Cuando el viento se levantaba en el cielo, el señor
Hathaway y su reducida familia se quedaban en la casa de piedra y se calentaban
las manos al fuego. El viento movía las aguas del canal y casi se llevaba las
estrellas; pero el señor Hathaway conversaba tranquilamente con su mujer, y su
mujer contestaba, y luego hablaba con sus dos hijas y su hijo de los días
pasados en la Tierra, y todos le contestaban claramente.
La Gran Guerra tenía ya veinte años. El planeta Marte
era una tumba. Hathaway y su familia, en las largas noches marcianas, se
preguntaban a menudo, silenciosamente, si la Tierra sería aún la misma.
Esa noche se había desatado sobre los cementerios de
Marte una de esas polvorientas tormentas marcianas, y había barrido las
antiguas ciudades, y había arrancado las paredes de material plástico del más
reciente pueblo norteamericano, un pueblo abandonado y casi sepultado por la
arena.
La tormenta amainó. Hathaway salió de la casa, miró
hacia la Tierra, verde y brillante en el cielo ventoso, y levantó una mano como
para ajustar una lámpara floja en el cielo raso de una habitación oscura. Miró
más allá de los fondos del mar. No hay nada vivo en todo este planeta, pensó.
Sólo yo y ellos, y volvió los ojos hacia la casa.
¿Qué ocurriría en la Tierra? El telescopio de treinta
pulgadas no revelaba ningún cambio. Bueno, pensó, si me cuido puedo vivir otros
veinte años. Alguien puede venir, por los mares muertos o cruzando el espacio,
en un cohete, con una estelita de fuego rojo.
Se volvió hacia la casa.
-Voy a dar un paseo.
-Muy bien -dijo la mujer.
-“Made in New York” -leyó, al pasar, en un trozo de
metal-. Y todos estos materiales terrestres durarán menos que las antiguas
ciudades marcianas.
Y miró el pueblo que ya tenía cincuenta siglos intacto
entre las montañas azules.
Llegó a un aislado cementerio: una hilera de lápidas
hexagonales en una colina batida por el viento solitario. Inmóvil, cabizbajo,
contempló las sepulturas con toscas cruces de madera, y unos nombres. No
derramó una sola lágrima. Tenía los ojos secos desde hacía mucho tiempo.
-¿Me perdonáis lo que he hecho? -les preguntó a las
cruces-. Yo estaba muy solo. Lo comprendéis, ¿verdad?
Volvió a la casa de piedra y una vez más, antes de
entrar, escudriñó el cielo oscuro diciendo:
-Espera y espera, y mira, y quizá una noche…
En el cielo había una llamita roja.
Hathaway se alejó de la luz que salía de la casa.
-Mira otra vez -murmuró.
La llamita roja seguía allí.
-Anoche no estaba -dijo en voz baja.
Tropezó, cayó, se levantó, corrió hacia el fondo de la
casa, movió el telescopio y apuntó al cielo.
Un poco más tarde, luego de un examen minucioso y
asombrado, apareció en el umbral de la casa. Su mujer, sus dos hijas y su hijo
se volvieron hacia él.
-Tengo buenas noticias -dijo Hathaway al cabo de un
rato-. He mirado al cielo. Viene un cohete que nos llevará a casa. Llegará
mañana temprano.
Escondió la cabeza entre las manos y se echó a llorar
dulcemente.
A las tres de la mañana quemó los restos de Nueva
York. Caminó con unas antorchas por la ciudad de material plástico, tocando los
muros con la punta de la llama, y la ciudad se abrió en grandes flores
ardientes y luminosas. La hoguera, que medía casi dos kilómetros cuadrados, era
bastante grande como para que la vieran desde el espacio. Atraería el cohete hacia
Hathaway y su familia.
Volvió a la casa con el corazón apresurado y dolorido.
-Mirad -dijo alzando a la luz una botella
polvorienta-. Un vino reservado especialmente para hoy. Ya sabía yo que alguien
nos encontraría. ¡Bebamos celebrando el suceso!
Llenó cinco copas.
