Una vez, hace mucho tiempo, en un
tiempo que está en la espalda del tiempo, se casó un hombre con una mujer.
Solos se fueron al bosque, cultivaron la tierra y se hicieron cuanto
necesitaban. Tuvieron una hija que llamaron Sarra. Pasaron soles y soles, y cuando
Sarra era ya moza, tuvieron otro hijo, tan pequeño, que le llamaron Dan-Auta.
Poco después el padre enfermó. “Me muero” -se dijo el padre, y llamó a Sarra-;
“Me muero” -le dijo el padre-. “Dan-Auta queda junto a ti. No le abandones y,
sobre todo, cuida de que Dan-Auta no llore nunca”.
El padre dijo esto y se murió.
Poco después la madre enfermó. “Me muero” -se dijo la madre, y llamó a Sarra-:
“Me muero” –dijo a Sarra la madre-. “Dan-Auta queda junto a ti. No le abandones
y, sobre todo, cuida de que Dan-Auta no llore jamás”. La madre dijo esto y se
murió.
Permancieron solos en el bosque
Sarra y Dan-Auta. Pero les quedaba un hórreo lleno de harina del árbol del pan,
y un hórreo lleno de habichuelas, y un hórreo lleno de sargo. Sarra dijo: “Con
esto tendremos bastante para alimentarnos hasta que Dan-Auta sea hombre y pueda
cultivar la tierra”.
Sarra se puso a moler maíz para
hacer comida. Cuando tuvo la harina delgada, la puso en una calabaza y la llevó
a la choza para cocerla. Luego salió a buscar leña, dejando solo a Dan-Auta
que, menudillo, se arrastraba por el suelo y apenas podía tenerse sobre los
pies. Dan-Auta se aburría, y acercándose a la calabaza, la volcó; luego tomó
ceniza del hogar y la mezcló con el maíz. Cuando Sarra volvió, al ver lo que
Dan-Auta había hecho, exclamó: “¡Ay, Dan-Auta mío! ¿Qué has hecho? ¿Has tirado
la harina que íbamos a comer? Dan-Auta comenzó a sollozar. Pero Sarra dijo en
seguida: “¡No llores, no llores, Dan-Auta! Tu Baba (padre) y tu Inna (madre)
dijeron que no llorases nunca”.
Sarra volvió a salir y Dan-Auta a
aburrirse. En el hogar llameaba un tizón. Dan-Auta lo tomó, y, arrastrándose
fuera de la choza, puso fuego al hórreo de maíz, y al hórreo de harina del
árbol del pan, y al hórreo de habichuelas, y al hórreo de sargo. En esto llegó
Sarra, y, viendo todas las despensas consumidas por el fuego, gritó: “¡Ay,
Dan-Auta mío! ¿Qué has hecho? ¿Has quemado todo lo que teníamos para comer?
¿Cómo viviremos ahora?”
Dan-Auta, al oírla, comenzó a
sollozar; pero Sarra se apresuró a decirle: “¡Dan Auta mío, no llores! Tu padre
y tu madre me dijeron que no llorases nunca. Has quemado cuanto teníamos; pro
ven, ya buscaremos qué comer”.
Sarra colocó a Dan-Auta en su
espalda y, sujetándolo con su vestido, echó a andar por el bosque. Sarra
encontró un camino y por él caminó hasta llegar a una ciudad. Acertó a pasar
por el barrio del rey. La primer mujer del rey los recibió y se quedaron a
vivir con ella. Cada día les daba de comer.
Sarra llevaba siempre a Dan-Auta
atado a su espalda. Las otras mujeres le decían: “Sarra, ¿por qué llevas
siempre a Dan-Auta sobre tu espalda? ¿Por qué no le pones en el suelo y le
dejas jugar como los otros chicos?” Y Sarra respondía: “Dejadme hacer mi hacer.
El padre y la madre de Dan-Auta han dicho que no llorase nunca. Mientras lleve
a Dan-Auta sobre mí, no llorará. Tengo que cuidar de que Dan-Auta no llore”.
