Andrei Vasilievich Kovrin, Magister,
estaba agotado, tenía los nervios deshechos. No hacía nada por seguir el
tratamiento médico. Algunas veces, mientras tomaba una copa con su
amigo el doctor, éste le aconsejaba pasar una temporada en el campo,
mejor dicho, toda la primavera y el verano, pero Andrei nunca le hacía
caso. Pocos días después, recibió una extensa carta de Tania Pesotski,
que le invitaba a pasar unos días en la casa de su padre en Borisovka.
Kovrin decidió ir.
Pero antes de hacerlo -era el mes de abril- se marchó a su tierra nativa, Kovrinka, y pasó allí tres semanas en absoluta soledad. Cuando llegó el buen tiempo, se dirigió a la casa de campo de su antiguo tutor y pariente, Pesotski, el famoso horticultor ruso. Desde Kovrinka a Borisovka había una distancia de unas setenta verstas, y el viaje en la magnífica y cómoda calesa a lo largo de aquellos caminos, tan excelentes durante la primavera, prometía ser muy placentero.
La casa de Pesotski, en Borisovka, era muy grande, con una fachada repleta de columnas y adornada con esculturas de leones, a las que se les estaba cayendo el estuco. En la entrada principal había un sirviente de librea. El viejo parque, lúgubre y obscuro, era de estilo inglés, y se extendía desde la mansión hasta el río en una distancia de un versta, donde terminaba en un talud arcilloso cubierto de pinos, cuyas raíces desnudas parecían garras peludas. Más abajo se deslizaba un arroyuelo solitario, y el murmullo de sus aguas rivalizaba con el trinar de los pájaros. En una palabra, todo invitaba al visitante a sentarse y escribir una balada. Pero los jardines y los huertos, que junto con los viveros ocupaban una extensión de unos ochenta acres, inspiraban sensaciones muy distintas. Incluso durante el mal tiempo eran esplendorosos y alegres. Aquellas hermosas rosas, los lirios, camelias, tulipanes y tantas plantas floridas de toda clase y colores nunca habían sido contempladas por los ojos de Kovrin. La primavera acababa de comenzar, y las variedades de flores exóticas aún estaban protegidas por campanas de cristal, pero a simple vista se veía que pronto brotarían por todas partes, formando un imperio de delicadas sombras. Pero lo más encantador de todo este esplendoroso cuadro era contemplar, en las primeras horas de la mañana, las gotas cristalinas de rocío sobre los pétalos y hojas de aquella exuberante vegetación.
Durante su infancia la parte decorativa del jardín, llamada despectivamente por Pesotski «el estercolero», había producido en Kovrin una impresión fabulosa. ¡Cuántos milagros de arte, cuántas estudiadas monstruosidades, cuántas burlas de la Naturaleza! Los espaldares de árboles frutales, ese peral que parecía un álamo de forma piramidal, aquellas encinas y tilos de abundante follaje, las bóvedas formadas por los manzanos, todo tenía el sello característico del dominio de la floricultura de que hacía gala su amigo Pesotski; incluso en los ciruelos estaba grabada la fecha 1862, para conmemorar el año en que su amigo se consagró al arte del cultivo de plantas y flores. Había también unas hileras de árboles erectos, simétricos, cuyos troncos se alzaban verticales como palmeras, pero que, vistos de cerca, resultaban ser árboles vulgares. Pero lo que más alegría y vida daba a los jardines y huertos era el constante quehacer de los jardineros de Pesotski. Desde el alba hasta la puerta del sol, aquellos hombres parecían infatigables y activas hormigas, trabajando entre los árboles, arbustos y planteles, unos regando, otros excavando la tierra, otros sembrando.
Kovrin llegó a Borisovka a las nueve. Encontró a Tania y a su padre muy alarmados. Aquella noche clara y estrellada predecía que habría una helada, y el jefe de los jardineros, Iván Karlich, se había ido al pueblo, por lo que no tenían a ningún responsable en quien confiar. Durante la cena sólo se habló de la inminente helada; y se decidió que Tania no se acostaría, sino que permanecería despierta hasta la una de la madrugada. Iría a inspeccionar los jardines para ver si todo estaba en orden, mientras que Igor Semionovich, por su parte, se levantaría a las tres de la madrugada o quizá aún más temprano.
Pero antes de hacerlo -era el mes de abril- se marchó a su tierra nativa, Kovrinka, y pasó allí tres semanas en absoluta soledad. Cuando llegó el buen tiempo, se dirigió a la casa de campo de su antiguo tutor y pariente, Pesotski, el famoso horticultor ruso. Desde Kovrinka a Borisovka había una distancia de unas setenta verstas, y el viaje en la magnífica y cómoda calesa a lo largo de aquellos caminos, tan excelentes durante la primavera, prometía ser muy placentero.
La casa de Pesotski, en Borisovka, era muy grande, con una fachada repleta de columnas y adornada con esculturas de leones, a las que se les estaba cayendo el estuco. En la entrada principal había un sirviente de librea. El viejo parque, lúgubre y obscuro, era de estilo inglés, y se extendía desde la mansión hasta el río en una distancia de un versta, donde terminaba en un talud arcilloso cubierto de pinos, cuyas raíces desnudas parecían garras peludas. Más abajo se deslizaba un arroyuelo solitario, y el murmullo de sus aguas rivalizaba con el trinar de los pájaros. En una palabra, todo invitaba al visitante a sentarse y escribir una balada. Pero los jardines y los huertos, que junto con los viveros ocupaban una extensión de unos ochenta acres, inspiraban sensaciones muy distintas. Incluso durante el mal tiempo eran esplendorosos y alegres. Aquellas hermosas rosas, los lirios, camelias, tulipanes y tantas plantas floridas de toda clase y colores nunca habían sido contempladas por los ojos de Kovrin. La primavera acababa de comenzar, y las variedades de flores exóticas aún estaban protegidas por campanas de cristal, pero a simple vista se veía que pronto brotarían por todas partes, formando un imperio de delicadas sombras. Pero lo más encantador de todo este esplendoroso cuadro era contemplar, en las primeras horas de la mañana, las gotas cristalinas de rocío sobre los pétalos y hojas de aquella exuberante vegetación.
Durante su infancia la parte decorativa del jardín, llamada despectivamente por Pesotski «el estercolero», había producido en Kovrin una impresión fabulosa. ¡Cuántos milagros de arte, cuántas estudiadas monstruosidades, cuántas burlas de la Naturaleza! Los espaldares de árboles frutales, ese peral que parecía un álamo de forma piramidal, aquellas encinas y tilos de abundante follaje, las bóvedas formadas por los manzanos, todo tenía el sello característico del dominio de la floricultura de que hacía gala su amigo Pesotski; incluso en los ciruelos estaba grabada la fecha 1862, para conmemorar el año en que su amigo se consagró al arte del cultivo de plantas y flores. Había también unas hileras de árboles erectos, simétricos, cuyos troncos se alzaban verticales como palmeras, pero que, vistos de cerca, resultaban ser árboles vulgares. Pero lo que más alegría y vida daba a los jardines y huertos era el constante quehacer de los jardineros de Pesotski. Desde el alba hasta la puerta del sol, aquellos hombres parecían infatigables y activas hormigas, trabajando entre los árboles, arbustos y planteles, unos regando, otros excavando la tierra, otros sembrando.
Kovrin llegó a Borisovka a las nueve. Encontró a Tania y a su padre muy alarmados. Aquella noche clara y estrellada predecía que habría una helada, y el jefe de los jardineros, Iván Karlich, se había ido al pueblo, por lo que no tenían a ningún responsable en quien confiar. Durante la cena sólo se habló de la inminente helada; y se decidió que Tania no se acostaría, sino que permanecería despierta hasta la una de la madrugada. Iría a inspeccionar los jardines para ver si todo estaba en orden, mientras que Igor Semionovich, por su parte, se levantaría a las tres de la madrugada o quizá aún más temprano.
Kovrin estuvo con Tania toda la noche, y al llegar las doce, la acompañó al jardín. El aire tenía un olor muy fuerte, como si estuviera ardiendo. En el huerto más grande, llamado «huerta comercial», ya que cada año producía millares de rublos de beneficios a Igor Semionovich, había una fina y negra capa de estiércol que cubría todas las hojas jóvenes, con el fin de salvar las plantas. Los árboles estaban alineados como jugadores de ajedrez en rectas hileras, como filas de soldados; y esta pedante regularidad, junto con el peso de la uniformidad, hacía parecer monótono y fastidioso al jardín. Kovrin y Tania se movían de un lado para otro, arriba y abajo, por los senderos y por todos los vericuetos del jardín, comprobando el buen estado del estiércol, las pajas y las coberturas de parihuelas. En raras ocasiones se encontraron con los trabajadores, que se movían como sombras entre aquella humareda. Sólo los cerezos, los ciruelos y algunos manzanos estaban floreciendo, pero el jardín entero se hallaba envuelto en aquella densa humareda producida por el estiércol fermentado, causa por la cual Kovrin sólo se halló en condiciones de poder respirar aire puro al llegar a los viveros.
-Me acuerdo de que, cuando era niño -dijo Kovrin-, siempre me hacía estornudar el humo, pero no comprendo cómo puede salvar a las plantas de la helada.
-El humo es un buen sustituto cuando no hay nubes -respondió Tania.
-¿Para qué quiere las nubes?
-Cuando el tiempo es nuboso y suave no se producen las heladas mañaneras.
-¿Es cierto eso?
Kovrin se echó a reír y cogió de la mano a Tania. Su rostro serio, frío; sus finas y negras cejas; el rígido cuello de su chaqueta, que le dificultaba girar la cabeza; su vestido bien arropado para defenderse del helado rocío; y toda su figura, esbelta y ligera le agradaban mucho.
-¡Santo cielo, cuánto ha crecido esta criatura! -dijo Kovrin-. La última vez que estuve aquí, hace unos cinco años, era usted aún una niña. Era delgada, de piernas largas y desaliñada, y yo siempre me estaba metiendo con usted. ¡Cuánto cambió en cinco años!
