19 nov 2015

Miguel Delibes - La Grajilla

Al llamar a la grajilla, al cuco y al cárabo pájaros de cuenta no quiero decir que sean malos. No hay pájaros buenos ni malos. Las aves actúan por instinto, obedecen a las leyes naturales, aunque, a los ojos de los hombres, algunas de sus acciones puedan parecer buenas y otras reprobables. Por ejemplo, el comportamiento de los tres protagonistas de este libro ofrece aspectos positivos y negativos. La grajilla, pongo por caso, roba la fruta de los árboles, especialmente de ciruelos y cerezos, pero, al mismo tiempo, nos libra de insectos perjudiciales y de carroña. El cuco, en la época de cría, deposita sus huevos en los nidos de otros pájaros más pequeños que él para que se los empollen, pero, en compensación, destruye orugas y arañas peligrosas para el hombre. Finalmente, el cárabo puede eliminar algún pinzón que otro, o cualquier otro pajarito que le molesta o le apetece, pero, a cambio, limpia el campo de ratas, ratones, topillos y otros roedores perjudiciales.

A los tres les conocí siendo niño -aunque al cuco, que es un pájaro encubridizo, sólo de oídas-, cuando mi padre, que era un hombre maduro, serio y circunspecto, se volvía niño también, en contacto con la naturaleza, y nos enseñaba a distinguir el cuervo de la urraca, la perdiz de la codorniz, la alondra de la calandria y la paloma de la tórtola. Mi padre, ferviente enamorado del campo, conocía sus pequeños secretos, y el más remoto recuerdo que guardo de él es cazando grillos en una cuneta, haciéndoles cosquillas con una pajita larga y fina que introducía en la hura y movía con paciente tenacidad. A veces cazaba media docena y los guardaba bajo el sombrero, de forma que al regresar a casa, entre dos luces, armaban un alegre concierto sobre su calva, sin que a él, que en casa anteponía el silencio a todas las demás cosas, parecieran molestarle. Un día, en el Castillo de la Mota, hace ya muchos años, vi por primera vez una colonia de grajillas. Revoloteaban en torno a las almenas y con sus “quia-quia-quia”, reiterativos y desacompasados, organizaban una algarabía considerable. De lejos parecían negras y brillantes como los grajos, pero, cuando las vi de cerca, observé que eran más chicas que aquéllos -más o menos del tamaño de una paloma- y no totalmente negras, sino que el plumaje de la nuca y los lados del cuello era gris oscuro, y sus ojillos, vivaces y aguanosos, tenían el iris transparente.

Viviendo en Castilla, la grajilla se me ha hecho luego familiar, porque está en todas partes. Es un pájaro muy sociable, que divaga en grandes bandadas, a veces de cientos de individuos, y que, mientras vuelan alrededor de las torres o los acantilados, sostienen entre ellos interminables conversaciones. No son racistas y, a menudo, se las ve asociadas con pájaros más grandes o más chicos que ellas, cuervos y estorninos, preferentemente, no siempre de la misma familia pero también de plumaje negro. Al parecer no les une una razón de parentesco sino el uniforme.

De ordinario, estas aves asientan en lugares próximos a cortadas rocosas y en torres antiguas o abandonadas, incluso dentro de las grandes ciudades. De la familia de los córvidos es el único pájaro que he visto con aficiones urbanas. La corneja, el cuervo, la graja no sólo rehúyen la ciudad sino que ante el hombre se muestran hoscos y desconfiados. En viejos edificios de altas torres, con agujeros y oquedades, la grajilla es huésped casi obligado, aunque luego, para comer, y, en ocasiones, para dormir -como sucede en Sedano-, hayan de desplazarse varios kilómetros al caer la tarde, buscando acomodo.

La grajilla es sedentaria, vive, generalmente, en el mismo lugar que nace durante las cuatro estaciones del año. Sin embargo, he advertido que el bando que merodea por los frutales de Sedano no crece, no es hoy más nutrido que hace seis lustros, de lo que deduzco que, como sucede con las abejas, hay grupos que se escinden cuando la puesta es abundante. Géroudet nos recuerda que una grajilla anillada en Suiza fue hallada en los Pirineos, y en Normandía, otra anillada en Bélgica, lo que quiere decir que hay grajillas que viajan, que efectúan desplazamientos, aunque nunca tan largos y regulares como los que llevan a cabo anualmente cigüeñas y gansos.