Un día dijo Dan-Auta: “Sarra, yo
quiero jugar con el hijo del rey”. Sarra entonces lo puso en tierra, y Dan-Auta
jugó con el hijo del rey. Sarra tomó un cántaro y salió por agua. En tanto, el
hijo del rey cogió un palo y Dan-Auta cogió otro palo. Ambos jugaron con los
palos. El hijo del rey y Dan-Auta se pudieron a darse de palos. Dan-Auta, de un
palo, le sacó un ojo al hijo del rey, y el hijo del rey quedó tendido. En esto
Sarra llegó. Vio que Dan-Auta había sacado un ojo al hijo del rey. Nadie estaba
presente. El hijo del rey comenzó a gritar. Sarra dejó el cántaro y tomando a
Dan-Auta, salió de la casa, salió del barrio del rey, salió de la ciudad todo
lo de prisa que pudo. Nadie estaba presente cuando Dan-Auta sacó el ojo al hijo
del rey: pero el niño gritó. El rey, al oírlo, preguntó: “¿Por qué llora mi
hijo?” Sus mujeres fueron a ver lo que ocurría, y al notar la desgracia,
comenzaron a gritar. Oyó el rey los gritos de sus cuarenta mujeres y acudió
presuroso. “¿Qué es esto? ¿Quién ha hecho esto?” -preguntó el rey-. Y el hijo
del rey repuso: “Dan-Auta”. “¡Salid! -dijo entonces a sus guardianes-. ¡Id por
toda la ciudad! ¡Buscad por toda la ciudad a Sarra y Dan-Auta!” Los guardias salieron
y miraron casa por casa, pero en ninguna hallaron lo que buscaban. En vista de
ello, el rey llamó a sus gentes; llamó a todos sus soldados, llamó a los de a
pie y a los de a caballo, y les dijo: “Sarra y Dan-Auta han huido de la ciudad.
Busquémoslos en el bosque. Yo mismo iré con los de a caballo para buscar a
Sarra y Dan-Auta.
Dos días seguidos había corrido
Sarra con Dan-Auta al lomo. Al cabo de ellos no podía más y justamente entonces
oyó que el rey y sus caballeros llegaban en su busca. Había allí un árbol muy
grande, y Sarra dijo: “Subiré al árbol y así podré ocultarme entre las hojas
con Dan-Auta”. Subio, en efecto, al árbol, con Dan-Auta a su espalda, y se
ocultó en la tupida fronda. Poco después llegaba junto al árbol el rey con los
caballeros. “He cabalgado dos días -dijo- y estoy cansado; poned mi silla de
cañas bajo el árbol, que quiero descansar”. Así lo hicieron sus hombres, y el
rey se tendió en su silla, bajo la rama donde Sarra y Dan-Auta reposaban.
Dan-Auta se aburría, pero vio al rey allá abajo, y dijo a Sarra: “¡Sarra!”.
Sarra dijo: “¡Calla, Dan-Auta, calla!” Dan-Auta comenzó a sollozar. Sarra se
apresuró a decirle: “¡No llores, Dan-Auta, no llores! Tu padre y tu madre me
dijeron que no llorases nunca. Di lo que quieras”. Dan-Auta dijo “Sarra, quiero
hacer pis. Quiero hacer pis encima de la cabeza del rey”. Sarra exclamó: “¡Ay,
Dan-Auta, nos matarán si haces eso; pero no llores y haz lo que quieras!”. El
rey miró entonces a la pompa del árbol. Vio a Sarra, vio a Dan-Auta, y gritó:
“Traed hachas y echemos abajo el árbol”. Sus gentes corrieron y trajeron
hachas. Comenzaron a batir el árbol. El árbol tembló. Luego dieron golpes más
profundos en el tronco. El árbol vaciló. Luego llegaron a la mitad del tronco y
el árbol empezó a inclinarse. Sarra dijo: “Ahora nos prenderán y nos matarán”.
