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Entre otras convicciones secretas, cual las que
todos albergamos, Peter Brench estimaba como el más grande logro de su vida no
haber emitido jamás un juicio comprometedor sobre la obra, como era denominada,
de su amigo Morgan Mallow.
En lo tocante a ella, según pensaba él honradamente,
nadie podía, con veracidad, citar una sola opinión pronunciada por sus labios,
y en ningún lado podía haber constancia de que, a ese mismo respecto, en
ninguna ocasión ni tesitura alguna, hubiese mentido o hubiese proclamado la
verdad. Semejante triunfo le parecía de relevancia capital aun siendo un hombre
que había logrado otros triunfos: un hombre que había llegado a los cincuenta
años, que había eludido el matrimonio, que había vivido sin dilapidar su
fortuna, que desde muchos años atrás amaba a la señora Mallow sin decir
palabra, y que, lo último en orden pero no en importancia, se había juzgado a
sí mismo hasta los más íntimos recovecos. De hecho se había juzgado hasta tal
punto que había sentenciado que la actitud que mejor le cuadraba era una gran
humildad global; y, sin embargo, nada lo hacía tener mejor concepto de sí mismo
que el recto rumbo que había logrado seguir pese a varios de los escollos
precitados. De esta guisa, consideraba categóricamente un mérito que aquéllos
de sus amigos en quienes más confianza tenía fueran precisamente aquéllos ante
quienes guardaba la mayor reserva. Él no podía -al menos eso había decidido el
excelente hombre- decirle a la señora Mallow que ella era la adorable causa
única de su contumaz soltería; y tampoco decirle al marido que la visión de los
innumerables mármoles que poblaban el taller de éste le causaba un sufrimiento
cuya incisividad ni siquiera el tiempo había conseguido embotar. Sin embargo,
su victoria, como ya he apuntado, en lo tocante a estas esculturas, no
consistía sólo en haber callado que las abominaba; consistía además,
heroicamente, en no haber intentado nunca obtener, como premio a su silencio,
una dulce compensación de otro orden.
La situación entera, entre estas buenas gentes,
era en verdad cosa digna de admiración, y probablemente no había ninguna que le
fuese comparable en muchas leguas a la redonda del punto que nos incumbe: la
zona londinense donde en aquella época los melodiosos declives de Hampstead
principiaban a ser debelados por los quebrados ritmos de St. John's Wood. Peter
deploraba las estatuas de Mallow y adoraba a la esposa de Mallow, pero sentía
considerable simpatía hacia Mallow, por quien, a su vez, él era igualmente
apreciado. La señora Mallow exhibía gran admiración por las estatuas... aunque,
si la apuraban, confesaba preferir los bustos; y su ostensible afecto por Peter
Brench se debía al afecto que éste último le testimoniaba a Morgan. Por lo
demás, cada uno de los tres amaba a los otros dos por la delicadeza con que
trataban a Lancelot, el único y muy querido descendiente de los Mallow, en
quien el amigo de la casa tenía al tercero -pero sin duda el más guapo- de sus
ahijados. Desde su nacimiento, ninguno de la familia, ni siquiera el propio
niño, si hubiese sido posible consultarlo, habría hallado sujeto más
cualificado que Peter para el papel de padrino. Por fortuna, todas estas
notables personas gozaban, en el aspecto pecuniario, de cierto desahogo; de lo
contrario, el Maestro no habría podido pasar sus solemnes Wanderjahre1 en
Florencia y en Roma ni continuar, junto al Támesis no menos que junto al Arno y
el Tíber, amontonando una tras otra obras no vendidas y modelando, con lo que
no tenía otro remedio que ser una pasión de todo punto desinteresada,
fantaseadas cabezas de celebridades demasiado sumidas en la época o demasiado
poco -demasiado ocupadas en vivir el presente o demasiado muertas y enterradas
en el pasado- para concederle sesiones de “pose”. Ni tampoco Peter, que se
presentaba casi todos los días, habría podido encontrar los suficientes ratos
de ocio para colaborar con su presencia a mantener toda esta complicada
tradición de cosas. Él, el depositario de estos secretos, era hombre macizo
pero bonancible: corpulento y recio y rubicundo y crespo, de entonaciones
profundas, miradas profundas, bolsillos profundos, por no mencionar su hábito
de las pipas largas, los sombreros flexibles y los trajes descoloridos entre
parduscos y grisáceos, en apariencia siempre los mismos.