La vida sedentaria obliga a las grajillas a comer de todo, adaptando su dieta a los alimentos que les facilita cada estación. Las bayas y frutos de pequeño tamaño les entusiasman, pero se avienen a sustituirlos por caracoles y patatas cuando aquéllos escasean. La grajilla es buscona, ratera; como la urraca, roba de todo, desde fruta del granjero hasta los huevos de los nidos de pequeñas aves, que se come en primavera. Por robar, roban a veces hasta la casa, nidos de otros pájaros, que ocupan tranquilamente aunque luego los acondicionen y decoren a su gusto. El nido de una grajilla evidencia las aficiones coleccionistas de la especie.

En las escarpas rocosas que flanquean el río Rudrón entre Covanera y Valdelateja, en la carretera general de Burgos a Santander, es fácil tropezar con nidos de grajilla. Precisamente al pie de uno de estos cantiles fue donde encontramos a Morris, un simpático pájaro que amaestraron mis hijos y del que luego hablaré. Estos nidos constituyen un verdadero muestrario de los más diversos objetos y materiales que puedan imaginarse. Sobre la simple estructura de un viejo nido de corneja, pájaro que gusta de renovar sus habitaciones y construye su casa cada año, encontré un día un nido de grajilla revestido con los siguientes ingredientes: papel, trapos, boñiga seca, plumas, pedazos de saco, crines de animales, lana, plástico, barro… la grajilla había conseguido un hogar confortable aprovechando los restos de otros anteriores, lo que significa que este pájaro no desaprovecha ocasión de ahorrarse un esfuerzo.

La puesta de la grajilla oscila entre tres y seis huevos, aunque hay ocasiones excepcionales en las que se ha observado una puesta de ocho. La eclosión es lenta, alrededor de cinco semanas, y los primeros desplazamientos de los pollos tímidos y cortos, cosa sorprendente siendo la grajilla uno de los pájaros que mejor vuelan, que pica o se repina en pocos metros, airosamente, con una gracia y una agilidad singulares.

Pese a frecuentar como hemos dicho las viejas torres de las ciudades -siempre a los niveles más altos-, la grajilla se muestra recelosa con el hombre y, sin embargo, es una de las aves que se domestican con mayor facilidad y hasta, según aseguran ciertos autores, es posible hacerles pronunciar algunas palabras sencillas, de una o dos sílabas.

A lo largo de tres meses, yo conviví en Sedano con Morris, una grajilla que encontró mi hijo Miguel, aún en carnutas y medio muerta de inanición, en los acantilados de San Felices. El animalito se había caído del nido y, al verla tan débil y depauperada, no di un real por su existencia. No obstante, mis hijos Juan y Adolfo, muy chicos por aquel entonces, le habilitaron un nido en una caja de zapatos y empezaron a alimentarla con pienso humedecido que Morris devoraba glotonamente. En pocos días, la grajilla se repuso, empezaron a asomarle los primeros cañones y, cuatro semanas más tarde, estaba completamente emplumada.

Pero lo más sorprendente de Morris era la naturalidad con que aceptaba la vecindad de las personas, especialmente la de Juan y Adolfo, que la habían criado. Únicamente, en su trato con el hombre, le repugnaba una cosa: que le pusieran la mano encima. Es decir, Morris reposaba erguida y tranquila sobre el antebrazo o el hombro de cualquiera de nosotros, pero si el mismo porteador u otra persona, incluidos Juan y Adolfo, intentaban agarrarla, el pájaro se escabullía, revoloteaba y terminaba por caer al suelo. Esta repulsión instintiva a ser apresada le duró hasta que la perdimos. Morris hacía causa común con la familia, le divertía vernos comer alrededor de la rueda de molino, participaba a su manera de nuestras tertulias, no extrañaba las visitas, pero rechazaba terminantemente la caricia y cualquier tipo de contacto. Yo creo que la situación de mi refugio a media ladera, en alto, sobre el valle de frutales, facilitó la adaptación de la grajilla. Ella no podía disfrutar, ciertamente, de la compañía de sus congéneres, pero la visión del mundo era la que le correspondía en su condición de ave, desde arriba, “a vista de pájaro”.

Una mañana, cuando Adolfo, en traje de baño, se dirigía hacia la piscina con ella al hombro, Morris empezó a aletear con cierta torpeza, se afirmó gradualmente en el aire, tomó altura y se posó en la copa del olmo que sombrea la mesa de piedra. La reacción de la familia fue semejante a la que suscitan los primeros pasos de un niño: alegría y estupor. Pero, enseguida, se presentó el dilema: ¿había elegido Morris la libertad y escaparía, o simplemente era aquello la prueba de la culminación de su desarrollo? confieso que me incliné por lo primero. La abierta curiosidad con que contemplaba el valle desde una nueva perspectiva, el notorio placer que le deparaba su balanceo en la ramita del olmo, su indiferencia ante nuestras voces al pie del árbol, parecían indicar que Morris ya no nos necesitaba y que, en lo sucesivo, podría prescindir de nosotros.