Un gran churua (un gavilán gigante) voló entonces sobre el bosque, y vino a
pasar cerca del árbol donde Sarra y Dan-Auta reposaban. Sarra vio al churua. El
árbol se inclinaba, se inclinaba. Sarra dijo al churua: “!Churua mío! Las
gentes del rey van a matarnos, a Dan-Auta y a mí, si tú no nos salvas”. Oyó el
churua a Sarra y acercándose puso a Sarra y a Dan-Auta sobre su espalda. El
árbol cayó y el pájaro voló con Sarra y Dan-Auta. Voló muy alto sobre el bosque,
siguió volando hacia arriba, siempre hacia arriba. Dan-Auta miraba al pájaro;
vio que movía la cola como un timón, y se entretuvo observándola bien. Pero
luego Dan-Auta se aburría, y dijo: “!Sarra!” Sarra repuso: “¿Qué más quieres,
Dan-Auta?” Y como Dan-Auta sollozase, añadió: “No llores, no llores, que padre
y madre dijeron que no lloraras. Di lo que quieres”. Dan-Auta dijo: “Quiero
meter el dedo en el agujero que el pájaro lleva bajo la cola”. Dijo Sarra: “Si
haces eso, el pájaro nos dejará caer y moriremos; pero no llores, no llores, y
haz lo que quieras”. Dan-Auta introdujo su dedo donde había dicho. El pájaro
cerró las alas. Sarra y Dan-Auta cayeron, cayeron de lo alto. Cuando Sarra y
Dan-Auta estaban ya cerca de la tierra, comenzó a soplar un gran gugua, un
torbellino. Sarra lo vio y dijo: “¡Gugua mío! Vamos a caer en seguida contra la
tierra, y moriremos si tú no nos salvas”. El gugua llegó, arrebató a Sarra y
Dan-Auta, y transportándolos a larga distancia, los puso suavemente en el
suelo. Era aquel sitio un bosque de una comarca lejana.
Sarra avanzó por el bosque con
Dan-Auta y encontró un camino. Caminando el camino llegaron a una gran ciudad,
a una ciudad más grande que todas las ciudades. Un fuerte y alto muro la
rodeaba. En el muro había una gran puerta de hierro que era cerrada todas las
noches, porque todas las noches, apenas moría la ciudad, aparecía un terrible
monstruo. Un Dodo. Este Dodo era alto como un asno, pero no era un asno. Este
Dodo era largo como una serpiente gigante, pero no era una serpiente gigante.
Este Dodo era fuerte como un elefante, pero no era un elefante. Este Dodo tenía
unos ojos que dominaban en la noche como el sol en el día. Este Dodo tenía una
cola. Todas las noches el Dodo se arrastraba hasta la ciudad. Por esta razón se
había construido el muro contra la gran puerta de hierro. Por ella entraron
Sarra y Dan-Auta. Tras el muro, junto a la puerta, vivía una vieja. Sarra les
pidió que los amparase. La vieja dijo: “Yo os ampararé. Pero todas las noches
viene un terrible Dodo ante la ciudad y canta con una voz muy fuerte. Si
alguien le responde, el Dodo entrará en la ciudad y nos matará a todos. Cuida,
pues, de que Dan-Auta no grite. Con esta condición, yo os ampararé. Dan-Auta
oía todo esto. Al día siguiente fue Sarra al interior de la ciudad para traer
comida. Entre tanto, Dan-Auta buscó ramas secas y pequeños trozos de madera,
que encontró junto al muro. Luego corrió por la ciudad y donde veía un makodi,
piedra redonda con que se machacaba el grano sobre una losa, lo cogía. Así
reunió cien makodis. Luego se dijo: “Sólo necesito unas tenazas”. Y andando por
la ciudad vio unas abandonadas. Junto al muro donde había amontonado la leña,
colocó los makodis y ocultas bajo ellos, las tenazas. Nadie advirtió la faena
del pequeño Dan-Auta.
A la vuelta, Sarra le dijo:
“Entra en seguida en la casa, Dan-Auta, porque pronto vendrá el terrible Dodo y
puede matarnos”. Dan-Auta repuso: “Yo quiero quedarme hoy fuera”. Sarra dijo:
“Entra en casa”. Dan-Auta comenzó a sollozar: pero Sarra le dijo
inmediatamente: “Dan-Auta mío, no llores. Tu padre y tu madre dijeron que no
llorases nunca. Si quieres quedarte fuera, quédate fuera”. Sarrá entró en la
casa donde estaba la vieja. Dan-Auta permaneció fuera, sentado ante la casa de
la vieja. Todas las gentes de la ciudad estaban en sus casas y habían cerrado
tras de sí las puertas. Sólo Dan-Auta quedaba a la intemperie. Corrió al lugar
donde había puesto la leña y le prendió fuego. Los makodis en el fuego se
pusieron ardientes como ascuas. En esto se sintió que llegaba el Dodo. Subió al
muro Dan-Auta, y vio al monstruo que venía a lo lejos. Sus pupilas brillaban
como el sol y como incendios. Dan-Auta oyó al Dodo que con una voz terrible,
cantaba: -“¡Vuayanni agarinana ni Dodo!” “¡Quién es en esta ciudad como yo,
Dodo?” Cuando Dan-Auta oyó esto, cantó a su vez desde el muro con todas sus
fuerzas hacia el Dodo: “¡Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta!” “Yo soy como tú
en esta ciudad; yo soy como tú; yo, Auta”. Cuando oyó esto el Dodo, se acercó a
la ciudad. Llegó muy cerca, muy cerca, y cantó: “¡Vuayanni agarinana ni Dodo!”