-Sí, cinco años -repitió Tania-. ¡Muchas cosas han pasado desde entonces! Dígame con sinceridad, Andrei -continuó ella, mirándole burlonamente-, ¿cree que durante todos estos cinco años se ha olvidado de nosotros? No sé cómo me he atrevido a hacerle esta pregunta. Además, después de todo, usted es un hombre libre de hacer todo lo que quiera, de llevar la vida que desee. Sí, tiene que ser de este modo; es natural.
Pero, de todas formas, quiero que sepa una cosa: hayan cambiado o no sus relaciones con mi familia con el paso de los años, en esta casa se le considera como un miembro más. Tenemos derecho a ello.
-Estoy completamente convencido de que así me consideran, Tania -respondió Kovrin.
-¿Palabra de honor?
-Palabra de honor.
-Antes me di cuenta de que se sorprendió al ver tantas fotografías suyas en nuestro hogar -prosiguió Tania-. Sin embargo, bien sabe cuánto le adora mi padre, cuánto le estima. Usted es un erudito, no un hombre vulgar y corriente. Sí, se ha labrado una brillante carrera. Pues bien, mi padre cree que a él le debe usted su triunfo. ¡Deje que siga creyéndolo!
Empezaba a amanecer. Cambió la tonalidad del cielo, y el follaje y las nubes comenzaron a mostrar secada vez más claros. Los ruiseñores empezaron a cantar y procedente de los campos llegó el grito de las codornices.
-Ya es hora de irnos a la cama -dijo Tania-. Además, también hace mucho frío.
Luego se acercó a Kovrin, le cogió la mano y dijo:
-Gracias, Andrei, por haber venido. En este lugar no estamos acostumbrados a los grandes sucesos. Aquí la vida transcurre apacible y monótonamente, sin ningún acontecimiento descollante. Siempre los jardines, sólo los jardines y nada más que jardines. Sí, una existencia muy monótona. Bosques, madera, camuesas, cardos lecheros, esquejes, podar, hacer injertos, trasplantar… Toda nuestra vida se limita a esto, ni siquiera soñamos con otra cosa que no sea manzanas y peras. Desde luego, todo esto es muy útil y muy bueno, pero algunas veces no puedo resistir la tentación de desear un cambio en mi vida. Recuerdo aquella época en que usted solía visitarnos, cuando venía a pasar aquí las vacaciones, cómo cambiaba toda la casa; parecía más fresca, más alegre, como si alguien hubiese quitado las telas que cubrían los muebles. Yo era entonces una niña, pero comprendía…
Tania siguió hablando durante cierto tiempo, expresando sus sentimientos y recuerdos. De repente a la mente de Kovrin vino la idea de que era muy posible que durante aquel verano se sentiría tan atraído hacia aquella criatura vivaraz y parlanchina, que podía llegar a enamorarse de ella. Dadas las circunstancias, nada más natural y posible. Aquel pensamiento le agradó y divirtió, y mientras dirigía su mirada hacia Tania, a su mente acudieron aquellos versos de Pushkin:
Oniegin, no ocultaré que amo a Tatiana locamente
Cuando llegaron a la mansión, Igor Semionovich ya se había levantado. Kovrin no sentía ningún deseo de dormir; se puso a hablar con el anciano, y volvió con él al jardín. Igor Semionovich era alto, ancho de hombros y grueso. Padecía de dificultad respiratoria, y sin embargo, caminaba a un paso tan rápido, que era difícil seguirle de cerca. La expresión de su rostro era siempre la de un hombre preocupado, como si pensase que de retrasarse un minuto en hacer las cosas, todo el mundo se vendría abajo.
-Y ahora, hermano, le voy a revelar un misterio -dijo Igor, deteniéndose para recuperar el aliento-.
En la superficie de la tierra, como puede ver, hay escarcha, está helada, pero eleve el termómetro unas yardas y verá que hay calor… ¿A qué se debe este misterio?
-Confieso que no lo sé -dijo Kovrin, riendo.
-¡No! Usted no puede saberlo todo. El cerebro más privilegiado de todo el mundo no puede comprender todo. ¿Todavía sigue estudiando filosofía?
-Sí-respondió Kovrin-; siempre estoy estudiando filosofía y psicología.
-¿Y no se aburre?
-Al contrario, no puedo vivir sin ello.
-Alabado sea Dios -respondió Semionovich, mientras se retorcía las puntas de su poblado bigote.
Alabado sea Dios; sí, todo eso le será útil en la vida… Me alegro mucho, hermano, muchísimo…
De repente se calló y se puso a escuchar. Sus facciones se endurecieron, echó a correr por el sendero y pronto desapareció entre los árboles, en medio de una nube de polvo y arena.
-¿Quién ha sido el que ha trabado este caballo al árbol? -gritó con voz desesperada-. ¿Quién de ustedes, ladrones y asesinos, se atrevió a atar este caballo al manzano? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Arruinado, destruido, estropeado! ¡El jardín está arruinado, el jardín está destruido! ¡Oh, Dios mío!
Cuando regresó junto a Kovrin, su rostro reflejaba una expresión de lástima e impotencia.
-¿Qué se puede hacer con esta clase de gente? -le preguntó a Kovrin con voz quejumbrosa, mientras se retorcía las manos-. Anoche Stepka trajo una carga de abono y dejó atado al pobre animal al árbol. Y lo ató con tanta fuerza que ha producido unos daños irreparables en la corteza del manzano. ¿Qué se puede hacer con hombres de esta calaña? Acabo de hablarle y se ha limitado a bajar los ojos a tierra, igual que un estúpido. ¡Este miserable debería ser ahorcado!
Cuando al fin se calmó, abrazó a Kovrin y le besó en la mejilla.
-Bueno, ¡bendito sea Dios…! ¡Bendito sea Dios! -murmuró-. Me alegro de que haya llegado, hermano Kovrin. No tengo palabras para expresarle lo contento que estoy porque vino a vernos, gracias…
Luego, con la misma expresión ansiosa, y caminando con paso rápido, se puso a dar vueltas por todo el jardín, enseñando a Kovrin los naranjos, los viveros de temperatura constante, los cobertizos y dos colmenas a las que describió como el milagro del siglo.
A medida que caminaban, el sol empezó a despuntar, iluminando el jardín y calentando la tierra y el aire. Cuando Kovrin pensó que si aquel hermoso sol se mostraba ya a principios de la primavera, dedujo los numerosos días soleados y felices que le esperaban durante todo un largo verano. Y de repente experimentó la misma alegría y felicidad que sintiera durante su infancia en aquel jardín. Entonces se sintió dominado por una profunda emoción y abrazó al anciano, besándole con ternura. Ambos se dirigieron a la casa y tomaron té en antiguas tazas de porcelana de China, además de galletas y crema; y esto también le recordó a Kovrin sus días de infancia y juventud. Durante aquel pequeño ágape, las reminiscencias brotaron en la mente de ambos hombres, y un sentimiento de intensa felicidad inundó sus corazones.
Esperó a que Tania se despertase, y después de tomar café con ella, se fue a pasear al jardín. Luego se dirigió a su habitación y se puso a trabajar. Leyó con atención, tomando notas de todo lo que creía importante. Sólo levantaba la vista cuando creía sentir la necesidad de mirar a través de la ventana o contemplar las rosas, frescas aún por el rocío, colocadas en un florero sobre su mesa. Kovrin creyó sentir por un instante que todas las venas de su cuerpo temblaban de alegría.
II
Pero en el campo, Kovrin siguió con aquella nerviosa e intranquila vida que había llevado en la ciudad.
Leía y escribía mucho, estudió lengua italiana, y cuando salía a dar un paseo, al rato ya pensaba en regresar y ponerse a trabajar. Dormía tan poco que todo el mundo en la casa estaba desconcertado; si alguna vez, por pura casualidad, descansaba media hora durante el día, por la noche no podía hacerlo. Sin embargo, al día siguiente de estas involuntarias vigilias, se sentía alegre y dinámico.
Hablaba mucho, bebía vino y fumaba caros puros. A menudo, casi todos los días, algunas muchachas de las casas de los alrededores venían a la mansión de Vasilievich, tocaban el piano con Tania y cantaban.
Algunas veces también venía un vecino, un hombre joven, quien tocaba muy bien el violín. Kovrin oía con agrado su música y canciones, pero había llegado a un extremo en que todo aquello le abrumaba; tanto, que algunas veces sus ojos se cerraban involuntariamente, adormilándose.
Una tarde, después de la hora del té, se sentó en la terraza para dedicarse a la lectura. Mientras, en el salón, Tania, una amiga soprano, otra contralto y el ya citado violinista, ensayaban la conocida serenata de Braga. Kovrin atendió a la letra, y aunque ésta era en ruso, no logró entender su significado. Al final dejó el libro, se puso a escuchar con atención y logró comprenderla. Una chica de imaginación febril oyó durante la noche unos sonidos misteriosos en su jardín; un sonido tan maravilloso y extraño que se vio forzada a admitir su armonía y «santidad», que para nosotros los mortales son incomprensibles; luego aquellos sones se elevaron al cielo, desapareciendo. Kovrin despertó. Se dirigió al salón y luego al vestíbulo, donde comenzó a pasearse.
Cuando cesó la música, cogió de la mano a Tania y la llevó a la terraza.
-Durante todo el día -le dijo Kovrin- he tenido metida en la cabeza una extraña leyenda. No sé si la he leído o se la he escuchado contar a alguien; no lo recuerdo. Se trata de una leyenda muy curiosa, aunque no muy coherente. Antes de contársela, quiero advertirle de que no está muy clara. Hace mil años, un monje, vestido de negro, erraba por unos parajes solitarios, no sé si en Siria o en Arabia. A unas millas de distancia de aquel lugar unos pescadores vieron a otro monje negro caminando lentamente sobre la superficie del agua de un lago. El segundo monje era un espejismo. Tenga usted en cuenta que las leyendas prescinden de las leyes de la óptica, como es lógico, y escuche lo que viene a continuación. Del primer espejismo se produjo otro espejismo; del segundo espejismo se produjo un tercero, de forma que la imagen del Monje Negro se refleja eternamente desde un estrato de la atmósfera a otro. En cierta ocasión fue visto en África, luego en la India, en otra ocasión en España, luego en el extremo norte. Al fin, se eclipsó de la atmósfera de la Tierra, pero nunca se presentaron las condiciones necesarias como para que desapareciera del todo. Quizá hoy sea visto en Marte o en la constelación de la Cruz del Sur. Ahora bien, la esencia de todo esto, su verdadero meollo, por emplear esta palabra vulgar, radica en una profecía que sostiene que exactamente mil años después de que el monje se retirara a aquellos parajes desiertos, el espejismo volverá a ser captado en la atmósfera de la Tierra y se mostrará a todos los hombres del mundo. Este plazo de mil años, según mis cálculos, está a punto de expirar. Según la leyenda, debemos ver al Monje Negro hoy o mañana.