Se había entregado a “escribir”, según se
sabía, aunque nunca se hubiera entregado a hablar... a hablar, en particular,
de eso; y daba la impresión (ya que, según se creía, continuaba cogiendo la
pluma) de que prosiguiera su actividad literaria para tener algo más -como si,
de suyo, aún no tuviera bastante- sobre lo cual callar. Sea como fuere, lo
cierto es que sus ocasionales versos y prosas, ignorados de todos, le permitían
afirmar ante su propia mirada la integridad de su buen gusto y comprobar
paladinamente la interdependencia de la fama y la mediocridad. La puerta verde
de su propiedad se abría en una tapia de jardín cuyo estuco lucía agrietado y
desvaído, y, en la pequeña mansión a la que aquélla daba paso, todo era
vetusto: el mobiliario, los sirvientes, los libros y los grabados, las
costumbres inmemoriales y aun los arreglos más recientes. A diez minutos de
allí, los Mallow tenían su propia residencia, bautizada como Villa Carrara,
cuyo taller se levantaba sobre un pequeño terreno que éstos, en su feliz
optimismo, habían anexado a la propiedad con el fin de edificar tal santuario
del arte. Ello había sido posible por la buena suerte, si es que no habría que
llamarla mala, de que la señora Mallow, al desposarse, hubiera aportado a su
marido una dote suficiente para procurarle una mínima seguridad y permitirle
así, respecto del arte del cincel, mantenerse en sus trece. Y en sus trece se
mantenían -siempre se habían mantenido- el engolado escultor y su esposa, en
favor de los cuales la naturaleza había rizado el rizo privándolos de toda
conciencia de lo difícil. De escultor, Morgan lo tenía todo excepto el espíritu
de Fidias: la casaca de terciopelo marrón, el berretto apropiado, el “aspecto
plástico”, los dedos melindrosos, un bonito acento italiano y un viejo fámulo
traído de Italia. Parecía compensar todas sus ineptitudes cuando le ordenaba a
Egidio en su lengua natal que hiciera girar alguno de los pedestales rotatorios
que en el taller abundaban. En Villa Carrara todos eran muy italianizantes, y
lo inconfesable del papel que este hecho representaba en la vida de Peter era,
mayormente, que le aportaba, a fuer de británico a machamartillo, la justa
cantidad de “extranjería” que era capaz de tolerar. Toda su Italia la
constituían los Mallow, aunque en cierto modo era gracias a Italia por lo que
le agradaban. Su sola preocupación era que Lance -así llamaban por abreviación
a su ahijado- resultaba, a despecho de su educación en un colegio nacional,
acaso una pizca demasiado italiano. Por otra parte, Morgan poseía el aspecto de
la imagen aduladora que uno puede tener de sí mismo, semejante a aquéllas que
cabe contemplar en esa gran sala del museo de los Uffizi dedicada a
Autorretratos de Artistas. La única lamentación del Maestro era no haber nacido
pintor en vez de escultor, a causa de su deseo de haber contribuido a la
insigne colección sobredicha.
Con el tiempo se vio que Lance, de todas
formas, sí que sentía la vocación de los pinceles; pues, cuando el muchacho
frisaba ya en los veinte años, un buen día la señora Mallow le anunció al
amigo, quien solía ser confidente de los problemas y preocupaciones más íntimos
de la familia, que no parecía sino que en rigor de verdad no tenían más remedio
que dejarlo seguir la carrera de pintor. Ya no podían permanecer insensibles
ante la circunstancia de que no cosechaba ningún laurel en Cambridge, donde la
facultad en que otrora había hecho Brench los estudios llevaba un año
suavizándole las reprimendas únicamente por consideración a su padrino. Así, pues,
¿a qué obstinarse en la vana tentativa de formarlo para lo imposible? Lo
imposible -ello ya estaba sobradamente claro- era que Lance pudiese llegar a
ser otra cosa que artista.
-¡Oh, cielos, cielos! -exclamó el pobre Peter.
-¿Cómo? ¿No cree usted en ello? -preguntó la
señora Mallow, quien, aunque cumplidos ya los cuarenta, había conservado unos
ojos de un violeta aterciopelado, una lisa piel lustrosa y un suave cabello
rojizo.
-Que si no creo ¿en qué?
-Pues en la pasión que siente Lance.
-No sé bien a qué se refiere con eso de “creer
en su pasión”. No se me había escapado, ciertamente, la propensión de Lance,
desde su más tierna infancia, a enarbolar pinceles y mezclar colores; pero yo
esperaba, lo confieso, que se le pasaría.
-Y ¿por qué habría de pasársele -preguntó ella
con una hermosa sonrisa-, habida cuenta de los preciosos antecedentes
familiares? Una pasión es una pasión... aunque claro está que, naturalmente,
usted, mi buen Peter, no entiende nada de semejantes cosas. ¿Se ha extinguido
la del Maestro alguna vez?
Por un momento, Peter apartó el semblante y, a
su habitual manera informe, durante algunos instantes emitió un sonido
intermedio entre un silbido atenuado y un rezongo reprimido.
-¿Cree usted que también él se convertirá en un
Maestro? -preguntó.
Apenas si ella pareció dispuesta a llegar tan
lejos, pero mostró, en conjunto, un aplomo maravilloso:
-Ya sé lo que quiere insinuar usted: ¿merecerá
la pena una actividad que desencadenará las mismas envidias y suscitará las
mismas maquinaciones que en ciertos momentos casi han resultado demasiado duras
de soportar para el padre de Lance? Pues bien, contemos con ello, ya que nada
excepto la trapacería, en la triste época en que vivimos, puede, por lo visto,
asegurar el éxito, y ya que, si una maldición le ha otorgado el don del
refinamiento y la exquisitez, uno fácilmente puede verse teniendo que mendigar
el pan toda la vida. Pongámonos en lo peor: supongamos que él tenga la
desgracia de volar tan alto que el gusto vulgar del ignaro populacho no pueda
seguirlo. Recuerde, así y todo, la ventaja de que disfrutará él, la misma de
que disfruta el Maestro. El conocerá.
Peter semejó pesaroso:
Ah, pero ¿qué es lo que conocerá?
