El aeroplano viene toreando el aire.
Cuando pasa sobre los ranchos que se le arriman a la
estación, los chicos se desbandan y los hombres envaran las piernas para
aguantar el cimbrón.
Ya está de la otra mano, perdiéndose a ras del monte.
Los niños y las madres asoman como después de la lluvia. Vuelven las voces de
los hombres:
¿Será Zanni…, el volador?
No puede. Si Zanni le está dando la vuelta al mundo.
¿Y qué, acaso no estamos en el mundo?
Así es; pero eso no lo sabe nadie, aparte de
nosotros.
Pedro Pascual oye y se guía por los más enterados:
tiene que ser que el aeroplano le sale al paso al “tren del rey”.
Humberto de Saboya, príncipe de Piamonte, no es rey;
pero lo será, dicen, cuando se le muera el padre, que es rey de veras.
Esa misma tarde, dicen, el príncipe de Europa estará
allí, en esa pobrecita tierra de los medanales.
Pedro Pascual quiere ver para contarle a la mujer.
Mejor si estuviera acá. A Pedro Pascual le gusta compartir con ella, aunque sea
el mate o la risa. Y no le agrada estar solo, como agregado a la visita,
delante del corralón. No es hosco; no está asentado, no más: los mendocinos se
ríen de su tonada cordobesa.
Se refugia en el acomodo de los fardos. Tanta tierra,
la del patrón que él cuida, y tener que cargar pasto prensado y alambrado para
quitarle el hambre a las vacas. Las manos que ajustan y cinchan dan con los
yuyos que han segado en el camino: previsión medicinal para la casa. Perlilla,
tabaquillo, té de burro, arrayán, atamisque… Mueve y ordena los manojos y la
mezcla de fragancias le compone el hogar, resumido en una taza aromática. Pero
se adueña del olfato la intensidad del tomillo y Pedro Pascual quiere
compararlo con algo y no acierta, hasta que piensa, seguro: “…este es el rey,
porque le da olor al campo”.
¿Eso, el tren del rey? ¿Una maquinita y un vagón
dándose humo? No puede ser; sin embargo, la gente dice…
Pedro Pascual desatiende. Lo llama esa carga de nubes
azuladas, bajonas, que están tapando el cielo. Se siente como traicionado, como
si lo hubieran distraído con un juguete zampándole por la espalda la tormenta.
No obstante, ¿por qué ese disgusto y esa preocupación? ¿No es agua lo que
precisa el campo? Sí, pero… su campo está más allá de la Loma de los Sapos.
La maquinita pita al dejar de lado la estación y a
Pedro Pascual le parece que ha asustado las nubes. Se arremolinan, cambian de
rumbo, se abren, como rajadas, como pechadas por un soplido formidable. El sol
recae en la arena gris y amarronada y Pedro Pascual siente como si lo iluminara
por dentro, porque el frente de nubes semeja haber reculado para llevarle el
agua adonde él la precisa.
Ahora Pedro Pascual se reintegra al sitio donde está
parado. Ahora lo entiende todo: la maquinita era algo así como un rastreador, o
como un payaso que encabeza el desfile del circo. El “tren del rey”, el tren
que debe ser distinto de todos los trenes que se escapan por los rieles, viene
más serio, allá al fondo.
Es distinto, se dice Pedro Pascual. Se da razones;
porque en el miriñaque tiene unos escudos, y dos banderas. . . ¿Y por qué más?
Porque parece deshabitado, con las ventanillas caídas, y nadie que se asome,
nadie que baje o suba. El maquinista, allá, y un guarda, acá, y en las losetas
de portland de la estación un milico cuadrado haciendo el saludo, ¿a quién?
La poblada, que no se animaba, se cuela en el andén y
nadie la ataja. Los chicos están como chupados por lo que no ocurre. Los
hombres caminan, largo a largo, pisan fuerte, y harían ruido si pudieran, pero
las alpargatas no suenan. Se hablan alto, por mostrar coraje, mas ni uno solo
mira el tren, como si no estuviera.
Después, cuando se va, sí, se quedan mirándole la cola
y a los comentarios: “¡ Será ! . . . “
Antes que el tren sea una memoria, llega de atrás el
avioncito obsequioso, dispuesto a no perderle los pasos.
Tendrá que arrepentirse, Pedro Pascual, de la
curiosidad y de la demora; aunque poco tiempo le será dado para su
arrepentimiento.
A una hora de marcha de la estación, donde ya no hay puestos
de cabras, lo recibe y lo acosa, lo ciega el agua del cielo. Lo achica, lo
voltea, como si quisiera tirarlo a un pozo. Lo acobarda, le mete miedo,
trenzada con los refusilos que son de una pureza como la de la hoja del más
peligroso acero.