-Es una historia muy extraña -dijo Tania, a quien no le había agradado.
-Pero lo más sorprendente de todo -dijo Kovrin riéndose- es que no recuerdo cómo esta leyenda se me ha metido en la cabeza. ¿La he leído? ¿Me la han contado? ¿Se trata simplemente de un sueño? No lo sé.
Pero me interesa. Durante todo el día no he podido pensar en otra cosa; la tengo clavada en la mente.
Kovrin se despidió de Tania, quien regresó al salón, y salió de la casa para pasear por entre los planteles de flores del jardín, meditando sobre aquella extraña leyenda. El sol acababa de ponerse. Las flores recién regadas emanaban un fuerte y delicado aroma. En la mansión, la música había comenzado a sonar de nuevo, y a la distancia, el violín parecía producir el efecto de una voz humana. Mientras forzaba su memoria para recordar cómo había llegado a conocer aquella leyenda, Kovrin, ensimismado, paseaba por el parque, sin darse cuenta de que caminaba en dirección a la orilla del riachuelo.
Descendió por un sendero repleto de raíces al descubierto, espantando las agachadizas y poniendo en fuga a dos patos. En las ramas obscuras de los pinos se reflejaban los últimos rayos del sol. Kovrin pasó al otro lado del riachuelo. Ahora, delante de él, se extendía un hermoso y extenso campo cubierto de centeno.
En todo lo que alcanzaba su vista no se veía un alma viviente; y le pareció que aquel sendero debía conducirle a una región enigmática e inexplorada donde aún quedaba el resplandor del sol.
«¡Qué lugar más tranquilo y bucólico! -pensó para sí-. Tengo la impresión de que en este instante todo el mundo me contempla desde arriba, esperando que yo descubra algo importante.»
Una ráfaga de aire dobló los tallos verdes de los centenos. De nuevo sopló el viento, pero esta vez con más fuerza, rivalizando con el suave murmullo de las hojas de los pinos. Kovrin se detuvo asombrado. En el horizonte, como un ciclón o una tromba de agua, algo negro, alto, se elevó del suelo. Sus formas eran indefinidas; pero, después de fijarse con atención en aquella cosa tan extraña, Kovrin se dio cuenta de que no estaba fija al suelo, sino que se movía a una velocidad increíble, en dirección a él. Y a medida que se acercaba, se hacía cada vez más y más pequeña. Involuntariamente, Kovrin se echó a un lado del sendero para dejarla pasar. Pasó ante él un monje vestido de negro, de cabellos grises y cejas negras, con las manos cruzadas sobre el pecho. Caminaba sobre el duro suelo con los pies descalzos. Una vez que se hubo alejado unos veinte metros, el monje volvió el rostro hacia Kovrin, le hizo una señal con la cabeza, y le sonrió con bondad. Su rostro delgado estaba pálido como la cera. Luego, a medida que se alejaba, empezó a aumentar de tamaño, cruzó el río caminando sin hundirse sobre su superficie, y atravesó sin ruido alguno el muro de piedra caliza, desapareciendo como el humo.
-Ahora comprendo -dijo Kovrin para sí- que la leyenda tenía su fundamento.
Regresó a la casa sin intentar siquiera explicarse este extraño fenómeno, pero vana-gloriándose de haber visto no sólo sus ropas negras, sino su fino y pálido rostro, y la fija mirada de sus ojos.
En el parque y en los jardines de la mansión, los visitantes se paseaban tranquilamente; en el interior la música seguía sonando. De modo que sólo él había visto al Monje Negro. Sintió un inmenso deseo de contar a Tania y a Igor Semionovich lo que había visto con sus propios ojos, pero desistió al pensar que lo interpretarían como una alucinación. Se unió a aquella alegre compañía, rió, bebió y bailó una mazurca dominado por una inmensa alegría interna. Pero lo más curioso de todo fue que tanto Tania como los demás invitados creyeron ver en su rostro una expresión de éxtasis, lo que encontraron muy divertido.
III
Cuando terminó la cena y todos se hubieron marchado, subió a su habitación y se echó en el diván.
Había decidido reflexionar sobre el monje, aclarar aquel extraño misterio; mas en aquel instante, Tania entró en su habitación, interrumpiendo sus proyectos.
-Aquí te traigo, Andrei -le dijo Tania-, los artículos de mi padre… Son muy interesantes. Mi padre escribe muy bien.
-¡Espléndida idea! -exclamó Igor Semionovich, que entró tras ella en la habitación de Kovrin-.
Ahora bien, no le haga caso a esta bella muchacha. Aunque puede leerlos, si desea dormirse: constituyen un espléndido soporífero.
-Pues según mi opinión -respondió Tania-, estos artículos son magníficos. Le agradeceré, querido Andrei, que los lea, y luego convenza a mi padre para que escriba con más frecuencia. Es capaz de escribir un tratado entero de jardinería.
Igor Semionovich se echó a reír, pero luego se disculpó amablemente, alabó las cualidades de su viejo amigo y dando la razón a su hija:
-Si desea leer esos artículos, querido Andrei -dijo Igor-, le aconsejo que comience con los documentos sobre Gauche y los artículos rusos, pues de otro modo no podrá entenderlos. Antes de precipitarse en valorar mis palabras, le aconsejo que las sopese detenidamente. Aunque no creo que le interesen.
–Bueno, ya es hora de irse a la cama, querida Tania, pues anoche dormiste muy poco.
Tania salió de la habitación. Igor Semionovich se sentó en un extremo del sofá y exclamó:
-Ah, hermano mío… Ve que escribo artículos, y exhibo en exposiciones e incluso a veces gano medallas… Pesotski, dicen ellos, tiene unas manzanas tan gordas como su cabeza; Pesotski ha hecho una gran fortuna con sus jardines y huertas… En una palabra: «Kochubei es rico y glorioso». Pero mucho me agradaría preguntarle cuál será el final de todo esto. No se trata de mis jardines y viveros; ya sé que son espléndidos, auténticos modelos entre todos los de la región. Aunque también debo confesar que me siento orgulloso de que sean en realidad una institución completa de gran importancia política, y otro paso hacia una nueva era en la agricultura rusa, como asimismo en su industria. Pero todo esto, ¿para qué? ¿Con qué fin? ¿Cuál es la meta final de una vida consagrada a mejorar la agricultura, las flores, las plantas, todo lo relacionado con la tierra?
-Esa pregunta tiene una respuesta muy fácil.
-No me refiero a ese sentido. Lo que quiero saber es qué ocurrirá con mis jardines el día en que muera. Tal como están las cosas, puedo asegurarle que todo se vendría abajo si algún día yo faltara. El secreto no radica en que los jardines son grandes y en que tengo muchos trabajadores bajo mis órdenes, sino en el hecho de que adoro el trabajo, ¿me comprende? Lo quiero quizá más que a mí mismo. ¡Míreme! Trabajo desde que sale el sol hasta que se pone. Todo lo hago con mis propias manos. Siembro, trasplanto, riego, hago injertos, todo está hecho por mí. Cuando alguien trata de ayudarme me siento celoso, y me vuelvo irritable hasta el extremo de parecerle rudo a muchas personas. El verdadero secreto radica en el amor, en el ojo del amo que engorda al caballo, y en estar pendiente de todo y de todos. Por eso, cuando voy a visitar a un amigo y charlamos media hora ante un buen vaso de vino, mi imaginación está en los jardines, y temo que algo pueda sucederles durante mi ausencia. Suponga que me muero mañana, ¿quién se ocupará de todo esto?, ¿quién hará el trabajo? ¿Los jefes jardineros? ¿Los trabajadores? Puede usted creerme si le digo, mi querido amigo, que todas mis preocupaciones no se centran en estas personas, sino en la idea de que esto vaya a manos extrañas el día en que yo muera.
-Pero, mi querido amigo -respondió Kovrin-, está Tania; supongo que no desconfiará de ella. Ella ama y sabe llevar esta clase de trabajo.
-Sí, Tania ama y comprende este trabajo; sabe llevarlo mejor que un ingeniero agrónomo del Ministerio de Agricultura. Si después de mi muerte yo estuviera seguro de que todo iría a parar a sus manos, de que ella sola sería la dueña y directora de todo esto, no me importaría nada, moriría a gusto. Pero suponga por un momento -Dios no lo quiera- que se casa. He aquí lo que me atormenta y mortifica, lo que me hace pasar las noches sin pegar los ojos. Porque al casarse, lo lógico es que tenga hijos y que se preocupe más de ellos que de los jardines y viveros. Eso es lo malo. Pero hay algo que temo más aún: que se case con uno de esos individuos que van en busca de una buena dote, que no tienen escrúpulos y gastan el dinero a manos llenas, y que al cabo de un año se haya ido al diablo lo que tanto me ha costado ganar durante años de sacrificio y trabajo. En un negocio como éste, una mujer es el azote de Dios.
Igor Semionovich permaneció callado durante unos instantes, moviendo la cabeza de arriba abajo repetidas veces. Luego continuó:
-Quizá me considere usted un egoísta, pero no quiero que Tania se case. Me da miedo. ¿Se ha fijado en esos jóvenes que acuden constantemente a esta casa a visitarla, bajo la excusa de organizar veladas musicales? Todos vienen a lo mismo: a pescar una buena dote. Sobre todo está ese joven del violín, que no le quita la vista de encima. Pero tampoco yo se la quito a él. Me consta que Tania nunca se casaría con él, pero no puedo remediarlo, desconfío mucho… En resumen, hermano, soy un hombre de carácter, y sé lo que debo hacer.
Igor Semionovich se levantó y paseó por la habitación. Se veía que tenía algo muy importante que decir, algo muy serio, pero, por lo visto, no encontraba las palabras exactas para expresarlo.