-Ha pasado mucho tiempo -dijo mirando gravemente su
copa-. ¿Recordáis el día en que estalló la guerra? Hace veinte años y siete
meses. Llamaron de la Tierra a todos los cohetes. Nosotros, tú y yo y los
chicos, estábamos en los montes, dedicados a trabajos arqueológicos,
investigando la técnica quirúrgica marciana. Casi reventamos los caballos, ¿os
acordáis? Pero llegamos al pueblo con una semana de retraso. Todos se habían
ido. América había sido destruida. Los cohetes partieron sin esperar a los
rezagados, ¿os acordáis? Y sólo nosotros quedamos en Marte. Dios mío, ¡cómo
pasan los años! Yo no hubiera podido resistir sin vosotros. Sin vosotros me
hubiera matado. Pero con vosotros valía la pena esperar. Brindemos por nosotros
-añadió levantando la copa-. Y por nuestra larga espera.
Hathaway bebió.
Su mujer, sus dos hijas y su hijo se llevaron la copa
a los labios.
El vino les corrió por las barbillas.
A la mañana, los últimos restos del pueblo volaban
como grandes copos blandos y negros por encima del fondo del mar. El fuego se
había apagado, pero no había sido inútil: el punto rojo había crecido en el
cielo.
Un aroma de pan de jengibre salía de la casa de
piedra. Cuando Hathaway entró, su mujer ordenaba sobre la mesa las hornadas de
pan fresco. Las dos hijas barrían suavemente el desnudo suelo de piedra con
frescas escobas, y el hijo lustraba los cubiertos de plata.
-Les prepararemos un magnífico desayuno -rió
Hathaway-. ¡Poneos los mejores trajes!
Salió al patio y caminó rápidamente hacia el vasto
cobertizo de metal. En su interior estaban la cámara refrigeradora y el
generador eléctrico que había reparado tantas veces con esos dedos delgados,
eficientes y nerviosos, esos dedos que habían arreglado los relojes, los
teléfonos y los alambres grabadores. El cobertizo estaba abarrotado de
artefactos construidos por Hathaway. Algunos eran unas máquinas absurdas, y
hasta él mismo ignoraba cómo funcionaban.
Sacó de la cámara frigorífica unas cajas de cartón
acanalado con porotos y frutillas de veinte años atrás. Lázaro, levántate,
pensó, y extrajo un pollo frío.
Cuando llegó el cohete, flotaban en el aire olores de
cocina.
Hathaway corrió como un chico cuesta abajo. Sintió un
agudo dolor en el pecho, se paró y se sentó en una peña, hasta que recobró el
aliento. Luego siguió su carrera.
Se detuvo bajo la atmósfera abrasadora del ardiente
cohete. Se abrió una portezuela. Un hombre se asomó.
-¡Capitán Wilder!
-¿Quién es? -preguntó el capitán Wilder. Saltó fuera
del cohete y se quedó mirando al viejo-. ¡Dios santo, si es Hathaway! -añadió
tendiéndole una mano.
-El mismo.
Se miraron a la cara.
-Hathaway, uno de mis viejos tripulantes, de la cuarta
expedición.
-Ha pasado mucho tiempo, capitán.
-Demasiado. ¡Qué alegría volver a verlo!
-Soy viejo -dijo simplemente Hathaway.
-Yo tampoco soy joven. He estado veinte años en
Júpiter, Saturno y Neptuno.
-Oí decir que lo habían ascendido para que no se
metiera en la política colonial de Marte.
-El viejo miró alrededor-. Ha faltado usted tanto
tiempo que no sabrá lo que ha ocurrido.
-Me lo imagino -dijo Wilder-. Dimos dos vueltas a
Marte y sólo encontramos a un hombre, un tal Walter Gripp, a unos quince
kilómetros de aquí. Le preguntamos si quería venir con nosotros, pero dijo que
no. Cuando lo vimos por última vez estaba sentado en una mecedora, en mitad de
la calle, fumando una pipa y saludándonos con la mano. Marte está bien muerto;
no queda vivo ni un solo marciano. ¿Qué pasa en la tierra?