Pedro Pascual deja el pescante. No quiere abandonar el
caballito; pero el monte es achaparrado y apenas cabe él, en cuclillas. El
animal humilde, obediente a una orden no pronunciada, se queda en la huella con
el chaparrón en los lomos.
Entonces sucede. El rayo se desgarra como una
llamarada blanca y prende en el alpataco de ramas curvas que daban amparo al
hombre. Pedro Pascual alcanza a gritar, mientras se achicharra. Ruido hace, de
achicharrarse.
El caballo, a unos metros, relincha de pavor, ciego de
luz, y se desemboca a la noche con el lastre del carro y el pasto que le hunde
las ruedas en la arena y en el agua, pero no lo frena.
Clarea en el bajo, mas no en los ojos del animal.
Ha huido toda la noche. Afloja el paso, somnoliento y
vencido, y se detiene. El carro le pesa como un tirón a lo largo de las varas;
sin embargo, lo aguanta. Cabecea un sueño. La pititorra picotea la superficie
del pasto y a saltitos lleva su osadía por todo el dorso del caballo, hasta la
cabeza. El animal despierta y se sacude y el pajarito le vuela en torno y deja
a la vista las plumas blancas del pecho, adorno de su masa gris pardusca.
Después lo abandona.
El cuadrúpedo obedece al hambre, más que a la fatiga.
El pasto mojado de su carga le alerta las narices. Hunde el casco, afirma el
remo, para darse impulso, y sale a buscar.
Huele, tras de orientarse, si bien donde está ya no
hay ni la huella que ayuda y el silencio es tan imperioso que el animal ni relincha,
como si participara de una mudez y una sordera universales.
El sol golpea en la arena, rebota y se le mete en la
garganta.
No es difícil todavía beber, porque la lluvia
reciente se ha aposentado al pie de los algarrobos y el ramaje la defiende de una
rápida evaporación.
El olor de las vainas le remueve el instinto, por la
experiencia de otro día de hambre desesperada, pero el algarrobo, con sus
espinas, le acuchilla los labios.
El atardecer calma el día y concede un descanso al
animal.
La nueva luz revela una huella triple, que viene al
carro, se enmaraña y se devuelve. La formaron las patitas, que apenas se
levantan, del pichiciego, el Juan Calado, el del vestido trunco de algodón de
vidrio. El pasto enfardado pudo ser su golosina de una noche; estacionado, su
eterno almacén. Muy elevado, sin embargo, para sus cortas piernas.
Muy feo, además, como indicio del desamparo y la
pasividad del caballo de los ojos impedidos. Ahí está, débil, consumiéndose,
incapaz de responder a las urgencias de su estómago.
Una perdiz se desanuda del monte y levanta con sus
pitidos el miedo que empieza a gobernar, más que el hambre, al animal uncido al
carro. Es que vienen volteando los yaguarondíes. La perdiz lo sabe; el caballo
no lo sabe, pero se le avisa, por dentro.
Los dos gatazos, moro el uno, canela el otro, se
tumban por juego, ruedan empelotados y con las manos afelpadas se amagan y se
sacuden aunque sin daño, reservadas las uñas para la presa incauta o lerda que
ya vendrá.
El caballo se moja repentinamente los ijares y
dispara. El ruido excesivo, ese ruido que no es del desierto, ahuyenta a los
yaguarondíes, si bien eso no está en los alcances del carguero y él tira al
médano.
La arena es blanda y blandas son las curvas de sus
lomadas. Otra, de rectas precisas, es la geometría del carro que se esfuerza
por montarlas.
Sin embargo, en esa guerra de arena tiene un resuello
el animal. Ofuscado y resoplante, tupidas las fosas nasales, no ha sondeado en
largo rato en busca de alimento, pero el pie, como bola loca, ha dado con una
mancha áspera de solupe. La cabeza, por fin, puede inclinarse por algo que no
sea el cansancio. Los labios rastrean codiciosos hasta que dan con los tallos
rígidos. Es como tragarse un palo; no obstante, el estómago los recibe con
rumores de bienvenida.
El ramillete de finas hojas del coirón se ampara en la
reciedumbre del solupe y, para prolongar las horas mansas del desquite de tanta
hambruna, el coirón comestible se enlaza más abajo con los tallos tiernos del
telquí de las ramitas decumbentes.
El olor de una planta ha denunciado la otra, mas nada
revela el agua, y el animal retorna, con otro día, hacia las “islas” de monte
que suelen encofrarla.
Un bañado turbio, que no refleja la luz, un bañado
decadente que morirá con tres soles, lo retiene y lo retiene como un querido
corral.
Las islas y las isletas se pueblan de sedientos
animales en tránsito; disminuye su población cuando unos se dañan a otros, sin
llegar a vaciarse.
El caballo se perturba con la vecindad vocinglera y
reñidora, aunque nadie, todavía, se ha metido con él. Un día guarda distancia,
condenándose al sol del arenal; al otro se arriesga y puede roer la miseria de
la corteza del retamo.