-¡La felicidad interior! -exclamó la señora
Mallow con entonación algo impacientada. Y se fue.
2
Naturalmente, Peter hubo de tener, poco
después, una charla sobre aquello con el propio joven y oírle que,
virtualmente, estaba ya todo decidido. Lance no iba a volver más a la
Universidad e iba a marcharse a París, donde podría, ya que la suerte estaba
echada, encontrar reunidas el máximo número de facilidades. Peter siempre había
tenido la impresión de que era necesario aceptar a su ahijado tal como era, pero
quizá nunca hasta este momento se había visto tan forzado a verlo como era
realmente:
-Entonces, ¿es que abandonas Cambridge por
completo? ¿No es bastante lamentable?
Al modo de ver del amigo, Lance se habría
parecido a su padre si hubiese sido menos humorista y a su madre si hubiese
sido más hermoso. Pero era una buena solución intermedia, para Peter, eso de
que, a la manera de los jóvenes modernos, tuviera, a primera vista, más bien el
aire de un corredor de bolsa que el de un artista en agraz. El muchacho hizo
valer que se trataba de una cuestión de tiempo: le quedaban tantas experiencias
por vivir, tantos hechos por observar. Había sostenido algunas conversaciones
con sus camaradas y se había formado su opinión propia al respecto:
-En nuestros días -dijo- lo que importa, ¿sabe
usted?, no es llegar a adquirir erudición, sino discernimiento.
Ante esto, su interlocutor emitió un gruñido:
-¡Oh, diablos, no quieras saber discernir!
Lance se maravilló:
-,Que “no” quiera saber discernir? Entonces,
¿qué tiene de bueno...?
-Qué tiene de bueno ¿el qué?
-Pues... todo. ¿No confía usted en mi talento?
Peter aspiró su larga pipa, en silencio, durante un instante; después ahondó:
-No es el discernimiento, sino la ignorancia,
lo que (nos lo dicen excelentemente) nos da la felicidad.
-Entonces, ¿no cree usted que yo tenga talento?
-insistió Lance.
Peter, según su costumbre de inesperados gestos
bonachones, puso su brazo en torno al cuello de su ahijado y lo mantuvo así un
momento, diciendo:
-¿Qué sé yo?
-¡Ah -dijo el joven-, si es su propia
ignorancia lo que está usted tratando de defender...!
De nuevo, durante una pausa, sentado en el
diván, el padrino fumó.
-No se trata de eso -dijo-. Yo tengo la
desgracia de ser omnisciente.
-¡Ah, caramba -dijo Lance riendo de nuevo-, si
sabe usted demasiado...!
-De eso se trata precisamente, y he ahí por qué
soy tan desdichado.
La jocundidad de Lance subió de punto:
-,Desdichado usted? ¡Venga ya!
-Pero me olvidaba -completó su compañero- de
que tampoco deberías saber nada de este asunto. Eso sería, también para ti,
saber demasiado. Voy a comunicarte tan sólo mis intenciones. -Peter se levantó
del diván-. Si aceptas volver a Cambridge, yo te pagaré todos los gastos.
Lance lo miró de hito en hito, un tanto pesaroso
a despecho de sentirse todavía más divertido.
-¡Oh, Peter! -exclamó-. ¿Desprecia usted París,
pues, hasta ese extremo?
-Caramba, le tengo miedo.
-Ah, ya lo entiendo.
-No, tú no entiendes nada... no aún. Pero
acabarás entendiendo; es decir, corres el riesgo de acabar entendiendo. Y eso
no es bueno.
El joven reflexionó más seriamente:
-Pero mi inocencia ya está...
-¿Ya ha recibido golpes? Oh, ello tiene remedio
-siguió Peter-; la restauraremos aquí.
-¿Aquí? Entonces lo que usted desea, ¿es que
permanezca en casa?
Peter casi lo confesó:
-Caramba, estamos los cuatro tan bien como
estamos, todos juntos... tan amparados unos por otros... Escucha, no lo eches a
perder.
Ante esto, el joven, que ya se había tornado
grave, pasó a la consternación, impresionado ante el muy sentido tono de su
amigo.
-Entonces, ¿a qué se dedicaría servidor?
-A ser mi ahijado. Atiende, muchacho -y ahora
Peter suplicó de veras-, yo me ocuparía de tu mantenencia.
Lance, que con las piernas extendidas y las
manos en los bolsillos había permanecido sentado en el diván, lo escudriñó con
mirada desconfiada. Después se incorporó:
-Lo que usted piensa es que no tengo
suficientes aptitudes, que no triunfaré.
-¿A qué te refieres con eso de triunfar?
Lance reflexionó de nuevo, y respondió:
-Caramba, el mejor triunfo, creo, consiste en
satisfacerse a uno mismo. ¿No es de eso precisamente de lo que, a despecho de
las maquinaciones y todo lo demás, disfruta (a su especial modo inimitable) el
Maestro?
