con fingida o veraz
incomodidad.
Con otra voz dijo que la guerra
servía, como la mujer, para que se probaran los hombres, y que antes de entrar
en batalla, nadie sabía quién es. Alguien podía pensarse cobarde y ser un
valiente, y asimismo al revés, como le ocurrió a ese pobre Damián, que se
anduvo floreando en las pulperías con su divisa blanca y después flaqueó en
Masoller. En algún tiroteo con los zumacos se portó como un hombre, pero otra
cosa fue cuando los ejércitos se enfrentaron y empezó el cañoneo y cada hombre
sintió que cinco mil hombres se habían coaliado para matarlo. Pobre gurí, que
se la había pasado bañando ovejas y que de pronto lo arrastró esa patriada...
Absurdamente, la versión de Tabares me
avergonzó. Yo hubiera preferido que los hechos no ocurrieran así. Con el viejo
Damián, entrevisto una tarde, hace muchos años, yo había fabricado, sin
proponérmelo, una suerte de ídolo; la versión de Tabares lo destrozaba.
Súbitamente comprendí la reserva y la obstinada soledad de Damián; no las había
dictado la modestia, sino el bochorno. En vano me repetí que un hombre acosado
por un acto de cobardía es mas complejo y mas interesante que un hombre
meramente animoso. El gaucho Martín Fierro, pensé, es menos menos memorable que
Lord Jim o que Razumov. Sí, pero Damián, como gaucho, tenía obligación de ser
Martín Fierro —sobre todo, ante gauchos orientales. En lo que Tabares dijo y no
dijo percibí el agreste sabor de lo que se llama artiguismo: la conciencia(tal
vez incontrovertible) de que el Uruguay es más elemental que nuestro país y,
por ende, más bravo... Recuerdo que esa noche nos despedimos con exagerada
efusión.
En el invierno, la falta de una o dos
circunstancias para mi relato fantástico (que torpemente se obstinaba en no dar
con su forma) hizo que yo volviera a la casa del coronel Tabares. Lo hallé con
otro señor de edad: el doctor Juan Francisco Amaro, de Paysandú, que también
había militado en la revolución de Saravia. Se habló, previsiblemente, de
Masoller. Amaro refirió unas anécdotas y después agregó con lentitud, como
quien está pensando en voz alta:
—Hicimos noche en Santa Irene, me
acuerdo, y se nos incorporó alguna gente. Entre ellos, un veterinario francés
que murió la víspera de la acción, y un mozo esquiador, de Entre Ríos, un tal
Pedro Damián.
Lo interrumpí con acritud.
—Ya sé —le dije—. El argentino que
flaqueó ante las balas.
Me detuve; los dos me miraban
perplejos.
—Usted se equivoca, señor —dijo, al
fin, Amaro—. Pedro Damián murió como querría morir cualquier hombre. Serían las
cuatro de la tarde. En la cumbre de la cuchilla se había hecho fuerte la
infantería colorada; los nuestros la cargaron, a lanza; Damián iba en la punta,
gritando, y una bala lo acertó en el pecho. Se paró en los estribos, concluyó
el grito y rodó por tierra y quedó entre las patas de los caballos. Estaba
muerto y la última carga de Massoller le paso encima. Tan valiente y no había
cumplido veinte años.
Hablaba, a no dudarlo, de otro Damián,
pero algo me hizo preguntar qué gritaba el gurí. —Malas palabras —dijo el coronel—,
que es lo que se grita en las cargas.
—Puede ser —dijo Amaro—, pero también
gritó ¡Viva Urquiza!
Nos quedamos callados. Al fin, el
coronel murmuró:
—No como si peleara en Masoller, sino en
Cagancha o India Muerta, hará un siglo.
Agregó con sincera perplejidad:
—Yo comandé esas tropas, y juraría que
es la primera vez que oigo hablar de un Damián.
No pudimos lograr que lo recordara.
En Buenos Aires, el estupor que me
produjo su olvido se repitió. Ante los once deleitables volúmenes de las obras
de Emerson, en el sótano de la librería inglesa de Mitchell, encontré, una
tarde, a Patricio Gannon. La pregunté por su traducción de The Past. Dijo que
no pensaba traducirlo y que la literatura española era tan tediosa que hacía
innecesario a Emerson. Le recordé que me había prometido esa versión en la
misma carta en que me escribió la muerte de Damián. Se lo dije, en vano. Con un
principio de terror advertí que me oía con extrañeza, busqué amparo en una
discusión literaria sobre los detractores de Emerson, poeta más complejo, más
diestro y sin duda más singular que el desdichado Poe.
Algunos hechos más debo registrar. En
abril tuve carta del coronel Dionisio Tabares; éste ya no estaba ofuscado y
ahora se acordaba muy bien del entrerrianito que hizo punta en la carga de
Masoller y que enterraron esa noche sus hombres, al pie de la cuchilla. En
julio pasé por Gualeguaychú; no di con el racho de Damián,de quien ya nadie se
acordaba. Quise interrogar al puestero Diego Abaroa, que lo vio morir; éste
había fallecido antes del invierno. Quise traer a la memoria los rasgos de
Damián; meses después; hojeando unos álbunes, comprobé que el rostro sombrío
que yo había conseguido evocar era el del célebre tenor Tamberlinck, en el
papel de Otelo.