El hecho de que la grajilla permaneciera durante largo rato en la punta del olmo, despiojándose, realizando su aseo cotidiano, desinteresada de cuanto sucedía a su alrededor, me reafirmó en mi opinión. No obstante, al cabo de una hora, Juan, que solía imitar, al darle de comer, la voz peculiar de estas aves, remedando los arrumacos maternos, apareció con el cacharrito donde mezclaba el pienso con agua y moduló un “quia-quia-quia” aterciopelado, dulce, digno de enternecer a la grajeta más esquiva. Morris acusó el golpe. Empezó a inquietarse, a mover la cabeza de un lado a otro, y, por primera vez desde que se encaramó en el árbol, prestó atención a lo que ocurría bajo ella y fijó en Juan sus ojillos transparentes como abalorios. Mi hijo repitió entonces la llamada con mayor unción, y, al instante, Morris se lanzó al vacío, desplegó sus amplias alas negras, describió un pequeño círculo alrededor de nuestras cabezas y fue a posarse blandamente sobre su hombro, al tiempo que reclamaba el alimento con un “quia-quia-quia” perentorio.

Así inició Morris una nueva era. Mis hijos la trasladaron de la caja de zapatos a una cesta de mimbre, destapada, y al llegar la noche la cobijaban en una cueva-despensa, junto a la casa, dejando la puerta entreabierta. De este modo, los más madrugadores podían sorprender cada mañana al pájaro en el alero del tejado, la copa del olmo o el bosquecillo de pinos de la trasera del refugio, esperando que le sirvieran el desayuno. En principio, Morris rehusaba ser alimentada por desconocidos, sólo admitía las pellas de pienso cuando le eran ofrecidas por sus padres adoptivos, pero, con el tiempo, cambió de actitud y, a medida que se hacía adulta, fue aceptando las golosinas cualquiera que fuera el oferente.

El mundo de Morris se iba ampliando poco a poco. Desde que aprendió a volar, se dejaba bajar gustosamente hasta la carretera, aunque le desagradaba que la alejasen demasiado de casa. Y, cuando esto ocurría, se alborotaba, protestaba y terminaba regresando sola, por sus propios medios. Pero una mañana, ante nuestro asombro, aceptó que la condujeran hasta la plaza, a trescientos metros de distancia. Morris empezó así a relacionarse con otras personas ajenas a la familia, a conocer la vida del pueblo, a convivir. Su sociabilidad progresó en poco tiempo, hasta el punto que, con frecuencia, se lanzaba en picado desde lo alto del olmo sobre un pequeño grupo de desconocidos que charlaba en la carretera y se posaba, indiscriminadamente, sobre el hombro de cualquier contertulio. Estas espontáneas efusiones de Morris no siempre eran bien interpretadas, sobre todo por las mujeres, que chillaban y manoteaban, al verla llegar, como si se aproximara el diablo. Pero, en general, la domesticidad de la grajilla despertó primero curiosidad y más tarde simpatía entre los vecinos. La gente la conocía por su nombre y Morris saltaba de grupo en grupo, de hombro en hombro, con una confianza absoluta. Tan sólo tenía en el pueblo dos solapados enemigos a quienes su presencia molestaba: los perros y los gatos. Pero Morris se zafaba de sus asechanzas en rápidas fintas, con suaves pero enérgicos aletazos, recurso que utilizaba también cuando alguien, cualquiera que fuera, trataba de apresarla. Su repugnancia a ser prendida por una mano humana continuaba tan viva en ella como el primer día.

En este momento de su evolución fue cuando intenté enseñarle a pronunciar alguna palabra, palabras sueltas, sencillas, como “hola” y “adiós”, pero, pese a que la grajeta fijaba en mis labios sus grises ojos aguanosos y ladeaba atentamente su cabeza, como si escuchara, nunca conseguí una respuesta aceptable. Morris callaba o, a lo sumo, formulaba su “quia-quia” monótono y displicente.