Tantísimas cosas incluidas en esta pregunta
pedían contestación simultánea, que lo que a efectos prácticos hizo fue poner
fin a la conversación, la cual se volvió singularmente difícil a la luz de
tamaña evidencia renovada de que, aunque posiblemente la inocencia del joven,
durante el transcurso de sus estudios, como afirmaba él mismo, hubiera sufrido
golpes, la quintaesencia de su candor permanecía intacta. Lo cierto es que ello
era lo que Peter había dado por supuesto y lo que al propio tiempo deseaba por
encima de todo; pero, debido a alguna perversión suya, la ingenuidad de Lance
lo indignó. El joven creía en las maquinaciones y todo lo demás, creía en el
especial modo inimitable, creía, en suma, en el Maestro. Uno o dos meses más
tarde, no sólo Lance no había vuelto a Cambridge con todos los gastos pagados
por su padrino, sino que además, quince días después del asentamiento de aquél
en París, Peter le mandó cincuenta libras esterlinas.
Entretanto, en su país natal, Peter se había
mentalizado para lo peor; y jamás lo que podía ser lo peor se le había
prefigurado de una forma tan vívida como cuando, un domingo por la noche en
que, como de costumbre, él acudió a casa de sus amigos para cenar, la señora de
Villa Carrara lo saludó con una pregunta sobre -ni más ni menos- las riquezas
de los canadienses. Ella hablaba en serio, hablaba casi con apasionamiento:
-Dígame: ¿hay muchos de ellos verdaderamente
ricos?
Por fuerza él hubo de confesar no saber nada
acerca de aquello, aunque posteriormente recordaría muchas veces esta velada.
La habitación en que se hallaban estaba exornada con diversas muestras de la
genialidad del Maestro, las cuales poseían el mérito de tener, como sugería a
menudo la propia señora Mallow, unas dimensiones infrecuentemente oportunas. Eran
dimensiones en efecto poco usuales en las creaciones del cincel y ofrecían la
peculiaridad de que, si los objetos y los detalles destinados a ser pequeños
parecían demasiado grandes, los objetos y los detalles destinados a ser grandes
parecían demasiado pequeños. La intención del Maestro, fuese en este respecto o
en cualquier otro, había permanecido, en casi todos los casos, incluso tras el
paso de años, inescrutable para Peter Brench. Las creaciones que tan
insuficientemente la exteriorizaban se erguían, un poco por todas partes, sobre
pedestales y ménsulas, sobre mesas y estanterías: todo un pequeño pueblo blanco
de fija mirada, heroico, idílico, alegórico, mítico, simbólico, en que la
“proporción” se había desviado y extraviado de tal manera que la plaza pública
y la repisa de la chimenea parecían haber intercambiado sus papeles, pues todo
lo monumental resultaba diminuto y todo lo diminuto monumental; las obras de
estas dos categorías, por otra parte, eran, innegablemente, miembros de una
estirpe en la cual, singular fenómeno, cada estatua no ofrecía ninguna
información acerca de su respectiva profesión, edad o sexo. Al igual que los
Mallow, ellas mismas, este pueblo de estatuas, componían la familia del
desdichado Brench: por lo menos le eran, en grandísima medida, íntimamente
familiares. La coyuntura presente era de aquéllas que desde hacía mucho tiempo
había aprendido a identificar y a definir: breves fogonazos de la débil llama,
dulces ráfagas de un aire más clemente. Dos veces al año, con regularidad, el
Maestro confiaba en su suerte, aparte confiar todo el año en su genio. Esta vez
la prosperidad tenía que estar asegurada con una pareja de luto, procedente de
Toronto, que acababa de hacer el magnificente encargo: la ejecución de una
tumba para tres niños difuntos, a quienes deseaban ver conmemorados, en el
grupo escultórico, con un estilo a la par simbólico y realista.
Ése era naturalmente el trasfondo de la
pregunta de la señora Mallow: al suponer que estos extranjeros eran adinerados,
cabía creer, por la índole de la admiración de los mismos, así como por sus
misteriosas alusiones (¡eran gente un poco extravagante!) dejadas caer a
propósito de la posibilidad de otros encargos de este tenor funerario, en un
patrocinio futuro; y no menos factible era que, si el Maestro conseguía
adquirir una mínima notoriedad en aquellos lejanos pagos, una larga serie de
clientes canadienses viniera inexorablemente a hacer sus pedidos. En otras
ocasiones, Peter había visto afluencias de clientes coloniales o autóctonos,
grupos de compradores que sin embargo habían producido poquísimos vacíos en la
compañía marmórea que los rodeaba; pero se guardaba mucho, en circunstancias
así, de hacer tambalearse tales ilusiones halagüeñas. Mientras duraban,
constituían un bálsamo para la amargura ocasionada por las distinciones jamás
obtenidas, el largo sufrimiento de las medallas y los diplomas constantemente
otorgados a otros; y alimentaban, así, la lámpara destinada a lucir hasta el
próximo eclipse. Ellos vivían, empero, al fin y a la postre -tal como siempre
era maravilloso comprobarlo-, sobre un plan trascendente, apenas atentos a los
altibajos de la existencia. Consentían, a veces, deliciosamente, en reconocer
que el público, de cuando en cuando, no era demasiado infame como para desear
comprar; pero jamás renunciaban a la muy honda convicción de que el Maestro era
siempre demasiado excelso como para lograr vender. A menudo, Peter se decía que
ellos estaban, sea como fuere, maravillosamente forjados para su destino: el
Maestro tenía una vanidad, y su esposa una lealtad, cuyo mérito y encanto
habrían sido disminuidos por el éxito, privándolas de inocencia. Cualquiera
puede resultar hechicero si vive bajo un hechizo, y, cuando Peter miraba el
mercenario mundo exterior, todavía más falto de equilibrio y armonía que el
propio museo del Maestro, se preguntaba si alguna vez habría conocido a otra
pareja tan por completo ajena a las infamias de lo corriente.