-Le quiero y le aprecio mucho -prosiguió Igor- y por ello creo que debo hablarle francamente y sin rodeos. En cualquier asunto de suma gravedad o importancia, siempre acostumbro decir lo que pienso, huyendo de toda mistificación. Por consiguiente, debo decirle que es usted el único hombre con el que no me importaría que Tania se casara. Es inteligente, tiene buen corazón, y me consta que no consentirá que todo esto que he labrado con mis propias manos se malogre estérilmente. Más aún, le quiero como si fuera mi propio hijo, y estoy orgulloso de usted. De modo que si usted y Tania… empezaran un romance amoroso que acabara en matrimonio, créame que merecería todas mis bendiciones. Sí, me consideraría el hombre más feliz del mundo. Se lo digo en la cara, sin rodeos, como corresponde a un hombre honrado.
Kovrin sonrió. Igor Semionovich abrió la puerta y se dispuso a abandonar la habitación, pero se detuvo en el umbral:
-Y si usted y Tania llegasen a tener un hijo, haría de él el mejor horticultor. Pero esto, de momento, es una mera hipótesis. Buenas noches.
Cuando Kovrin quedó solo, se instaló cómodamente en un sillón y se puso a leer los artículos de su huésped. El primero de ellos se titulaba “Cultivo intermedio”, el segundo, “Unas cuantas palabras en respuesta a las observaciones del señor Z…” sobre el tratamiento de las tierras de jardín, y el tercero, “Más sobre los injertos”. Los demás artículos venían a ser lo mismo. Pero todos reflejaban desazón e irritabilidad. Incluso una simple hoja con el mero título pacífico “Los manzanos rusos” exhalaba irritabilidad. Igor Semionovich comenzaba este trabajo con las palabras «Audi alteram partem», y lo finalizaba con estas otras: «Sapientisat»; pero entre las dos pacíficas frases latinas se desgranaba un torrente de palabras agrias, dirigidas contra «la aprendida ignorancia de nuestros modernos horticultores que observan a la madre Naturaleza desde sus sillones en la Academia de Ciencias Naturales», y contra el señor Gauche «cuya fama está basada en la admiración de los profanos en la materia de agricultura y dilettanti». También había un párrafo en el que Igor censuraba a aquella gente por castigar a un pobre muerto de hambre a causa de robar unas cuantas frutas en un huerto, destrozando sus espaldas a latigazos.
-Admito que estos artículos son muy buenos -dijo Kovrin para sí-, incluso excelentes, pero también veo que revelan a su autor como un hombre de temperamento duro y de lanza en ristre. Supongo que será igual en todas partes; en todas las carreras, los hombres de ideas geniales son siempre personas muy nerviosas, y víctimas de esta especie de exaltada sensibilidad. Supongo que tiene que ser así.
Pensó en Tania, tan orgullosa de los artículos de su padre, y luego en Igor Semionovich. Tania, pequeña, pálida, ligera, con sus clavículas visibles, con aquellos ojazos tan grandes que parecían estar siempre escudriñando algo. Igor Semionovich, con sus apresu-rados y pequeños pasos. Volvió a pensar en Tania, tan inclinada a hablar constantemente, tan amante de dialogar y discutir, con todos, siempre acompañando la más insignificante frase con gestos y gesticulaciones. En cuanto a si era nerviosa, pues sí, estaba seguro de que lo era en grado sumo.
Kovrin se puso a leer otra vez, pero como no se enteraba de nada de lo que se exponía en aquellos artículos de Semionovich, los tiró al suelo. Aún perduraba en todo su ser la agradable emoción con que había bailado la mazurca y oído aquella música. Todo ello hizo acudir a su mente numerosos pensamientos.
Meditó sobre lo que le había ocurrido en el campo de centeno. Si él había visto a solas aquel extraño y misterioso monje, debería estar enloquecido o enfermo, al punto de llegar a padecer alucinaciones. Aquel pensamiento le espantó, pero no por mucho tiempo.
Se sentó en el diván y apoyó la cabeza en sus manos, y se dispuso a gozar pensando en el extraño suceso del que había sido testigo durante la tarde. No podía comprenderlo, pero todo su ser se llenó de gozo. Se levantó y dio algunos pasos por su habitación, disponiéndose a iniciar su trabajo. Pero lo que leía en los libros ya no le satisfacía. Ahora sólo deseaba pensar en algo inmenso, vasto, infinito. Después, Kovrin se desnudó y se acostó, pensando que haría bien en descansar después de las emociones sentidas durante el día.
Cuando al final oyó a Igor Semionovich dirigirse a trabajar al jardín, llamó a un criado y le ordenó que trajera una botella de vino. Bebió varios vasos; el vino le atontó y se quedó dormido.
IV
Igor Semionovich y Tania discutían con frecuencia y se decían uno al otro duras palabras. Aquella mañana habían tenido un altercado, y Tania, después de haber estado llorando se refugió en su habitación, y se negó a. bajar a desayunar y a almorzar. Pero Igor era testarudo. Al principio no hizo ningún caso de la conducta de su hija, y se marchó con aire digno y solemne, como queriendo dar a entender a todo el mundo que era un hombre de ideas fijas, y que para él la justicia y el orden eran lo primero en la vida, lo más importante de todo. Pero Igor era incapaz de mantener aquella actitud durante mucho tiempo, pues idolatraba a Tania.
No comió nada a la hora de cenar y durante todo el día su mente había estado torturada por aquel suceso. Al final no pudo aguantar más, y, después de un profundo «¡Dios mío!» que le brotó de lo más hondo de su corazón, se dirigió a la habitación de Tania y golpeó con suavidad la puerta, mientras gritaba con toda dulzura, casi tímidamente:
-¡Tania! ¡Tania!
A través de la puerta llegó una voz llorosa, pero firme y decidida:
-¡Déjame en paz…!, te lo ruego.
Los incidentes sentimentales entre padre e hija repercutían no sólo entre los habitantes de la casa, sino incluso entre todos los trabajadores de las plantaciones. Kovrin, como era usual en él, permaneció enfrascado en su trabajo, pero al final no pudo soportar más la situación y decidió intervenir como mediador entre padre e hija, y dispersar aquella nube negra que se había interpuesto entre ambos seres, tan queridos para él. Sin dudarlo un instante más, se dirigió a la puerta de Tania, la golpeó y fue recibido.
-Vamos, vamos, querida Tania, esto no está bien -empezó a decir en broma, pero dulcemente, mientras contemplaba aquel rostro femenino cubierto de lágrimas-. No es para tanto. Después de todo, son discusiones que se presentan todos los días, en todas las casas. Vamos, querida Tania, hay que saber perdonar. ¿De acuerdo?
-Es que usted no sabe cuánto me tortura -y al decir esto, una lluvia de lágrimas brotaron de sus hermosos y grandes ojazos-. Siempre me está atormentando -continuó, mientras se retorcía las manos-. Nunca he dicho nada que pudiera ofenderle. En este caso, sólo me limité a decir que era innecesario mantener tantos trabajadores, pues resultaba un gasto que se podía evitar con facilidad. Me limité simplemente a decir que lo que había que hacer era contratar trabajadores por horas. Usted sabe que esos hombres no han hecho nada durante toda la semana. Yo… lo único que le dije fue esto. Y entonces se puso a gritarme como un energúmeno, diciéndome un montón de cosas, todas ofensivas, profundamente insultantes.
Y todo por nada.
-Bueno, no hay que preocuparse por eso -trató de calmarla Kovrin-. Ha estado gritando, chillan-do, llorando, pataleando: ya es suficiente, ¿no le parece? No puede seguir así todo el día, no sería justo. Sabe que su padre, más que quererla, la adora, la idolatra.
-Mi padre ha arruinado toda mi vida -dijo Tania entre sollozos-. Durante toda mi existencia sólo he oído insultos de sus labios, y sufrido afrenta tras afrenta. Mi padre me considera como algo superfluo en su propia casa. ¡Pues que se quede con su casa! Mañana me marcho de ella. El es el único responsable de mi marcha. Sí, mañana me iré de este lugar y me pondré a estudiar para luego conseguir un empleo. ¡Que se quede con su dichosa casa!
-Vamos, Tania, vamos, no se ponga así -dijo Kovrin-. Vamos, deje de llorar. Le diré lo que pienso: tanto el uno como el otro son irritables, impulsivos y, si quiere que le diga toda la verdad, los dos están equivocados; sí, los dos, pues exageran las cosas más nimias. Vamos, ya me encargaré yo de que hagan las paces.
Durante todo este tiempo, Kovrin estuvo hablando con un tono persuasivo y suave, pero Tania seguía llorando, encogiéndose de hombros ante todo lo que él le decía, y retorciéndose las manos como si hubiera sufrido un verdadero infortunio. Kovrin trató de hacerle comprender que exageraba la cosa más de lo que debía. Le parecía mentira que por una cosa tan banal aquella criatura quisiera amargarse todo el día y quizá toda su existencia. Mientras la consolaba, pensó que excepto Tania y su padre, no había nadie en el mundo que le quisiera tanto; y que de no haber sido por ellos, él, que había quedado huérfano durante su tierna infancia, habría pasado el resto de su existencia sin una caricia, sin palabras de consuelo, y sin ese cariño que sólo pueden dar las personas que son de nuestra misma sangre. Pero también percibió que sus desequilibrados e irritados nervios estaban reaccionando como magnetos a los gritos y sollozos de aquella testaruda muchacha. Se dio cuenta de que nunca podría amar a una mujer robusta y saludable, fresca y sonrosada; pero le conmovía aquella Tania pálida, débil y desgraciada.
Kovrin sentía un gran placer al contemplar sus cabellos sedosos y sus redondeados hombros. Se acercó más a ella y le apretó la mano, mientras con su pañuelo enjugaba las lágrimas que se deslizaban por las sonrosadas mejillas. Por fin, Tania dejó de llorar. Pero siguió quejándose de su padre, censurando su conducta hacia ella, lamentándose de la vida que llevaba en aquella casa, tratando de que Kovrin comprendiese la situación en que se hallaba. Luego, poco a poco, empezó a sonreír, mientras afirmaba solemnemente que Dios la había castigado dándole aquel carácter tan impulsivo. Y al fin se echó a reír como una loca, se calificó a sí misma de atolondrada e inconsecuente y salió corriendo de la habitación.