-Sabe usted tanto como yo. De vez en cuanto capto las
radios de la Tierra muy débilmente. Pero siempre hablan en alguna lengua
extranjera. Y de ellas sólo conozco el latín. Sólo llegan unas pocas palabras.
Creo que la mayor parte de la Tierra está en ruinas.
¿Regresará usted, capitán?
-Sí. Tenemos mucha curiosidad, por supuesto. La radio
no llegaba hasta nosotros.
Queremos ver la Tierra, pase lo que pase.
-¿Nos llevarán a todos?
El capitán lo miró.
-Ah, sí, su mujer, ya me acuerdo. Hace veinticinco
años, ¿verdad? Cuando inauguraron el primer pueblo usted se retiró del servicio
y se vino con su mujer. Y tenía usted hijos…
-Un hijo y dos hijas.
-Sí, ya me acuerdo. ¿Están aquí?
-Allá arriba, en aquella casa. Nos está esperando a
todos un buen desayuno. ¿Quieren venir?
-Será un honor, señor Hathaway -El capitán se volvió
hacia el cohete-: ¡Abandonen la nave!
Hathaway, el capitán y los veinte tripulantes subieron
por la colina aspirando profundamente el aire enrarecido y fresco de la mañana.
El sol subía en el cielo y el día era muy hermoso.
-¿Se acuerda usted de Spender, capitán?
-Nunca lo he olvidado.
-Una vez al año visito su sepultura. Se diría que al
fin realizó sus deseos. No quería que viniéramos aquí. Me imagino que ahora
estará contento, pues nos vamos todos.
-¿Y qué fue de…cómo se llamaba.., Parkhill, Sam
Parkhill?
-Abrió un quiosco de salchichas calientes.
-Muy propio de él.
-Y una semana después volvió a la Tierra, para entrar
en el ejército.
Hathaway se llevó una mano al costado, sentándose
bruscamente en una roca.
-Perdóneme, es la excitación. Volver a verlo después
de tantos años. Tengo que descansar.
El corazón le golpeaba en el pecho. Contó los latidos.
Mal asunto.
-Con nosotros viene un médico -dijo Wilder-. Excúseme,
Hathaway, ya sé que usted también lo es, pero conviene que él lo examine…
Llamaron al médico
-No es nada -insistió Hathaway-. La espera, la
excitación.
Apenas podía respirar. Tenía los labios azules. Y
cuando el médico le puso el estetoscopio, añadió:
-Es como si hubiera vivido esperando este día. Y ahora
que han llegado ustedes para llevarme otra vez a la Tierra, me siento ya
satisfecho, y quisiera acostarme y olvidarme de todo.
El médico le dio una píldora amarilla.
-Tome esto. Es mejor que descanse.
-No diga tonterías. Déjeme estar sentado un momento.
Es muy bueno verlos, oír al fin otras voces.
-¿Le hace efecto la píldora?
-Mucho. Vamos.
Siguieron caminando, colina arriba.
-Alice, ¡mira quién está aquí!
Hathaway frunció el ceño y se asomó al interior de la
casa.
-¿Has oído, Alice?
Primero apareció la mujer. Después salieron las dos
hijas altas y graciosas, y les siguió el hijo, todavía más alto.
-Alice, ¿te acuerdas del capitán Wilder?
Alice titubeó, miró a su marido, como pidiéndole
instrucciones, y sonrió:
-Claro, ¡el capitán Wilder!
-Recuerdo que cenamos juntos la víspera de mi partida
para Júpiter, señora Hathaway -dijo Wilder.
Alice le estrechó vigorosamente la mano.
-Mis hijas, Marguerite y Susan. Mi hijo John -dijo-.
Os acordáis del capitán, ¿no es cierto?
Se dieron la mano, riendo y hablando animadamente.
-¿Huele a pan de jengibre? -preguntó el capitán.
-¿Quieren probarlo?