A medida que la grajeta ensanchaba las fronteras de su libertad, empezó a hacérsele aburrida la larga espera matinal. Morris, como buen pájaro, era madrugadora, y desde las seis y media que amanecía hasta las nueve y media o diez que amanecían mis hijos era demasiado tiempo sin compañía. Mas a las siete de la mañana todo el pueblo descansaba excepto los panaderos, Vicente y Abelardo, a los que Morris, con una sagacidad maravillosa, descubrió un día, amasando pan en el horno. A partir de entonces, su primera visita matinal era para los panaderos, con los que pasaba agradablemente el rato:

-Mucho madrugaste hoy, Morris.

-Quia.

-Te aburres en casa, ¿eh?

-Quia.

-¿Tan mal te tratan los del chalé?

-Quia.

Abelardo la obsequiaba con una bolita de masa que Morris engullía con satisfacción. Y a las nueve de la mañana en punto, tan pronto Vicente y Abelardo comenzaban a cargar la furgoneta, Morris levantaba el vuelo y regresaba a casa, a esperar en la copa del olmo la aparición de mis hijos.

Paulatinamente el pueblo se le iba quedando pequeño a la grajilla que, en su avidez descubridora, empezó a acompañar a mis hijos en sus excursiones, fatigosas caminatas de veinte o treinta kilómetros. Al atardecer, regresaba feliz, sobrevolando al bullanguero grupo adolescente, sus claras pupilas impresionadas por otros bosques, otros páramos, otros vallejos, otros horizontes.

Juan, amigo de ensayar cada día nuevas experiencias, decidió una tarde pasearla en bicicleta. Morris soportó un poco intimidada los primeros metros de carrera, pero, conforme la máquina fue adquiriendo velocidad, levantó el vuelo aterrada, emitiendo gritos de alarma. Mas la tenacidad de mi hijo era superior al miedo de la grajilla, y, dos días más tarde, Morris no se espantaba ya de la bicicleta, la aceptaba de buen grado y resultaban divertidas sus periódicas escapadas a los tilos y castaños de la carretera y sus retornos apresurados al hombro del ciclista lanzado a toda máquina.

El verano avanzaba de manera insensible y a primeros de septiembre alguien planteó el problema del traslado de la grajilla a Valladolid. ¿Se avendría a vivir en el balcón de una casa de vecinos? ¿No la acobardaría la gran ciudad? ¿Era honesto por nuestra parte desarraigarla, arrancarla de su medio natural e insertarla, sin más, en un medio hostil? Así surgió la idea de la gran prueba. Antes de conducirla a Valladolid era preciso ponerla en contacto con sus hermanas, en los riscos de San Felices, de donde procedía, para que ella misma decidiera si prefería quedarse o marchar. Los preparativos fueron meticulosos. Morris viajaría en automóvil, encerrada en una cesta, hasta la ribera del río Rudrón, justo en el lugar donde la encontramos. Una vez allí, Juan, mi hijo, se ocultaría entre las mimbreras de la orilla, mientras yo, con la cesta cubierta, remontaría el río hasta la piscifactoría, y soltaría el pájaro tan pronto oyera el pitido del cornetín que Juan portaba al efecto. No puedo ocultar que cuando me desplazaba río arriba con la cesta en la mano me embargaba una cierta emoción. La colonia de grajillas alborotaba en los farallones inmediatos, y yo temía que Morris, al verse libre, volara sin vacilar a reunirse con sus congéneres. Al alcanzar la piscifactoría, me detuve. El corazón se me aceleró cuando oí el pitido del cornetín, destapé la cesta y empujé con ella al pájaro hacia lo alto. En los primeros momentos, Morris vaciló, pero enseguida se repulió, rebasó las copas de los árboles del soto y continuó subiendo en vertical, como buscando una perspectiva. Los “quia-quia” fervorosos de mi hijo Juan se confundían ahora con los “quia-quia” de las grajillas del acantilado, más vivos y apremiantes, y yo miraba impaciente hacia lo alto, esperando la decisión de Morris. Y mi entusiasmo se desbordó cuando la grajilla, haciendo oídos sordos a las incitaciones de la colonia, se lanzó en picado sobre la margen del río y no paró hasta reposar en el hombro de mi hijo.

Al día siguiente, de manera inesperada, murió Morris. Su cadáver medio desplumado apareció en el sobrado del Bienvenido, a cuatro pasos de la panadería. Su gata, la Maula, que siempre había mostrado una abierta inquina hacia el pájaro, unos celos injustificados, la atacó cuando confiadamente se despiojaba en el alféizar de la ventana. La Rosa Mari, la niña, que fue testigo de la cobarde acción, asegura que el zarpazo de la Maula fue rápido como un relámpago y la muerte de Morris instantánea e indolora.

Más vale así.

Tres pájaros de cuenta, Valladolid, Miñón, Valladolid, 1982.

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