Instantes después, Kovrin se dirigió al jardín. Igor Semionovich y Tania, como si nada hubiese pasado, paseaban abrazados por el césped, comiendo pan de centeno y sal. Ambos tenían mucha hambre.
Satisfecho por su papel de intermediario pacificador, Kovrin se dirigió al parque. Mientras se hallaba sentado en un banco, oyó el ruido de un carricoche y la risa de una mujer. De inmediato pensó que aquello significaba que llegaban nuevos visitantes. Las sombras cubrieron el jardín, y a lo lejos se podía oír algo confusamente la música de un violín, las risas de las mujeres y el alborozado jolgorio de los jóvenes participantes en aquella fiesta. Estos detalles le hicieron recordar al Monje Negro, pues fue en idénticas circunstancias cuando lo vio por primera vez. ¿A qué país, a qué planeta, habría ido aquel absurdo efecto óptico?
Trató de acordarse de aquella vez en que lo vio en el campo de centeno, detrás de los pinos situados en ese instante frente a él. De repente, y precisamente de los mismos pinos, emergió un hombre de mediana estatura, que caminaba lentamente sin hacer el más mínimo ruido. Sus cabellos grises estaban descubiertos, iba vestido de negro y tenía los pies descalzos como un mendigo. Su pálido y cadavérico rostro estaba cubierto de manchas negras. Después de saludarle con una gentil inclinación de cabeza, el extranjero o mendigo se dirigió al banco y se sentó en él. Kovrin se dio cuenta de inmediato de que era el Monje Negro.
Durante un instante ambos se miraron; Kovrin, asombrado, pero el monje bondadosamente, aunque con una expresión taimada y astuta en su rostro.
-Pero si es un espejismo -dijo Kovrin-, ¿cómo es que está aquí, y cómo se sienta en este banco?
Esto no está de acuerdo con la leyenda.
-Es lo mismo -respondió el monje con tono suave, volviendo su rostro hacia Kovrin-. La leyenda, el espejismo, yo mismo, todo no es más que el fruto de su imaginación exaltada. Yo soy un fantasma.
-¿Es decir -respondió Kovrin- que no existe?
-Piense lo que quiera -respondió el monje, sonriendo burlona-mente-. Yo existo en su imaginación, y dado que su imaginación forma parte de la Naturaleza, es evidente que yo debo existir en la Naturaleza.
-Veo que su rostro demuestra inteligencia y distinción -dijo Kovrin-. Sin embargo, tengo la extraña impresión de que usted ha vivido más de mil años. No creía que mi imaginación fuera capaz de crear tal fenómeno. ¿Por qué me mira con tanto arrobamiento? ¿Acaso está satisfecho de haberme encontrado? ¿Le agrada mi persona?
-Sí; ya que es uno de los pocos a los que se puede llamar con toda justicia «un elegido de Dios». Usted siempre sirve y obedece a la verdad eterna. Sus pensamientos, sus intenciones, su elevada formación científica, su vida entera están marcados con el sello de la divinidad, una impronta celestial. Estas características están reservadas a lo racional y hermoso, es decir, al Eterno.
-Se refiere usted a la verdad eterna. Por consiguiente, ¿puede ser accesible y necesaria la verdad eterna para los hombres si no existe la vida eterna?
-Existe una vida eterna -respondió el monje.
-Por la forma en que me habla veo que cree en la inmortalidad de los hombres.
-Desde luego. A vosotros, los hombres, os espera un maravilloso y grandioso futuro. Y cuantos más hombres como usted tenga el mundo, más pronto llegará. Sin ustedes, ministros de los más altos principios, que viven libre y honradamente, la humanidad no sería nada; desarrollándose en su orden natural, debería esperar el fin de su vida terrena. Pero usted ha acelerado en miles de años la llegada de este maravilloso futuro existente dentro del reino de la eterna verdad: y éste es el grandioso servicio que ha sabido llevar acabo. Usted lleva dentro de su ser aquella bendición de Dios que descansa sobre la gente buena, sobre los hombres de corazón limpio y puro.
-¿Y cuál es el objetivo de la vida eterna? -preguntó cada vez más intrigado Kovrin.
-El mismo que el de toda vida. La verdadera felicidad radica en el conocimiento, y la vida eterna presenta innumerables e inextinguibles fuentes de conocimientos. Fue en este sentido que Jesucristo dijo:
«En la casa de Mi Padre existen muchas moradas…»
-No puede hacerse una idea -respondió Kovrin- de la alegría tan grande que siento al oírle decir esas hermosas palabras.
-Me congratulo de ello.
-Sin embargo -respondió Kovrin- tengo la plena certeza de que apenas se marche, me veré atormentado por la incertidumbre en cuanto a su realidad. Usted es un fantasma, una alucinación. ¿Quiere decir que estoy físicamente enfermo, que mi estado no es normal?
-¿Y qué si lo está? Eso no debe preocuparle. Usted está enfermo porque ha sometido a una tensión excesiva sus poderes, porque ha ofrendado su salud en sacrificio a una idea, y está cerca el día en que sacrificará no solamente esto, sino también su vida. ¿Qué más puede desear? Es a lo que aspira todo ser noble y puro.
-Pero si estoy físicamente enfermo, ¿cómo puedo confiar en mí mismo?
-¿Y cómo sabe que todos los hombres geniales en quienes ha creído todo el mundo no han visto también visiones? Ser un genio es análogo a la demencia. Créame, las personas saludables y normales no son más que hombres ordinarios, vulgares, corrientes; un rebaño de ganado. Los temores a las enfermedades nerviosas, agotamiento y decrepitud sólo pueden tenerlos aquellos cuyos ideales en esta vida se basan en el presente; ése es el rebaño.
-Sin embargo -dijo Kovrin-, los romanos tenían por ideal aquello de mens sana in corpore sano.
-Todo lo que dijeron los romanos y los griegos no era verdad. Exaltaciones, aspiraciones, excitaciones, éxtasis, todas esas cosas que distinguen a los profetas, poetas y mártires de los hombres ordinarios, son incompatibles con la vida animal, es decir, con la salud física. Se lo repito, si quiere ser un hombre saludable y normal únase al rebaño.
-¡Qué extraño es que usted repita ahora cosas que yo pensé en tantas ocasiones! -dijo Kovrin-. Parece como si me hubiera estado espiando y hubiera llegado a enterarse de mis pensamientos secretos. Pero no hablemos de mí. ¿Qué me quiso decir con las palabras «verdad eterna»?
El monje no respondió. Kovrin le miró, pero no pudo ver su rostro. Sus formas se nublaron y desaparecieron; su cabeza y sus brazos se esfumaron; su cuerpo empezó a hacerse difuso, y llegó finalmente a confundirse con las sombras del crepúsculo.
-La alucinación se ha marchado -dijo riéndose Kovrin-. Es una verdadera lástima.
Volvió a la mansión, feliz y satisfecho. Lo que le había dicho el Monje Negro no sólo había halagado su amor propio, sino su espíritu, y todo su ser. ¡Qué ideal más glorioso era ser el elegido, ser ministro de la verdad eterna, poder formar en las filas de aquellos que se apresuraron durante cientos de años en entrar en el reino de Cristo, de aquellos que se sacrificaron para que la Humanidad fuese mejor, y se viera libre de pecado y de sufrimientos, el consagrarlo todo a un ideal, juventud, fuerza, salud, morir por el bienestar de todos! Y cuando le vino a la mente su pasado, una vida casta y pura, consagrada completamente al trabajo, recordó todo lo que había aprendido y lo que había enseñado y, al final tuvo que admitir que lo que le había dicho el Monje Negro no era más que la pura verdad. No, el monje aquel no había exagerado nada.
Atravesando el parque, corriendo a su encuentro, se acercaba Tania. Llevaba un vestido distinto al que le había visto la última vez.
-¿Ya regresó? -le gritó entusiasmada, pero con cierto asombro en su cristalina voz- Estuvimos buscándole por todas partes… ¿Pero qué le ha ocurrido? -preguntó sorprendida, mirándole fijamente a los ojos, unos ojos en los que había un extraño y misterioso reflejo-. Le encuentro muy extraño.
-Estoy muy satisfecho, querida Tania -repuso Kovrin, mientras le ponía una mano sobre los hombros-. Bueno, en realidad, estoy más que satisfecho: ¡soy feliz! Tania, no encuentro las palabras exactas para decirte lo muy querida que eres para mí. Sí, Tania, estoy muy satisfecho; no puedes hacerte una idea de ello.
Besó ardorosamente sus manos, y continuó:
-Acabo de vivir los momentos más maravillosos, más felices, más encantadores de toda mi vida; algo que es imposible que pueda sucederle a un hombre sobre esta superficie terráquea… Pero no te lo puedo contar todo, ya que me tomarías por un loco, o te negarías a creerme. Deja que te hable de tu persona. Tania, te quiero. No sabes durante cuánto tiempo te he querido. El estar cerca de ti, el verte diez veces al día, ha llegado a convertirse en una necesidad para mí. No sé cómo voy a poder vivir sin ti cuando regrese a casa.
-No te creo -respondió Tania-. Estoy segura de que te olvidarás de nosotros a los dos días. Somos gente modesta, y tú eres un gran hombre.
-Estoy hablando en serio, Tania -le contestó Kovrin-. ¡Te llevaré conmigo! ¿Qué me contestas? ¿Vendrás conmigo? ¿Serás mía?
-¿Pero qué tonterías estás diciendo, Andrei? -dijo Tania, tratando de reír. Pero la risa no brotó de sus labios; en su lugar, se ruborizó. Empezó a respirar aceleradamente, y luego se puso a caminar con paso rápido por el parque-. No pienso, nunca he pensado en esto, nunca pensé que podría ocurrir esto -continuó Tania, juntando las manos como en un acto de desesperación.
Kovrin se acercó más a ella, y con aquella misma expresión extraña en su rostro, trató de convencerla, diciéndole apasionadamente:
-Yo anhelo un amor que tome posesión de todo mi ser, de toda mi alma; y ese amor sólo tú puedes dármelo. ¡Soy feliz! ¡Cuan feliz soy!
Tania estaba asombrada y confusa, y no sabía qué decir. Fue tanta la emoción que le produjeron las palabras de Kovrin que parecía haber envejecido diez años. Pero Kovrin la vio más hermosa que nunca, y, arrastrado por la pasión que le dominaba, gritó como en éxtasis:
-¡Qué hermosa eres, querida Tania!