Todos se movieron. Sacaron apresuradamente unas mesas
plegadizas, pusieron sobre ellas unos cubiertos y unas finas servilletas de
seda y sirvieron unos platos humeantes. El capitán Wilder, de pie, inmóvil,
miraba a la señora Hathaway y a las dos hijas que iban en silencio de un lado a
otro. Les miraba las caras y seguía todos los movimientos de esas manos jóvenes
y todas las expresiones de esos rostros tersos. Se sentó en una silla que le
trajo el hijo.
-¿Cuántos años tienes, John?
-Veintitrés.
Wilder movió torpemente los cubiertos. Se había puesto
pálido.
El hombre que estaba su lado le dijo en voz baja:
-No puede ser, capitán.
John fue a buscar más sillas.
-¿Qué dice, Williamson?
-Yo tengo cuarenta y tres. Fui a la escuela con John
Hathaway, hace ya veinte años. John dice que tiene veintitrés años y representa
esa edad. Pero no puede ser. Debiera tener, por lo menos, cuarenta y dos. ¿Qué
significa esto, capitán?
-No sé.
-Pero, ¿qué le pasa, capitán?
-No me siento bien. A las hijas también las vi hace
unos veinte años. No han cambiado. No tienen una arruga. ¿Quiere usted hacerme
un favor? Quiero que me averigüe una cosa, Williamson. Le diré adónde debe ir y
qué debe ver. Escabúllase cuando estemos terminando el desayuno. No tardará más
de diez minutos. El sitio no está lejos. Lo he visto desde el cohete.
-¡Eh! ¿De qué están hablando con tanta seriedad? -les
preguntó la señora Hathaway mientras les servía hábilmente la sopa-. ¡Sonrían!
Estamos juntos, el viaje casi ha terminado. ¡Están ya en casa!
-Sí -dijo el capitán riéndose-. Está usted realmente
muy bien y muy joven, señora Hathaway.
-¡Ah, los hombres!
Wilder la vio alejarse rápidamente con la cara
encendida, tersa como una manzana, sin arrugas y de buen color. Respondía a las
bromas con una risa cristalina, servía limpiamente la ensalada, sin detenerse
una sola vez a tomar asiento. Y el hijo, huesudo, y las hijas, plenamente
formadas, hablaban de sus vidas solitarias y se mostraban brillantemente
ingeniosos, mientras el padre asentía orgullosamente.
Williamson se alejó en silencio, colina abajo.
-¿Adónde va? -preguntó Hathaway.
-A examinar el cohete -respondió Wilder-. Pero, como
le iba diciendo, Hathaway, no hay nada en Júpiter, absolutamente nada para el
hombre. En Saturno y en Plutón, tampoco.
Wilder habló mecánicamente, sin atender a lo que
decía, pensando únicamente en Williamson que en ese momento descendía por la
colina y que muy pronto estaría de vuelta.
-Gracias.
Marguerite Hathaway le estaba sirviendo agua. Wilder,
impulsivamente, le tocó el brazo. La muchacha no se inmutó. La carne era firme
y tibia.
Al otro lado de la mesa, Hathaway se interrumpía a
veces, se tocaba el pecho con un gesto de dolor, seguía escuchando los
murmullos y el ruido de la charla, y de vez en cuando miraba preocupado a
Wilder, a quien no le gustaba aparentemente el pan de jengibre.
Williamson regresó. Se sentó y se puso a picotear la
comida hasta que el capitán se inclinó hacia él.
-¿Bien?
-Lo encontré, capitán.
-¿Y…?
Williamson estaba pálido. No dejaba de mirar a los
demás que hablaban y se reían. Las hijas sonreían gravemente, y el hijo contaba
un chiste.
-He estado en el cementerio -dijo Williamson.
-Las cuatro cruces están allí, señor. Se pueden leer
los nombres. Los he apuntado para estar seguro. -Y Williamson leyó en un papel
blanco-: “Alice, Marguerite, Susan y John Hathaway. Muertos a causa de un virus
desconocido. Julio de 2007”.
Wilder cerró los ojos.
-Gracias, Williamson.