Paso ahora a las conjeturas. La más
fácil, pero también la menos satisfactoria, postula dos Damianes: el cobarde
que murió en Entre Ríos hacia 1946, el valiente, que murió en Masoller en 1904.
Su defecto reside en no explicar lo realmente enigmático: los curiosos vaivenes
de la memoria del coronel Tabares, el olvido que anula en tan poco tiempo la
imagen y hasta el nombre del que volvió. (No acepto, no quiero aceptar una
conjetura más simple: la de haber yo soñado al primero.) Más curiosa es la
conjetura sobrenatural que ideó Ulrike von Kuhlmann. Pedro Damián, decía
Ulrike, pereció en la batalla, y en la hora de su muerte suplicó a Dios que lo
hiciera volver a Entre Ríos. Dios vaciló un segundo antes de otorgar esa
gracia, y quien la había pedido ya estaba muerto, y algunos hombres lo habían
visto caer. Dios, que no puede cambiar el pasado, pero sí las imágenes del
pasado, cambió la imagen de la muerte en la de un desfallecimiento, y la sombra
del entrerriano volvió a su tierra. Volvió, pero debemos recordar su condición
de sombra. Vivió en la soledad, sin una mujer, sin amigos; todo lo amó y lo
poseyó, pero desde lejos, como del otro lado de un cristal; “murió”, y su tenue
imagen se perdió, como el agua en el agua. Esa conjetura es errónea, pero
hubiera debido sugerirme la verdadera (la que hoy creo la verdadera), que a la
vez es la más simple y más inaudita. De un modo casi mágico la descubrí en el
tratado De Omnipotentia, de Pier Damiani, a cuyo estudio me llevaron dos versos
del Canto XXI del Paradiso, que plantean precisamente un problema de
indentidad. En el quinto capítulo de aquel tratado, Pier Damiasini sostiene,
contra Aristóteles y contra Fredegario de Tours, que Dios puede efectuar que no
haya sido lo que alguna vez fue. Leí esas viejas discusiones teológicas y
empecé a comprender la trágica historia de don Pedro Damián.
La adivino así. Damián se portó como
un cobarde en el campo de Masoller, y dedicó la vida a corregir esa bochornosa
flaqueza. Volvió a Entre Ríos; no alzó la mano a ningún hombre, no marcó a
nadie, no buscó fama de valiente, pero en los campos del ñancay se hizo duro,
lidiando con el monte y la hacienda chúcara. Fue preparando, sin duda sin
saberlo, el milagro. Pensó con lo más hondo: Si el destino me trae otra
batalla, yo sabré merecerla. Durante cuarenta años la aguardó con oscura
esperanza, y el destino al fin se la trajo, en la hora de su muerte. La trajo
en forma de delirio pero ya los griegos sabían que somos las sombras de un
sueño. En la agonía revivió su batalla, y se condujo como un hombre y encabezó
la carga final y una bala lo acertó en pleno pecho. Así, en 1946, por obra de
una larga pasión, Pedro Damián murió en la derrota de Masoller, que ocurrió
entre el invierno y la primavera de 1904.
En la Suma Teológica se niega que Dios
pueda hacer que lo pasado no haya sido, pero nada se dice de la intrincada
concatenación de causas y efectos, que es tan vasta y tan íntima que acaso no
cabría anular un solo hecho remoto, por insignificante que fuera, sin invalidar
el presente. Modificar no es modificar un
solo hecho; es anular sus consecuencias, que tienden a ser infinitas. Dicho sea
de con otras palabras; es crear dos historias universales. En la primera
(digamos), Pedro Damián murió en Entre Ríos, en 1946; en la segunda, en
Masoller, en 1904. Esta es la que vivimos ahora, pero la supresión de aquélla
no fue inmediata y produjo las incoherencias que he referido. En el coronel
Dionisio Tabares se cumplieron las diversas etapas: al principio recordó que
Damián obró como un cobarde; luego, lo olvidó totalmente; luego, recordó su
impetuosa muerte. No menos corroborativo es el caso del puestero Abaroa; éste
murió, lo entiendo, porque tenía demasiadas memorias de don Pedro Damián.
En cuanto a mí, entiendo no recorrer
un peligro análogo. He adivinado y registrado un proceso no accesible a los
hombres, una suerte de escándalo de la razón; pero algunas circunstancias
mitigan ese privilegio temible. Por lo pronto, no estoy seguro de haber escrito
siempre la verdad. Sospecho que en mi relato hay falsos recuerdos. Sospecho que
Pedro Damián (si existió) no se llamó Pedro Damián, y que yo lo recuerdo bajo
ese nombre para creer algún día que su historia me fue sugerida por los
argumentos de Pier Damiani. Algo parecido acontece con el poema que mencione en
el primer párrafo y que versa sobre la irrevocabilidad del pasado. Hacia 1951
creeré haber fabricado un cuento fantástico y habré historiado un hecho real;
también el inocente Virgilio, hará dos mil años, creyó anunciar el nacimiento
de un hombre y vaticinaba el de Dios.
¡Pobre Damián! La muerte lo llevó a
los veinte años en una triste guerra ignorada y en una batalla casera, pero
consiguió lo que anhelaba su corazón, y tardó mucho en conseguirlo, y acaso no
hay mayores felicidades.
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