VI
Cuando Igor Semionovich se enteró no sólo del noviazgo repentino de Tania, sino también de su próximo matrimonio, se puso a dar pasos agigantados por la estancia, tratando de coordinar sus ideas y dominar su agitación. Se retorcía las manos y las venas de su cuello parecían tan amoratadas como las violetas que cultivaba en sus viveros. Ordenó que engancharan los caballos en su carricoche y se ausentó de la casa. Tania, al ver cómo fustigaba los caballos y se cubría las orejas con su gorra de cuero, comprendió lo que le pasaba a su padre, se encerró en su habitación, cerró la puerta, y lloró todo el día.
En los huertos, los melocotones y las ciruelas estaban a punto de madurar. El empaquetado y envío de tan delicada mercancía a Moscú requería la máxima atención, como asimismo jaleo y bullicio. Teniendo en cuenta el intenso calor del verano, cada árbol tenía que ser regado; el procedimiento era muy costoso en aquella época, tanto por el tiempo empleado como por la energía que se debía gastar. Aparecieron los sempiternos gusanos, que los trabajadores, y hasta Igor Semionovich y Tania mataban apretándolos con los dedos, a disgusto de Kovrin, a quien asqueaba ese acto repugnante. También había que tener en cuenta los cuidados prodigados a las frutas que madurarían en otoño, y de la que habría gran demanda desde las ciudades, como lo demostraba la gran correspondencia que recibían. En el momento en que todos estaban más atareados, cuando parecía que nadie disponía ni de un segundo libre, empezaron las labores en los campos, privando a los viveros de flores de la mitad de sus floricultores. Igor Semionovich, tostado por el sol, nervioso e irritado, galopaba de un lado para otro; ahora a los jardines, luego a los campos, mientras gritaba con todas las fuerzas de sus pulmones que aquel trabajo le estaba haciendo pedazos y que terminaría pegándose un tiro en la sien para acabar de una vez por todas.
Por encima de todo estaba el ajuar de Tania, al que la familia Pesotski atribuía suma importancia. Toda la casa parecía un hormiguero: ruido de máquinas de coser y de tijeras, vapor de agua producido por las planchas de hierro, aparte de los caprichos de la nerviosa y escrupulosa modista. Y para colmo de males, cada día llegaban más visitas, y todas debían ser atendidas, alimentadas y alojadas. Sin embargo, el trabajo y las preocupaciones pasaban desapercibidos en medio de la inmensa alegría que inundaba toda la extensa mansión. Tania tenía la impresión de que el amor y la felicidad habían caído sobre ella como una de esas inesperadas lluvias de verano; aunque desde los catorce años estuvo segura de que Kovrin no se casaría más que con ella. Se hallaba en un estado de eterno asombro, duda y desconfiaba de sí misma. En un momento se hallaba tan contenta que pensaba que volaría al cielo, y se sentaría sobre las nubes para rezarle a Dios; pero instantes después pensaba que pronto llegaría el otoño y debería abandonar la casa de su infancia y a su padre. Pero lo más curioso de todo es que tenía la idea fija de que era una mujer muy insignificante, trivial y sin importancia para casarse con alguien tan famoso como Kovrin, un gran hombre de la capital. Cuando estos pensamientos le venían a la mente, Tania subía corriendo a su habitación cerraba la puerta y se echaba a llorar desesperadamente. Pero cuando estaban presentes los visitantes, decía que Kovrin era muy guapo, que todas las mujeres iban detrás de él y que por ello la envidiaban; y en ese instante su corazón se hallaba tan repleto de orgullo y de gozo que daba la impresión de haber conquistado el mundo entero. Cuando Kovrin le sonreía a alguna mujer, los celos la devoraban, se echaba a temblar, y subía a su habitación, cerraba la puerta y volvía a echarse a llorar. Pero este estado de nervios se extendía a todo lo que hacía durante el día: ayudaba a su padre mecánicamente, sin fijarse en los papeles, los gusanos ni en si los trabajadores cumplían con sus faenas, sin siquiera darse cuenta del paso del tiempo.
Igor Semionovich se encontraba casi en el mismo estado de espíritu. Aún seguía trabajando de la mañana a la noche, yendo de los jardines a los campos y de éstos a los jardines, e incluso su mal carácter había desaparecido; pero durante todo este tiempo parecía hallarse envuelto en un mágico sueño. Dentro de su robusto cuerpo parecían luchar dos hombres: uno, el verdadero Igor Semionovich, el cual, cuando oía decir a un jardinero que se había producido algún error en las plantaciones, se volvía loco por la excitación y se tiraba de los pelos; y el otro, el irreal Igor Semionovich, era un hombre que en medio de una conversación, ponía su mano sobre el hombro del jardinero y balbuceaba emocionado:
-Puedes decir lo que te plazca, amigo mío, pero la sangre es más espesa que el agua. Su madre era una mujer deslumbrante, noble, buena, una verdadera santa. Era un placer contemplar su rostro bondadoso, puro, igual que el de un ángel. Pintaba maravillosamente, escribía poesías, hablaba cinco idiomas y cantaba… Pobrecita mía. Su alma reposa en el cielo. Murió tuberculosa.
El irreal Igor Semionovich hacía un gesto afirmativo con la cabeza al pronunciar estas palabras, y, después de unos momentos de silencio, proseguía:
-Cuando él era aún un muchacho, camino de ser un hombre hecho y derecho, daba gusto verlo por la casa con aquel rostro de ángel, de mirada bondadosa y expresión noble. Su mirada, sus movimientos, su forma de hablar, todo era tan gentil y gracioso como su madre. ¡Y cuan inteligente era! No es por nada que tiene el título de Magister, no señor. Se lo ganó, no se lo regalaron. Pero espere un poco más, querido Iván Karlich, y ya verá lo que será dentro de diez años.
Pero al llegar a este extremo, el real Igor Semionovich se acordaba de sí mismo, se cogía la cabeza entre las manos y rugía como un toro:
-¡Malditos demonios! ¡Condenada escarcha! ¡Me han arruinado, me han destruido! ¡El jardín está arruinado; el jardín está destruido!
Kovrin seguía trabajando con su habitual tenacidad sin apenas darse cuenta del bullicio que reinaba en la casa. El amor sólo vertía aceite en las llamas. Después de cada encuentro con Tania, regresaba a sus aposentos rebosantes de dicha y felicidad, y se sentaba a trabajar entre sus libros y manuscritos con la misma pasión con la que la había besado y jurado su amor. Lo que el Monje Negro le había dicho sobre la elección divina, la verdad eterna y el glorioso futuro de la Humanidad proporcionó a todo su trabajo un significado peculiar, fuera de lo corriente. Una o dos veces por semana se encontraba con el monje, tanto en el parque como en la casa y hablaba con él durante horas y horas; pero esto no le asustaba; por el contrario, hallaba sumo placer en ello, ya que ahora estaba seguro de que el monje sólo efectuaba tales visitas a las personas elegidas y excepcionales que se habían dedicado a los ideales más puros.
Pasó el día de la Asunción. Luego vino el día de la boda, que fue celebrada con lo que Igor Semionovich llamaba grand éclat, es decir, con grandes fiestas y banquetes que duraron dos días. Tres mil rublos se gastaron en comidas y bebidas; pero debido a la vil música, los ruidosos brindis y discursos, el ajetreo de los criados, las aclamaciones a los novios y aquella atmósfera densa y asfixiante, nadie pudo apreciar ni los costosísimos vinos ni los maravillosos hors d’oeuvres traídos especialmente de Moscú.
VII
Era una de aquellas largas noches de invierno. Kovrin se hallaba acostado en la cama, leyendo una novela francesa. La pobre Tania, a quien cada noche le dolía la cabeza debido a que no estaba acostumbrada a vivir en una ciudad, hacía ya tiempo que estaba durmiendo, y murmuraba frases incoherentes en sus sueños.
El reloj dio las tres campanadas de la madrugada. Kovrin apagó la luz y se dispuso a dormir, pero aunque permaneció con los ojos cerrados durante mucho tiempo, no logró conciliar el sueño, debido al calor de la habitación y a que Tania no cesaba de murmurar. A las cuatro y media, Kovrin volvió a encender la luz. El Monje Negro estaba sentado en una silla junto a su cama.
-¡Buenas noches! -le dijo el monje, y, después de unos segundos de silencio, preguntó-: ¿En qué pensaba en este instante?
-En la gloria -respondió Kovrin-. En una novela francesa que acabo de leer, el héroe es un hombre joven que no hace más que locuras, y muere víctima de su pasión por alcanzar la gloria. Para mí esto es inconcebible.
-Porque usted es demasiado inteligente. Considera indiferentemente la gloria como un juguete que no puede interesarle.
-Eso es cierto.
-No le interesa ser célebre. ¿De qué le sirve a un hombre que en su tumba se grabe que fue famoso y célebre, si al cabo de los años el tiempo borrará, tarde o temprano, aquella inscripción? Por suerte, para las pocas personas que son como usted, sus nombres serán olvidados con prontitud por el resto de los mortales.
-Desde luego -respondió Kovrin-. ¿Para qué recordar sus nombres? ¿Para qué acordarse de ellos? En fin, dejemos esto y hablemos de otra cosa. De la felicidad, por ejemplo. ¿Qué es la felicidad?
Cuando el reloj dio las cinco, Kovrin se hallaba sentado en el borde de la cama, con los pies apoyados en la alfombra, mirando hacia el monje y diciéndole:
-En tiempos remotos, los hombres se asustaban de su felicidad, por muy grande que ésta fuese y, para aplacar a los dioses, depositaban delante de sus altares su querido anillo de boda. ¿Me ha comprendido? Pues bien, actualmente, yo, igual que Polícrates, estoy un poco asustado de mi propia felicidad. Desde la mañana a la noche sólo experimento dichas y alegrías; ambas cosas me absorben y ahogan cualquier otro sentimiento. Ignoro lo que es la aflicción, la desgracia, el tedio. Todo mi ser desborda felicidad por sus cuatro costados. Le hablo en serio; estoy empezando a dudar.