-¡Qué mala pata que Lance no esté aquí presente
para regocijarse con nosotros! -suspiró aquella noche la señora Mallow durante
la cena.
-Beberemos a la salud del ausente -repuso su
marido, y llenó el vaso de su amigo y el suyo. Vertió una gota en el de su
compañera y prosiguió-: De todos modos, esperemos que él alcance una felicidad
menos parecida a la nuestra de esta noche (¡comprensible por otra parte, todo
hay que admitirlo!) que a la serenidad (ésa que no depende de las
circunstancias) de que nosotros siempre hemos podido disfrutar. ¡Esperemos que
alcance -aclaró el Maestro, retrepándose en su sofá, bajo la grata luz de
lámpara y junto al grato fuego de chimenea, alzando su vaso y paseando la
mirada por su familia de mármol, monstruosa progenie más o menos presente en
todas las habitaciones-, esperemos que alcance la felicidad que hay en la mera
práctica hermosa de un arte!
Peter estudió su vino con aire un poco
cohibido:
-¡Hum! Me importa poco el nombre con que
califique usted la situación en que un artista permanece ignorado, mas es
necesario que Lance sí aprenda a vender, creo yo. ¡Brindo por que él se haga
con el secreto de la vil popularidad!
-Oh sí, éldebe vender -concedió con
sorprendente sinceridad la madre del muchacho, la cual había tenido que ser aún
más, no obstante, como esta declaración semejó patentizarlo, la esposa del
Maestro.
-Oh -dictaminó confiadamente, tras una pausa,
el escultor-, Lance venderá. No temas. Habrá aprendido.
-He ahí precisamente -comentó con malicia la
señora Mallow- lo que exasperó a Peter (¿por qué diantres se mostró usted tan
pérfido, Peter?) cuando Lance le habló sobre ello.
Cuando la dama de sus pensamientos lo miraba
con afectuoso reproche -favor no infrecuente de su parte-, Peter nunca
encontraba las palabras; pero el Maestro, que era la mismísima personificación
de la donosura y el tacto, lo ayudó a salir de este trance como tantas veces lo
había hecho:
-Es la manía de Peter, ya sabes, a propósito de
la cual Peter y yo hemos diferido tantas veces: él sostiene la teoría de que el
artista debe ser tan sólo impulso e instinto. Yo sostengo, evidentemente, que
es necesario un poco de aprendizaje: no demasiado, pero sí en una proporción
conveniente. Ahí tienes -terminó de explicarle a su esposa- por qué protestó
pensando en los riesgos que, ya ves, podría correr Lance.
-Ah, claro -y a través de la mesa volvió a
orientar la señora Mallow sus ojos violeta hacia el suscitador de aquella
explicación-, él sólo podía tener, por supuesto, buenas intenciones; pero ello
no quita que, si Lance hubiera seguido su consejo, él habría resultado, a la
hora de la verdad, horriblemente cruel.
Ellos tenían una forma cordialmente bromista de
hablar de Peter en su propia presencia como si éste fuese de arcilla o -a lo
sumo- de yeso, e, invariablemente, el Maestro se mostraba magnánimo. Se habría
dicho que ordenaba a Egidio que lo hiciese girar en su pedestal.
-Oh, pero el pobre Peter -dijo- no andaba tan
equivocado al hablar de las cosas que quizá, al fin y al cabo, esté aprendiendo
Lance.
-Huy, no creo que se trate de nada grave en lo
referente a sus planes artísticos -insistió ella... todavía, al parecer del
pobre Peter, pícara y traviesa.
-En efecto: se tratará tan sólo de las pequeñas
triquiñuelas a la francesa -dijo el Maestro; ante lo cual su amigo tuvo que
fingir reconocer, presionado por la señora Mallow, que había sido únicamente su
recelo hacia esos vicios estéticos lo que había motivado sus inquietudes.
3
-Ahora ya sé -le dijo Lance al cabo de un año-
por qué se opuso usted a mi proyecto. -De vuelta a su país, naturalmente por un
corto plazo de tiempo, el joven se inclinaba a permanecer en Villa Carrara,
donde había hecho ya, dos o tres veces tras su partida, breves reapariciones.
Su presente estadía se anunciaba como un periodo de vacaciones más prolongado-.
Me ha sobrevenido algo bastante terrible. No es tan bueno esto de saber la
verdad.
-He de decir que efectivamente no tienes alegre
el semblante -se vio Peter forzado a convenir bastante pesarosamente-. De todos
modos, ¿estás segurísimo de que la sabes?
-Cuando menos, sé todo lo que puedo soportar.
-Estas observaciones eran intercambiadas en la residencia de Peter, y el joven,
fumando un pitillo, estaba junto a la chimenea con la espalda vuelta al fuego.
Era cierto que la expansividad de su juventud parecía haberse apaciguado ya un
poco.
El pobre Peter quedó impresionado:
-Caramba, ¿has comprendido realmente los
motivos personales que yo tenía para no querer que fueras a París?
-¿Personales? -Lance reflexionó-. Me parece
que, en lo atinente a motivos personales, sólo puede haber uno.