De las islas se suelta la liebre. Ahonda su refugio el
cuye. El zorro prescinde de su odio a la luz solar y deja ver a campo abierto
su cola ampulosa detrás del cuerpo pobrete. Sólo en el ramaje queda vida, la de
los pájaros; pero ellos también se silencian: viene el puma, el bandido rapado,
el taimado que parece chiquito adelante y crece en su tren trasero para ayudar
el salto.
No busca el agua, no comerá conejos. Desde lejos ha
oteado en descubierto el caballo sin hombre. Se adelanta en contra del viento.
A favor, en cambio, tiene el aire una yegua guacha,
libre, que no conoció jamás montura ni arreo alguno. Acude a las islas, por
agua.
La inesperada presencia del macho la hace relinchar de
gozo y el caballo en las varas vuelca la cabeza como si pudiera ver, armando
sólo un revuelo de moscas. En los últimos metros, la yegua presume con un
trotecito y al final se exhibe, delante, cejada, con sus largas crines y su
cuerpo sano.
En el caballo resucita el ansia carnal. Si ella
postergó la sed, él puede superar la declinación física.
Se arrima, se arriman él y su carro. La hembra
desconfía de ese desplazamiento monstruoso, no entiende cómo se mueve el carro
cuando se mueve el macho. Corcovea, se escurre al acercamiento de las cabezas
que él intenta, como un extraño y atávico parlamento previo.
Brinca ella, excitada y recelosa; se aturde por el
ímpetu cálido que la recorre. Y aturdida, conmovida, descuidada, depone su
guardia montaraz y rueda con un relincho de pánico al primer salto y el primer
zarpazo del puma.
Como herido en sus carnes, como perseguido por la
fiera que está sangrando a la hembra, el caballo enloquece en una disparada que
es traqueteo penoso rumbo adentro del arenal.
Corta fue la arena para el terror. La uña pisa ya la
ciénaga salitrosa. Es una adherencia, un arrastre que pareciera chuparlo hacia
el fondo del suelo. Tiene que salir, pero sale a la planicie blanca, apenas de
cuando en cuando moteada por la arenilla.
Gana fuerzas para otro empujoncito mascando vidriera,
la hija solitaria del salitral, una hoja como de papel que envuelve el tallo
alto de dos metros igual que si apañara un bastón
Más adelante persigue los olores. Huele con avidez.
Capta algo en el aire y se empeña tras de eso, con su paso de enfermo, hasta
que lo pierde y se pierde.
Ahora percibe el olor de pasto, de pasto pastoso,
jugoso, de corral. Lo ventea y mastica el freno como si mascara pasto. Masca,
huele y gira para alcanzar lo que imagina que masca. Está oliendo el pasto de
su carro, persiguiendo enfebrecido lo que carga detrás. Ronda una ronda mortal.
El carro hace huella, se atasca y ya no puede, el caballejo, salir adelante.
Tira, saca pecho y patina. Su última vida se gasta.
Tan sequito está, tan flaco, que luego, al otro o al
otro día, como ya no gravita nada, el peso de los fardos echa el carro hacia
atrás, las varas apuntan al firmamento y el cuerpo vencido queda colgado en el
aire.
Por allá, entretanto, acude con su oscura vestimenta
el jote, el que no come solo.
Un setiembre
Lavado está el carro, lavados los huesos, más que de
lluvia, por las emanaciones corrosivas y purificadoras del salitre.
Ruina son los huesos, caídos y dispersos, perdida la
jaula del pellejo. Pero en una punta de vara enredó sus cueros el cabezal del
arreo y se ha hecho bolsa que contiene, boca arriba, el largo cráneo medio
pelado.
Sobre la ruina transcurre la vida, a la búsqueda de la
seguridad de subsistencia: una bandada de catitas celestes, casi azules los
machos, de un blanco apenas bañado de cielo las hembras.
Con ellas, una pareja de palomas torcazas emigra de la
sequía puntana. Ya descubren, desde el vuelo, la excitante floración del chañar
brea, que anchamente pinta de amarillo los montes del oeste.
Sin embargo, la palomita del fresco plumaje pardo
comprende que no podrá llegar con su carga de madre. Se le revela, abajo, en
medio de la tensa aridez del salitral, el carro que puede ser apoyo y refugio.
Hace dos círculos en el aire, para descender. Zurea, para advertir al palomo
que no lo sigue. Pero el macho no se detiene y la familia se deshace.
No importa, porque la madre ha encontrado nido hecho
donde alumbrar sus huevos. Como una mano combada, para recibir el agua o la
semilla, la cabeza invertida del caballito ciego acoge en el fondo a la
dulcísima ave. Después, cuando se abran los huevos, será una caja de trinos.
Antonio Di Benedetto, El cariño
de los tontos (1961).
Caballo En El Salitral
Antonio Di Benedetto
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