-¿Por qué? -preguntó asombrado el monje-. ¿Acaso piensa que la felicidad es un sentimiento supernatural? ¡No! ¿Cree que no es la condición normal de las cosas? ¡No! Cuanto más alto ha subido un hombre en su desarrollo mental y moral, más libre es; su mayor satisfacción emana de su propia vida.
Sócrates, Diógenes, Marco Aurelio conocieron la dicha, pero no la aflicción. Y el apóstol dice: «Regocíjate todo lo que puedas». Regocíjese y sea feliz.
-Y los dioses se encolerizarán inmediatamente -dijo bromeando Kovrin-. Aunque también admito que me dolería mucho que ellos me robaran la felicidad, me obligaran a ser un desgraciado y a morirme de hambre.
En aquel momento se despertó Tania. Miró extrañada y aterrorizada a su marido. Vio que hablaba, que gesticulaba y reía dirigiéndose hacia la silla, sus ojos brillaban misteriosamente y su risa tenía un tono muy extraño.
-Pero Andrei, ¿con quién estás hablando? -dijo Tania, cogiendo la mano que Kovrin extendía en dirección al monje-. ¿Con quién estás hablando?
-¿Con quién? -respondió Kovrin-. ¡Pues con el monje! Está sentado ahí -añadió, señalando hacia el Monje Negro.
-No hay nadie ahí… nadie, Andrei; tengo la impresión de que estás enfermo.
Tania abrazó a su marido, apretándolo contra ella como si quisiera defenderlo de la aparición fantasmagórica, y le tapó los ojos con su mano.
-Sí, estás enfermo -dijo sollozando estremecida-. No te enfades por lo que voy a decirte, pero desde hace mucho tiempo estaba segura de que padecías de los nervios o de algo parecido. Estás enfermo… psíquicamente, Andrei.
El temor de su esposa se le contagió. Una vez más miró en dirección al butacón, ahora vacío, y sintió una gran flojedad en sus brazos y piernas. Empezó a vestirse, mientras le decía a su esposa:
-No es nada, querida Tania, nada… Pero admito que no estoy bien del todo. Ya es hora de que lo reconozca yo mismo.
-Ya me di cuenta hace mucho tiempo, y mi padre también -respondió ella, tratando de contener sus sollozos-. Hacía tiempo que había observado que hablabas contigo mismo y que te reías de una forma muy extraña. Además, no dormías, no podías dormir por las noches. ¡Oh, Dios mío, sálvanos! -gritó, presa de terror-. Pero no te preocupes, Andrei, no te asustes. Por el amor de Dios, no te asustes.
Tania también se vistió. Hasta que no se fijó en la expresión de su esposa, Kovrin no comprendió el peligro en que se hallaba. Se dio cuenta de lo que significaban el Monje Negro y sus conversaciones.
Entonces se vio obligado a admitir con toda certeza de que se había vuelto loco.
Ambos, sin saber cómo, se dirigieron al salón; primero él, detrás ella. Allí encontraron a Igor Semionovich envuelto en su batín. Se había despertado al oír los sollozos de su hija.
-No te asustes, Andrei -dijo Tania, temblando como si tuviera fiebre-. No te asustes. Padre, ya se le pasará esto…, ya se le pasará.
Kovrin estaba tan nervioso que apenas podía hablar. Para despistar, procuró tratar aquel asunto en broma. En efecto, dirigiéndose a su suegro, intentó decirle:
-Felicíteme, mi querido suegro, pues ya ve que me he vuelto loco.
Pero sus labios sólo se movieron, sin poder emitir sonido alguno, y sonrió amargamente.
A las nueve de la mañana, Igor y su hija lo envolvieron en un abrigo, le cubrieron con una capa de pieles, y lo condujeron al médico. Este le puso en tratamiento.
VIII
De nuevo llegó el verano. Siguiendo las órdenes del doctor, Kovrin regresó al campo. Recuperó la salud y no volvió a ver al Monje Negro. En el campo recuperó su fuerza física. Vivía con su suegro, bebía mucha leche, trabajaba sólo dos horas al día, y dejó de beber y fumar.
La tarde del 19 de junio, víspera de la fiesta más importante de la comarca, se celebró un servicio religioso en la casa. Cuando el sacerdote esparció el incienso, todo el vasto salón empezó a oler como una iglesia. Aquella atmósfera irritaba los pulmones de Kovrin, por lo que salió de la casa y se dirigió al jardín.
Una vez allí, se puso a pasear arriba y abajo hasta que, cansado, se sentó en un banco. Al cabo de unos minutos, sintiéndose ya con fuerzas, se levantó y echó a caminar por el parque. Se dirigió a la orilla del riachuelo y estuvo contemplando el agua cristalina hasta que el piar melodioso de un ruiseñor le sacó de su abstracción. Se puso a caminar de nuevo, y llegó al pinar donde viera por primera vez al Monje Negro, pero ni los pinos ni las flores le reconocieron. Y es que, realmente, con aquellos cabellos al rape, su caminar cansino, su alterado rostro, tan pálido y arrugado, y aquel cuerpo pesado, era imposible que alguien lo hiciera.
Cruzó el arroyuelo y atravesó los campos que en ese entonces estaban cubiertos de centeno y ahora habían sido plantados de avena. El sol acababa de ponerse, y en el amplio horizonte brillaba como un horno al rojo vivo su inmensa aureola de oro.
Cuando regresó a la casa, cansado y aburrido, Tania e Igor Semionovich se hallaban sentados en los escalones de la entrada principal, tomando una taza de té. Estaban conversando, pero cuando divisaron a Kovrin se callaron, por lo que éste dedujo que habían estado hablando de él.
-Es la hora en que tomes tu leche –le dijo Tania.
-No, aún no. Tómala tú, yo no tengo ganas.
Tania miró de reojo a su padre e insistió:
-Sabes perfectamente que la leche te hace bien.
-Sí, sobre todo si es en grandes cantidades -repuso Kovrin-. Te felicito, he ganado una libra de peso desde el último viernes -Se apretó la cabeza entre las manos y continuó-: ¿Por qué, por qué me has curado? Bromuros, mezclas de hierbas sedativas, baños calientes, observándome constantemente: todo esto acabará por convertirme en un idiota. Has acabado por sacarme de mis casillas. Antes tenía delirios de grandeza, pero al menos era activo, trabajador, dinámico e incluso feliz… siempre estaba contento con mi felicidad. Pero ahora me he convertido en un ser racional, materializado, como el resto del mundo. ¡Me he convertido en una mediocridad, y estoy aburrido y cansado de esta vida! ¡Oh, cuan cruelmente…, cuan cruelmente me has tratado! Admito que antes tenía alucinaciones, ¿pero qué daño le hacía a nadie el que las tuviera? Te lo repito, ¿qué daño hacía?
-¡Sólo Dios sabe lo que quieres dar a entender! -intervino Igor Semionovich-. No vale la pena oírte hablar.
-Pues no necesita hacerlo.
La presencia de Igor Semionovich, sobre todo, irritaba ahora a Kovrin. Siempre le contestaba seca y agriamente a su padre político, incluso con rudeza, y no podía contener la rabia que le producía el mero hecho de que le mirase. Igor Semionovich estaba confuso, se consideraba culpable, pero sin saber qué daño le había podido causar a su yerno. Le parecía mentira que hubieran cambiado de tal forma aquellas excelentes relaciones que los unían. Tania también se había dado cuenta de ello. Cada día era más claro para ella que las relaciones entre su padre y su esposo iban de mal en peor; que su padre se había hecho más viejo y que Kovrin cada vez era más intratable y nervioso. Ya no cantaba ni reía como antes, apenas comía nada y no podía dormir por las noches.
-¡Cuan felices eran Buda, Mahoma y Shakespeare al tener la dicha de que sus médicos no tratasen de curar sus éxtasis, alucinaciones e inspiraciones! -se decía a sí mismo Kovrin-. Si Mahoma hubiese tomado bromuro de potasio para sus nervios, trabajado dos horas al día y sólo hubiese bebido leche, estoy seguro de que no habría dejado tras de su muerte absolutamente nada. Los médicos hacen todo lo que está en sus manos para convertir en idiotas a todos los hombres, y a este paso llegará el momento en que la mediocridad será considerada genialidad, y la Humanidad perecerá. ¡Si ahora pudiese tener sólo una idea, cuan feliz me consideraría!
Sintió una tremenda irritación al pensar en todo esto, y para evitar decir más cosas duras e hirientes, se levantó y entró en la casa. Era una noche de fuerte ventolera, y el aroma a tabaco procedente de las plantaciones penetraba por las ventanas de su habitación. Encendió un puro y ordenó a un criado que le trajera vino: quería recordar «los viejos tiempos»… Pero ahora el tabaco era agrio y detestable, y el vino ya no tenía aquel aroma de antaño. ¡Cuántas repercusiones tiene el salirse de la práctica cotidiana, el dejar de hacer lo que se ha hecho durante años y años! Bastaron unas chupadas al puro y dos sorbos de vino para que se sintiera mareado, y se vio obligado a tomar el bromuro de potasio.
Antes de acostarse, Tania le dijo:
-Escúchame con un poco de paciencia, querido Andrei: mi padre te quiere mucho, pero tú no haces más que enfadarte con él por la mínima tontería, y esto lo está matando. Contempla su rostro; se está haciendo viejo, pero no cada día, sino en cada hora que pasa. Te lo imploro, Andrei, por el amor de Cristo, en nombre de tu difunto padre, en nombre de la paz de mi espíritu: sé bondadoso con él.
-No puedo, y tampoco lo deseo.
-¿Pero por qué?-repuso Tania, temblando-. Explícame por qué.
-Porque no me cae en gracia; eso es todo -respondió Kovrin con indiferencia, encogiéndose de hombros-. Prefiero no hablar más de esto: es tu padre.
-No puedo comprenderlo, no puedo comprenderlo -repitió Tania, mientras se llevaba las manos a la cabeza y fijaba su mirada en el vacío-. Algo terrible, espantoso, ha tenido que ocurrir en esta casa. Tú mismo, Andrei, has cambiado; ya no eres el mismo de antes. Te molestas por cosas insignificantes de las que en otro tiempo no hubieras hecho caso. No, no te enfades… no te enfades –le díjo cariñosamente Tania, mientras le acariciaba los cabellos, asustada por las palabras que acababa de pronunciar-. Eres inteligente, bueno y noble. Estoy segura de que serás justo con mi padre. ¡El es tan bueno!