Al cantar esto el Dodo, los árboles se estremecían en el aire, y la hierba seca
empezó a arder. Pero Dan-Auta contestó: “¡Naiyakay agarinana naiyakay ni Auta!”
Al oír esto el Dodo, se alzó sobre el muro. Dan-Auta bajó corriendo y se fue
junto al fuego, donde relumbraban como ascuas los makodis ardientes. El Dodo
entonces cantó de nuevo con voz más terrible que nunca, y Dan-Auta una vez más
le contestó. Todos los hombres en la ciudad temblaron dentro de sus casas al
oír tan cerca la horrible voz del monstruo. Más fiero que nunca, el Dodo
comenzó a repetir su canto: “¡Vuayanni…” Pero al abrir sus fauces para este
grito, Dan-Auta le lanzó con las tenazas diez makodis ardientes, que le abrasaron
la garganta. Enronquecido grito el Dodo: “¡Agarinana!… Pero Dan-Auta le hizo
tragar otros diez makodis incendiados, que le hicieron prorrumpir un gran
quejido. Entonces, con voz débil, siguió: “Ni Dodo” y Dan-Auta, aprovechando la
abertura de las fauces, le envió el resto de los makodis. El Dodo se retorció y
murió, mientras Dan-Auta, subiendo al muro, cantó: “Naiyakay agarinana naiyakay
ni Auta”. Luego con un cuchillo que había dejado fuera de la casa, cortó al
Dodo la cola y, ocultándola en un morralillo, entró con ella en la habitación
de la vieja; se deslizó junto a Sarra y se durmió. A la mañana siguiente salían
de sus casas cautelosamente los habitantes de la ciudad. Los más decididos
fueron a ver al rey. Él preguntó: “¿Qué ha sido lo que esta noche ha pasado?”
Ellos respondieron: “No lo sabemos. Por poco no nos morimos de miedo. La cosa
ha debido ocurrir junto a la puerta de hierro”. Entonces el rey dijo a su
Ministro de Cazas: “Ve allá y mira lo que hay”. El Ministro de Cazas fue allá,
y, subiendo, medroso, al muro, vio al Dodo muerto. Corriendo volvió al rey y
dijo: “Un hombre poderoso ha matado al Dodo”. Entonces el rey quiso verlo, y
cabalgó hasta el muro. Vio al monstruo tendido y sin vida. El rey exclamó: “En
efecto, el Dodo ha sido muerto y le han cortado la cola. ¡Busquemos al valiente
que lo ha matado!”
Un hombre que tenía una yegua, la
mató y le cortó la cola. Otro hombre que tenía una vaca, la mató y le cortó la
cola. Otro que tenía un camello, lo mató y le cortó la cola. Cada uno de ellos
fue al rey y mostró la cola de su animal como si fuese la del Dodo. Pero el
Dodo conoció el engaño, y dijo: “Todos sois unos embusteros. Vosotros no habéis
muerto al Dodo. Yo y todos hemos oído en la noche la voz de un niño. ¿Vive por
aquí cerca, junto a la puerta de hierro, algún niño extranjero?” Los soldados
fueron a casa de la vieja y preguntaron: “¿Vive aquí algún niño forastero?” La
vieja respondió: “Conmigo viven Sarra y Dan-Auta”. Los soldados fueron a Sarra
y preguntaron: “Sarra, ¿ha matado al Dodo el pequeño Auta?” Sarra respondió:
“Yo no sé nada; pregúntenselo a él”. Entonces fueron los soldados a Dan-Auta y
le preguntaron: “Dan-Auta, ¿has matado tú al Dodo? El rey quiere verte”.
Dan-Auta no respondió. Tomó su morralillo y fue con los soldados ante el rey.
Abrió el morralillo y, sacando la cola del Dodo, la mostró al Rey. Entonces el
Rey dijo: “Sí, Dan-Auta ha matado al terrible Dodo”. El Rey dio a Dan-Auta cien
mujeres, cien camellos, cien caballos, cien esclavos, cien casas, cien
vestidos, cien ovejas y la mitad de la ciudad.
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Dan-Auta
José Ortega y Gasset
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