La mano de Williamson temblaba.
-Hace diecinueve años, capitán.
-Sí.
-Entonces, ¿quiénes son estos?
-No lo sé.
-¿Se lo diremos a los demás?
-Más tarde. Siga comiendo como si nada hubiera
ocurrido.
-No tengo mucho apetito, señor.
La comida terminó con un vino traído del cohete.
Hathaway se puso de pie.
-Brindo por ustedes. Es bueno estar otra vez entre
amigos. Y brindo también por mi mujer y mis hijos. Sin ellos no hubiera vivido
hasta hoy. Sólo gracias a sus cariñosos cuidados he podido esperar la llegada
de ustedes.
Alzo la copa hacia su familia. Los cuatro miraron
azorados y cuando los demás comenzaron a beber bajaron los ojos.
Hathaway apuró su copa. Enseguida, sin un grito, cayó
de bruces sobre la mesa y resbaló hasta el suelo. Algunos de los hombres le
ayudaron a acostarse. El médico se inclinó sobre él y escuchó. Wilder tocó el
hombro del médico. El médico levantó la vista y sacudió la cabeza. Wilder se
arrodilló y tomó entre sus manos una mano de Hathaway.
-¿Wilder? -La voz de Hathaway apenas se oía-. He
estropeado el desayuno.
-No diga disparates.
-Despídame de Alice y mis hijos.
-Espere un momento. Los voy a llamar.
-No, no -jadeó Hathaway- No comprenderían. No quisiera
que comprendieran. No los llame.
Wilder no se movió.
Hathaway estaba muerto.
Wilder esperó algún tiempo. Luego se levantó y se
alejó del grupo de hombres encorvados que rodeaban a Hathaway. Buscó a Alice y
le dijo, mirándola fijamente:
-¿Sabe usted qué acaba de ocurrir?
-¿Le ha pasado algo a mi marido?
-Ha muerto. El corazón -contestó Wilder observándola.
-¡Qué pena! -dijo Alice.
-¿Cómo se siente usted?
-Hathaway no quería que nos pusiésemos tristes. Nos
dijo que esto ocurriría en cualquier momento, y no quería que lloráramos. No
nos enseñó a llorar. No quería que supiésemos hacerlo. Según él nada peor puede
ocurrirle a un hombre que estar solo y ponerse triste y llorar. Por eso no
sabemos lo que es llorar o estar tristes.
Wilder echó una ojeada a las manos de la mujer, las
manos blandas y tibias, las uñas bien cuidadas y las finas muñecas. Miró el
cuello esbelto y terso y los ojos inteligentes, y dijo al fin:
-El señor Hathaway los hizo muy bien, a usted y a sus
hijos.
-A Hathaway le hubiera gustado oír eso. Estaba tan
orgulloso de nosotros. Al cabo de un tiempo hasta olvidó que nos había hecho.
Al final nos aceptaba y nos quería como si fuéramos de verdad su mujer y sus
hijos. Y en cierto modo lo somos.
-Ustedes lo ayudaron mucho.
-Sí, conversamos con él durante años interminables. Le
gustaba hablar. Le gustaba la casa de piedra y el fuego de la chimenea.
Hubiéramos podido vivir en una de las casas comunes del pueblo, pero a él le
gustaba esto, donde podía ser primitivo si quería, o moderno si quería. Me
hablaba muchas veces de su laboratorio y de sus inventos. Instaló una verdadera
red de alambres y altavoces en el pueblo norteamericano. Cuando apretaba un
botón el pueblo se iluminaba y se llenaba de ruidos, como si vivieran en él
diez mil personas. Se oían aviones, automóviles y conversaciones. Hathaway se
sentaba, encendía un cigarro y nos hablaba, y los ruidos del pueblo llegaban
hasta nosotros, y de vez en cuando sonaba un teléfono y una voz grabada le
hacía una consulta sobre ciencia o cirugía, y el señor Hathaway contestaba. Con
el teléfono, nosotros, los ruidos del pueblo y su cigarro, era feliz. Pero hubo
una cosa que no pudo conseguir: que envejeciéramos. Él envejecía día tras día,
y nosotros no cambiábamos. Creo que nos quería así. Lo enterraremos en el
cementerio de las cuatro cruces. Me parece que eso le gustaría a Hathaway.