Permanecieron un momento sondeándose el uno al
otro.
-¿Estás completamente seguro?
-¿Completamente seguro de ser un fracasado sin
una sola pizca de talento? Completamente. Desde hace algún tiempo.
-¡Ah! -Y Peter se volvió de espaldas, se habría
dicho que casi tranquilizado.
-Ese es el poco agradable descubrimiento que he
hecho.
-Oh, “ése” no me preocupa -dijo Peter, tornando
a encararlo a renglón seguido-. Quiero decir que, personalmente, me es igual.
-¡No obstante, reconocerá usted que a mí no me
es igual!
-Vaya, ¿qué pretendes decir con eso? -preguntó
Peter con escepticismo.
Y, ante esto, Lance hubo de explicar... cómo su
aprendizaje en París sólo había servido para enseñarle implacablemente las
dudosas características de su talento. Su aprendizaje lo había iluminado, de
tal manera que una luz nueva refulgía en sus ojos; pero esta luz había tenido
por efecto desvelarle demasiadas cosas:
-¿Sabe usted la causa de mi sufrimiento? Un
exceso de inteligencia. En el fondo, París era el último lugar adonde habría
debido ir. He aprendido a darme cuenta de mis insuficiencias.
El pobre Peter quedó conmovido: lo que Lance
había recibido era un mazazo; pero, incluso tras la larga conversación durante
la cual el joven anunció, sin ambages, la dura verdad que había aprendido a sus
propias expensas, su amigo traslució menos satisfacción que la que en casos
parecidos se manifiesta en un semblante connotador del suave comentario: “Ya te
lo había advertido yo.” En esta ocasión el pobre Peter aludió tan poco a lo que
ya le había advertido él, que, uno o dos días más tarde, Lance no pudo menos
que retomar la cuestión:
-¿Qué era lo que (antes de mi partida) en
realidad temía usted que yo descubriese?
Esto, empero, Peter rehusó contestárselo: le
argumentó que si él solo no lo había adivinado ya, probablemente jamás lo
adivinaría, y que en tal caso resultaba contraproducente, para ambos a dos, sin
ningún género de dudas, formular el motivo de sus temores. Lance lo atalayó, al
calor de esto, durante unos instantes, con la insolente curiosidad de la
juventud... incluso con el aire de que estuviesen cruzándole el espíritu dos o
tres hipótesis plausibles, alguna de las cuales debería ser certera. Sin
embargo, Peter, dándose la vuelta otra vez, no le ofreció ninguna ayuda, y
cuando se separaron, el joven realizó uno que otro aspaviento de irritación.
Congruentemente, en su siguiente encuentro, Peter discernió a simple vista que,
durante el intervalo, Lance lo había adivinado todo y que, para hablarle de
ello, tan sólo estaba esperando a que se presentase la ocasión propicia. Se las
compuso para facilitarle pronto otra entrevista, y su ahijado espetó sin
rodeos:
-¿Sabe usted que su enigma me impedía dormir?
Pero durante mis meditabundas vigilias me llegó la respuesta... y, a fe mía, me
hizo estallar en carcajadas. ¿Supone usted que realmente me hacía falta ir a
París para descubrir eso? -Al verlo, incluso en este instante, mantener su
reserva con tan sublime heroísmo, el joven amigo de Peter no pudo menos que
echarse a reír de nuevo-: ¿No dará usted ninguna señal de asentimiento antes de
cerciorarse por completo? ¡Admirable viejo Peter! -Pero Lance finalmente se
explayó-: Pues bien, diablos, se trata de la verdad sobre el Maestro.
Esto provocó por ambas partes, durante los
siguientes momentos, un vívido pasaje, en que cada uno de ellos se asombró ante
el asombro del otro.
-Pero, entonces, ¿desde cuándo sabías...?
-...¿el valor exacto de su obra? Lo supe -dijo
Lance, haciendo un esfuerzo memorístico- desde que empecé a enterarme de la
realidad de las cosas. Aunque reconozco que no lo vi con absoluta claridad
hasta que estuve là-bas.
-¡Piedad, piedad! -se lamentó Peter con un
terror retrospectivo.
-Pero ¿por quién me tomaba usted? Yo soy un
inepto incurable: eso sí ha habido necesidad de que me lo metieran a la fuerza
en la cabeza. ¡Pero, al menos, no soy tan inepto como el Maestro! -declaró
Lance.
-Entonces, ¿por qué nunca me dejaste ver...?
-...¿que yo, a fin de cuentas -completó el
joven-, no era tan idiota? Pues precisamente porque nunca me había imaginado
que usted sabía. Pero le pido perdón. Sencillamente quería ahorrarle
desconciertos. Y lo que ahora no se me alcanza es cómo diantres, en tal caso,
ha conseguido usted mantener su boca cerrada durante tanto tiempo.
Peter le brindó la explicación, pero sólo
después de cierta demoranza y con una gravedad no exenta de balbuceos:
-Fue por tu madre.
-¡Oh! -dijo Lance.
-Y ahora eso es lo primordial, ya que se ha
descubierto el pastel. Te exijo una promesa. Me refiero -y Peter se explicó
casi febrilmente- a un juramento por tu parte, un juramento solemne que debes
hacerme aquí ahora mismo: el de sacrificar cualquier cosa antes que dejarla
descubrir...