-No, no es bueno, sino que tiene buen humor -respondió Krovin-. Estos tíos de vaudeville -del tipo de tu padre-, de rostros bien alimentados y sonrientes, tienen su carácter especial, y en otra época acostumbraba a divertirme con ellos, ya fuese en las novelas, en el teatro o en la misma calle. Son egoístas hasta el tuétano de sus huesos. Lo más desagradable de ellos es su saciedad y ese optimismo estomacal, puro bovino, o porcino.
Tania se echó a llorar y recostó su cabeza en la almohada.
-¡Esto es una tortura! -Por el tono en que pronunció estas palabras se adivinaba que estaba desesperada y que le costaba trabajo hablar sin rodeos ni tapujos-. Desde el invierno pasado no he tenido un momento de tranquilidad. ¡Es terrible, Dios mío! No hago más que sufrir y padecer…
-¡Oh, sí, desde luego! Por lo visto yo soy Herodes y tú y tu papá, unos niños inocentes.
En aquel momento la cara de Kovrin le resultó repugnante y desagradable. La expresión de odio y furor era ajena a ella. Incluso observó que algo faltaba en su rostro: aunque a su esposo le habían cortado el cabello, no era aquello lo que le hacía parecer extraño. Tania sintió un deseo intenso de decir algo insultante, pero se contuvo, y, dominada por el terror, abandonó el dormitorio.
IX
Kovrin consiguió una cátedra libre en la Universidad. El día de su primera lección como profesor fue fijado para el 2 de diciembre, y una nota a tal efecto fue colocada en el tablón de anuncios de los pasillos de la Universidad. Pero cuando llegó esta fecha, las autoridades académicas recibieron un telegrama en el que Kovrin les comunicaba que no podía cumplir con aquel compromiso debido a su enfermedad.
Empezó a escupir sangre de la garganta. Al principio fue eventual, de tarde en tarde, pero más adelante los escupitajos sanguinolentos se convirtieron en torrentes de sangre. Se sintió horriblemente débil, y cayó en un estado de somnolencia. Pero esta enfermedad no le asustó, pues sabía que su difunta madre había vivido con ella durante diez años. Los médicos, también, aseguraron que no había ningún peligro, y le aconsejaron que no se preocupara, que llevara una vida normal y que hablara poco. Al llegar el mes de enero, tampoco pudo ocupar la cátedra por el mismo motivo, y en febrero ya era muy tarde, pues el curso estaba avanzado. Por consiguiente, todo fue pospuesto para el año próximo. Ya no vivía con Tania, sino con otra mujer, mucho más vieja que él y que lo cuidaba como si fuera su hijo. Tenía un carácter pacífico y obediente, y por ello, cuando Bárbara Nicolayevna hizo los trámites necesarios para llevarlo a Crimea, Kovrin consintió en ir, a pesar de que sabía que el cambio de clima y lugar le haría daño.
Llegaron a Sevastopol un atardecer, y se quedaron allí para descansar, pensando marchar al día siguiente a Yalta. Ambos estaban agotados por el viaje. Bárbara tomó un poco de té y se fue a la cama. Pero Kovrin no se acostó. Una hora antes de tomar el tren había recibido una carta de Tania que no había leído, y pensar en ella le producía agitación. En el fondo de su corazón, él sabía que su matrimonio con Tania había sido un error. También aceptaba que había hecho bien en alejarse de ella, pero no podía dejar de admitir que haberse ido a vivir con esta nueva mujer lo había convertido en un pelele entre sus manos, y se sintió vejado.
Al contemplar la letra de Tania en el sobre, recordó lo injusto que había sido con ella y con su padre. Evocó aquella tarde en que, presa de un ataque de nervios, cogió todos los artículos de su suegro, los hizo añicos, los arrojó por la ventana, y contempló cómo el viento los arrastraba depositándolos en las hojas de los árboles y las flores del jardín; en cada página había creído ver unas pretensiones desmedidas, una manía de grandeza y un carácter frívolo. Esto le había producido tal impresión que se apresuró en escribirle una carta en la que confesaba su culpa. En cuanto a Tania, debía admitir que había arruinado su vida. Recordó que en cierta ocasión había sido terriblemente cruel con ella, al decirle que su padre había desempeñado el papel de casamentero, y le había insinuado que se casara con ella. Y que cuando Igor Semionovich se enteró de esto, penetró en su habitación, enfurecido como un toro salvaje, y tan enloquecido que después de echarle en cara que había pisoteado su honor, ya no pudo murmurar una sola palabra, como si le hubieran cortado la lengua.
Tania, viendo a su padre en aquel estado, se puso a gritar como una loca, y cayó desvanecida al suelo. Sí, admitía que se había comportado como un ser monstruoso y repugnante.
Se dirigió al balcón, abrió la puerta y se sentó en la terraza. Desde el piso inferior de aquella posada llegaban gritos y algarabías; seguramente estaban festejando algo importante. Kovrin hizo un esfuerzo, abrió la carta de Tania y, tras regresar a la habitación, se dispuso a leerla. «Mi padre acaba de morir. Por esto estoy en deuda contigo, ya que has sido tú quien le ha matado. Nuestras plantaciones están arruinadas; están administradas por extraños; lo que mi padre siempre temió ha sucedido. Esto también te lo debo a ti, ya que eres el culpable de todo. ¡Te odio con toda mi alma, y deseo que pronto te mueras! ¡Sólo Dios sabe cuánto estoy sufriendo! ¡Sólo Él sabe el dolor que me destroza el corazón! ¡Te maldigo con todas las fuerzas de mi alma! Creí que eras un hombre excepcional, un genio; por ello te amé, pero me demostraste que sólo eras un loco…»
Kovrin no pudo seguir leyendo; rompió la carta y tiró al suelo los pedazos. Se hallaba dominado por el agotamiento y la desesperación. Al otro lado del biombo dormía Bárbara Nikolayevna; podía oír su respiración. Aquella carta le había aterrorizado. Tania le maldecía, le deseaba que se muriese. Miró hacia la puerta, como temiendo que por ella entrara aquel poder desconocido que durante dos años había arruinado su vida y las de quienes le habían rodeado.
Por experiencia sabía que, cuando los nervios se desataban, lo mejor era refugiarse en un trabajo. De modo que cogió su cartera de mano y sacó una compilación que había pensado acabar durante su estancia en Crimea si se aburría con la inactividad. Se acomodó frente a la mesa y se puso a trabajar en aquella compilación, creyendo que sus nervios se calmaban, poco a poco. Luego pensó que para conseguir aquella cátedra de filosofía había debido estudiar durante quince años, llegado a los cuarenta, trabajado día y noche, padecido una grave enfermedad, sobre-vivido a un matrimonio frustrado; había sido culpable de mil injurias y crueldades que le torturaba recordar. Sí, tenía que admitir todo esto. Había sufrido y había hecho sufrir sólo para ser una mediocridad. Sí, se dio cuenta de que era una mediocridad, y lo aceptó así, pensando que cada hombre debe estar satisfecho con lo que realmente es.
Pero había muchas cosas que no podía olvidar. Los trozos de la carta de Tania, esparcidos por el suelo, avivaron más aún su tortura psíquica. Se agachó y los recogió; lanzó aquellos fragmentos por la ventana. Se sintió dominado por el terror, y tuvo la extraña sensación de que en aquella posada no había ningún ser viviente excepto él… Se dirigió al balcón. Desde allí se divisaba la bahía, con sus aguas tranquilas y las luces de los barcos. Hacía calor y bochorno, y por un instante pensó lo agradable que sería bañarse en aquellas aguas.
De repente, debajo de su balcón, oyó la música de un violín y el canto de dos mujeres. Eso le hizo recordar una escena lejana, allá en las plantaciones de Igor Semionovich. La letra de aquella canción se refería a una muchacha, enferma imaginativa, que oía por la noche en su jardín unos sones misteriosos, y hallaba en ellos una armonía y un tono de santidad incomprensibles para nosotros los mortales… Kovrin se cogió la cabeza entre las manos, su corazón dejó de latir, y el mágico y misterioso éxtasis, olvidado hacía ya mucho tiempo, volvió a temblar en su corazón.
Una columna alta y negra, como un ciclón o una tromba marina, apareció en la costa opuesta. Se deslizaba con increíble velocidad en dirección a la posada; luego se hizo más y más pequeña, y Kovrin se apartó para dejarle paso… El monje, aquel monje de cabellos grises, cejas negras y pies desnudos, con las manos cruzadas sobre su pecho, pasó junto a él y se detuvo en el centro de la habitación.
-¿Por qué no me creyó? -preguntó en un tono de reproche, mirándole a los ojos-. Si hubiese creído en mí cuando le dije que era un genio, estos dos últimos años no habrían pasado tan triste y estérilmente.
Kovrin volvió a creer que era un elegido de Dios y un genio; recordó todas las conversaciones que sostuvo con el Monje Negro, y quiso responderle. Pero la sangre fluyó de su garganta; no supo qué hacer y se llevó las manos al pecho, empapando de sangre los puños de su camisa. Quiso llamar a Bárbara
Nikolayevna, que dormía tras el biombo, y haciendo un esfuerzo, gritó:
-¡Tania!
Cayó al suelo, y, levantando las manos, volvió a gritar:
-¡Tania!
Gritó llamando a Tania, al gran jardín con sus maravillosas flores, al parque, a los pinos con sus raíces al descubierto, al campo de centeno, a su ciencia, su juventud, su osadía y su felicidad, gritó llamando a la vida que había sido tan hermosa. Vio en el suelo, delante suyo, un gran charco de sangre, y era tanta su debilidad que no pudo articular ni una sola palabra. Pero, cosa extraña, una infinita e inexplicable alegría llenó todo su ser. Debajo del balcón seguía oyéndose la música de la serenata. El Monje Negro se acercó a él y le susurró al oído que era un genio, y que moría porque su débil cuerpo había perdido el equilibrio y no podía servir más de cobertura de un genio.
Cuando Bárbara Nicolayevna se despertó y salió de atrás del biombo,
Kovrin estaba muerto. Pero su rostro estaba helado en una impasible
sonrisa de felicidad.
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