Alice tocó suavemente la muñeca del capitán Wilder.
-Estoy segura.
El capitán dio unas órdenes. La familia siguió al
reducido cortejo. Dos hombres llevaron a Hathaway en unas parihuelas cubiertas
con un paño. El cortejo dejó atrás la casa de piedra y el cobertizo donde
Hathaway, años atrás, había comenzado sus trabajos. Wilder se detuvo junto a la
puerta del taller.
¿Cómo sería, se preguntó, vivir en un planeta con una
mujer y tres hijos, y verlos morir y quedarse a solas con el viento y el
silencio? ¿Qué se podía hacer? Enterrarlos bajo unas cruces, volver al taller y
con inteligencia, memoria, habilidad manual e ingenio reconstruir,
minuciosamente, mujer, hijo e hijas. Con toda una ciudad norteamericana a su
disposición un hombre inteligente podía hacer cualquier cosa.
El ruido de los pasos se apagaba en la arena. Cuando
llegaron al cementerio, dos de los
hombres abrían una tumba.
Volvieron al cohete en las últimas horas de la tarde.
Williamson señaló la choza con un movimiento de
cabeza:
-¿Qué vamos a hacer con ellos?
-No lo sé -dijo el capitán.
-¿Los va a parar?
El capitán pareció un poco sorprendido.
-¿Parar? No lo había pensado.
-No los llevaremos.
-No, sería inútil.
-¿Es decir que los vamos a dejar aquí, así, como son?
El capitán le alcanzó un arma a Williamson.
-Si usted es capaz… Yo no lo soy.
Cinco minutos después, Williamson volvió de la casa de
piedra con el rostro transpirado.
-Tome el arma. Ahora comprendo lo que usted quería
decir. Entré en la choza con el arma en la mano. Una de las hijas me sonrió. Y
también los demás. La mujer me ofreció una taza de té. ¡Dios, sería un
asesinato!
Wilder asintió.
-Nunca habrá nada tan maravilloso como ellos. Fueron
construidos para durar diez, cincuenta, doscientos años. Sí, tienen derecho… a
vivir, tanto como cualquiera de nosotros.
-Sacudió la pipa y añadió-: Ahora, a
bordo. Nos vamos. Este pueblo está muerto. Nada hacemos aquí.
Oscurecía. Se levantaba un viento helado. Los hombres
ya estaban a bordo. El capitán titubeó.
-No volverá usted a… despedirse de ellos -dijo
Williamson.
El capitán lo miró fríamente.
-No es asunto suyo.
Wilder subió a la casa en el viento del crepúsculo.
Los hombres del cohete vieron que su sombra se detenía en el umbral. Vieron la
sombra de una mujer. Vieron que el capitán le estrechaba la mano.
Un momento después, Wilder volvió corriendo hacia el
cohete.
De noche, cuando el viento barre el fondo del mar
muerto y el cementerio hexagonal con cuatro cruces viejas y una nueva, una luz
brilla aún en la casa de piedra, y en esa casa, mientras ruge el viento, y
giran los torbellinos de arena y las estrellas frías titilan en el cielo,
cuatro figuras, una mujer, dos hijas y un hijo atienden el fuego sin ningún
motivo y conversan y ríen.
Noche tras noche, año tras año, la mujer, sin ningún
motivo, sale de la casa y mira largamente el cielo con las manos en alto, mira
la Tierra, la luz verde, sin saber por qué mira, y después entra y echa al
fuego unos trozos de leña, y el viento sigue soplando y el mar muerto sigue
muerto.
“The
Wellers in Silence”, Maclean’s, 15 septiembre 1948.
Crónicas marcianas (The Martian
Chronicles, 1950, con el título “The long years”),
trad. Francisco Abelenda,
Barcelona, Edhasa, 1975, págs. 214-225.
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