-...¿lo que yo descubrí? -Lance lo meditó-.
Comprendo. -A las claras, tras un instante, ya había meditado muchísimo-: Pero
¿qué es lo que usted cree que podría yo verme en la coyuntura de sacrificar?
-Oh, siempre se posee algo susceptible de tener
que ser sacrificado.
Lance lo miró intensamente:
-¿Quiere eso decir que usted ha tenido que...?
-Sin embargo, la mirada que recibió en correspondencia eludió esta interrogante
tan drásticamente que el joven se apresuró a abordar otra vertiente del
asunto-: ¿Está usted verdaderamente seguro de que mi madre no sospecha nada?
Tras renovadas cavilaciones, Peter estuvo
verdaderamente seguro:
-Si lo sabe, entonces es que es de todo punto
extraordinaria.
-Pero ¿no somos todos aquí unos fenómenos?
-Sí -concedió Peter-; pero de modos diferentes.
Lo que te exijo es de cabal importancia porque el restringido público de tu
padre, como bien sabes -se extendió Peter-, se compone de... a ver, ¿de cuántas
personas?
-En primer lugar -tuvo el hijo del Maestro la
audacia de decir- de sí mismo. Y en último lugar, también. No sé de otra
persona.
Peter tuvo un asomo de irritación:
-Y de tu madre, córcholis, siempre.
Lance lo reconsideró.
-¿Tiene usted absoluta certeza?
-Absoluta.
-Bien, pues con usted ya son tres.
-¡Oh, conmigo! -Y Peter, con un ademán de su
vieja cabeza benévola, se minimizó modestamente-: El grupo es, de todos modos,
tan exiguo que una disidencia, si llegare a producirse, se dejaría notar
cruelmente. ¡Por consiguiente, en resumidas cuentas, esfuérzate, mi querido
muchacho (eso lo es todo), en no escindirte tú del grupo!
-¿Tengo que perpetuar la farsa? -gimió Lance.
-Precisamente ha sido para ponerte en guardia
contra los peligros de una defección por tu parte el motivo de que yo haya preparado
esta ocasión.
-Y ¿en qué cree usted -preguntó el joven- que
consisten concretamente esos peligros?
-Pues mira, desde el momento en que tu madre,
capaz de tan apasionadas emociones, sospechase tu secreto... vaya -dijo Peter
porfiadamente-, eso sería como encender un reguero de pólvora.
Pareció, por unos momentos, que Lance siguiera
con su mirada el recorrido de la llama:
-¿Ella me repudiaría?
-Ella lo repudiaría a él
-Y ¿se sumaría a nuestro bando?
Antes de contestar, Peter apartó el semblante.
-Se sumaría a tu bando. -Pero con esto ya había
dicho lo suficiente para describir -y, según esperaba manifiestamente, para
evitar- la horrenda posibilidad.
4
Durante los seis meses siguientes, empero, sus temores
se renovaron, con toda virulencia, más de una vez. Lance había regresado a
París para intentarlo de nuevo; después de ello volvió al redil, y tuvo con su
padre, por vez primera en su vida, una de esas escenas que hacen saltar
chispas. Con mucha expresividad, el joven se la narró a Peter, respecto del
cual -ello era algo sin precedentes- constituía una manifestación de reserva
inusitada por parte del matrimonio de Villa Carrara el que en esta ocasión
rehusaran, tratándose de una cuestión de orden íntimo, espontanearse -ya que no
con júbilo, entonces con consternación- ante su excelente amigo. Acaso esto
produjo, a efectos prácticos, entre las dos partes, una ligera frialdad y un
cierto espaciamiento en sus amistosas relaciones... patentizados primordialmente
por la circunstancia de que, para estar en condiciones de hablar a sus anchas
con su viejo compañero de juegos, Lance debiera, normalmente, ir a visitarlo en
su residencia. De esta guisa surgieron entre ellos las más estrechas, aunque
desde luego no las más jocosas, relaciones mutuas que tuvieran jamás. El
malestar del pobre Lance se debía a la tensión que primaba en su hogar,
engendrada por el hecho de que su padre deseaba que llegase, como mínimo, al
grado de triunfo a que había llegado él. Lance no había “renunciado” a París,
no obstante tener la vívida sensación de que París había renunciado a él;
estaba dispuesto a regresar allí por la fascinación que le producía ensayar,
ver, sondear las profundidades: aprender la lección, en definitiva, aun cuando
la lección consistiese simplemente en percatarse de la impotencia propia al
desarrollarse el sentido crítico propio. En cambio, el Maestro, ensimismado en
su mediocre fecundidad, ¿qué sabía acerca de la impotencia y qué sentido
crítico digno de tal nombre había desarrollado en toda su vida de altivez?
Enardecido e indignado, Lance recabó con franqueza el parecer de su padrino.
