10 abr 2015

Pär Lagerkvist - El Ascensor del Infierno



El señor contador Jonsson abrió la puerta del magnífico ascensor del hotel y, colocándose a un costado, mientras se cuadraba inclinándose con máxima elegancia, invitó a pasar a la deliciosa dama que lo acompañaba envuelta en pieles y perfumes delicados. Se sentaron juntos en el mullido asiento y el ascensor empezó a descender. La joven dama estiró sus entreabiertos labios, aún húmedos de vino, y se besaron. Habían comido en la terraza, bajo las estrellas, y salían dispuestos a divertirse.


-Querido, ha sido magnífico –murmuró-. Ha sido realmente poético estar juntos allá arriba. Me parecía que estábamos en medio de las estrellas. Así se comprende lo que es el amor. Dime, ¿me quieres de verdad, me quieres mucho?

El señor contador le dio un largo beso por respuesta. Y el ascensor bajó.

-Estoy encantado de que hayas venido. De lo contrario, me hubiera vuelto loco.

-Sí, pero no te imaginas lo desagradable que se puso. En cuanto empecé a vestirme comenzó a preguntarme adónde iba. “Creo que puedo ir adonde me plazca”, le contesté. “Me parece que no soy tu prisionera”. Entonces se sentó y me estuvo mirando todo el tiempo mientras yo me arreglaba. Me decidí a estrenar este vestido beige. ¿Crees que me sienta bien? ¿Cuál te parece que me queda mejor? ¿El rosado, tal vez?

-A ti todo te queda bien, querida –afirmó el contador-. Pero nunca te he visto tan hermosa como esta noche.

Ella entreabrió el cuello de pieles de su tapado y se dieron un prolongado beso. El ascensor bajaba.

-Después, cuando estuve lista y me preparaba a salir, me tomó la mano y me la apretó tanto que todavía me duele, pero no me dijo nada. ¡No te imaginas qué torpe es! “Adiós”, le dije, y no me contestó. Es tan absurdo, tan desconsiderado… No puedo soportarlo…

-¡Pobrecita mía! –se compadeció el contador Jonsson.

-¡Como si no pudiera salir y distraerme un poquito! Pero, sabes, es el individuo más solemne que pueda existir sobre la tierra. Para él no puede haber nada natural ni sencillo. Interpreta las cosas como si todo fuera una cuestión de vida o muerte.

-¡Pobrecita, cuánto habrás tenido que sufrir!

-¡Ah, es terrible! ¡Es un verdadero suplicio! ¡Nadie ha conocido un tormento mayor que el mío! ¡Nunca he sabido lo que era el amor hasta que te conocí!

-¡Queridísima! –comentó Jonsson, abrazándola apretadamente. Y el ascensor seguía bajando.

Cuando el contador aflojó su abrazo y dejó de respirar, continuó:

-Ahora puedes ver lo que significa para mí haber estado a tu lado, allá arriba, contemplando las estrellas, soñando… Ha sido un momento que jamás olvidaré… Ves, Arvid es un hombre que no entiende de estas cosas; es siempre demasiado serio; no tiene en su alma ni una gota de poesía. ¡Es muy pesado!

-Eso es tremendo, mi querida.

-Sí, ¿verdad? –y dedicándole una sonrisa le entregó la mano-. Pero para qué vamos a pensar ahora en eso. ¡Ahora nos iremos a alguna parte y nos divertiremos! ¿De veras que me quieres mucho?

-¡Bien lo sabes! –replicó el contador, apretándola entre sus brazos hasta cortarle la respiración e inclinándose sobre ella para acariciarla. Ella se puso colorada. El ascensor continuaba descendiendo-. Vamos a amarnos esta noche… ¿más que nunca?… ¿Eh…? –susurró.

Ella se apretó contra él, con los ojos entornados. El ascensor descendía y descendía. De repente Jonson se levantó, con la cara encendida.

-¡Pero qué pasa con el ascensor! –exclamó-. ¿Por qué no se detiene? Hace un largo rato que estamos sentados aquí ¿no es cierto?

-Sí, querido, así es. El tiempo pasa tan rápido.

-¡Por Dios, hace un siglo que estamos aquí! ¿Qué significa esto? Miró a través de la reja y no vio más que la oscuridad. Y el ascensor descendía con una velocidad cada vez mayor, iba hundiéndose más y más.

-¡Pero qué es esto! Es como caer en el vacío. ¡Y estamos cayendo desde hace una eternidad!

Trataron de mirar hacia abajo, pero no vieron más que sombras. No había más que sombras. Estaban cayendo y cayendo en medio de las sombras.

