17 sept 2015

Fitz James O’Brien - El chico que amaba una tumba


Muy lejos, allá en el corazón de un lejano país, había un viejo y solitario cementerio. Ya no se enterraba allí a los muertos, pues estaba abandonado desde hacía mucho tiempo. Su hierba crecida alimentaba ahora algunas cabras que trepaban por el muro ruinoso y vagaban por aquel triste desierto de tumbas. El camposanto estaba bordeado de sauces y cipreses sombríos y la puerta de hierro oxidado, rara vez abierta, crujía cuando el viento agitaba sus bisagras, como si algún alma perdida, condenada a vagar en ese lugar desolado, sacudiera los barrotes y se lamentara de su terrible encarcelamiento.

En este cementerio había una tumba distinta de las demás. La lápida no tenía nombre, pero en su lugar aparecía la tosca escultura de un sol saliendo del mar. La tumba, muy pequeña y cubierta de una espesa capa de retama y ortigas, podría ser, por su tamaño, la de un niño de pocos años.

No muy lejos del viejo cementerio, vivía con sus padres un chico en una mísera casa; era un muchacho soñador, de ojos negros, que nunca jugaba con los otros niños del barrio, pues le gustaba corretear por los campos, recostarse a la orilla del río para ver caer las hojas en el murmullo de las aguas y mecer los lirios sus blancas cabezas al compás de la corriente. No era de extrañar que su vida fuera triste y solitaria, ya que sus padres eran malas personas que bebían y discutían todo el día y toda la noche, y los ruidos de sus peleas llegaban en las tranquilas noches de verano hasta los vecinos que vivían en la aldea debajo de la colina.

El muchacho estaba aterrorizado con estas horribles disputas y su alma joven se encogía cada vez que oía los juramentos y los golpes en la pobre casa, así que solía correr por los campos en donde todo parecía tan tranquilo y tan puro, y hablar con los lirios en voz baja como si fueran sus amigos.

De este modo, llegó a frecuentar el viejo cementerio y empezó a caminar entre las lápidas semienterradas, deletreando los nombres de las personas que habían partido de la tierra años y años atrás.

Sin embargo, la pequeña tumba sin nombre y olvidada le atrajo más que todas las demás. La extraña y misteriosa imagen de la salida del sol sobre el mar le producía asombro, y así, fuera de día o de noche, cuando la furia de sus padres lo arrojaba de su casa, solía dirigirse allí, sentarse sobre la espesa hierba y pensar quién podría estar enterrado debajo de ella.

Con el tiempo su amor por la pequeña tumba creció tanto que la adornó según su gusto infantil. Arrancó las retamas, las ortigas y la maleza que crecían sombrías sobre ella, y recortó la hierba hasta que empezó a crecer espesa y suave como la alfombra de los cielos. Después trajo prímulas de los verdes campos, flores blancas de espino, rojas amapolas de los maizales, campanillas azules del corazón del bosque, y las plantó alrededor de la tumba. Con las ramas flexibles de mimbre plateado trenzó un simple cerco alrededor y raspó el musgo que cubría toda la tumba hasta dejarla como si fuera la de una hermosa hada.

Entonces quedó muy satisfecho. Durante los largos días de verano, se tendía sobre la tumba, abrazando el hinchado montículo, mientras que el suave viento jugaba a su alrededor y tímidamente acariciaba sus cabellos. Del otro lado de la colina le llegaban los gritos de los chicos de la aldea jugando; a veces alguno de ellos venía y le proponía participar en sus juegos, pero él lo miraba con sus tranquilos ojos negros y le respondía gentilmente que no; el muchacho, impresionado, se iba en silencio y susurraba con sus compañeros sobre el chico que amaba una tumba.

Era cierto, él amaba aquel cementerio más que cualquier juego. Se sentía muy a gusto con la quietud del lugar, el aroma de las flores silvestres y los rayos dorados cayendo entre los árboles y jugueteando sobre la hierba. Permanecía horas recostado boca arriba contemplando el cielo de verano, mirando navegar las nubes blancas y preguntándose si serían las almas de las buenas personas camino del hogar celestial. Pero cuando las nubes negras de la tormenta se acercaban llenas de lágrimas apasionadas y reventaban con ruido y fuego, pensaba en su casa y en sus malos padres y se dirigía a la tumba y recostaba su mejilla contra ella como si fuera su hermano mayor.