A Lance, por lo visto, su padre lo había
reprendido con dureza, pues no podía perdonarle no tener, después de tanto
tiempo, ninguna obra que enseñarle, y esperaba que, tras su próxima ausencia,
ya hubiese subsanado tamaña omisión. Lo esencial según explicaba el Maestro con
complacencia, consistía -para todo artista, aunque no fuese tan grande como él-
en al menos “producir” obras. “¿Qué eres tú capaz de producir? ¡Es todo lo que
te pido!” Desde luego que él había producido suficientemente, y no cabía duda
de que tenía obras que enseñar. A Lance le aparecieron lágrimas en los ojos
cuando le confesó a su viejo amigo cuán duro era el “sacrificio' que éste le
exigía. No le era fácil mantener una farsa absurda -la de hijo admirador de su
padre- después de haberse visto escarnecido por no desear ser una nulidad
prolífica. Pero Peter, una vez al corriente de la situación, insistió en imponerle
una noble hipocresía; y, durante cierto tiempo, su joven amigo, aun amargado y
herido, se las industrió para seguir procurándole ese consuelo lealmente.
Cincuenta libras esterlinas recompensaron, todo hay que decirlo, más de una
vez, tanto en Londres como en París, la lealtad del joven amigo... no menos
eficazmente, sin duda, ahora, por ser informado de que tal dinero no era sino
un adelanto sobre un cuantioso legado cuyo último destino Peter había
determinado secretamente desde hacía mucho tiempo. Mediante estas artes u
otras, en todo caso, el justo furor de Lance pudo ser aplacado durante una
temporada... aunque sólo durante una. Día llegó en que Lance le advirtió a su
padrino que ya no podía resistirlo más, o, mejor dicho, que le era imposible
contenerse. En Villa Carrara había tenido que aguantar otro sermón pronunciado
con gran rimbombancia: imposición ésta más onerosa, a esas alturas, de lo que,
sin la posibilidad de contraatacar o decirle al Maestro cuatro verdades, podía
soportar un ser de carne y hueso.
-Y yo no me explico -observó Lance con cierta
irritación por echar en falta los miramientos que, a fin de cuentas, pensándolo
bien, le eran debidos a él mismo-, no me explico, a fe mía, cómo puede usted,
al punto a que han llegado las cosas, seguirle el juego.
-Oh, para seguirle el juego me es preciso tan
sólo retener la lengua -dijo Peter con calma-. Y además tengo mis motivos.
-¿Siempre mi madre?
Peter evidenció su turbación como solía
hacerlo; vale decir, apartó el semblante bruscamente.
-¿Qué quieres que le haga? Jamás he dejado de
sentir cariño hacia ella.
-Es hermosa, y es un cielo de mujer, no cabe
duda -concedió Lance-; pero, en definitiva, ¿qué es lo que representa ella para
usted, y qué interés tiene usted en lo que ella haga o deshaga?
Peter, que se había arrebolado, hizo una breve
tregua. Después contestó:
-Bueno, es por las reacciones que sus
reacciones me producirían a mí.
Ahora hubo, empero, en su joven amigo, una
insistencia extraña, intencional:
-En definitiva, ¿qué es lo que representa usted
para ella?
-Huy, nada. Pero eso no hace al caso.
-Ella sólo ama a mi padre -dijo Lance el
parisiense.
-Naturalmente, y he ahí precisamente mis
motivos.
-¿Por qué desea usted evitárselo?
-Porque ella lo ama tan apasionadamente.
Lance dio una vuelta por la habitación, aunque
con la mirada siempre clavada en su anfitrión, y dijo:
-¡Ha debido usted sentir hacia ella un
tremendo... cariño!
-Tremendo. Siempre -dijo Peter Brench.
Por un momento el joven prosiguió meditando;
después tornó a colocarse delante de Peter:
-¿Sabe usted hasta qué punto ella lo ama a él?
-Ante esto se cruzaron los ojos de ambos, mas Peter, como si su mirada
entreviese algo nuevo en la de Lance, pareció vacilar, por vez primera en muchísimo
tiempo, en decir que lo sabía todo-. Yo lo he sabido hace nada -dijo Lance-.
Ayer por la noche, ella se presentó en mi habitación después de haber estado
presente, silenciosa, con los ojos fijos en mí, en la escena que con él hube de
arrostrar; se presentó... y estuvimos hablando juntos a lo largo de una
insólita hora.
Lance hizo aún una pausa, y de nuevo se
sondearon el uno al otro durante unos instantes. Entonces, una luz súbita, que
lo hizo palidecer, iluminó a Peter:
-¿Ella lo sabe?
-Ella lo sabe. Me lo confesó todo... para
pedirme a mí tan sólo eso, como dijo ella: eso de lo cual ella ha sido capaz.
Ella siempre, siempre lo ha sabido -dijo Lance, sin piedad.
Peter quedó mudo un largo rato, durante el cual
su ahijado habría podido escuchar su silencioso gemido profundo y, si le
hubiese puesto encima una mano, habría podido advertir en él la vibración de
una prolongada exclamación reprimida. Para cuando Peter habló, por último, ya
había apurado su cáliz:
-En tal caso, me doy cuenta de con cuánta
pasion...
-¿Verdad que es prodigioso? -dijo Lance.
-Prodigioso -musitó Peter.
-¡Conque si todo su esfuerzo por alejarme de
París no tenía otro fin que el de preservar mi ignorancia...! -exclamó Lance
con un gesto que simbolizó elocuentemente el fracaso de aquella tentativa.
Habría podido ser dicho fracaso lo que Peter
pareció contemplar detenidamente por unos momentos.
-¡Creo que sobre todo (sin que fuese yo
consciente de ello en su momento) tenía el fin de preservar mi ignorancia!
-repuso finalmente éste, apartando el semblante.
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