-¡Oh, querido! –se lamentó la señora tomándole el brazo con fuerza-. ¡Aprieta el botón para que se pare!

Jonsson apretó el botón cuanto pudo, mas todo fue inútil. El ascensor continuaba cayendo rápidamente en las tinieblas.

-¡Es espantoso! –exclamó la señora-. ¡Qué vamos a hacer!

-Sí, qué diablos puede uno hacer –exclamó Jonsson-. ¡Es una locura! La deliciosa señora se asustó mucho y rompió a llorar. -No, no, querida, eso no. No debemos perder la serenidad. No podemos hacer nada. Ven, siéntate a mi lado, así, y ya veremos qué pasa. Alguna vez tendrá que pararse. –Se sentaron a esperar.

-¡Y pensar que algo tenía que suceder precisamente cuando salíamos a divertirnos un rato!

-Sí, es algo estúpido –corroboró Jonsson.

-¿Pero tú me quieres mucho, mucho?

-¡Tesoro mío! –dijo Jonsson apretándola contra su pecho. Y el ascensor bajaba y bajaba. Por fin se detuvo, de golpe. Había una luz tan intensa que cegaba. Se encontraban en el Infierno. El Diablo abrió cortésmente la puerta.

-Buenas noches –dijo el Diablo, con una profunda reverencia. Era elegante y vestía una levita que le colgaba desde la punta de su cuello peludo como desde un clavo enmohecido. Jonson y la joven señora salieron del ascensor, vacilantes y aturdidos.

-¡Dios mío, dónde estaremos! –exclamaron, alarmados, ante la siniestra aparición.

El Diablo, un poquito molesto, les alumbró el camino y se apresuró a decirles:

-Pero no es tan horrible como parece. Espero que aquí pasen un rato agradable. Es por esta noche, nada más, ¿verdad?

-Sí, por cierto –repuso apresuradamente Jonson-. Nada más que por esta noche. No podemos quedarnos más.

La joven señora se colgó de su brazo, temblando. La luz de las llamas tenía un color amarillo verdoso y era tan intensa que casi no podían ver. Había un inconfundible olor de algo que estaba quemándose. Al cabo de un rato advirtieron que se encontraban en una plazoleta rodeada de casas cuyos zaguanes ardían intensamente en la oscuridad. Las ventanas estaban cerradas, pero a través de las grietas podían verse las llamas.

-Si no me equivoco, ¿ustedes son la pareja de enamorados? –les preguntó el Diablo.

-Sí, nos queremos mucho –contestó la señora dirigiendo a Jonson una dulce mirada.

-Entonces, por aquí. ¿Quieren hacer el favor de seguirme?

Caminaron unos cuantos metros por una de las oscuras calles de la plazoleta. Sobre una puerta grasosa y sucia colgaba un viejo farol destartalado.

-Es aquí, tengan la bondad de pasar –dijo el Diablo abriendo la puerta y dando un paso al costado.

Entraron. Allí fueron recibidos por una diablesa gorda y ridícula, de voluminosos pechos y maquillada con unos polvos violetas en torno de su boca barbuda. Les sonrió con una sonrisa de conocedora experta, respirando dificultosamente y mirándolos con suma amabilidad. Se había envuelto sus pelos de paja alrededor de los cuernos que le crecían sobre la frente y los había atado con una angosta cinta azul.

-¿El señor Jonsson y la señorita, no es así? ¿Quieren pasar al número ocho, por favor? -y les entregó una llave enorme.

Subieron por una escalera sucia en medio de la oscuridad. Los peldaños eran muy resbalosos y tenían que subir dos pisos. Jonson encontró el número ocho y entraron. Era una habitación húmeda, de tamaño mediano. En el centro había una mesa con un mantel manchado, y contra la pared se hallaba una cama cuyas sábanas habían sido recientemente estiradas. A ellos les pareció agradable. Se quitaron los abrigos y se besaron.

Un hombre entró silenciosamente por la otra puerta. Estaba vestido como un camarero, pero su traje era limpio y en la pechera de su camisa blanca se reflejaba el brillo de las llamas. Caminaba silenciosamente, sin hacer ruido, con los movimientos mecánicos de quien se halla en trance. Su cara parecía de piedra y sus ojos miraban fijamente delante de sí. Tenía una palidez mortal y en la sien veíasele la herida de un balazo. Arregló un poco la habitación poniendo en orden el toallero y la loza. Los enamorados no advirtieron su presencia, mas, cuando iba a retirarse, Jonsson dijo:

-Quisiéramos un poco de vino, tráiganos una media botella de Madeira. –El hombre se inclinó y desapareció.