Así fue pasando el verano hasta convertirse en otoño. Los árboles estaban tristes y temblaban al acercarse el tiempo en que el viento feroz les arrebataría sus capas, y las lluvias y las tormentas golpearían sus miembros desnudos. Las prímulas se pusieron pálidas y se marchitaron, pero en sus últimos momentos parecieron mirar sonrientes al chico como diciendo: “No llores por nosotros, regresaremos de nuevo el año que viene”. Pero la tristeza de la temporada lo invadió mientras se acercaba el invierno, y a menudo mojaba la pequeña tumba con sus lágrimas y besaba la piedra gris como uno besaría a un amigo que está a punto de partir.

Una tarde, hacia el final del otoño, cuando el bosque estaba marrón y sombrío, y el viento sobre la colina parecía aullar amenazador, el chico, sentado junto a la tumba, oyó chirriar la vieja puerta al girar sobre sus oxidados goznes, y mirando por encima de la lápida vio acercarse una extraña procesión. Eran cinco hombres: dos llevaban lo que parecía ser una caja larga cubierta con un paño negro, otros dos llevaban picas en las manos y el quinto, un hombre alto de rostro consternado, envuelto en una capa larga, caminaba al frente. Cuando el chico vio andar a estos hombres de un lado a otro por el cementerio, tropezando con lápidas medio enterradas o parándose a examinar las inscripciones semiborradas, su corazón casi dejó de latir y se encogió, lleno de terror, detrás de la piedra gris.

Los hombres caminaban de un lado a otro, con el hombre alto en cabeza, buscando concienzudamente entre la hierba y de vez en cuando se detenían para consultar entre ellos. Finalmente el hombre que los dirigía encontró la pequeña tumba y, agachándose, se puso a mirar la lápida. La luna acababa de levantarse y su luz bañaba la peculiar escultura del sol saliendo del mar. Entonces hizo señas a sus compañeros. “La encontré -dijo-, es aquí”. Los demás se acercaron y los cinco hombres quedaron parados contemplando la tumba. El pequeño, detrás de la piedra, apenas respiraba.

Los dos hombres que llevaban la caja la apoyaron en la hierba, quitaron el paño negro y el chico vio entonces un pequeño ataúd de ébano brillante con adornos plateados y en la cubierta, labrada también en plata, la escultura familiar de un sol saliendo del mar.

“Ahora, ¡a trabajar!” dijo el hombre alto y, al momento, los dos que llevaban picas y palas se pusieron a cavar en la pequeña tumba. El chico pensó que se le rompería el corazón y ya no pudo contenerse, se arrojó sobre el montículo y exclamó sollozando:

“¡Oh, señor! ¡No toquen mi pequeña tumba! ¡Es lo único querido que tengo en el mundo! No la toquen, pues todo el día me recuesto aquí y la abrazo, y es como si fuera mi hermano. La cuido y mantengo la hierba cortita y gruesa, y le prometo que, si me la dejan, el año que viene plantaré aquí las más bellas flores de la colina.”

“¡Calla, hijo, no seas tonto!”, respondió el hombre de rostro serio. “Es una tarea sagrada la que debo realizar; el que yace aquí era un chico como tú, pero de sangre real, y sus antepasados vivían en palacios. No es apropiado que sus huesos reposen en un terreno común y abandonado. Del otro lado del mar los espera un lujoso mausoleo, y he venido a llevarlos conmigo para depositarlos en bóvedas de pórfido y mármol. Por favor -dijo a los hombres-, apártenlo y sigan con su trabajo.”

Los hombres separaron al chico, lo dejaron cerca sobre la hierba sollozando como si se le rompiera el corazón, y cavaron en la tumba. El chico, a través de sus lágrimas, vio cómo juntaban los blancos huesos y los ponían en el ataúd de ébano; oyó cerrarse la tapa de la caja y vio cómo las palas volvían a poner la tierra negra en la tumba vacía, y se sintió robado. Los hombres levantaron el ataúd y se fueron por donde habían venido. El portón chirrió una vez más sobre sus goznes y el chico quedó solo.

Regresó a su casa en silencio y sin lágrimas, pálido como un fantasma. Cuando se acostó en la cama llamó a su padre y le dijo que iba a morir. Le pidió que lo enterraran en la pequeña tumba que tenía una lápida gris con un sol naciendo del mar esculpido sobre ella. El padre se rió y le dijo que se durmiera; pero cuando llegó la mañana el niño estaba muerto.

Lo enterraron en donde él había deseado y cuando el césped estuvo alisado y el cortejo fúnebre se retiró, esa noche apareció una nueva estrella en el cielo, mirando la pequeña tumba.

“The Child Who Loved a Grave”, 1861

The Poems and Stories of Fitz James O’Brien (Boston, 1881)

Great Irish Tales of Horror. A Treasury of Fear, Peter Haining Edit. New York, Barnes & Noble, 1995.

(Versión revisada)

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