Jonsson se quitó el saco y el chaleco. La deliciosa señora le dijo:

-Espera, va a volver.

-Oh, en un lugar como éste no importa. Quítate la ropa, querida.

Se sacó el vestido, se quitó pudorosamente los calzones, y se sentó en sus rodillas. Era algo encantador.

-Imagínate –murmuró-, estar sentados juntos aquí, tú y yo solos, en un lugar tan romántico como éste, tan poético… Nunca me olvidaré…

-¡Querida! –le contestó, y le dio un largo beso.

El hombre reapareció sin hacer ruido. Mecánicamente colocó los vasos sobre la mesa y los llenó de vino. La luz de la lámpara le iluminó la cara. Era una cara que no tenía nada de extraordinario como no fuera su palidez mortal y la herida en la sien. La joven señora se estremeció y gritó:

-¡Dios mío! ¡Arvid! ¡Eres tú! ¡Oh, Dios del cielo, ha muerto! ¡Se ha suicidado!

El hombre permaneció imperturbable. Miraba fijamente delante de sí. Su expresión no denotaba sufrimiento. Conservaba una inquebrantable seriedad.

-¡Pero Arvid, qué has hecho, qué has hecho! ¡Cómo has podido hacer eso! ¡Querido mío, si hubiera pensado algo semejante bien sabes que me hubiera quedado en casa! ¡Pero tú nunca hablas conmigo, nunca me dices nada, ni una palabra! ¡Cómo podía imaginar esto, si nunca me lo dijiste! ¡Ah, Dios mío!

La señora estaba temblando. El hombre la miraba como si se tratara de una desconocida, con una mirada gris y helada que atravesaba todas las cosas. Tenía el rostro pálido como iluminado; la herida no le sangraba, era sólo un agujero.

-¡Es espantoso, espantoso! –exclamaba la señora-. ¡No quiero quedarme! ¡Vámonos de aquí en seguida! ¡No puedo sufrir esto! –Tomó su vestido, su sombrero y su abrigo y, seguida por Jonsson, salió de la pieza, corriendo. Descendieron las escaleras. Abajo estaba la vieja diablesa sonriendo amablemente y sacudiendo sus cuernos. Una vez en la calle se calmaron un tanto. La deliciosa señora se vistió, se arregló y se empolvó la nariz. Jonsson la rodeó protectoramente con su brazo y le secó las lágrimas con sus besos. Era muy bueno. Se dirigieron a la plazoleta. Allí se encontraron con el Gran Diablo, que se estaba paseando.

-¡Cómo, ya se van! –les dijo-. ¡Espero que hayan pasado un momento muy feliz!

-Ha sido terrible –dijo la señora.

-Oh, no, no diga eso, no hay que tomarlo así. ¡Tendría que haber visto cómo era antes. Era muy distinto. Ahora no hay de qué quejarse en el Infierno. Hemos tomado las medidas necesarias para que todas las cosas parezcan completamente naturales. De lo contrario, uno se sentiría demasiado feliz aquí.

-Sí –manifestó el señor Jonsson-, hay que reconocer que ahora se ha humanizado un poco.

-Sí –corroboró el Diablo-, esto se ha modernizado. Hemos tenido que cambiarlo por completo. Era imprescindible que nos pudiéramos de acuerdo con el progreso. Ya no tenemos más que las torturas espirituales.

-Gracias a Dios –suspiró la joven dama. El Diablo los condujo cortésmente hasta el ascensor.

-Buenas noches –les dijo, inclinándose-. Siempre serán bienvenidos –y les cerró la puerta.

-Oh, me alegro de que esto haya terminado –suspiraron los dos, sentándose juntos.

-Sin ti nunca hubiera podido soportar eso –murmuró la señora. Jonsson la abrazó y la besó.

-¡Cómo puede haber hecho eso! ¡Pero tiene ideas tan raras! Nunca toma las cosas naturalmente, como realmente son. Para él todo es cuestión de vida o muerte.

-Eso es absurdo –dijo Jonsson.

-Si hubiera dicho algo me habría quedado en casa. Nosotros hubiéramos salido cualquier otra noche.

-Naturalmente –repuso Jonsson-. ¡Claro que sí!

-¿Pero, querido, de qué sirve pensar ahora en eso? –susurró ella, rodeándole el cuello con los brazos-. Ya pasó.

-Sí, tesoro mío, ya pasó. La abrazó estrechamente, y el ascensor subió.

El Ascensor del Infierno
Pär Lagerkvist
@uncuentodiario
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